Frankenstein – Mary Shelley
Esta carta reavivó en mi memoria lo que ya había olvidado, la amenaza del
engendro diabólico cuando me visitó en las islas Orcadas: «Estaré contigo
en tu noche de bodas.» Tal fue mi sentencia, y esa noche aquel demonio
emplearía todas las artimañas para destruirme y arrebatarme aquel atisbo de
felicidad que prometía, al menos en parte, consolar mis sufrimientos.
Aquella noche había decidido culminar sus crímenes con mi muerte. ¡Muy
bien, que así fuera! Entonces, con toda seguridad, tendría lugar una lucha a
muerte en la que, si él salía victorioso, yo descansaría en paz, y su poder
sobre mí habría terminado. Si vencía yo, sería un hombre libre. ¡Cielos…!
¡Qué extraña libertad —la que soporta el campesino cuando su familia ha
sido masacrada ante sus ojos, su granja ha sido incendiada, sus tierras
asoladas y se convierte en un hombre perdido, sin casa, sin dinero, y solo—,
pero libertad al fin! ¡Así sería mi libertad, salvo que en mi Elizabeth al
menos tendría un tesoro, Dios mío, que compensaría los horrores del
remordimiento y la culpabilidad que me perseguirían hasta la muerte!
¡Dulce y querida Elizabeth! Leí y releí su carta, y algunos sentimientos de
ternura se apoderaron de mi corazón y se atrevieron a susurrarme
paradisíacos sueños de amor y alegría. Pero ya había mordido la manzana, y
el brazo del ángel ya me mostraba que debía olvidarme de cualquier
esperanza. Sin embargo, daría mi vida por hacerla feliz; si el monstruo
cumplía su amenaza, la muerte era inevitable. Sin embargo, volví a pensar
que tal vez mi matrimonio precipitaría mi destino una vez que el demonio
hubiera decidido matarme. En efecto, mi muerte podría adelantarse algunos
meses; pero si mi perseguidor sospechara que yo posponía mi matrimonio
por culpa de sus amenazas, seguramente encontraría otros medios, y quizá
más terribles, para ejecutar su venganza. Había jurado que estaría conmigo
en mi noche de bodas. Sin embargo, esa amenaza no le obligaba a quedarse
quieto hasta que llegara ese momento… porque, como si quisiera
demostrarme que no se había saciado de sangre, había asesinado a Clerval
inmediatamente después de haber proferido sus amenazas. Así pues, concluí
que si mi inmediata boda con mi prima iba a procurar su felicidad o la de
mi padre, las amenazas de mi adversario contra mi vida no deberían retrasarla ni una hora.
En este estado de ánimo escribí a Elizabeth. Mi carta era sosegada y
cariñosa. «Me temo, mi adorada niña», le decía, «que queda poca felicidad
en este mundo para nosotros, sin embargo, toda la que yo pueda disfrutar
reside en ti. Aleja de ti temores infundados. Solo a ti he consagrado mi vida
y mis deseos de felicidad. Tengo un secreto, Elizabeth, un secreto terrible.
Te horrorizará hasta helarte la sangre; y luego, lejos de sorprenderte por mis
desgracias, simplemente te asombrará que aún siga con vida. Te revelaré
esta historia de sufrimientos y terror al día siguiente a nuestra boda…
porque, mi querida prima, debe existir una confianza absoluta entre ambos.
Pero hasta entonces, te lo ruego, no lo menciones ni aludas a ello. Te lo pido
con todo mi corazón, y sé que me lo concederás».
Alrededor de una semana después de la llegada de la carta de Elizabeth,
regresamos a Ginebra. Elizabeth me dio la bienvenida con mucho cariño;
sin embargo, había lágrimas en sus ojos cuando vio mi cuerpo maltrecho y
mi rostro febril. Yo también descubrí un cambio en ella. Estaba más delgada
y había perdido buena parte de aquella maravillosa alegría que antaño me
había encantado. Pero su dulzura y sus amables miradas de compasión la
convertían en la mujer más apropiada para un ser condenado y miserable como yo.
De todos modos, la tranquilidad de que gozaba yo en aquel momento no
duró mucho. Los recuerdos me volvían loco. Y cuando pensaba en lo que
había ocurrido, una verdadera locura se apoderaba de mí. Algunas veces me
enfurecía y estallaba con ataques de rabia, y otras me derrumbaba y me
sentía abatido. Ni hablaba ni veía, sino que permanecía inmóvil, abrumado
por la cantidad de desdichas que se cernían sobre mí. Solo Elizabeth tenía
poder para sacarme de esos pozos de abatimiento. Su dulce voz me
tranquilizaba cuando estaba furioso, y me infundía sentimientos humanos
cuando me sumía en la apatía. Ella lloraba conmigo y por mí. Cuando
recobraba la razón, me reconvenía dulcemente e intentaba infundirme
resignación. Ah, sí… es necesario que los desdichados se resignen. Pero
para los culpables no hay paz: las angustias de los remordimientos
envenenan ese placer que se halla en ocasiones, cuando uno se entrega a los excesos de la pena.
Poco después de mi llegada, mi padre habló de mi inmediato matrimonio con mi prima. Yo permanecí en silencio.
—Entonces… —dijo mi padre—, ¿estás enamorado de otra mujer?
—En absoluto. Amo a Elizabeth y pienso en nuestra futura boda con sumo
placer. Fija la fecha, y ese día consagraré mi vida y mi muerte a la felicidad de mi prima.
—Mi querido Victor… no hables así. Graves desgracias han caído sobre
nosotros, pero lo único que debemos hacer es mantenernos unidos a lo que
nos queda, y el amor que sentíamos por aquellos que perdimos debemos
entregárselo ahora a los que aún viven. Nuestra familia es pequeña, pero
está muy unida por lazos de cariño y de desdichas compartidas. Y cuando el
paso del tiempo haya mitigado tu desesperación, nuevas y amadas
preocupaciones nacerán para reemplazar a aquellos de los que tan cruelmente hemos sido privados.
Tales eran los consejos de mi padre, pero los recuerdos de la amenaza
volvieron a obsesionarme. Y no puede sorprender a nadie que, omnipotente
como se había mostrado aquel engendro diabólico en sus crímenes
sanguinarios, casi lo considerara invencible; y que, puesto que había
pronunciado las palabras «estaré contigo en tu noche de bodas», considerara
aquel destino amenazador como algo inevitable. Pero la muerte no era una
desgracia para mí, si no fuera porque acarreaba la pérdida de Elizabeth; y,
así pues, con gesto sonriente e incluso alegre, me mostré de acuerdo con mi
padre en que la ceremonia tuviera lugar, si mi prima consentía, al cabo de
diez días… y así sellé mi destino, o eso creía.
¡Dios bendito…! Si por un instante hubiera imaginado cuáles podrían ser
las diabólicas intenciones de mi enemigo infernal, habría preferido
abandonar para siempre mi país, y haber vagado como un despreciable
desheredado por el mundo, antes que consentir aquel desdichado
matrimonio. Pero, como si tuviera poderes mágicos, el monstruo me había
ocultado sus verdaderas intenciones; y cuando yo pensaba que únicamente
preparaba mi propia muerte, solo conseguí precipitar la de una víctima que amaba mucho más.
A medida que se acercaba la fecha de nuestro matrimonio, tal vez por
cobardía o por un mal presentimiento, me sentí cada vez más abatido. Pero
oculté mis sentimientos bajo la apariencia de una alegría que dibujó
sonrisas de gozo en el rostro de mi padre, aunque difícilmente pude engañar
a la mirada más atenta y perspicaz de Elizabeth. Ella observaba nuestra
futura unión con sosegada alegría, aunque no sin cierto temor, debido a las
pasadas desgracias, y tenía miedo de que lo que ahora parecía una felicidad
cierta y tangible pudiera desvanecerse de pronto en un sueño etéreo, y no
dejara ni una huella, salvo una amargura profunda y eterna.
Se hicieron los preparativos para el acontecimiento. Recibimos a las visitas,
que nos felicitaron, y todo parecía adornado con las galas más halagüeñas.
En lo que me fue posible, oculté en lo más profundo del corazón la ansiedad
que me consumía y acepté con aparente sinceridad todo lo que proponía mi
padre, aunque todo aquello no podía servir sino como decorado de mi
tragedia. Se adquirió una casa para nosotros, cerca de Cologny: así
podríamos disfrutar de los placeres del campo y, sin embargo, estaríamos lo
suficientemente cerca de Ginebra como para ir a visitar a mi padre todos los
días, pues él seguiría viviendo en el interior de la ciudad, por Ernest, para
que pudiera continuar sus estudios en la universidad.
Mientras tanto, yo adopté todas las precauciones para defenderme en caso
de que aquel engendro quisiera atacarme. Siempre llevaba pistolas y una
daga, y estaba siempre alerta para evitar emboscadas, y así conseguí gozar
en alguna medida de cierta tranquilidad. Y, en realidad, conforme se
aproximaba la fecha, la amenaza comenzó a parecer más bien una locura
que no valía la pena tener en cuenta, pues probablemente no sería capaz de
perturbar mi tranquilidad, mientras que la felicidad que esperaba de mi
matrimonio iba adquiriendo poco a poco una apariencia de verdadera
realidad a medida que se acercaba el día de la ceremonia, y oía hablar de
ella como un acontecimiento que ningún incidente podría impedir.
Elizabeth parecía contenta ante el cambio que vio en mí, y cómo había
pasado de una risa forzada a una serena alegría. Pero el día en que se iban a
cumplir mis deseos y mi destino, ella estaba melancólica; un mal
presentimiento la embargaba, y quizá también pensaba en el terrible secreto
que yo había prometido revelarle al día siguiente. Mi padre en cambio
estaba rebosante de felicidad y, con el ajetreo de los preparativos, solo vio
en la melancolía de su sobrina la pudorosa timidez de una novia.
Después de celebrar la ceremonia, tuvo lugar una gran fiesta en casa de mi
padre; pero se acordó que Elizabeth y yo deberíamos pasar aquella tarde y
aquella noche en Evian, y que a la mañana siguiente regresaríamos. Hacía
un buen día; y, como el viento era favorable, decidimos ir en barco.
Aquellos fueron los últimos momentos de mi vida durante los cuales
disfruté del sentimiento de felicidad. Navegábamos muy deprisa; el sol
calentaba, pero nosotros íbamos protegidos por una especie de dosel,
mientras disfrutábamos de la belleza del paisaje: unas veces nos girábamos
hacia a un extremo del lago, donde veíamos el Monte Salêve, las
encantadoras orillas de Montalegre y, en la distancia, elevándose sobre todo
lo demás, el magnífico Mont Blanc y todo el grupo de montañas nevadas
que intentaban alcanzarlo. En otras ocasiones, bordeando la ribera opuesta,
veíamos el majestuoso Jura, retando con sus oscuras laderas la ambición de
quien deseara abandonar su país natal y mostrándose como una barrera
infranqueable al conquistador que pretendiera invadirlo.
Cogí la mano de Elizabeth.
—Estás triste —le dije—. ¡Ay, mi amor, si supieras lo que he sufrido y lo
que tal vez aún tenga que soportar, procurarías dejarme saborear la
tranquilidad y la ausencia de desesperación que al menos me permite disfrutar este único día!
—Sé feliz, mi querido Victor —contestó Elizabeth—; confío en que no
haya nada que te inquiete; y puedes estar seguro de que mi corazón está
feliz, aunque no veas en mi rostro una alegría excesiva. Algo me dice que
no deposite muchas esperanzas en las perspectivas que se abren ante
nosotros, pero no quiero escuchar esas voces siniestras. Mira qué deprisa
navegamos y cómo las nubes, que a veces oscurecen y a veces se elevan
sobre la cúpula del Mont Blanc, consiguen que este maravilloso paisaje sea
aún más hermoso. Mira también los innumerables peces que nadan en estas
límpidas aguas, donde se pueden ver claramente todas las piedras que yacen
en el fondo. ¡Qué día más hermoso…! ¡Qué feliz y serena parece toda la naturaleza!
Así era como Elizabeth intentaba distraer sus pensamientos y los míos de
cualquier reflexión sobre asuntos melancólicos, pero su ánimo era muy
voluble. La alegría brillaba durante unos breves instantes en su mirada, pero
la felicidad constantemente dejaba paso a la tristeza y al ensimismamiento.
En el cielo, el sol se iba poniendo; pasamos frente al río Drance y
observamos su curso a través de los abismos de las montañas y las cañadas
de las colinas más bajas. Los Alpes, aquí, se acercan mucho al lago, y
nosotros nos aproximábamos al anfiteatro de montañas que forman su
extremo oriental. La aguja de Evian se recortaba brillante sobre los bosques
que la rodeaban, y sobre la cordillera de montañas y montañas en la cual estaba suspendida.
El viento, que hasta ese preciso instante nos había llevado con asombrosa
rapidez, se convirtió al atardecer en una agradable brisa; el airecillo apenas
conseguía erizar el agua y producía un encantador movimiento en los
árboles. Cuando nos aproximamos a la orilla, flotaba en el aire un delicioso
perfume de flores y heno. El sol se puso tras el horizonte cuando saltamos a
tierra; y cuando pisé la orilla, sentí que las preocupaciones y los temores
renacían en mí, y que pronto me iban a atrapar y a marcarme para siempre.