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Capítulo 6

Frankenstein – Mary Shelley

Cuando me encontré con un poder tan asombroso en las manos, durante
mucho tiempo dudé sobre cuál podría ser el modo de utilizarlo. Aunque yo
poseía la capacidad de infundir movimiento, preparar un ser para que pudiera
recibirlo con todo su laberinto inextricable de fibras, músculos y venas
aún continuaba siendo un trabajo de una dificultad y una complejidad inconcebibles.
Al principio dudé si debería intentar crear a un ser como yo u
otro que tuviera una organismo más sencillo; pero mi imaginación estaba
demasiado exaltada por mi gran triunfo como para permitirme dudar de mi
capacidad para dotar de vida a un animal tan complejo y maravilloso como
un hombre. En aquel momento, los materiales de que disponía difícilmente
podían considerarse adecuados para una tarea tan complicada y ardua, pero
no tuve ninguna duda de que finalmente tendría éxito en mi empeño. Me
preparé para sufrir innumerables reveses; mis trabajos podían frustrarse una
y otra vez y finalmente mi obra podía ser imperfecta; sin embargo, cuando
consideraba los avances que todos los días se producen en la ciencia y en la
mecánica, me animaba y confiaba en que al menos mis experimentos se
convertirían en la base de futuros éxitos. Ni siquiera me planteé que la magnitud
y la complejidad de mi plan pudieran ser razones para no llevarlo a
cabo. Y con esas ideas en mente, comencé la creación de un ser humano.
Como la pequeñez de los órganos constituían un gran obstáculo para avanzar
con rapidez, contrariamente a mi primera intención, decidí construir un
ser de una estatura gigantesca; es decir, aproximadamente de siete u ocho
pies de altura y con las medidas correspondientes proporcionadas. Después
de haber tomado esta decisión y tras haber empleado varios meses en la recogida
y la preparación de los materiales adecuados, comencé.
Nadie puede siquiera imaginar la cantidad de sentimientos contradictorios
que me embargaron durante ese tiempo. Cuando el éxito me empujaba
al entusiasmo, la vida y la muerte me parecían ataduras ideales que yo sería
el primero en romper y así derramaría un torrente de luz en nuestro oscuro
mundo. Una nueva especie me bendeciría como a su creador y fuente de
vida; y muchos seres felices y maravillosos me deberían sus existencias.
Ningún padre podría exigir la gratitud de su hijo tan absolutamente como
yo merecería las alabanzas de esos seres. Avanzando en estas ideas, pensé
que si podía insuflar vida en la materia muerta, quizá podría, con el correr
del tiempo (aunque en aquel momento me parecía imposible), renovar la
vida donde la muerte aparentemente había entregado a los cuerpos a la corrupción.
Aquellos pensamientos me animaban mientras proseguía con mi tarea
con un entusiasmo infatigable. Mi rostro había palidecido con el estudio y
todo mi cuerpo parecía demacrado por el constante confinamiento. Algunas
veces, cuando me encontraba al borde mismo del triunfo, fracasaba, aunque
siempre me aferraba a la esperanza que me aseguraba que al día siguiente o
incluso una hora después podría conseguirlo. Y la esperanza a la que me
aferraba era un secreto que solo yo poseía; y la luna observaba mis trabajos
a medianoche mientras, con una ansiedad incansable e implacable, yo perseguía
los secretos de la vida hasta sus más ocultos rincones. ¿Quién podrá
concebir los horrores de mi trabajo secreto, cuando me veía obligado a andar
entre las mohosas tumbas sin consagrar o torturando animales vivos
para conseguir insuflar vida al barro inerte? Me tiemblan las manos ahora y
siento deseos de llorar al recordarlo; pero en aquel entonces un impulso
irrefrenable y casi frenético me obligaba a continuar adelante; era como si
hubiera perdido el alma o la sensibilidad para todo excepto para lo que perseguía.
En realidad fue como un estado de trance pasajero que, cuando
aquel antinatural estímulo dejó de actuar sobre mí, solo me procuró una renovada
y especial sensibilidad tan pronto como regresé a mis viejas costumbres.
Recogí huesos de los osarios y profané con mis impúdicas manos los
secretos del cuerpo humano. En una sala solitaria —o más bien en un desván,
en la parte alta de una casa, y separado de los otros pisos por una galería
y una escalera— preparé el taller para mi repugnante creación; mis ojos
se salían de sus órbitas y se clavaban en los diminutos detalles de mi trabajo.
Los quirófanos y el matadero me proporcionaban la mayor parte de mis
materiales, y a menudo sentía que a mi naturaleza humana le repugnaba
aquella ocupación, pero, aún apremiado por la ansiedad que constantemente
me acuciaba, proseguí con el trabajo hasta que prácticamente le di fin.
Pasaron los meses de verano y yo seguía enfrascado, en cuerpo y alma,
en mi único objetivo. Fue un verano maravilloso: los campos pocas veces
habían ofrecido unas cosechas tan abundantes y los viñedos rara vez habían
dado una vendimia tan exuberante. Pero mis ojos permanecían insensibles a
los encantos de la naturaleza, y los mismos sentimientos que me forzaron a
despreciar lo que ocurría a mi alrededor también me obligaron a olvidar a
todos aquellos seres queridos que estaban muy lejos y a quienes no había
visto desde hacía tanto tiempo. Yo sabía que mi silencio les inquietaba y recordaba
perfectamente las palabras de mi padre: «Sé que mientras estés
contento contigo mismo, pensarás en nosotros con cariño, y sabremos de ti
regularmente. Y debes perdonarme si considero cualquier interrupción en tu
correspondencia como una prueba de que también estás descuidando el resto
de tus obligaciones.» Así que sabía perfectamente cuáles serían sus sentimientos;
pero no podía apartar mi mente del trabajo, odioso en sí mismo,
pero que se había apoderado irresistiblemente de mi imaginación. Era como
si deseara apartar de mí todo lo relacionado con mis sentimientos o mis
afectos, hasta que alcanzara el gran objetivo que había anulado toda mi vida anterior.
En aquel momento pensé que mi padre sería injusto si achacara mi silencio
a una conducta viciosa o a una falta de consideración por mi parte; pero
ahora estoy convencido de que no se equivocaba en absoluto cuando pensaba
que probablemente yo no estaba libre de toda culpa. Un ser humano que
desea ser perfecto siempre debe mantener la calma y la mente serena, y
nunca debe permitir que la pasión o un deseo pasajero enturbie su tranquilidad.
No creo que la búsqueda del conocimiento sea una excepción a esta
regla. Si el estudio al cual uno se entrega tiene una tendencia a debilitar los
afectos y a destruir el gusto que se tiene por esos sencillos placeres en los
cuales nada debe interferir, entonces esa disciplina es con toda seguridad
perjudicial, es decir, impropia de la mente humana. Si esta regla se observara
siempre —si ningún hombre permitiera que nada en absoluto interfiriera
en su tranquilidad y en sus afectos familiares—, Grecia jamás se habría visto
esclavizada, César habría conservado su patria, América habría sido descubierta
más gradualmente y los imperios de México y Perú no habrían sido destruidos.
Pero me he descuidado y estoy moralizando en la parte más interesante
de mi relato; y sus miradas me recuerdan que debo continuar.
Mi padre no me hacía ningún reproche en sus cartas, y solo hizo referencia
a mi silencio preguntándome con más insistencia que antes por mis ocupaciones.
Pasó el invierno, la primavera y el verano mientras yo permanecía
ocupado en mis trabajos, pero yo no vi cómo florecían los árboles ni cómo
se llenaban de hojas —y estos eran espectáculos que antes siempre me habían
proporcionado un enorme deleite. Tan ocupado estaba en mi trabajo.
Las hojas de aquel año se marchitaron antes de que mi trabajo se hubiera
acercado a su final. Y cada día me mostraba claramente que lo estaba consiguiendo.
Pero mi ansiedad amargaba mi entusiasmo y, más que un artista
ocupado en su entretenimiento favorito, parecía un esclavo condenado a la
esclavitud encadenada en las minas o a cumplir con cualquier otro trabajo
infame. Todas las noches tenía un poco de fiebre y me convertí en una persona
nerviosa, hasta extremos dolorosos… era un sufrimiento que lamentaba
tanto más cuanto que hasta entonces yo había gozado siempre de una excelente
salud y siempre había presumido de estabilidad emocional. Pero yo
creía que el aire libre y las diversiones eliminarían pronto aquellos síntomas,
y me prometí disfrutar de esos entretenimientos cuando finalizara mi creación.

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