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Capítulo 33

Frankenstein – Mary Shelley

En aquel momento, mi situación era tal que todos los pensamientos
razonables se consumían y desaparecían. Me veía arrastrado por la ira. Solo
la venganza me proporcionaba fuerza y serenidad. Modelaba mis
sentimientos y me permitía pensar con frialdad y estar tranquilo en períodos
en los que de otro modo el delirio o la muerte se habrían apoderado de mí.
Mi primera decisión fue abandonar Ginebra para siempre. Mi país, al que
amaba cuando era feliz y querido… ahora, en la adversidad, se convirtió en
un lugar odioso. Me hice con una pequeña suma de dinero, junto con
algunas joyas que habían pertenecido a mi madre, y partí.
Y entonces comenzó mi peregrinación, que no terminará hasta que muera.
He recorrido vastas regiones de la Tierra y he sufrido todas las penurias que
suelen afrontar los aventureros en los desiertos y en otros territorios
salvajes. Apenas sé cómo he logrado sobrevivir; muchas veces me he
derrumbado, con mi cuerpo rendido, sobre la misma tierra, agotado y sin
nadie que me socorriera, y he rogado que me llevara la muerte. Pero la
venganza me mantenía vivo. No me atrevía a morir y dejar a mi enemigo vivo.
Cuando abandoné Ginebra, mi primera labor fue obtener alguna clave
mediante la cual pudiera seguir el rastro de los pasos de mi diabólico
enemigo. Pero mi plan no dio resultado; y vagué durante muchas horas por
los alrededores de la ciudad, sin saber a ciencia cierta qué camino debería
seguir. Al caer la noche, me encontré a la entrada del cementerio donde
reposaban William, Elizabeth y mi padre. Entré y me acerqué a las estelas
que marcaban sus sepulturas. Todo permanecía en silencio, excepto las
hojas de los árboles, que se agitaban suavemente con la brisa. Era casi
noche cerrada, y el escenario habría resultado conmovedor y solemne
incluso para un observador desinteresado. Me parecía que los espíritus de
los que se habían ido vagaban por el aire, a mi alrededor, y proyectaban una
sombra que se sentía, pero no se veía, en torno a la cabeza de aquel que los
lloraba. El profundo dolor que esta escena me produjo al principio
inmediatamente dio paso a la rabia y la desesperación. Ellos estaban
muertos, y yo aún vivía. También vivía su asesino y, para destruirlo, yo
debía alargar mi agotadora existencia. Me arrodillé en la tierra y con labios temblorosos exclamé:
—Por la tierra sagrada en la que estoy arrodillado, por estas sombras que
me rodean, por el profundo y eterno dolor que sufro, ¡lo juro! ¡Y por vos,
oh, Noche, y por los espíritus que te pueblan, juro perseguir a ese diabólico
ser que causó este sufrimiento, hasta que él o yo perezcamos en combate
mortal! Solo con ese propósito conservaré mi vida. Para ejecutar la ansiada
venganza, volveré a ver el sol y pisaré la hierba verde de la tierra, que de
otro modo apartaría de mi vista para siempre. ¡Y os invoco, espíritus de los
muertos, y a vosotros, heraldos etéreos de la venganza, que me ayudéis y
me guieis en esta tarea! ¡Que ese maldito monstruo infernal beba hasta las
heces el cáliz de la agonía! ¡Que sienta la desesperación que ahora me atormenta a mí!
Yo había comenzado mi juramento con una solemnidad y un temor
reverencial que casi me aseguraban que las sombras de mis seres queridos
estaban escuchando y aprobaban mi promesa. Pero las furias se apoderaron
de mí cuando terminé, y la rabia ahogó mis palabras. En la quietud de la
noche, una carcajada ruidosa y diabólica fue la única respuesta que obtuve.
Resonó en mis oídos larga y sombríamente; las montañas repitieron su eco,
y sentí como si el mismísimo infierno me rodeara, burlándose y riéndose de
mí. Seguramente en aquel momento me habría dejado llevar por la locura y
habría acabado con mi miserable existencia, pero ya había lanzado mi
juramento y mi vida se había consagrado definitivamente a la venganza. La
carcajada se fue desvaneciendo y entonces una voz repugnante y bien
conocida se dirigió a mí en un audible susurro:
—Me alegro… pobre desgraciado: has decidido vivir, y yo me alegro.
Corrí hacia el lugar de donde procedía la voz, pero el demonio pudo
escapar. De repente, el enorme disco lunar se iluminó y brilló sobre su
fantasmal y deforme figura, mientras huía a una velocidad sobrehumana.
Lo perseguí; y durante muchos meses esta persecución ha sido mi único
objetivo. Guiado por una pista muy leve, lo seguí por los meandros del
Ródano, pero todo fue en vano. Llegué al Mediterráneo, y por una extraña
casualidad vi cómo el engendro subía una noche a un barco que iba a zarpar
hacia el mar Negro y se ocultaba allí. Fui tras él —yo sabía cuál era el barco
en el que se había escondido—, pero se me escapó, no sé cómo. En las
tierras inexploradas de Tartaria y Rusia, aunque todavía conseguía
esquivarme, ya seguía de cerca sus pasos. Algunas veces, los campesinos,
aterrorizados por su espantosa figura, me informaban de cuál era su camino;
en otras ocasiones y a menudo, él mismo, que temía que si yo le perdía el
rastro, podría desesperar y morir, me dejaba algunas señales para guiarme.
La nieve cayó sobre mí, y vi la huella de su tremendo pie en las blancas
llanuras. Pero usted, que apenas está comenzando su vida, y las
preocupaciones son nuevas para usted y la angustia, desconocida, ¿cómo
puede comprender lo que he sentido y lo que aún siento? El frío, las
necesidades y el cansancio fueron los males menores que tuve que soportar.
Me maldijo algún demonio y tengo que sufrir en mi pecho un infierno
eterno. Sin embargo, aún un espíritu bueno me seguía y guiaba mis pasos, y
cuando más lamentaba mi suerte, repentinamente me salvaba de lo que me
parecían dificultades insalvables. En ocasiones, cuando mi cuerpo,
abrumado por el hambre, se desplomaba en el agotamiento, encontraba una
comida reparadora en el desierto, que me devolvía las fuerzas y me
animaba. La comida era tosca, como la que suelen comer los campesinos de
aquellas regiones; pero yo no dudaba que aquello lo habían dispuesto los
espíritus que yo había invocado para que me ayudaran. A menudo, cuando
todo estaba seco, y no había nubes en el cielo, y me abrasaba la sed, unas
nubecillas aparecían el firmamento y dejaban caer algunas gotas de lluvia
que me reanimaban, y luego se desvanecían.
Cuando me era posible, seguía los cursos de los ríos; pero el monstruo
principalmente los evitaba, porque es en esos lugares donde generalmente
se asientan las poblaciones del campo. En otras regiones apenas se veían
seres humanos, y en esas zonas generalmente subsistía con los animales
salvajes que se cruzaban en mi camino. Tenía algún dinero y me granjeaba
la amistad de los aldeanos repartiéndoselo u ofreciéndoles la carne de algún
animal que hubiera cazado, la cual, después de coger para mí una pequeña
porción, se la regalaba a aquellos que me proporcionaban fuego y utensilios
para cocinar. Así transcurría mi vida, de un modo que realmente me
resultaba odioso, y solo durante el sueño me sentía un poco mejor. ¡Oh,
bendito sueño! A menudo, cuando más miserable me sentía, me sumía en el
descanso y mis sueños me calmaban casi hasta el éxtasis. El ángel que me
guardaba seguramente me proporcionaba aquellos momentos o, más bien,
aquellas horas de felicidad en las que podía reunir fuerzas para continuar mi
peregrinación. Privado de estos instantes de alivio, habría sucumbido a mis
sufrimientos. Así, durante el día me sostenían y animaban las esperanzas de
la noche: porque durante el sueño veía a mis seres queridos, a mi esposa, y
mi amado país; volvía a ver el rostro de mi bondadoso padre, oía la
argentina voz de mi Elizabeth y podía ver a Clerval, rebosante de vida y
juventud. A menudo, cuando me encontraba exhausto tras una agotadora
marcha, me convencía de que estaba soñando, y de que la noche llegaría y
entonces disfrutaría realmente en brazos de mis seres queridos. ¡Qué anhelo
tan angustioso sentía por ellos! ¡Cómo intentaba abrazar aquellas amadas
figuras cuando se me aparecían a veces, incluso en las visiones que tenía
durante la vigilia, y llegaba a convencerme de que aún estaban vivos! En
aquellos momentos, la venganza que ardía en mi interior se apagaba en mi
corazón, y seguía mi camino en pos de la destrucción del engendro
demoníaco más como una tarea que agradaba a los cielos, como si fuera un
impulso mecánico de algún poder del cual yo no tenía conciencia, que por
un verdadero y ardiente deseo de mi alma.
¿Qué sentía aquel a quien perseguía? No puedo saberlo. En efecto, en
ocasiones dejaba señales escritas en las cortezas de los árboles o grabadas
en la piedra, que me guiaban y aguzaban mi furia. «Mi reinado aún no ha
terminado», se podía leer en una de aquellas inscripciones; «Vives, y por
eso mi poder es absoluto. ¡Sígueme…! Voy en busca de los hielos eternos
del norte, donde sentirás el dolor del frío y el hielo, ante los cuales yo no
me inmuto. Muy cerca de aquí, si no te retrasas mucho, encontrarás una
liebre muerta; cómela y así te repondrás. ¡Vamos, enemigo mío…!
Lucharemos a muerte, pero antes de que llegue ese momento, te esperan
largas horas de sufrimiento y dolor».
¡Así te burlas, maldito demonio! Vuelvo a jurar venganza, vuelvo a
prometer, miserable engendro, que te haré sufrir y te mataré; nunca
abandonaré esta persecución, hasta que uno de los dos perezca. Y entonces,
con qué placer me uniré a mi Elizabeth y a aquellos que ya preparan para
mí la recompensa de mi penosa y horrible peregrinación.
A medida que avanzaba en mi viaje hacia el norte, las nieves se hicieron
más abundantes, y aumentó el frío hasta extremos que apenas era posible
resistirlo. Los campesinos se encerraron en sus cabañas y solo un puñado de
los más atrevidos se aventuraban a salir para cazar animales a los que solo
la inanición había obligado a salir para buscar algo que comer. Los ríos
bajaban cubiertos de hielo, y no había modo de pescar nada. El triunfo de
mi enemigo se engrandecía con la penuria de mis trabajos. Otra inscripción
que dejó decía lo siguiente: «¡Prepárate! ¡Tus sufrimientos solo están
comenzando ahora! Cúbrete con pieles y aprovisiónate con comida, porque
pronto comenzaremos un viaje en el que tus sufrimientos colmarán mi odio
eterno.» Mi valor y mi perseverancia se reforzaron ante esas dificultades;
decidí no cejar en mi propósito; e invocando al cielo para que me ayudara,
avancé con irremisible pasión y crucé inmensas regiones desiertas, hasta
que el océano apareció en la distancia y dibujó la última frontera del
horizonte. ¡Oh, qué distinto era de los mares azules del sur! Cubierto con
hielos, solo se podía distinguir de la tierra porque estaba más desolado y era
más accidentado. Los griegos lloraron cuando vieron el Mediterráneo desde
las colinas de Asia, y celebraron con febril alegría el final de sus
sufrimientos. Yo no lloré; pero me arrodillé y agradecí a mi ángel de la
guarda, de todo corazón, que me hubiera guiado sano y salvo hasta el lugar
donde, a pesar de las amenazas de mi enemigo, esperaba encontrarlo y
abatirlo. Algunas semanas antes de ese momento me había procurado un
trineo y perros, y así pude surcar las nieves a una gran velocidad. Yo no sé
si el engendro contaba con el mismo vehículo; pero descubrí que, así como
antes había ido perdiendo diariamente ventaja en mi persecución, ahora se
la ganaba a él con tanta celeridad que, cuando vi por vez primera el océano,
apenas me sacaba una jornada de ventaja, y esperaba poder alcanzarlo
pronto. Así pues, con renovado valor continué sin desfallecer y dos días
después llegué a una miserable aldea junto a la orilla del mar. Pregunté si
habían visto a aquel engendro y conseguí alguna información. Un monstruo
gigantesco, dijeron, había llegado allí la noche anterior. Armado con un rifle
y muchas pistolas, y poniendo en fuga a los habitantes de una granja
solitaria, atemorizándolos con su terrorífica apariencia, les había arrebatado
todas las provisiones que tenían para el invierno; y poniéndolas en un
trineo, había enganchado al mismo un buen número de perros adiestrados…
y la misma noche, para alegría de los conmocionados y aterrorizados
aldeanos, había proseguido su viaje por el mar helado, en dirección a
ninguna parte; y pensaron que no tardaría en morir en una grieta de hielo o
congelado en aquellos glaciares eternos.
Al escuchar aquella información, sufrí un pasajero ataque de desesperación.
Se me había escapado; y ahora debía comenzar un viaje casi interminable y
peligrosísimo por las montañas de hielo que se alzan en el océano… en
medio de un frío que pocos seres humanos de aquella parte pueden soportar
durante mucho tiempo y en el cual yo, un hombre nacido en un clima
amable y soleado, seguramente no sobreviviría. Sin embargo, ante la idea
de que aquel demonio pudiera vivir y salir triunfante, mi rabia y mi
venganza retornaron, como una poderosa oleada, imponiéndose sobre
cualquier otro sentimiento. Después de un ligero descanso, durante el cual
los espíritus de los muertos me rodearon y me animaron a continuar en pos
de la destrucción y la venganza, me preparé para el viaje.
Cambié mi trineo de tierra por otro preparado para las quebradas del océano
helado; y, tras hacer un buen acopio de provisiones, abandoné tierra firme.
No sé cuántos días han transcurrido desde entonces, pero he soportado
sufrimientos que nada podría haberme capacitado para resistir, salvo el
eterno sentimiento de una justa venganza ardiendo en mi corazón. A
menudo inmensas y escarpadas montañas de hielo me impedían el paso, y a
menudo oía las sacudidas y los estallidos del suelo marino al quebrarse, que
amenazaba con destruirme, pero enseguida caía una nueva helada y los
caminos del mar volvían a ser seguros. A juzgar por la cantidad de
provisiones que he consumido, diría que han transcurrido tres semanas de
viaje. El desaliento y el dolor con frecuencia arrancaban amargas lágrimas
de mis ojos. En realidad, la desesperación casi había hecho presa en mí y
pronto me habría sumido en la más completa miseria. Pero entonces,
después de que los pobres animales que me arrastraban alcanzaran, con un
increíble sufrimiento, la cima de una montaña de hielo, y se detuvieran para
descansar —y uno, incapaz de avanzar, agotado por el esfuerzo, murió—,
pude ver angustiado la enorme extensión de hielo que se abría delante de
mí; cuando, de repente, mi mirada se detuvo en un punto oscuro en la
llanura sombría, agudicé la vista para averiguar qué podría ser y proferí un
alarido salvaje de placer cuando distinguí un trineo, perros, y las deformes
proporciones de un ser bien conocido. ¡Oh, con qué llamarada de emoción
la esperanza volvió a arder en mi corazón! Cálidas lágrimas enturbiaron mis
ojos, pero las aparté rápidamente para que no me impidieran ver a aquel
engendro. Continué… pero aún las lágrimas me impedían ver bien, hasta
que, liberando las emociones que me oprimían, prorrumpí en llanto.
Pero no era momento de entretenerse. Desembaracé a los perros de su
compañero muerto, les di una generosa porción de comida y, después de
descansar una hora —lo cual era absolutamente necesario y, sin embargo,
amargamente enojoso—, continué mi camino. El trineo aún era visible; no
volví a perderlo de vista, excepto en los momentos en que, durante unos
breves instantes, alguna quebrada de hielo me lo ocultaba con sus
importunas aristas. Era evidente que estaba ganándole terreno al objeto de
mi persecución. Y después de otra jornada de viaje aproximadamente, me vi
a no más de media milla de distancia. Mi corazón latía poderosamente en
mi interior. Pero entonces, cuando parecía tener casi a mi alcance al
monstruo, mis esperanzas se desvanecieron súbitamente, y perdí cualquier
rastro de él, absolutamente, como jamás me había ocurrido antes. Se oyó
entonces el mar… El rugido de su avance, a medida que las aguas se
levantaban y crecían las olas bajo mis pies, se hacía a cada paso más
espantoso y aterrador. Procuré continuar, pero fue en vano. Se levantó una
ventisca; el mar rugía; y, con la violentísima sacudida de un terremoto, la
superficie helada se quebró y se despedazó con un estallido terrible y
abrumador. Pronto concluyó todo: en pocos minutos, un imponente océano
se abrió entre mi enemigo y yo. Y yo me quedé flotando en un fragmento de
hielo desprendido que a cada paso se hacía más pequeño y me advertía de
ese modo de una espantosa muerte. Así transcurrieron varias horas: varios
de mis perros murieron; y yo mismo estaba a punto de sucumbir ante tantas
penurias, cuando vi este barco anclado, que me hizo mantener alguna
esperanza de obtener socorro y poder salvar la vida. No sabía que los barcos
navegaran tan al norte y verdaderamente me asombró semejante visión.
Rápidamente rompí parte de mi trineo para construir remos y con esos
medios pude, con un esfuerzo infinito, mover mi navío de hielo en dirección
a su barco. Había decidido que, si ustedes se dirigían al sur, me
encomendaría a la piedad de los mares antes que abandonar mi propósito.
Esperaba ser capaz de convencerles para que me prestaran un bote y
algunas provisiones con las cuales aún podría seguir buscando a mi
enemigo. Pero iban ustedes al norte. Me subieron a bordo cuando todas mis
fuerzas estaban exhaustas, y pronto habría sucumbido ante el peso de mis
múltiples desgracias, y me habría entregado a una muerte que aún temo,
porque mi objetivo aún no se ha cumplido. ¡Oh…! ¿Cuándo mi espíritu
guardián, guiándome hacia él, me concederá el descanso que tanto ansío?
¿O debo morir, y él vivir? Si muero, júreme, Walton, que no escapará, que
usted lo buscará y cumplirá mi venganza y lo matará. Pero… ¿cómo me
atrevo a pedirle que se haga cargo de mi peregrinación, que soporte los
sufrimientos que yo he sobrellevado? No, no soy tan egoísta; sin embargo,
cuando esté muerto, si él apareciera, si los heraldos de la venganza lo
condujeran hacia donde usted se encuentra, jure que no vivirá… jure que no
saldrá victorioso ante todas mis desdichas… y que no vivirá para hacer a
otra persona tan desgraciada como yo. ¡Oh…! Es elocuente y persuasivo, y
en una ocasión sus palabras incluso tuvieron algún poder en mi corazón…
pero no confíe en él. Su alma es tan infernal como su aspecto, podrido de
traición y de una maldad diabólica… no le escuche. Invoque a los manes de
William, Justine, Clerval, Elizabeth, de mi padre y del desgraciado Víctor; y
hunda su espada en lo más profundo de su corazón. Yo estaré a su lado y le mostraré el camino al acero.
Walton – Continuación


Día 26 de agosto
Ya has leído esta extraña y aterradora historia, Margaret, ¿y no sientes que
se te hiela la sangre de horror, como se me congela incluso a mí en este
preciso instante? A veces, atrapado en un repentino ataque de angustia, no
podía continuar su relato; en otras ocasiones, su voz, quebrada y
emocionada, profería las palabras que he transcrito. Sus hermosos y
encantadores ojos ahora se encendían de indignación, ahora se apagaban
hasta el abatimiento más penoso y una infinita desdicha. A veces podía
dominar sus gestos y su expresión, y relataba los incidentes más horribles
con una voz tranquila, evitando cualquier rastro de conmoción… y
entonces, de pronto, estallaba como un volcán, su rostro repentinamente se
demudaba y adquiría una expresión de furia salvaje cuando lanzaba esas
maldiciones sobre el monstruo que lo acosaba.
Su historia es coherente y la contaba de tal modo que parecía sencillamente
la verdad; sin embargo, reconozco, hermana, que las cartas de Felix y Safie,
que me mostró, y la aparición del monstruo, que vimos desde el barco, me
convencieron más de la verdad de su historia que todas sus afirmaciones,
por muy vehementes y coherentes que fueran. Ese monstruo es real, desde
luego; no puedo dudarlo; sin embargo, estoy un poco confuso, y me debato
entre el asombro y la admiración. A veces intentaba que Frankenstein me
contara los particulares de su creación, pero en este punto era inflexible.
«¿Está usted loco, amigo mío?», me decía; «¿Adónde pretende llegar con su
insensata curiosidad? ¿Acaso también desea usted engendrar un demonio
infernal para sí mismo y para el mundo… o qué pretende con esas
preguntas? Tranquilo, tranquilo… Aprenda de mis desdichas, y no pretenda aumentar las suyas».
Frankenstein descubrió que yo apuntaba o cogía notas relativas a su
historia; me pidió verlas, y él mismo las corrigió y las aumentó en muchos
lugares, pero principalmente se ocupó de dar vida y fuerza a las
conversaciones que mantuvo con su enemigo. «Puesto que ha tomado usted
algunas notas», dijo, «no querría que la historia pasara mutilada a la posteridad».
Así ha transcurrido una semana, mientras he estado escuchando el relato
más extraño que imaginación alguna ha pergeñado jamás. Mi huésped ha
conseguido que mis emociones y todos los sentimientos de mi alma hayan
quedado prendidos de su historia, un interés que él mismo ha ido animando
con su relato y la gentileza de su carácter. Quisiera ayudarlo; sin embargo,
¿cómo puedo aconsejar que siga viviendo a alguien tan miserable, tan
desprovisto de cualquier esperanza y consuelo? ¡Oh, no…! La única alegría
que podrá disfrutar será la que goce cuando prepare sus trastornados
sentimientos para el descanso y la muerte. Sin embargo, sí disfruta de una
pequeña alegría, fruto de la soledad y el delirio: cree que cuando mantiene
conversaciones con sus seres queridos en sueños, y obtiene de esos
encuentros algún consuelo para sus desgracias o coraje para su venganza,
esas figuras no son creaciones de su imaginación, sino los seres reales que
lo visitan desde las regiones del más allá. Semejante fe confiere cierta
solemnidad a sus delirios, que me resultan casi tan asombrosos y apasionantes como la verdad.
Nuestras conversaciones no siempre se reducen a su propia historia y sus
desdichas. Demuestra un notabilísimo conocimiento de la literatura y una
inteligencia rápida y perspicaz. Su elocuencia es vehemente y
conmovedora: desde luego, no soy capaz de escucharlo sin lágrimas en los
ojos cuando narra un acontecimiento patético o cuando pretende excitar las
pasiones de la piedad o el amor. ¡Qué extraordinaria persona tuvo que haber
sido en sus buenos tiempos, si estando en la miseria se muestra así de noble
y bondadoso! Parece intuir lo mucho que vale y la grandeza de su caída.
«Cuando era joven», me dijo, «me sentía como si estuviera destinado a
alguna gran empresa. Mis sentimientos eran muy intensos, pero poseía un
juicio tan equilibrado que se me prometían notables triunfos. Este
sentimiento de valía respecto a mí mismo me animaba en aquellos
momentos en los que otros se hubieran hundido, pues consideraba un
crimen desperdiciar en inútiles lamentos aquellos talentos que podrían
resultar útiles a mis semejantes. Cuando reflexioné sobre el trabajo que
había realizado, nada menos que la creación de un animal sensible y
racional, no me pude considerar uno más entre todos los demás científicos.
Pero ese sentimiento que entonces me animó ahora solo me sirve para
sumergirme aún más en el fango. Todas mis fantasías y esperanzas han
quedado en nada; y como aquel arcángel que aspiraba a la omnipotencia,
ahora me veo encadenado en un infierno eterno. Mi imaginación era viva,
pero también tenía una gran capacidad para el estudio… y gracias a la
conjunción de ambas cualidades pude concebir la idea y ejecutar la creación
de un hombre. Incluso ahora, no puedo recordar sin emoción mis delirios
cuando el trabajo aún estaba incompleto: tocaba el cielo en mis sueños…
unas veces exultante por mi inteligencia, y otras, orgulloso ante la idea de
sus consecuencias. Desde la infancia concebí las más altas esperanzas y las
más elevadas ambiciones, ¡y ahora estoy hundido…! ¡Oh, amigo mío! Si
me hubiera conocido usted como fui un día, no me reconocería en este
estado de degradación. El desánimo casi nunca visitaba mi corazón; parecía
esperarme un gran porvenir… hasta que caí, y… ¡oh… nunca, nunca jamás volví a levantarme!».
¿Voy a perder a este ser admirable? He suspirado por un amigo; he buscado
uno que pudiera comprenderme y apreciarme. Y ya ves, en estos océanos
desiertos lo he encontrado; pero me temo que he ganado a un amigo solo
para conocer su valía y perderlo. Querría reconciliarlo con la vida, pero
rechaza esa idea. «Se lo agradezco, Walton», dijo; «le agradezco que tenga
tan buenas intenciones para con un desgraciado tan miserable; pero cuando
usted habla de nuevas relaciones y nuevos afectos, ¿piensa que hay algo que
pueda reemplazar a aquellos que se fueron? ¿Es que algún hombre puede
ser lo que fue Clerval para mí? ¿O es que alguna mujer puede ser otra
Elizabeth? Y aunque los afectos no se deban especialmente a cualidades
extraordinarias, los compañeros de nuestra infancia siempre poseen cierta
influencia en nuestro espíritu: una influencia que difícilmente otro amigo
posterior puede conseguir. Ellos conocen nuestros sentimientos de la
infancia, los cuales, aunque puedan modificarse más adelante, nunca
desaparecen del todo; y pueden juzgar nuestros actos con más ecuanimidad.
Una hermana o un hermano nunca puede sospechar que el otro lo engaña o
le miente, a no ser que efectivamente esos rasgos se hayan dado en uno de
ellos previamente; mientras que otro amigo, aunque nos tenga en gran
aprecio, puede sentir, aun a pesar suyo, la punzada de la sospecha. Pero yo
tuve amigos, a los que quise no solo por las relaciones de parentesco, sino
por sí mismos… y, dondequiera que esté, la dulce voz de mi Elizabeth o la
conversación de Clerval siempre están susurrando en mis oídos. Están
muertos, y en esta horrible soledad solo un sentimiento puede convencerme
de que conserve la vida. Si estuviera comprometido en una noble tarea o en
un proyecto que fuera de gran utilidad para mis semejantes, entonces podría
vivir para llevarlo a cabo. Pero ese no es mi destino. Debo perseguir y
destruir al ser al que di vida; entonces mi objetivo estará cumplido, y podré morir».


Día 2 de septiembre
Mi querida hermana:
Te escribo cercado por el peligro y no sé si el destino me permitirá alguna
vez volver a ver mi querida Inglaterra y a los queridos amigos que viven
allí. Estoy rodeado por montañas de hielo que no nos permiten movernos y
a cada momento amenazan con aplastar el barco. Mis valientes hombres, a
los que convencí para que fueran mis compañeros, me miran pidiéndome
ayuda, pero no tengo nada que ofrecer. Hay algo terriblemente espantoso en
nuestra situación… Sin embargo, mi valor y mi confianza no me
abandonan. Podemos sobrevivir; y si no, volveré a leer las enseñanzas de
mi Séneca y moriré con buen ánimo.
Pero, Margaret, ¿cómo te encontrarás tú? No sabrás de mi muerte, y
esperarás angustiada mi regreso. Pasarán los años, y a veces caerás en la
desesperación y, sin embargo, aún acariciarás esperanzas. ¡Oh, mi querida
hermana…! La dolorosa desilusión de tus afectuosas esperanzas me parecen
ahora más terribles que mi propia muerte. Pero tienes un marido y unos
hijos adorables; y vas a ser feliz. ¡Que el Cielo te bendiga, y permita que lo seas!
Mi desafortunado huésped me observa con comprensión, intenta darme
esperanzas y habla como si la vida fuera algo que amara verdaderamente.
Me recuerda cuán a menudo estos incidentes le han ocurrido a otros
navegantes que han surcado los mismos mares. A pesar de mí mismo, me
anima con los mejores augurios. Incluso los marineros notan el benéfico
influjo de su elocuencia —cuando habla, se mitiga su desesperanza—;
reanima su valor, y acaban creyendo que estas tremendas montañas de hielo
son pequeñas colinas que se desvanecerán ante la decidida voluntad del
hombre. Sin embargo, todo esto es pasajero, y cada día de esperanza
frustrada no hace sino infundirles miedo; y empiezo a temer que la
desesperación desemboque en un motín.


Día 5 de septiembre
Ha ocurrido algo tan extraño que, aunque sea muy probable que estas cartas
nunca te lleguen, mi querida Margaret, no puedo evitar consignarlo aquí.
Aún estamos rodeados por montañas de hielo, aún estamos en constante
peligro de ser aplastados en medio de su fragor. El frío es espantoso, y
muchos de mis desafortunados camaradas ya han encontrado la muerte en
medio de este escenario de desolación. Frankenstein cada día está más
enfermo; un fuego febril aún centellea en sus ojos, pero está exhausto, y si
decide realizar algún esfuerzo, inmediatamente cae de nuevo en un completo estupor.
Mencionaba en mi última carta los temores que tenía a propósito de un
amotinamiento. Esta mañana, mientras me encontraba vigilando el pálido
rostro de mi amigo, sus ojos medio cerrados y sus brazos colgando
exánimes, me interrumpieron media docena de marineros que deseaban que
los recibiera en el camarote. Entraron, y su jefe se dirigió a mí. Me dijo que
él y sus compañeros habían sido elegidos por los otros marineros para venir
en comisión con el fin de exigirme lo que en justicia no les podría negar.
Estábamos atrapados entre muros de hielo y probablemente jamás
saldríamos vivos de allí; pero ellos temían que si el hielo se descongelaba,
cosa que podía ocurrir, y se abría un canal, yo fuera lo bastante temerario
como para proseguir mi viaje y conducirlos a nuevos peligros después de
haber podido superar felizmente este. Así pues, querían que yo hiciera una
promesa solemne: que si el barco se liberaba, inmediatamente pondría rumbo a Arkangel.
Aquella conversación me preocupó. Yo aún no había perdido la esperanza,
ni había pensado en absoluto en regresar, si el hielo nos liberaba. Sin
embargo, en justicia, ¿podía, aunque estuviera en mi mano, negarles aquella
petición? Dudé antes de responder, cuando Frankenstein, que al principio
había permanecido en silencio y, en realidad, parecía que apenas tenía
fuerzas para escuchar, se incorporó. Sus ojos centelleaban, y sus mejillas se
inflamaron con un momentáneo vigor. Volviéndose hacia los hombres, dijo:
—¿Qué queréis decir? ¿Qué le estáis pidiendo a vuestro capitán? ¿De modo
que abandonáis con esta facilidad vuestro trabajo? ¿No decíais que esta
expedición era gloriosa? ¿Y por qué iba a ser gloriosa? Desde luego, no
porque la ruta fuera sencilla y plácida como en un mar del sur, sino porque
estaba atestada de peligros y horrores… porque a cada nueva dificultad se
exigiría más de vuestra fortaleza, y se mostraría vuestro coraje… porque
cuando la muerte y el peligro os rodearan, vosotros demostraríais vuestro
valor y todo lo superaríais. Por eso era una expedición gloriosa… por eso
era una empresa de honor. A partir de aquí, todo el mundo os saludaría
como benefactores de la humanidad… vuestros nombres serían honrados
como los de hombres valientes que se enfrentaron a la muerte con honor y
por el beneficio de la humanidad. ¡Y miraos ahora…! A la primera señal de
peligro… o, si lo preferís, ante la primera prueba importante y aterradora a
la que se somete vuestro valor… retrocedéis y preferís abandonar como
hombres que no tuvieran fortaleza para soportar el frío y el peligro. Muy
bien, pobres de espíritu: «¡Tenían frío y volvieron al calor de sus
chimeneas…!» ¡Vaya! ¡Para ese viaje no necesitábamos tantos
preparativos! No necesitabais venir hasta tan lejos, ni arrastrar a vuestro
capitán a la vergüenza de un fracaso, para demostrar que sois unos
cobardes. ¡Oh…! ¡Sed hombres… o sed más que hombres! Sed fieles a
vuestros compromisos y firmes como la roca. Este hielo no está hecho de la
misma materia que vuestros corazones; es débil, y no puede derrotaros, si
vosotros decís que no va a derrotaros. No volváis junto a vuestras familias
con el estigma de la derrota marcada en vuestras frentes; volved como
héroes que han luchado y han conquistado y no han sabido qué es volver la espalda al enemigo.
Dijo aquello con un espíritu tan adecuado a los distintos sentimientos que
expresaba en su arenga, y con una mirada cargada de elevados propósitos y
heroísmo, que no fue maravilla que aquellos hombres se conmovieran. Se
miraban los unos a los otros, y eran incapaces de contestar. Hablé. Les dije
que se retiraran y que pensaran en todo lo que se había dicho: que no los
llevaría más al norte si verdaderamente deseaban lo contrario; pero que
esperaba que lo pensaran bien y que pudieran recobrar el valor. Se fueron y
me volví hacia mi amigo, pero se había sumido en un profundo estupor y casi le había abandonado la vida.
No sé en qué terminará todo esto. Pero preferiría morir antes que regresar
vergonzosamente, sin cumplir mi objetivo. Sin embargo, creo que tal será
mi destino. Los hombres que no sienten con fervor las ideas de gloria y
honor jamás tienen voluntad para seguir soportando penalidades.


Día 7 de septiembre
La suerte está echada. He aceptado regresar si no perecemos antes. Así se
malogran mis esperanzas, por la cobardía y la falta de arrojo. Regresaré a
casa sin haber descubierto nada y desilusionado. Se precisa más filosofía de
la que sé para soportar con buen ánimo esta humillación.


Día 12 de septiembre
Todo ha acabado. Regresamos a Arkangel. He perdido cualquier esperanza
de ser útil a los demás y de alcanzar la fama… y he perdido a mi amigo.
Pero intentaré describirte detalladamente estos amargos acontecimientos, mi
querida hermana. Y si los vientos me llevan a Inglaterra y a ti, no seré del todo desgraciado.


Día 9 de septiembre: el hielo comenzó a ceder, y los bramidos del mar,
como truenos, se oían en la distancia, a medida que las islas se desprendían
y se resquebrajaban en todas direcciones. Estábamos corriendo un extremo
peligro. Pero como lo único que podíamos hacer era permanecer pasivos,
dediqué todas mis atenciones a mi desdichado huésped, cuya enfermedad se
agravó hasta tal punto que siempre permanecía en cama. El hielo se
resquebrajó por detrás de nosotros y los témpanos fueron arrastrados
rápidamente hacia el norte. Una brisa se levantó desde ese preciso
cuadrante… y el día 11 se abrió un paso hacia el sur y el barco quedó
liberado. Cuando los marineros lo vieron, y comprobaron que el regreso a
sus pueblos estaba prácticamente asegurado, estallaron en gritos de
incontenible alegría… que duró mucho tiempo. Frankenstein, que estaba
adormilado, se despertó y preguntó la razón de aquella algarabía. Era
incapaz de contestarle. Preguntó de nuevo… «Gritan», dije, «porque pronto regresarán a Inglaterra».
«Entonces… ¿de verdad regresa usted?»
«¡En fin… sí! No puedo oponerme a sus peticiones. No puedo conducirlos al peligro si no quieren, y debo regresar»
«Hágalo si quiere, pero yo no. Puede usted abandonar su propósito, pero el
mío me lo asignó el Cielo, y no puedo hacerlo. Estoy muy débil, pero
seguramente los espíritus que me ayudan en mi venganza me concederán la fuerza suficiente…»
Y al decir eso, intentó levantarse de la cama, pero el esfuerzo fue
demasiado para él; se derrumbó hacia atrás y perdió la consciencia.
Transcurrió mucho tiempo antes de que se recobrara; a menudo pensaba
que la vida le había abandonado por completo. Al final abrió los ojos, pero
respiraba con dificultad y era incapaz de hablar. El doctor le dio una
medicina reconstituyente y nos ordenó que no lo molestáramos. Entonces
me dijo que con toda seguridad a mi amigo no le quedaban muchas horas de vida.
Así se pronunció su sentencia, y yo solo podía lamentarlo y resignarme. Me
senté junto a su cama, velándolo… Tenía los ojos cerrados, y yo creí que
dormía. Pero entonces me llamó con un débil susurro y, rogándome que me
acercara, me dijo: «¡Dios mío…! Las fuerzas en que confiaba me han
abandonado; sé que voy a morir pronto, y él, mi enemigo y mi acosador,
aún puede estar con vida. No crea, Walton, que en los últimos instantes de
mi existencia siento aquel odio feroz y aquel ardiente deseo de venganza
que un día le conté; pero tengo derecho a desear la muerte del monstruo.
Durante estos últimos días he estado examinando mi conducta en el
pasado… y no creo que sea culpable. En un ataque de apasionada locura
creé una criatura racional y me vi obligado a proporcionarle, en lo que me
fuera posible, felicidad y bienestar. Ese era mi deber, pero había un deber
aún mayor que ese. Mis obligaciones respecto a mis semejantes tenían más
fuerza porque de ellas dependían a su vez la felicidad o la desgracia para
muchos otros. Apremiado por esta perspectiva, me negué, e hice bien en
negarme, a crear una compañera para la primera criatura. Él demostró una
maldad insólita. Acabó con mis seres queridos… se consagró a la
destrucción de seres que gozaban de una sensibilidad, una alegría y una
sabiduría maravillosas. Y no sé dónde puede acabar esa sed de venganza.
Miserable como es, para que no pueda hacer desgraciados a otros, debe
morir. La tarea de su destrucción me correspondía a mí, pero he fracasado.
En cierta ocasión, cuando actuaba por egoísmo y por ansias de venganza, le
pedí que completara mi trabajo inacabado; y ahora renuevo mi petición,
cuando solo me veo inducido a ello por la razón y la virtud.
»Sin embargo, no le puedo pedir que renuncie a su país y a sus seres
queridos para llevar a cabo esta tarea. Y ahora que usted va a regresar a
Inglaterra, tendrá pocas posibilidades de encontrarse con él. Pero le dejo a
usted la consideración de esos detalles y la tarea de evaluar lo que usted
puede estimar como sus verdaderos deberes. Mi razón y mis ideas ya no
están claros por la cercanía de la muerte. No me atrevo a pedirle que haga
lo que yo creo que es correcto, porque aún puedo estar perturbado por la pasión.
»Me enloquece pensar que él pudiera seguir viviendo para ser instrumento
del mal, y más en esta hora, cuando de un momento a otro espero mi
liberación, la única hora de felicidad que he gozado desde hace tantos años.
Ya puedo ver las imágenes de mis seres queridos muertos a mi alrededor, y
deseo apresurarme a abrazarlos. Adiós, Walton. Busque la felicidad en la
tranquilidad y evite la ambición, aunque sea la ambición aparentemente
inocente de sobresalir en las ciencias y los descubrimientos. Pero… ¿por
qué digo eso? Yo mismo he fracasado en semejantes esperanzas, pero quizá otro pueda tener éxito…»
Su voz se debilitó aún más; y, exhausto por aquel esfuerzo, se sumió en el
más profundo silencio. Alrededor de media hora después intentó hablar de
nuevo, pero no pudo; apretó mi mano débilmente, y sus ojos se cerraron
mientras una amable sonrisa se dibujó en sus labios.
Margaret… ¿qué puedo decir? ¿Puedo hacer algún comentario acerca de
este hombre asombroso? ¡Dios mío! Todo lo que puedo decir sería
inapropiado y vulgar. Las lágrimas corren por mi rostro. Pero ya viajo hacia
Inglaterra, y quizá allí encuentre algún consuelo.
Me interrumpen. ¿Qué significan esos ruidos? Es medianoche, la brisa sopla
suavemente, y el vigía del puente apenas se mueve. Otra vez he vuelto a oír
ese ruido… y procede del camarote donde aún permanecen los restos
mortales de Frankenstein. Debo levantarme e ir a ver qué ocurre. Buenas noches, hermana mía.
¡Dios mío! ¡No sabes lo que acaba de ocurrir! Aún estoy aturdido ante el
recuerdo de lo que he visto. Apenas sé si tendré fuerzas para contártelo con
precisión; sin embargo, lo intentaré, porque el relato que he transcrito hasta
aquí estaría incompleto sin este episodio final y asombroso.
Entré en el camarote donde yacían los restos de mi desdichado huésped.
Sobre él se inclinaba una figura para cuya descripción no tengo palabras…
de una estatura gigantesca, pero desproporcionado y deforme. Como estaba
inclinado hacia el ataúd, su rostro permanecía oculto por largos mechones
de pelo desgreñado; pero su mano extendida parecía como la de las
momias, porque no sé de otra cosa que pueda parecérsele en color y textura.
Cuando escuchó un ruido y me vio entrar, interrumpió sus exclamaciones
de dolor y se apartó hacia la ventana. Jamás vi una cosa tan espantosa como
su rostro, tan asquerosa y tan aterradora. Cerré los ojos involuntariamente
mientras le gritaba que se quedara quieto. Se detuvo. Mirándome con
asombro y volviéndose luego hacia la figura exánime de su creador, pareció
olvidar mi presencia, aunque todos sus movimientos y sus gestos parecían
movidos por la ira más violenta. «Esta es también mi víctima», exclamó.
«Con su asesinato culmino mis crímenes. ¡Oh, Frankenstein…! ¡Ser
generoso y abnegado…! ¿Me atreveré a pediros que me perdonéis? Yo, que
os maté porque maté a aquellos que vos más queríais… ¡Oh, ha muerto y no puede responderme…!»
Su voz pareció ahogada; y mi primer impulso, que había sido obedecer la
petición de mi amigo moribundo y acabar con su enemigo, ahora parecía
atenazado por una mezcla de curiosidad y compasión. Me aproximé a él,
aunque no me atrevía a mirarlo: había algo demasiado aterrador y
sobrehumano en su horrenda fealdad. Intenté decir algo, pero las palabras
murieron en mis labios. El monstruo continuó culpándose y reprochándose
locuras e incoherencias. Al final, dije: «De nada sirve ya tu arrepentimiento.
Si hubieras sentido la punzada de los remordimientos antes de haber llevado
tu diabólica venganza hasta este extremo, Frankenstein aún estaría vivo.»
«¿Es que piensa que yo era insensible a la angustia y a los
remordimientos?», dijo aquel ser demoníaco. «Él», añadió, señalando el
cadáver, «él no ha sufrido más en la consumación de los hechos que yo en
su ejecución. Un espantoso egoísmo me animaba, al tiempo que mi corazón
sufría la más dolorosa angustia. ¿Acaso cree que los gemidos de Clerval
eran música para mis oídos? Mi corazón estaba hecho para el amor y la
comprensión; y, cuando las desgracias me empujaron hacia la maldad y el
odio, no soporté la violencia del cambio sin un sufrimiento tal que usted
sería incapaz de imaginar. Cuando murió Clerval, regresé a Suiza, con el
corazón destrozado y vencido. Sentía compasión por Frankenstein y por sus
amargos sufrimientos; mi piedad se tornó en horror; me aborrecía a mí
mismo. Pero cuando vi que de nuevo se atrevía a tener esperanzas de
felicidad… que mientras amontonaba desdichas y desesperación sobre mí,
buscaba su propia alegría en los amables sentimientos y las pasiones que a
mí me estaban absolutamente vedados, de nuevo me asaltó la indignación y
la sed de venganza. Recordé mi amenaza y decidí ejecutarla. Y cuando ella
murió… no, en aquel momento no lo lamenté… abandoné cualquier
sentimiento y cualquier angustia. Disfruté enloquecidamente en mi absoluta
desesperación; y habiendo llegado tan lejos, decidí concluir mi diabólico
plan. Y ya ha concluido. He aquí mi última víctima».
Me conmovieron los lamentos por sus desdichas, pero recordé lo que
Frankenstein me había dicho a propósito de su elocuencia y su capacidad de
persuasión; y, cuando de nuevo volví la mirada a los restos de mi amigo, mi
indignación se encendió: «¡Miserable!», grité. «¡Muy bien: así que vienes
aquí a lloriquear sobre las desgracias que has causado…! Arrojas una
antorcha en medio de una aldea, y cuando ha quedado destruida, te sientas
en mitad de las ruinas y lamentas que se hayan quemado… ¡Maldito
hipócrita! Si el hombre por quien gimoteas aún viviera, lo seguirías
acosando y persiguiendo con tu maldita sed de venganza. No es compasión
lo que sientes… ¡solo es la pena porque se ha terminado tu excusa para causar el mal!»
«No es eso…», dijo el engendro demoníaco, «y sin embargo, tal debe de ser
la impresión que usted tenga de mí, porque tal parece haber sido el sentido
de mis actos. Pero no busco a nadie que entienda mi desgracia… lo sé
absoluta y perfectamente, ni busco una comprensión que nunca podré
encontrar. Cuando la busqué, al principio, solo deseaba participar del amor
al bien y de los sentimientos de felicidad y alegría. Pero ahora que la virtud
no es para mí más que una sombra, y la felicidad y la alegría se han tornado
desesperación, ¿dónde tendría que buscar comprensión? No… Me
conformo con sufrir solo, mientras tenga que sufrir. Y cuando muera,
aceptaré que el odio y el oprobio descansen sobre mi memoria. En cierta
ocasión mi imaginación se deleitó en sueños de virtud, de fama, y alegría.
En cierta ocasión confié en encontrar a alguien que, ignorando mi aspecto
externo, me apreciaría por las excelentes cualidades que sin duda poseía. En
aquel tiempo estaba embargado por los altos ideales del honor y de la
abnegación. Pero ahora la vileza me ha hundido hasta convertirme en una
alimaña bestial… No hay crímenes que se asemejen a los míos; y, cuando
repaso la horrenda nómina de mis actos, apenas puedo creer que yo sea
aquel cuyos pensamientos estuvieron una vez animados por las sublimes y
trascendentes visiones del amor y la belleza. Pero así es. El ángel caído se
convierte en un demonio maligno. Pero él… incluso él, el enemigo del
hombre, tuvo amigos y compañeros. Yo estoy absolutamente solo.
»Usted, que se llama amigo de Frankenstein, parece saber algo de mis
crímenes y mis desdichas. Pero, en el relato que él tal vez le ha hecho de
mis sufrimientos, no ha podido contar las horas y los meses de miseria que
he soportado mientras mi alma ardía de furia e impotencia. Porque cuando
destruí su futuro, no satisfice mis propios deseos, que eran tan ardientes y
devoradores como siempre. Aún deseaba amor y compañía, y siempre me
despreciaban. ¿Acaso esto no era una injusticia? ¿Y soy yo el único
criminal, cuando toda la humanidad ha pecado contra mí? ¿Por qué no odia
usted a Felix, que expulsó de su casa a quien lo apreciaba de verdad? ¿O
por qué no odia usted al hombre que deseaba matar a quien salvó a su hija?
No, desde luego: ellos son seres virtuosos e inmaculados… mientras que
yo, el miserable y el pisoteado, ¡solo soy un aborto que debe ser
despreciado y apaleado y odiado! Incluso ahora me hierve la sangre cuando recuerdo semejante injusticia…
»Pero es verdad que soy un miserable. He destruido todo lo bello y lo
indefenso. He cazado a los inocentes mientras dormían y he estrangulado
hasta la muerte el cuello de quien jamás me hizo daño. He conducido a mi
creador al sufrimiento y lo he acosado hasta su muerte. Usted me odia, pero
su aborrecimiento ni siquiera puede compararse al que yo siento por mí
mismo. Miro las manos que han cometido esos actos, pienso en el corazón
que los planeó, y me detesto. No tema: no volveré a hacer ningún mal; mi
tarea está a punto de concluir. No necesito de usted ni de nadie para
consumarla, me basto yo solo. Y no crea que tardaré en llevar a cabo el
sacrificio. Abandonaré su barco; y, en el témpano que me trajo hasta aquí,
buscaré el extremo de tierra más septentrional que pueda tener el globo. Yo
mismo levantaré mi pila funeraria y me consumiré en cenizas, para que mis
restos no puedan sugerir a ningún desgraciado curioso e ingenuo que puede
ser capaz de crear a otro como yo. Moriré. Ya no volveré a sentir la angustia
que me consume, ni seré presa de sentimientos insatisfechos y, sin embargo,
eternos. Quien me creó ha muerto; y cuando yo muera, el recuerdo de mí
morirá para siempre. Ya no volveré a ver el sol, ni las estrellas, ni sentiré el
viento en el rostro. La luz, los sentimientos y la razón morirán. Y entonces
hallaré mi felicidad. Hace algunos años, cuando las imágenes del mundo se
mostraron abiertamente ante mí, cuando sentía la alegre calidez del verano
y oía el murmullo de las hojas y el gorjeo de los pájaros, y aquello era todo
para mí, habría lamentado morir; pero ahora la muerte es mi único
consuelo. Enfangado en el crimen y corroído por los remordimientos más
amargos, ¿dónde podré encontrar descanso, sino en la muerte?
»Adiós. Me voy, usted será el último hombre que vean mis ojos. ¡Y adiós,
Frankenstein! Si en la muerte aún os restara algún deseo de venganza, esta
se vería más satisfecha si siguiera viviendo que con mi muerte. Pero eso no
ocurrirá. Deseabais mi absoluta destrucción para que no pudiera causar
mayores sufrimientos a otros, y ahora no desearíais sino que viviera para
que siguiera sufriendo. Aunque estabas destrozado, mi agonía es mayor que
la tuya, porque los remordimientos son la amarga punzada que atormenta
mis heridas y me tortura hasta la locura.
»Pero pronto moriré», dijo, entrelazando las manos, «y lo que siento ahora
ya no lo sentiré; pronto estos pensamientos… estas dolorosas heridas… ya
no existirán. Levantaré triunfal mi pira funeraria, y las llamas que
consuman mi cuerpo concederán la alegría y la paz a mi espíritu».
Y tras decir aquello, saltó por la ventana del camarote y cayó sobre un
témpano de hielo que permanecía junto al barco; y apartándose con fuerza
de la nave, las olas lo alejaron, y muy pronto se perdió de vista en la oscuridad y la distancia.

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