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Capítulo 4

Hamlet – William Shakespeare

ACTO CUARTO

Escena I

CLAUDIO, GERTRUDIS, RICARDO, GUILLERMO
Salón de Palacio.

CLAUDIO.- Esos suspiros, esos profundos sollozos, alguna causa tienen,
dime cual es; conviene que la sepa yo… ¿En dónde está tu hijo?
GERTRUDIS.- Dejadnos solos un instante. ¡Ah! ¡Señor lo que he visto esta noche!
CLAUDIO.- ¿Qué ha sido, Gertrudis? ¿Qué hace Hamlet?
GERTRUDIS.- Furioso está, como el mar y el viento cuando disputan
entre sí cuál es más fuerte. Turbado con la demencia que le agita, oyó algún
ruido detrás del tapiz; saca la espada, grita; un ratón, un ratón, y en su ilusión
frenética mató al buen anciano que se hallaba oculto.
CLAUDIO.- ¡Funesto accidente! Lo mismo hubiera hecho conmigo si
hubiera estado allí. Ese desenfreno insolente amenaza a todos: a mí, a ti
misma, a todos en fin. ¡Oh!.. ¿Y cómo disculparemos una acción tan
sangrienta? Nos la imputarán sin duda a nosotros, porque nuestra autoridad
debería haber reprimido a ese joven loco, poniéndole en paraje donde a nadie
pudiera ofender. Pero el excesivo amor que le tenemos nos ha impedido hacer
lo que más convenía; bien así como el que padece una enfermedad
vergonzosa, que por no declararla, consiente primero que le devore la
substancia vital. ¿Y a dónde ha ido?
GERTRUDIS.- A retirar de allí el difunto cuerpo, y en medio de su
locura, llora el error que ha cometido. Así el oro manifiesta su pureza; aunque
mezclado, tal vez, con metales viles.
CLAUDIO.- Vamos, Gertrudis, y apenas toque el sol la cima de los
montes haré que se embarque y se vaya, entretanto será necesario emplear
toda nuestra autoridad y nuestra prudencia, para ocultar o disculpar, un hecho tan indigno.


Escena II


CLAUDIO, GERTRUDIS, RICARDO, GUILLERMO
CLAUDIO.- ¡Oh! ¡Guillermo, amigos! Id entrambos con alguna gente
que os ayude. Hamlet, ciego de frenesí, ha muerto a Polonio y le ha sacado
arrastrando del cuarto de su madre. Id a buscarle, habladle con dulzura y
haced llevar el cadáver a la capilla. No os detengáis. Vamos, que pienso
llamar a nuestros más prudentes amigos, para darles cuenta de esta imprevista
desgracia y de lo que resuelvo hacer. Acaso por este medio la calumnia (cuyo
rumor ocupa la extensión del orbe y dirige sus emponzoñados tiros con la
certeza que el cañón a su blanco) errando esta vez el golpe, dejará nuestro
nombre ileso y herirá sólo al viento insensible. ¡Oh! Vamos de aquí… mi
alma está llena de agitación y de terror.


Escena III


HAMLET, RICARDO, GUILLERMO
Cuarto de HAMLET.

HAMLET.- Colocado ya en lugar seguro. Pero…
RICARDO.- Hamlet, señor.
HAMLET.- ¿Qué ruido es este? ¿Quién llama a Hamlet? ¡Oh! Ya están aquí.
RICARDO.- Señor, ¿qué habéis hecho del cadáver?
HAMLET.- Ya está entre el polvo, del cual es pariente cercano.
RICARDO.- Decidnos en donde está, para que le hagamos llevar a la capilla.
HAMLET.- ¡Ah! No creáis, no.
RICARDO.- ¿Qué es lo que no debemos creer?
HAMLET.- Que yo pueda guardar vuestro secreto, y os revele el mío… Y,
además, ¿qué ha de responder el hijo de un Rey a las instancias de un entremetido palaciego?
RICARDO.- ¿Entremetido me llamáis?
HAMLET.- Sí, señor, entremetido: que como una esponja chupa del favor
del Rey las riquezas y la autoridad. Pero estas gentes, a lo último de su
carrera, es cuando sirven mejor al Príncipe, porque este, semejante al mono,
se los mete en un rincón de la boca; allí los conserva, y el primero que entró,
es el último que se traga. Cuando el Rey necesite lo que tú (que eres su
esponja) le hayas chupado, te coge, te exprime, y quedas enjuto otra vez.
RICARDO.- No comprendo lo que decís.
HAMLET.- Me place en extremo. Las razones agudas son ronquidos para los oídos tontos.
RICARDO.- Señor, lo que importa es que nos digáis en donde está el
cuerpo, y os vengáis con nosotros a ver al Rey.
HAMLET.- El cuerpo está con el Rey; pero el Rey no está con el cuerpo.
El Rey viene a ser una cosa como…
GUILLERMO.- ¿Qué cosa señor?
HAMLET.- Una cosa, que no vale nada… pero; guarda Pablo… Vamos a verle.


Escena IV


CLAUDIO solo
Salón de Palacio.

CLAUDIO.- Le he enviado a llamar, y he mandado buscar el cadáver.
¡Qué peligroso es dejar en libertad a este mancebo! Pero no es posible
tampoco ejercer sobre él la severidad de las leyes. Está muy querido de la
fanática multitud, cuyos afectos se determinan por los ojos, no por la razón, y
que en tales casos considera el castigo del delincuente, y no el delito.
Conviene, para mantener la tranquilidad, que esta repentina ausencia de
Hamlet aparezca como cosa muy de antemano meditada y resuelta. Los males
desesperados, o son incurables, o se alivian con desesperados remedios.


Escena V


CLAUDIO, RICARDO
CLAUDIO.- ¿Qué hay? ¿Qué ha sucedido?
RICARDO.- No hemos podido lograr que nos diga adónde ha llevado el cadáver.
CLAUDIO.- Pero, él, ¿en dónde está?
RICARDO.- Afuera quedó con gente que le guarda, esperando vuestras órdenes.
CLAUDIO.- Traedle a mi presencia.
RICARDO.- Guillermo, que venga el Príncipe.


Escena VI


CLAUDIO, RICARDO, HAMLET, GUILLERMO, CRIADOS
CLAUDIO.- Y bien y Hamlet, ¿en dónde está Polonio?
HAMLET.- Ha ido a cenar.
CLAUDIO.- ¿A cenar? ¿Adónde?
HAMLET.- No adónde coma, sino adónde es comido, entre una numerosa
congregación de gusanos. El gusano es el Monarca supremo de todos los
comedores. Nosotros engordamos a los demás animales para engordarnos, y
engordamos para el gusanillo, que nos come después. El Rey gordo y el
mendigo flaco son dos platos diferentes; pero se sirven a una misma mesa. En esto para todo.
CLAUDIO.- ¡Ah!
HAMLET.- Tal vez un hombre puede pescar con el gusano que ha
comido a un Rey, y comerse después el pez que se alimentó de aquel gusano.
CLAUDIO.- ¿Y qué quieres decir con eso?
HAMLET.- Nada más que manifestar, cómo un Rey puede pasar
progresivamente a las tripas de un mendigo.
CLAUDIO.- ¿En dónde está Polonio?
HAMLET.- En el cielo. Enviad a alguno que lo vea, y si vuestro
comisionado no le encuentra allí, entonces podéis vos mismo irle a buscar a
otra parte. Bien que, si no le halláis en todo este mes, le oleréis sin duda al
subir los escalones de la galería.
CLAUDIO.- Id allá a buscarle.
HAMLET.- No, él no se moverá de allí hasta que vayan por él.
CLAUDIO.- Este suceso, Hamlet, exige que atiendas a tu propia
seguridad la cual me interesa tanto, como lo demuestra el sentimiento que me
causa la acción que has hecho. Conviene que salgas de aquí con acelerada
diligencia. Prepárate, pues. La nave está ya prevenida, el viento es favorable,
los compañeros aguardan, y todo está pronto para tu viaje a Inglaterra.
HAMLET.- ¿A Inglaterra?
CLAUDIO.- Sí, Hamlet.
HAMLET.- Muy bien.
CLAUDIO.- Sí, muy bien debe parecerte, si has comprendido el fin a que
se encaminan mis deseos.
CLAUDIO.- Yo veo un ángel que los ve… Pero vamos a Inglaterra.
¡Adiós, mi querida madre!
CLAUDIO.- ¿Y tu padre que te ama, Hamlet?
HAMLET.- Mi madre… Padre y madre son marido y mujer; marido y
mujer son una carne misma, conque… Mi madre… ¡Eh, vamos a Inglaterra!


Escena VII


CLAUDIO, RICARDO, GUILLERMO
CLAUDIO.- Seguidle inmediatamente, instad con viveza su embarco, no
se dilate un punto. Quiero verle fuera de aquí esta noche. Partid. Cuanto es
necesario a esta comisión está sellado y pronto. Id, no os detengáis. Y tú,
Inglaterra, si en algo estimas mi amistad (de cuya importancia mi gran poder
te avisa) pues aún miras sangrientas las heridas que recibiste del acero danés
y en dócil temor me pagas tributos; no dilates tibia la ejecución de mi
suprema voluntad, que por cartas escritas a este fin, te pide con la mayor
instancia, la pronta muerte de Hamlet. Su vida es para mí una fiebre ardiente,
y tú sola puedes aliviarme. Hazlo así, Inglaterra y hasta que sepa que
descargaste el golpe por más feliz que mi suerte sea, no se restablecerán en
mi corazón la tranquilidad, ni la alegría.


Escena VIII


FORTIMBRÁS, UN CAPITÁN, SOLDADOS
Campo solitario en las fronteras de Dinamarca.

FORTIMBRÁS.- Id, Capitán, saludad en mi nombre al Monarca danés:
decidle que en virtud de su licencia, Fortimbrás pide el paso libre por su
reino, según se le ha prometido. Ya sabéis el sitio de nuestra reunión. Si algo
quiere su Majestad comunicarme, hacedle saber que estoy pronto a ir en
persona a darle pruebas de mi respeto.
CAPITÁN.- Así lo haré, señor.
FORTIMBRÁS.- Y vosotros, caminad con paso vagaroso.


Escena IX


UN CAPITÁN, HAMLET, RICARDO Y GUILLERMO, SOLDADOS
HAMLET.- Caballero, ¿de dónde son estas tropas?
CAPITÁN.- De Noruega, señor.
HAMLET.- Y decidme, ¿adónde se encaminan?
CAPITÁN.- Contra una parte de Polonia.
HAMLET.- ¿Quién las acaudilla?
CAPITÁN.- Fortimbrás, sobrino del anciano Rey de Noruega.
HAMLET.- ¿Se dirigen contra toda Polonia, o solo a alguna parte de sus fronteras?
CAPITÁN.- Para deciros sin rodeos la verdad, vamos a adquirir una
porción de tierra, de la cual (exceptuando el honor) ninguna otra utilidad
puede esperarse. Si me la diesen arrendada en cinco ducados, no la tomaría,
ni pienso que produzca mayor interés al de Noruega ni al Polaco; aunque a
pública subasta la vendan.
HAMLET.- Sin duda, ¿el Polaco no tratara de resistir?
CAPITÁN.- Antes bien ha puesto ya en ella tropas que la guarden.
HAMLET.- De ese modo el sacrificio de dos mil hombres y veinte mil
ducados, no decidirá la posesión de un objeto tan frívolo. Esa es una
apostema del cuerpo político, nacida de la paz y excesiva abundancia, que
revienta en lo interior; sin que exteriormente se vea la razón porque el
hombre perece. Os doy muchas gracias de vuestra cortesía.
CAPITÁN.- Dios os guarde.
RICARDO.- ¿Queréis proseguir el camino?
HAMLET.- Presto os alcanzaré. Id adelante un poco.


Escena X


HAMLET solo
HAMLET.- Cuantos accidentes ocurren, todos me acusan, excitando a la
venganza mi adormecido aliento. ¿Qué es el hombre que funda su mayor
felicidad, y emplea todo su tiempo solo en dormir y alimentarse? Es un bruto
y no más. No. Aquél que nos formó dotados de tan extenso conocimiento que
con él podemos ver lo pasado y futuro, no nos dio ciertamente esta facultad,
esta razón divina, para que estuviera en nosotros sin uso y torpe. Sea, pues,
brutal negligencia, sea tímido escrúpulo que no se atreve a penetrar los casos
venideros (proceder en que hay más parte de cobardía que de prudencia) yo
no sé para qué existo, diciendo siempre: tal cosa debo hacer; puesto que hay
en mí suficiente razón, voluntad, fuerza y medios para ejecutarla. Por todas
partes halló ejemplos grandes que me estimulan. Prueba es bastante ese fuerte
y numeroso ejército, conducido por un Príncipe joven y delicado, cuyo
espíritu impelido de ambición generosa desprecia la incertidumbre de los
sucesos, y expone su existencia frágil y mortal a los golpes de la fortuna a la
muerte, a los peligros más terribles, y todo por un objeto de tan leve interés.
El ser grande no consiste, por cierto, en obrar sólo cuando ocurre un gran
motivo; sino en saber hallar una razón plausible de contienda, aunque sea
pequeña la causa; cuando se trata de adquirir honor. ¿Cómo, pues,
permanezco yo en ocio indigno, muerto mi padre alevosamente, mi madre
envilecida… estímulos capaces de excitar mi razón y mi ardimiento, que
yacen dormidos? Mientras para vergüenza mía veo la destrucción inmediata
de veinte mil hombres, que por un capricho, por una estéril gloria van al
sepulcro como a sus lechos, combatiendo por una causa que la multitud es
incapaz de comprender, por un terreno que aún no es suficiente sepultura a
tantos cadáveres. ¡Oh! De hoy más, o no existirá en mi fantasía idea ninguna,
o cuántas forme serán sangrientas.


Escena XI


GERTRUDIS, HORACIO
Galería de Palacio.

GERTRUDIS.- No, no quiero hablarla.
HORACIO.- Ella insta por veros. Está loca, es verdad; pero eso mismo
debe excitar vuestra compasión.
GERTRUDIS.- ¿Y qué pretende? ¿Qué dice?
HORACIO.- Habla mucho de su padre; dice que continuamente oye que
el mundo está lleno de maldad; solloza, se lastima el pecho, y airada trastorna
con el pie cuanto al pasar encuentra. Profiere razones equívocas en que
apenas se halla sentido; pero la misma extravagancia de ellas mueve a los que
las oyen a retenerlas, examinando el fin conque las dice, y dando a sus
palabras una combinación arbitraria, según la idea de cada uno. Al observar
sus miradas, sus movimientos de cabeza, su gesticulación expresiva, llegan a
creer que puede haber en ella algún asomo de razón; pero nada hay de cierto,
sino que se halla en el estado más infeliz.
GERTRUDIS.- Será bien hablarla: antes que mi repulsa, esparza
conjeturas fatales, en aquellos ánimos que todo lo interpretan siniestramente.
Hazla venir. El más frívolo acaso parece a mi dañada conciencia presagio de
algún grave desastre. Propia es de la culpa esta desconfianza. Tan lleno está
siempre de recelos el delincuente, que el temor de ser descubierto, hace tal
vez que él mismo se descubra.


Escena XII


GERTRUDIS, OFELIA, HORACIO
OFELIA.- ¿En dónde está la hermosa Reina de Dinamarca?
GERTRUDIS.- ¿Cómo va, Ofelia?
OFELIA.- ¿Cómo al amante
que fiel te sirva,
de otro cualquiera
distinguiría?
Por las veneras
de su esclavina,
bordón, sombrero
con plumas rizas,
y su calzado
que adornan cintas.
GERTRUDIS.- ¡Oh! ¡Querida mía! Y, ¿a qué propósito viene esa
canción?
OFELIA.- ¿Eso decís?…. Atended a ésta.
Muerto es ya, señora,
muerto y no está aquí.
Una tosca piedra
a sus plantas vi
y al césped del prado
su frente cubrir.
¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!
GERTRUDIS.- Sí, pero, Ofelia…
OFELIA.- Oíd, oíd.
Blancos paños le vestían…
Escena XIII
CLAUDIO, GERTRUDIS, OFELIA, HORACIO
GERTRUDIS.- ¡Desgraciada! ¿Veis esto, señor?
OFELIA.- Blancos paños te vestían
como la nieve del monte
y al sepulcro le
conducen,
cubierto de bellas
flores,
que en tierno llanto de
amor
se humedecieron
entonces.
CLAUDIO.- ¿Cómo estás, graciosa niña?
OFELIA.- Buena, Dios os lo pague… Dicen que la lechuza fue antes una
doncella, hija de un panadero. ¡Ah! Sabemos lo que somos ahora; pero no lo
que podemos ser. Dios vendrá a visitaros.
CLAUDIO.- Alusión a su padre.
OFELIA.- Pero no, no hablemos más en esto, y si os preguntan lo
que significa decid:
De San Valentino
la fiesta es mañana:
yo, niña amorosa,
al toque del alba
iré a que me veas
desde tu ventana,
para que la suerte
dichosa me caiga.
Despierta el mancebo,
se viste de gala
y abriendo las puertas
entró la muchacha,
que viniendo virgen,
volvió desflorada.
CLAUDIO.- ¡Graciosa Ofelia!
OFELIA.- Sí, voy a acabar; sin jurarlo, os prometo que la voy a concluir.
¡Ay! ¡Mísera! ¡Cielos!
¡Torpeza villana!
¿Qué galán desprecia
ventura tan alta?
Pues todos son falsos,
le dice indignada.
Antes que en tus
brazos
me mirase incauta,
de hacerme tu esposa
me diste palabra.
Y él responde entonces:
Por el sol te juro
que no lo olvidara,
si tú no te hubieras
venido a mi cama.
CLAUDIO.- ¿Cuánto ha que está así?
OFELIA.- Yo espero que todo irá bien… Debemos tener paciencia… Pero,
yo no puedo menos de llorar considerando que le han dejado sobre la tierra
fría… Mi hermano lo sabrá… Preciso… Y yo os doy las gracias por vuestros
buenos consejos… Vamos la carroza. Buenas noches, señoras, buenas noches.
Amiguitas, buenas noches, buenas noches.
CLAUDIO.- Acompañala a su cuarto, y haz que la asista suficiente
guardia. Yo te lo ruego.


Escena XIV


CLAUDIO, GERTRUDIS
CLAUDIO.- ¡Oh! Todo es efecto de un profundo dolor, todo nace de la
muerte de su padre, y ahora observo, Gertrudis, que cuando los males vienen,
no vienen esparcidos como espías; sino reunidos en escuadrones. Su padre
muerto, tu hijo ausente (habiendo dado él mismo, justo motivo a su destierro)
el pueblo alterado en tumulto con dañadas ideas y murmuraciones, sobre la
muerte del buen Polonio; cuyo entierro oculto ha sido no leve imprudencia de
nuestra parte. La desdichada Ofelia fuera de sí, turbada su razón, sin la cual
somos vanos simulacros o comparables sólo a los brutos; y por último (y esto
no es menos esencial que todo lo restante) su hermano, que ha venido
secretamente de Francia, y en medio de tan extraños casos, se oculta entre
sombras misteriosas, sin que falten lenguas maldicientes que envenenen sus
oídos, hablándole de la muerte de su padre. Ni en tales discursos, a falta de
noticias seguras, dejaremos de ser citados continuamente de boca en boca.
Todos estos afanes juntos, mi querida Gertrudis, como una máquina
destructora que se dispara, me dan muchas muertes a un tiempo.
GERTRUDIS.- ¡Ay! ¡Dios! ¿Qué estruendo es éste?


Escena XV


CLAUDIO, GERTRUDIS, UN CABALLERO
CLAUDIO.- ¿En dónde esta mi guardia?… Acudid, defended las puertas…
¿Qué es esto?
CABALLERO.- Huid, señor. El Océano, sobrepujando sus términos, no
traga las llanuras con ímpetu más espantoso que el que manifiesta el joven
Laertes, ciego de furor; venciendo la resistencia que le oponen vuestros
soldados. El vulgo le apellida Señor, y como si ahora comenzase a existir el
mundo; la antigüedad y la costumbre (apoyo y seguridad de todo buen
gobierno) se olvidan y se desconocen. Gritan por todas partes: nosotros
elegimos por Rey a Laertes. Los sombreros arrojados al aire, las manos y las
lenguas le aplauden, llegando a las nubes la voz general que repite: Laertes
será nuestro Rey, viva Laertes.
GERTRUDIS.- ¡Con qué alegría sigue, ladrando, esa trahilla pérfida el
rastro mal seguro en que va a perderse!
CLAUDIO.- Ya han roto las puertas.


Escena XVI


LAERTES, CLAUDIO, GERTRUDIS, SOLDADOS, y PUEBLO
LAERTES.- ¿En dónde esta el Rey? Vosotros, quedaos todos afuera.
VOCES.- No, entremos.
LAERTES.- Yo os pido que me dejéis.
VOCES.- Bien, bien está.
LAERTES.- Gracia, señores. Guardad las puertas… y tú, indigno Príncipe, dame a mi padre.
GERTRUDIS.- Menos, menos ardor, querido Laertes.
LAERTES.- Si hubiese en mí una gota de sangre con menos ardor, me
declararía por hijo espurio, infamaría de cornudo a mi padre e imprimiría
sobre la frente limpia y casta de mi madre honestísima, la nota infame de prostituta.
CLAUDIO.- Pero, Laertes, ¿cuál es el motivo de tan atrevida rebelión?
Déjale, Gertrudis, no le contengas… No temas nada contra mí. Existe una
fuerza divina que defiende a los Reyes: la traición no puede, como quisiera,
penetrar hasta ellos, y ve malogrados en la ejecución todos sus designios…
Dime, Laertes, ¿por qué estás tan airado? Déjale Gertrudis… Habla tú.
LAERTES.- ¿En dónde está mi padre?
CLAUDIO.- Murió.
GERTRUDIS.- Pero no le ha muerto el Rey.
CLAUDIO.- Déjale preguntar cuanto quiera.
LAERTES.- ¿Y cómo ha sido su muerte?.. ¡Eh!… No, a mí no se me
engaña. Váyase al infierno la fidelidad, llévese el más atezado demonio los
juramentos de vasallaje, sepúltense la conciencia, la esperanza de salvación,
en el abismo más profundo… La condenación eterna no me horroriza, suceda
lo que quiera, ni éste ni el otro mundo me importan nada… Sólo aspiro, y este
es el punto en que insisto, sólo aspiro a dar completa venganza a mi difunto padre.
CLAUDIO.- ¿Y quién te lo puede estorbar?
LAERTES.- Mi voluntad sola y no todo el universo, y en cuanto a los
medios de que he de valerme, yo sabré economizarlos de suerte que un
pequeño esfuerzo produzca efectos grandes.
CLAUDIO.- Buen Laertes, si deseas saber la verdad acerca de la muerte
de tu amado padre ¿está escrito acaso en tu venganza, que hayas de atropellar
sin distinción amigos y enemigos, culpados e inocentes?
LAERTES.- No, sólo a mis enemigos.
CLAUDIO.- ¿Querrás, sin duda, conocerlos?
LAERTES.- ¡Oh! A mis buenos amigos yo los recibiré con abiertos
brazos, y semejante al pelícano amoroso, los alimentaré si necesario fuese, con mi sangre misma.
CLAUDIO.- Ahora hablaste como buen hijo, y como caballero. Laertes,
ni tengo culpa en la muerte de tu padre, ni alguno ha sentido como yo su
desgracia. Esta verdad deberá ser tan clara a tu razón, como a tus ojos la luz del día.
VOCES.- Dejadla entrar.
LAERTES.- ¿Qué novedad… qué ruido es este?

Escena XVII


CLAUDIO, GERTRUDIS, LAERTES, OFELIA,
acompañamiento.

LAERTES.- ¡Oh! ¡Calor activo, abrasa mi cerebro! ¡Lágrimas, en
extremo cáusticas, consumid la potencia y la sensibilidad de mis ojos! Por los
Cielos te juro que esa demencia tuya será pagada por mí con tal exceso, que
el peso del castigo tuerza el fiel, y baje la balanza… ¡Oh! ¡Rosa de Mayo!
¡Amable niña! ¡Mi querida Ofelia! ¡Mi dulce hermana!… ¡Oh! ¡Cielos! Y ¿es
posible que el entendimiento de una tierna joven sea tan frágil como la vida
del hombre decrépito?… Pero la naturaleza es muy fina en amor, y cuando
éste llega al exceso, el alma se desprende tal vez de alguna preciosa parte de
sí misma, para ofrecérsela en don al objeto amado.
OFELIA.- Lleváronle en su ataúd
con el rostro
descubierto
Ay no ni, ay ay ay no ni.
Y sobre su sepultura
muchas lágrimas
llovieron.
Ay no ni, ay ay ay no ni.
Adiós, querido mío. Adiós.
LAERTES.- Si gozando de tu razón me incitaras a la venganza, no
pudieras conmoverme tanto.
OFELIA.- Debéis cantar aquello de:
Abajito está
llámele, señor, que abajito
está.
¡Ay! Que a propósito viene el estribillo… El pícaro del Mayordomo fue el
que robó a la señorita.
LAERTES.- Esas palabras vanas producen mayor efecto en mí que el más concertado discurso.
OFELIA.- Aquí traigo romero, que es bueno para la memoria. Tornad,
amigo, para que os acordéis… Y aquí hay trinitarias, que son para los pensamientos.
LAERTES.- Aun en medio de su delirio quiere aludir a los pensamientos
que la agitan, y a sus memorias tristes.
OFELIA.- Aquí hay hinojo para vos, y palomillas y ruda para vos
también, y esto poquito es para mí. Nosotros podemos llamarla yerba santa
del Domingo,… vos la usaréis con la distinción que os parezca… Esta es una
margarita. Bien os quisiera dar algunas violetas; pero todas se marchitaron
cuando murió mi padre. Dicen que tuvo un buen fin. Un solitario de plumas vario me da placer.
LAERTES.- Ideas funestas, aflicción, pasiones terribles, los horrores del
infierno mismo; ¡todo en su boca es gracioso y suave!
OFELIA.- Nos deja, se va,
y no ha de volver.
No, que ya murió,
no vendrá otra vez…
su barba era nieve,
su pelo también.
Se fue, ¡dolorosa
partida! se fue.
En vano exhalamos
suspiros por él.
Los Cielos piadosos
descanso le den.
A él y a todas las almas cristianas. Dios lo quiera… ¡Eh! Señores, adiós.


Escena XVIII


CLAUDIO, GERTRUDIS, LAERTES
LAERTES.- Veis esto, ¡Dios mío!
CLAUDIO.- Yo debo tomar parte en tu aflicción, Laertes: no me niegues
este derecho… Óyeme aparte. Elige entre los más prudentes de tus amigos,
aquellos que te parezca. Oigamos a entrambos y juzguen. Si por mí propio u
por mano ajena, resulto culpado: mi reino, mi corona, mi vida, cuanto puedo
llamar mío, todo te lo daré para satisfacerte. Si no hay culpa en mí, deberé
contar otra vez con tu obediencia, y unidos ambos, buscaremos los medios de aliviar tu dolor.
LAERTES.- Hágase lo que decís… Su arrebatada muerte, su obscuro
funeral: sin trofeos, armas, ni escudos sobre el cadáver, ni debidos honores,
ni decorosa pompa; todo, todo está clamando del cielo a la tierra por un examen, el más riguroso.
CLAUDIO.- Tú le obtendrás, y la segur terrible de la justicia caerá sobre
el que fuere delincuente. Ven conmigo.


Escena XIX


HORACIO, UN CRIADO
Sala en casa de HORACIO.

HORACIO.- ¿Quiénes son los que me quieren hablar?
CRIADO.- Unos marineros, que según dicen os traen cartas.
HORACIO.- Hazlos entrar. Yo no sé de que parte del mundo pueda nadie
escribirme, si ya no es Hamlet mi señor.


Escena XX


HORACIO, DOS MARINEROS
MARINERO 1.º.- Dios os guarde.
HORACIO.- Y a vosotros también.
MARINERO 1.º.- Así lo hará si es su voluntad. Estas cartas del
Embajador que se embarcó para Inglaterra vienen dirigidas a vos, si os
llamáis Horacio, como nos han dicho.
HORACIO.- Horacio: luego que hayas leído ésta, dirigirás esos hombres
al Rey para el cual les he dado una carta. Apenas llevábamos dos días de
navegación, cuando empezó a darnos caza un pirata muy bien armado.
Viendo que nuestro navío era poco velero, nos vimos precisados a apelar al
valor. Llegamos al abordaje: yo salté el primero en la embarcación enemiga,
que al mismo tiempo logró desaferrarse de la nuestra, y por consiguiente me
hallé solo y prisionero. Ellos se han portado conmigo como ladrones
compasivos; pero ya sabían lo que se hacían, y se lo he pagado muy bien.
Haz que el Rey reciba las cartas que le envío, y tú ven a verme con tanta
diligencia, como si huyeras de la muerte. Tengo unas cuantas palabras que
decirte al oído que te dejarán atónito; bien que todas ellas no serán suficientes
a expresar la importancia del caso. Esos buenos hombres te conducirán hasta
aquí. Guillermo y Ricardo siguieron su camino a Inglaterra. Mucho tengo que
decirte de ellos. Adiós. Tuyo siempre, Hamlet. Vamos. Yo os introduciré
para que presentéis esas cartas. Conviene hacerlo pronto, a fin de que me
llevéis después a donde queda el que os las entregó.


Escena XXI


CLAUDIO, LAERTES
Gabinete del Rey.

CLAUDIO.- Sin duda tu rectitud aprobará ya mi descargo, y me darás
lugar en el corazón como a tu amigo; después que has oído, con pruebas
evidentes, que el matador de tu noble padre, conspiraba contra mi vida.
LAERTES.- Claramente se manifiesta… Pero, decidme ¿por qué no
procedéis contra excesos tan graves y culpables? Cuando vuestra prudencia,
vuestra grandeza, vuestra propia seguridad, todas las consideraciones juntas,
deberían excitaros tan particularmente a reprimirlos.
CLAUDIO.- Por dos razones, que aunque tal vez las juzgarás débiles;
para mí han sido muy poderosas. Una es, que la Reina su madre vive
pendiente casi de sus miradas, y al mismo tiempo (sea desgracia o felicidad
mía) tan estrechamente unió el amor mi vida y mi alma a la de mi esposa, que
así como los astros no se mueven sino dentro de su propia esfera, así en mí no
hay movimiento alguno que no dependa de su voluntad. La otra razón por
que no puedo proceder contra el agresor públicamente es el grande cariño que
le tiene el pueblo, el cual, como la fuente cuyas aguas mudan los troncos en
piedras, bañando en su afecto las faltas del Príncipe, convierte en gracias
todos sus yerros. Mis flechas no pueden con tal violencia dispararse, que
resistan a huracán tan fuerte; y sin tocar el punto a que las dirija, se volverán otra vez al arco.
LAERTES.- Seguiré en todo vuestras ideas, y mucho más si disponéis
que yo sea el instrumento que las ejecute.
CLAUDIO.- Todo sucede bien… Desde que te fuiste se ha hablado mucho
de ti delante de Hamlet, por una habilidad en que dicen que sobresales. Las
demás que tienes no movieron tanto su envidia como ésta sola: que en mi
opinión ocupa el último lugar.
LAERTES.- ¿Y qué habilidad es, señor?
CLAUDIO.- No es más que un lazo en el sombrero de la juventud; pero
que la es muy necesario, puesto que así son propios de la juventud los
adornos ligeros y alegres, como de la edad madura las ropas y pieles que se
viste, por abrigo y decencia… Dos meses ha que estuvo aquí un caballero de
Normandía… Yo conozco a los franceses muy bien, he militado contra ellos,
y son por cierto buenos jinetes; pero el galán de quien hablo era un prodigio
en esto. Parecía haber nacido sobre la silla, y hacía ejecutar al caballo tan
admirables movimientos, como si él y su valiente bruto animaran un cuerpo
sólo, y tanto excedió a mis ideas, que todas las formas y actitudes que yo
pude imaginar, no negaron a lo que él hizo.
LAERTES.- ¿Decís que era normando?
CLAUDIO.- Sí, normando.
LAERTES.- Ese es Lamond, sin duda.
CLAUDIO.- Él mismo.
LAERTES.- Le conozco bien y es la joya más precisa de su nación.
CLAUDIO.- Pues éste hablando de ti públicamente, te llenaba de elogios
por tu inteligencia y ejercicio en la esgrima, y la bondad de tu espada en la
defensa y el ataque; tanto que dijo alguna vez, que sería un espectáculo
admirable el verte lidiar con otro de igual mérito; si pudiera hallarse, puesto
que según aseguraba él mismo, los más diestros de su nación carecían de
agilidad para las estocadas y los quites cuando tu esgrimías con ellos. Este
informe irritó la envidia de Hamlet, y en nada pensó desde entonces sino en
solicitar con instancia tu pronto regreso, para batallar contigo. Fuera de esto…
LAERTES.- ¿Y qué hay además de eso, señor?
CLAUDIO.- Laertes, ¿amaste a tu padre? O eres como las figuras de un
lienzo, que tal vez aparentan tristeza en el semblante, cuando las falta un corazón.
LAERTES.- ¿Por qué lo preguntáis?
CLAUDIO.- No porque piense que no amabas a tu padre; sino porque sé
que el amor está sujeto al tiempo, y que el tiempo extingue su ardor y sus
centellas; según me lo hace ver la experiencia de los sucesos. Existe en medio
de la llama de amor una mecha o pábilo que la destruye al fin, nada
permanece en un mismo grado de bondad constantemente, pues la salud
misma degenerando en plétora perece por su propio exceso. Cuanto nos
proponemos hacer debería ejecutarse en el instante mismo en que lo
deseamos, porque la voluntad se altera fácilmente, se debilita y se entorpece,
según las lenguas, las manos y los accidentes que se atraviesan; y entonces,
aquel estéril deseo es semejante a un suspiro, que exhalando pródigo el
aliento causa daño, en vez de dar alivio… Pero, toquemos en lo vivo de la
herida. Hamlet vuelve. ¿Qué acción emprenderías tú para manifestar, más
con las obras que con las palabras, que eres digno hijo de tu padre?
LAERTES.- ¿Qué haré? Le cortaré la cabeza en el templo mismo.
CLAUDIO.- Cierto que no debería un homicida hallar asilo en parte
alguna, ni reconocer límites una justa venganza; pero, buen Laertes, haz lo
que te diré. Permanece oculto en tu cuarto; cuando llegue Hamlet sabrá que tú
has venido; yo le haré acompañar por algunos que alabando tu destreza den
un nuevo lustre a los elogios que hizo de ti el francés. Por último, llegaréis a
veros; se harán apuestas en favor de uno y otro… Él, que es descuidado,
generoso, incapaz de toda malicia, no reconocerá los floretes; de suerte que te
será muy fácil, con poca sutileza que uses, elegir una espada sin botón, y en
cualquiera de las jugadas tomar satisfacción de la muerte de tu padre.
LAERTES.- Así lo haré, y a ese fin quiero envenenar la espada con cierto
ungüento que compré de un charlatán, de cualidad tan mortífera, que
mojando un cuchillo en él, adonde quiera que haga sangre introduce la
muerte; sin que haya emplasto eficaz que pueda evitarla, por más que se
componga de cuantos simples medicinales crecen debajo de la luna. Yo
bañaré la punta de mi espada en este veneno, para que apenas le toque, muera.
CLAUDIO.- Reflexionemos más sobre esto… Examinemos, qué ocasión,
qué medios serán más oportunos a nuestro engaño; porque, si tal vez se
malogra, y equivocada la ejecución se descubren los fines, valiera más no
haberlo emprendido. Conviene, pues, que este proyecto vaya sostenido con
otro segundo, capaz de asegurar el golpe, cuando por el primero no se
consiga. Espera… Déjame ver si… Haremos una apuesta solemne sobre
vuestra habilidad y… Sí, ya hallé el medio. Cuando con la agitación os sintáis
acalorados y sedientos (puesto que al fin deberá ser mayor la violencia del
combate) él pedirá de beber, y yo le tendré prevenida expresamente una copa,
que al gustarla sólo; aunque haya podido librarse de tu espada ungida,
veremos cumplido nuestro deseo. Pero… Calla. ¿Qué ruido se escucha?


Escena XXII


GERTRUDIS, CLAUDIO, LAERTES
CLAUDIO.- ¿Qué ocurre de nuevo, amada Reina?
GERTRUDIS.- Una desgracia va siempre pisando las ropas de otra; tan
inmediatas caminan. Laertes tu hermana acaba de ahogarse.
LAERTES.- ¡Ahogada! ¿En dónde? ¡Cielos!
GERTRUDIS.- Donde hallaréis un sauce que crece a las orillas de ese
arroyo, repitiendo en las ondas cristalinas la imagen de sus hojas pálidas. Allí
se encaminó, ridículamente coronada de ranúnculos, ortigas, margaritas y
luengas flores purpúreas, que entre los sencillos labradores se reconocen bajo
una denominación grosera, y las modestas doncellas llaman, dedos de
muerto. Llegada que fue, se quitó la guirnalda, y queriendo subir a
suspenderla de los pendientes ramos; se troncha un vástago envidioso, y caen
al torrente fatal, ella y todos sus adornos rústicos. Las ropas huecas y
extendidas la llevaron un rato sobre las aguas, semejante a una sirena, y en
tanto iba cantando pedazos de tonadas antiguas, como ignorante de su
desgracia, o como criada y nacida en aquel elemento. Pero no era posible que
así durarse por mucho espacio. Las vestiduras, pesadas ya con el agua que
absorbían la arrebataron a la infeliz; interrumpiendo su canto dulcísimo, la muerte, llena de angustias.
LAERTES.- ¿Qué en fin se ahogó? ¡Mísero!
GERTRUDIS.- Sí, se ahogó, se ahogó.
LAERTES.- ¡Desdichada Ofelia! Demasiada agua tienes ya, por eso
quisiera reprimir la de mis ojos… Bien que a pesar de todos nuestros
esfuerzos, imperiosa la naturaleza sigue su costumbre, por más que el valor
se avergüence. Pero, luego que este llanto se vierta, nada quedará en mí de
femenil ni de cobarde… Adiós señores… Mis palabras de fuego arderían en
llamas, si no las apagasen estas lágrimas imprudentes.
CLAUDIO.- Sigámosle, Gertrudis, que después de haberme costado tanto
aplacar su cólera, temo ahora que esta desgracia no la irrite otra vez.
Conviene seguirle.

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