Readme

Capítulo 30

Frankenstein – Mary Shelley

No se nos permitió conversar durante mucho tiempo, dado que el precario
estado de mi salud exigía tomar todas las precauciones necesarias que
pudieran asegurar mi tranquilidad. El señor Kirwin entró e insistió en que
mis fuerzas no deberían agotarse en demasiadas emociones. Pero la
presencia de mi padre era para mí como la de un ángel bueno, y poco a
poco recobré la salud. A medida que la enfermedad me abandonaba, me iba
invadiendo una melancolía negra y lúgubre que nada podía disipar. Siempre
tenía delante la imagen fantasmal de Clerval asesinado. En más de una
ocasión, el nerviosismo al que me conducían aquellos recuerdos hizo temer
a mis amigos que podría sufrir una peligrosa recaída.
¡Dios mío! ¿Por qué se empeñaron en conservar una vida tan mísera y
detestable? Fue seguramente para que yo pudiera cumplir mi destino, del
cual estoy ya tan cerca. Pronto, oh, muy pronto, la muerte acallará estos
latidos de mi corazón y me liberará de esta pesada carga de angustia que me
hunde en el cieno; y, cuando se haya ejecutado la sentencia de la justicia, yo
también podré entregarme al descanso. En aquel entonces la presencia de la
muerte aún me resultaba distante, aunque el deseo de morir siempre estaba
presente en mis pensamientos; y a menudo permanecía durante horas
enteras sin moverme y sin hablar, deseando que alguna descomunal
catástrofe pudiera acabar conmigo y, en semejante destrucción, arrastrara
también a la causa de mis desdichas.
Las sesiones judiciales de la región se aproximaban. Ya llevaba tres meses
en prisión; y, aunque aún estaba débil y corría un permanente peligro de
recaída, me obligaron a viajar casi cien millas hasta la capital del condado,
donde tenía la sede el tribunal. El señor Kirwin se encargó de reunir con
mucho cuidado a todos los testigos y organizar mi defensa. Me evitaron la
vergüenza de aparecer públicamente como un criminal, puesto que el caso
no se presentó ante el tribunal que decide la pena de muerte. El gran jurado
rechazó la acusación pues quedó probado que yo me encontraba en las islas
Orcadas a la hora en que se descubrió el cuerpo de mi amigo. Y solo quince
días después de mi traslado, me sacaron de prisión. Mi padre se emocionó
mucho al verme absuelto de los humillantes cargos de asesinato y al
comprobar que nuevamente se me permitía respirar el aire puro y regresar a
mi país natal. Yo no compartía aquellos sentimientos, porque para mí los
muros de una mazmorra o los de un palacio eran igualmente odiosos. El
cáliz de la vida estaba envenenado para siempre; y aunque el sol brillaba
sobre mí, y sobre aquellos de corazón alegre y feliz, yo no veía a mi
alrededor más que una densa y aterradora oscuridad que ningún resplandor
podía penetrar, salvo la luz de dos ojos clavados sobre mí… A veces eran
los alegres ojos de Henry, languideciendo en la muerte, con las negras
pupilas casi cubiertas por los párpados y las largas pestañas que los
ribeteaban. En otras ocasiones eran los ojos turbios y acuosos del monstruo,
tal y como lo vi por vez primera en mis aposentos de Ingolstadt.
Mi padre intentó despertar en mí sentimientos de afecto. Hablaba de
Ginebra, a la que pronto volveríamos… de Elizabeth, de Ernest. Pero sus
palabras solo conseguían arrancarme profundos suspiros. Algunas veces, en
realidad, tenía deseos de ser feliz, de volver junto a mi adorada prima y
regresar al lago azul que me había sido tan querido desde mis primeros
años; pero el estado habitual de mis emociones era la apatía, para la cual
una prisión es lo mismo que un palacio en el paisaje más hermoso que
pueda pintar la naturaleza; y semejante estado a menudo se veía
interrumpido por ataques de angustia y desesperación. En esos momentos, a
menudo intenté poner fin a la existencia que detestaba, y ello hizo precisas
una constante atención y vigilancia, para impedir que cometiera algún
horrible acto de violencia. Recuerdo que, cuando me sacaron de la prisión,
oí a un hombre decir: «Puede que sea inocente de asesinato, pero lo que es
seguro es que tiene mala conciencia.»
Aquellas palabras me conmocionaron. ¡Mala conciencia! Sí, con toda
seguridad: tenía mala conciencia.
William, Justine y Clerval habían muerto debido a mis infernales maquinaciones.
—¿Y qué muerte pondrá fin a esta tragedia? —clamaba—. ¡Ah, padre…!
¡Salgamos de este maldito país! ¡Llévame donde pueda olvidarme de mí
mismo, donde pueda olvidar mi existencia y a todo el mundo…!
Mi padre de inmediato accedió a mis deseos; y, después de habernos
despedido del señor Kirwin, nos encaminamos rápidamente a Dublín.
Cuando el carguero partió de Irlanda con viento favorable y abandoné para
siempre aquel país que había sido para mí el escenario de tanto dolor, me
sentí como si me hubieran quitado de encima una pesada carga. Era
medianoche, mi padre dormía abajo, en el camarote, y yo permanecía en
cubierta mirando las estrellas y escuchando el rumor de las olas. Agradecí
la presencia de aquella oscuridad que apartaba a Irlanda de mi vista, y mi
pulso latió con febril alegría cuando pensé que pronto volvería a ver
Ginebra. El pasado me pareció entonces una espantosa pesadilla; sin
embargo, el barco en el que me encontraba, el viento que soplaba desde las
odiosas costas de Irlanda y el mar que me rodeaba me aseguraban,
ciertamente, que no había sufrido visiones engañosas y que Clerval, mi
amigo y mi más querido compañero, había muerto, víctima de mis actos y del monstruo que yo había creado.
Hice memoria de toda mi vida: la apacible felicidad cuando vivía con mi
familia en Ginebra, la muerte de mi madre, y mi partida hacia Ingolstadt.
Recordé con un escalofrío el enloquecido entusiasmo que me había
impulsado a la creación de mi odioso enemigo, y traje a mi mente la noche
en la cual recibió la vida. Fui incapaz de seguir el hilo de mis
razonamientos. Mil emociones me embargaron, y rompí a llorar amargamente.
Desde que me recuperé de las fiebres, había adquirido la costumbre de
tomar todas las noches una pequeña cantidad de láudano, porque solo
gracias a esta droga era capaz de descansar lo suficiente para seguir
viviendo. Angustiado por el recuerdo de mis desgracias, tomé una dosis
doble y pronto caí dormido profundamente. Pero, Dios mío, el sueño no
consiguió liberarme de la memoria y del dolor; mis sueños se poblaban de
mil cosas que me aterrorizaban. Hacia el amanecer tuve una especie de
pesadilla. Sentí la garra de aquel demonio aferrada a mi garganta y no podía
librarme de ella. Gritos y lamentos resonaban en mis oídos. Mi padre, que
siempre me vigilaba, notando mi inquietud, me despertó y señaló el puerto
de Holyhead, en el cual ya estábamos entrando.
Habíamos decidido no ir a Londres, sino cruzar el país hacia Portsmouth…
y desde allí, embarcar hacia Le Havre. Yo prefería este plan,
principalmente, porque temía ver de nuevo aquellos lugares en los que
había disfrutado de unos breves días de sosiego con mi querido Clerval. Y
pensaba con horror en la posibilidad de ver a aquellas personas que
habíamos conocido juntos y que, sin duda, harían preguntas respecto a un
suceso cuyo simple recuerdo me hacía sentir de nuevo todo lo que había
sufrido cuando vi su cuerpo inerme.
Por lo que a mi padre se refiere, sus deseos y todos sus esfuerzos se
destinaban a verme de nuevo restablecido tanto en la salud como en la paz
de espíritu. Aunque su cariño y sus atenciones eran constantes, mi dolor y
mi tristeza eran pertinaces, pero él nunca desesperaba. En ocasiones
pensaba que yo me sentía profundamente avergonzado por haberme visto
obligado a responder de una acusación de asesinato, e intentaba
demostrarme la inutilidad del orgullo.
—¡Ay, padre…! —le dije—. ¡Qué poco me conoces…! Los seres humanos,
sus sentimientos y sus pasiones, se avergonzarían efectivamente si un
desgraciado como yo pudiera sentir orgullo. Justine, la pobre e infeliz
Justine, era tan inocente como yo, y fue acusada por lo mismo… murió por
ello. Y yo fui el culpable… yo la maté. William, Justine y Henry… los tres murieron por mi culpa.
Mi padre me había oído a menudo hacer la misma afirmación durante mi
encarcelamiento. Cuando me acusaba de aquel modo, a veces parecía
desear que le diera una explicación; y en otras ocasiones probablemente
consideraba que era consecuencia de mi delirio, y que durante mi
enfermedad alguna idea de ese tipo se había grabado en mi imaginación, y
que el recuerdo de la misma aún permanecía vivo en la convalecencia. Yo
evité dar una explicación; mantuve un permanente silencio respecto al
engendro que había creado. Tenía la sensación de que me tomarían por loco,
y esto encadenó para siempre mi lengua, cuando en realidad habría dado un
mundo por poder confesar aquel secreto fatal. En una de esas ocasiones, mi
padre me dijo con una expresión de indecible sorpresa:
—¿Qué quieres decir, Victor? ¿Estás loco…? Querido hijo, te ruego que no vuelvas a decir esas cosas tan raras…
—¡No estoy loco! —grité con furia—. ¡El sol y los cielos que me han visto
actuar pueden atestiguar que digo la verdad! Yo fui el asesino de esas
víctimas absolutamente inocentes… ¡Y murieron por mis maquinaciones!
Mil veces habría derramado mi propia sangre, gota a gota, por haber
salvado sus vidas. Pero no podía… padre, de verdad, no podía sacrificar a toda la raza humana…
La conclusión de aquella conversación persuadió a mi padre de que estaba
trastornado; así que cambió inmediatamente de conversación para intentar
alterar el hilo de mis pensamientos. Deseaba, en la medida de lo posible,
borrar de mi memoria las escenas acaecidas en Irlanda y jamás volvió a
aludir a ellas ni me permitió hablar de mis desgracias. A medida que fue
transcurriendo el tiempo, me fui tranquilizando; el dolor moraba en mi
corazón, pero ya no volví a hablar de aquel modo incoherente respecto a
mis crímenes; era suficiente para mí tener conciencia de ellos. Con una
insoportable represión, dominé la voz imperiosa de la desdicha, que a veces
deseaba mostrarse al mundo entero, y mi comportamiento se tornó más
tranquilo y más contenido que antes, como lo era antes de mi excursión al
mar de hielo. Incluso mi padre, que me vigilaba como el pájaro a su
polluelo, estaba engañado y pensaba que la negra melancolía que me había
angustiado se estaba alejando para siempre, y que mi país natal y la
compañía de mis seres queridos me restablecería por completo y me devolvería la salud y mi antigua alegría.
Llegamos a Le Havre el 8 de mayo e inmediatamente viajamos a París,
donde mi padre tenía que resolver algunos asuntos que nos detuvieron allí
algunas semanas. En esa ciudad recibí la siguiente carta de Elizabeth.


PARA VICTOR FRANKENSTEIN
Ginebra, 18 de mayo de 17**
Mi queridísimo amigo:
Me dio muchísima alegría recibir una carta de mi tío fechada en París. Ya
no te encuentras a una distancia tan enorme, y puedo confiar en verte antes
de quince días. ¡Mi pobre primo! ¡Cuánto debes de haber sufrido! Me temo
que te voy a encontrar incluso más enfermo que cuando partiste de Ginebra.
Hemos pasado un invierno terrible; pero, aunque la felicidad no brilla en
nuestra mirada desde hace muchos meses, espero ver sosiego en tu
semblante y comprobar que tu corazón no se encuentra completamente privado de paz y tranquilidad.
Sin embargo, temo que persistan los mismos sentimientos que te hacían tan
desgraciado hace un año, y que incluso hayan aumentado con el tiempo. No
querría importunarte en estos momentos, cuando tantas desdichas te
oprimen, pero una conversación que tuve con mi tío antes de su partida me
obliga a darte una explicación necesaria antes de que nos encontremos.
«¿Una explicación?», probablemente te dirás, «¿qué puede tener que
explicar Elizabeth?». Si de verdad piensas eso, mis preguntas ya se han
respondido, y no tengo más que hacer que firmar con un «Tu prima que te
quiere». Pero estamos muy lejos, y es posible que temas y, sin embargo,
agradezcas esta explicación; y, teniendo en cuenta la posibilidad de que tal
sea el caso, no me atrevo a posponer más lo que, durante tu ausencia, he
deseado comentarte muy a menudo y para lo cual nunca he reunido el suficiente valor.
Tú sabes bien, Victor, que mis tíos siempre pensaron en nuestra unión,
incluso desde nuestra infancia. Así se nos dijo cuando éramos jóvenes y nos
enseñaron a considerar ese futuro como un acontecimiento que sin duda
tendría lugar. Fuimos cariñosos compañeros de juegos durante nuestra niñez
y, creo, buenos y sinceros amigos cuando crecimos. Pero del mismo modo
que un hermano y una hermana mantienen una cariñosa relación sin desear
una unión más íntima, ¿no puede ser este también nuestro caso? Dime,
querido Victor… Contéstame, y te lo pido por nuestra felicidad mutua, con una sencilla verdad: ¿amas a otra?
Has viajado; has pasado varios años de tu vida en Ingolstadt; y te confieso,
amigo mío, que cuando te vi tan triste el otoño pasado, huyendo del
contacto con la gente y buscando solo la soledad y la tristeza, no pude evitar
suponer que tal vez te arrepentías de nuestro compromiso y que te sentías
obligado, por honor, a cumplir con la voluntad de nuestros padres, aunque
se opusiera a tus verdaderos deseos. Pero este es un razonamiento falso. Te
confieso, primo mío, que te amo y que en los castillos en el aire que he
imaginado para mi futuro tú has sido mi amante fiel y mi compañero. Pero
solo deseo tu felicidad, y también la mía, cuando te digo que nuestro
matrimonio haría de mí una persona absolutamente desgraciada a menos
que fuera el resultado de los dictados de nuestra propia decisión libre.
Incluso ahora lloro al pensar que, acosado como estás por las más crueles
desgracias, puedas echar a perder, por tu palabra de honor, todas las
esperanzas de amor y felicidad, que son las únicas que podrían conseguir
que volvieras a ser lo que fuiste. Yo, que siento hacia ti un cariño tan
desinteresado, podría estar aumentando mil veces tu desdicha si me
convirtiera en un obstáculo a tus deseos. Ah, Victor, puedes estar seguro de
que tu prima y compañera siente un amor demasiado verdadero por ti como
para hacerte desgraciado. Sé feliz, amigo mío; y si atiendes a esta mi única
petición, puedes estar seguro de que nada en el mundo podrá jamás perturbar mi tranquilidad.
No permitas que esta carta te incomode. No la contestes mañana, ni al día
siguiente, ni siquiera hasta que vengas, si ello te causa algún dolor. Mi tío
me dará noticias sobre tu salud; y si veo siquiera una sonrisa en tus labios
cuando nos veamos, sea por esta carta o por cualquier otra cosa mía, no
necesitaré nada más para ser feliz. Tu amiga, que te quiere,


ELIZABETH LAVENZA.

Scroll al inicio