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Carta IV

Frankenstein – Mary Shelley

A la señora SAVILLE, Inglaterra.
Día 5 de agosto de 17**
Nos ha ocurrido un suceso tan extraño que no puedo evitar anotarlo, aunque
es muy probable que nos encontremos antes de que estas cuartillas de papel lleguen a ti.
El pasado lunes (el día 31 de julio) estábamos prácticamente cercados por
el hielo, que rodeaba al barco por todos lados, y apenas había espacio libre
en el mar para mantenerlo a flote. Nuestra situación era un tanto peligrosa,
especialmente porque una niebla muy densa nos envolvía. Así que decidimos
arriar velas y detenernos, a la espera de que tuviera lugar algún cambio en la atmósfera y en el tiempo.
Alrededor de las dos levantó la niebla y comprobamos que había, extendiéndose
en todas direcciones, vastas e irregulares llanuras de hielo que parecían
no tener fin. Algunos de mis camaradas dejaron escapar un lamento y
yo mismo comencé a preocuparme y a inquietarme, cuando de repente una
extraña figura atrajo nuestra atención y consiguió distraernos de la preocupación
que sentíamos por nuestra propia situación. Divisamos un carruaje
bajo, amarrado sobre un trineo y tirado por perros, que se dirigía hacia el
norte, a una distancia de media milla de nosotros; un ser que tenía toda la
apariencia de un hombre, pero al parecer con una altura gigantesca, iba sentado
en el trineo y guiaba los perros. Vimos el rápido avance del viajero con
nuestros catalejos hasta que se perdió entre las lejanas quebradas del hielo.
Aquella aparición provocó en nosotros un indecible asombro. Creíamos
que estábamos a cien millas de tierra firme, pero aquel suceso parecía sugerir
que en realidad no nos encontrábamos tan lejos como suponíamos. En
cualquier caso, atrapados como estábamos por el hielo, era imposible seguirle
las huellas a aquella figura que con tanta atención habíamos observado.
Aproximadamente dos horas después de aquel suceso supimos que había
mar de fondo y antes de que cayera la noche, el hielo se rompió y liberó
nuestro barco. De todos modos, permanecimos al pairo hasta la mañana,
porque temíamos estrellarnos en la oscuridad con aquellas gigantescas masas
de hielo a la deriva que flotan en el agua después de que se quiebra el
hielo. Aproveché ese tiempo para descansar unas horas.
Finalmente, por la mañana, tan pronto como hubo luz, subí a cubierta y
me encontré con que toda la tripulación se había arremolinado en un extremo
del barco, hablando al parecer con alguien que estaba sobre el hielo.
Efectivamente, sobre un gran témpano de hielo había un trineo, como el
otro que habíamos visto antes, que se había acercado a nosotros durante la
noche. Solo quedaba un perro vivo, pero había un ser humano allí también y
los marineros estaban intentando convencerle de que subiera al barco. Este
no era, como parecía ser el otro, un habitante salvaje de alguna isla ignota,
sino un europeo. Cuando me presenté en cubierta, mi oficial dijo: «Aquí
está nuestro capitán, y no permitirá que usted muera en mar abierto.»
Al verme, aquel extraño se dirigió a mí en inglés, aunque con un acento
extranjero. «Antes de que suba al barco», dijo, «¿tendría usted la amabilidad de decirme hacia dónde se dirige?».
Puedes imaginarte mi asombro al escuchar que se me hacía una pregunta
semejante y por parte de un hombre que estaba a punto de morir, y para el
cual yo había supuesto que mi barco sería un bien tan preciado que no lo
habría cambiado por el tesoro más grande del mundo. De todos modos, contesté
que formábamos parte de una expedición hacia el Polo Norte.
Tras oír mi respuesta pareció tranquilizarse y consintió subir a bordo.
¡Dios mío, Margaret…! Si hubieras visto al hombre que aceptó salvarse de
aquel modo tan extraño, tu espanto no habría tenido límites. Tenía los
miembros casi congelados y todo su cuerpo estaba espantosamente demacrado
por el agotamiento y el dolor. Nunca había visto a un hombre en un
estado tan deplorable. Intentamos llevarlo al camarote, pero en cuanto se le
privó del aire puro, se desmayó. Decidimos entonces volverlo a subir a cubierta
y reanimarlo masajeándolo con brandy, y obligándolo a beber una pequeña
cantidad. En cuando comenzó a mostrar señales de vida, lo envolvimos
en mantas y lo colocamos cerca de los fogones de la cocina. Muy poco
a poco se fue recuperando, y tomó un poco de caldo, que le sentó maravillosamente.
Así transcurrieron dos días, antes de que le fuera posible hablar; en ocasiones
temía que sus sufrimientos le hubieran mermado las facultades mentales.
Cuando se hubo recobrado, al menos en alguna medida, lo hice trasladar
a mi propio camarote y me ocupé de él todo lo que me permitían mis
obligaciones. Nunca había conocido a una persona tan interesante: sus ojos
muestran generalmente una expresión airada, casi enloquecida; pero hay
otros momentos en los que, si alguien se muestra amable con él o le atiende
con cualquier mínimo detalle, su gesto se ilumina, como si dijéramos, con
un rayo de bondad y dulzura como no he visto jamás. Pero generalmente se
muestra melancólico y desesperado, y a veces le rechinan los dientes, como
si no pudiera soportar el peso de las desgracias que lo afligen.
Cuando mi invitado se recuperó un tanto, me costó muchísimo mantenerlo
alejado de los hombres de la tripulación, que deseaban hacerle mil preguntas;
pero no permití que lo incomodaran con su curiosidad desocupada,
puesto que la recuperación de su cuerpo y mente dependían evidentemente
de un reposo absoluto. De todos modos, en una ocasión mi lugarteniente le
preguntó por qué se había adentrado tanto en los hielos con aquel trineo tan extraño.
Su rostro inmediatamente mostró un gesto de profundo dolor, y contestó:
«Busco a alguien que huye de mí.»
«¿Y el hombre al que persigue viaja también del mismo modo?»
«Sí.»
«Entonces… creo que lo hemos visto, porque el día anterior a rescatarle a
usted vimos a unos perros tirando de un trineo, e iba un hombre en él, por el hielo.»
Esto llamó la atención del viajero desconocido, e hizo muchas preguntas
respecto a la ruta que había seguido aquel demonio (así lo llamó). Poco después,
cuando ya estábamos los dos solos, me dijo: «Seguramente he despertado
su curiosidad, como la de esa buena gente, pero es usted demasiado
considerado como para hacerme preguntas.»
«Está usted en lo cierto. De todos modos, sería una impertinencia y una
desconsideración por mi parte molestarle con cualquier curiosidad.»
«Sin embargo… me ha salvado usted de una situación difícil y peligrosa;
ha sido usted muy caritativo al devolverme a la vida.»
Poco después me preguntó si yo creía que el hielo, al resquebrajarse, podría
haber acabado con el otro trineo. Le contesté que no podía responder
con certeza alguna, porque el hielo no se había quebrado hasta cerca de medianoche
y el otro viajero podría haber alcanzado un lugar seguro antes,
pero eso tampoco podría afirmarlo con certeza.
A partir de ese momento, el desconocido pareció muy deseoso de subir a
cubierta para intentar avistar el trineo que le había precedido; pero lo he
convencido de que se quede en el camarote, porque aún se encuentra demasiado
débil para soportar el aire cortante. Pero le he prometido que alguno
de mis hombres estará vigilando por él y que le dará cumplida noticia si se observa alguna cosa rara ahí fuera.
Esto es lo que puedo decir hasta el día de hoy respecto a este extraño incidente.
El desconocido ha ido mejorando poco a poco, pero permanece
muy callado, y parece inquieto y nervioso cuando en el camarote entra cualquiera
que no sea yo. Sin embargo, sus modales son tan amables y educados
que todos los marineros se preocupan por él, aunque han hablado muy poco
con él. Por mi parte, comienzo a apreciarlo como a un hermano, y su constante
y profundo dolor provoca en mí un sentimiento de comprensión y
compasión. Debe de haber sido un ser maravilloso en otros tiempos, puesto
que incluso ahora, en la derrota, resulta tan atractivo y encantador.
En una de mis cartas, mi querida Margaret, te dije que no encontraría a
ningún amigo en este vasto océano; sin embargo, he encontrado a un hombre
al que, antes de que su espíritu se hubiera quebrado por el dolor, yo habría
estado encantado de considerar como a un hermano del alma.
Seguiré escribiendo mi diario respecto a este desconocido cuando me sea
posible, si es que se producen acontecimientos novedosos que merezcan relatarse.


Día 13 de agosto de 17**
El aprecio que siento por mi invitado aumenta cada día. Este hombre despierta
a un tiempo mi admiración y mi piedad hasta extremos asombrosos.
¿Cómo puedo ver a un ser tan noble destrozado por la desdicha sin sentir
una tremenda punzada de dolor? Es tan amable y tan inteligente… y es muy
culto, y cuando habla, aunque escoge sus palabras con elegante cuidado,
estas fluyen con una facilidad y una elocuencia sin igual.
Ahora ya se encuentra muy restablecido de su enfermedad y está continuamente
en cubierta, al parecer buscando el trineo que iba delante de él.
Sin embargo, aunque parece infeliz, ya no está tan espantosamente sumido
en su propio dolor, sino que se interesa también mucho por los asuntos de
los demás. Me ha hecho muchas preguntas sobre mis propósitos y le he
contado mi pequeña historia con franqueza. Parecía alegrarse de la confianza
que le demostré y me sugirió algunas modificaciones en mi plan que me
parecieron extremadamente útiles. No hay pedantería en su conducta, sino
que todo lo que hace parece nacer exclusivamente del interés que instintivamente
siente por el bienestar de aquellos que lo rodean. A menudo parece
abatido por la pena y entonces se sienta solo e intenta vencer todo aquello
que hay de hosco y asocial en su talante. Estos paroxismos pasan sobre él
como una nube delante del sol, aunque su abatimiento nunca le abandona.
He intentado ganarme su confianza, y espero haberlo conseguido. Un día le
mencioné el deseo que siempre había sentido de contar con un buen amigo
que me comprendiera y me ayudara con sus consejos. Le dije que yo no era
ese tipo de hombres que se ofenden por los consejos ajenos. «Todo lo que
sé lo he aprendido solo, y quizá no confío suficientemente en mis propias
fuerzas. Así que me gustaría que ese compañero fuera más sabio y tuviera
más experiencia que yo, para que me aportara confianza y me apoyara. No
creo que sea imposible encontrar un verdadero amigo.»
«Estoy de acuerdo con usted», contestó el desconocido, «en considerar
que la amistad no es solo deseable, sino un bien posible. Yo tuve antaño un
amigo, el mejor de todos los seres humanos, así que creo que estoy capacitado
para juzgar la amistad. Usted espera conseguirla, y tiene el mundo ante
usted, así que no hay razón para desesperar. Pero yo… yo lo he perdido
todo, y ya no puedo empezar mi vida de nuevo».
Cuando dijo eso, su rostro adoptó un expresivo gesto de serenidad y dolor
que me llegó al corazón. Pero él permaneció en silencio y después se retiró a su camarote.
Aunque tiene el alma destrozada, nadie aprecia más que él las bellezas de
la naturaleza. El cielo estrellado, el mar y todos los paisajes que nos proporcionan
estas maravillosas regiones parecen tener aún el poder de elevar su
alma. Un hombre como él tiene una doble existencia: puede sufrir todas las
desgracias y caer abatido por todos los desengaños; sin embargo, cuando se
encierre en sí mismo, será como un espíritu celestial, que tiene un halo en
torno a sí, cuyo cerco no puede atravesar ni la angustia ni la locura.
¿Te burlas por el entusiasmo que muestro respecto a este extraordinario
vagabundo? Si es así, debes de haber perdido esa inocencia que fue antaño
tu encanto característico. Sin embargo, si quieres, puedes sonreír ante la
emoción de mis palabras, mientras yo encuentro cada día nuevas razones para repetirlas.


Día 19 de agosto de 17**
Ayer el desconocido me dijo: «Naturalmente, capitán Walton, se habrá
dado cuenta de que he sufrido grandes e insólitas desventuras. En cierta
ocasión pensé que el recuerdo de esas desgracias moriría conmigo, pero usted
ha conseguido que cambie de opinión. Usted busca conocimiento y sabiduría,
como lo busqué yo; y espero de todo corazón que el fruto de sus
deseos no sea una víbora que le muerda, como lo fue para mí. No sé si el
relato de mis desgracias le resultará útil; sin embargo, si así lo quiere, escuche
mi historia. Creo que los extraños sucesos que tienen relación con mi
vida pueden proporcionarle una visión de la naturaleza humana que tal vez
pueda ampliar sus facultades y su comprensión del mundo. Sabrá usted de
poderes y acontecimientos de tal magnitud que siempre los creyó imposibles:
pero no tengo ninguna duda de que mi historia aportará por sí misma
las pruebas de que son verdad los sucesos de que se compone.»
Evidentemente, podrás imaginar que me sentí muy halagado por esa demostración
de confianza; sin embargo, apenas podía soportar que tuviera
que sufrir de nuevo el dolor de contarme sus desgracias. Estaba deseoso de
oír el relato prometido, en parte por curiosidad, y en parte por el vivo deseo
de intentar cambiar su destino, si es que semejante cosa estaba en mi mano.
Expresé estos sentimientos en mi respuesta.
«Gracias por su comprensión», contestó, «pero es inútil; mi destino casi
está cumplido. No espero más que una cosa, y luego podré descansar en
paz. Comprendo sus sentimientos», añadió, viendo que yo tenía intención
de interrumpirle, «pero está usted muy equivocado, amigo mío, si me permite
que le llame así. Nada puede cambiar mi destino: escuche mi historia,
y entenderá usted por qué está irrevocablemente decidido».
Luego me dijo que comenzaría a contarme su historia al día siguiente,
cuando yo dispusiera de algún tiempo. Esta promesa me arrancó los más
calurosos agradecimientos. He decidido que todas las noches, cuando no
esté demasiado ocupado, escribiré lo que me cuente durante el día, con tanta
fidelidad como me sea posible y con sus propias palabras. Y si tuviera
muchos compromisos, al menos tomaré notas. El manuscrito sin duda te
proporcionará un gran placer: pero yo, que lo conozco, y que escucharé la
historia de sus propios labios, ¡con cuánto interés y con cuánto cariño lo leeré algún día, en el futuro…!

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