Jane Eyre – Charlotte Brontë
Por prescripción del médico, Mr. Rochester se acostó temprano aquella noche y se levantó tarde a la mañana siguiente. Cuando estuvo vestido, hubo de atender a su administrador y a algunos de sus colonos, que le esperaban.
Adèle y yo evacuamos la biblioteca, que había de servir de sala de recepción de los visitantes. Había un buen fuego encendido en un cuarto del primer piso y yo llevé allí los libros y lo arreglé para servir de estancia de estudio.
Thornfield Hall había cambiado. Su habitual silencio, casi de iglesia, había desaparecido. Constantemente llamaban a la puerta, sentíase sonar la campanilla, muchas personas atravesaban el vestíbulo y oíase hablar a varias a la vez. Si aquella racha de vida del mundo que me era desconocido y que acababa de entrar en la casa se debía al amo, me pareció que su presencia era preferible a su ausencia.
Adèle aquel día no estaba en disposición de estudiar. Con cualquier pretexto quería salir del cuarto y bajar las escaleras, a fin, como era notorio, de presentarse en la biblioteca, donde yo sabía que su presencia no era necesaria. Cuando lograba hacerla volver a sentarse, la niña hablaba incesantemente de su «amigo Edward Fairfax de Rochester», como ella le llamaba (yo ignoré hasta entonces el nombre de pila del dueño de la casa), y se entregaba a conjeturas sobre los regalos que le habría traído, ya que él, según parecía, al ordenar que se fuese a buscar su equipaje a Millcote, había hablado de cierta cajita cuyo contenido debía de interesar mucho a la pequeña.
-Y eso debe significar -decía- que contiene un regalo para mí y acaso para usted, señorita. Mr. Rochester ha hablado de usted; me ha preguntado el nombre de mi institutriz y me dijo que si no era una mujer pálida y delgada. Me ha dicho que sí…
Comí con mi discípula, como de costumbre, en el gabinete del ama de llaves. Pasamos la tarde, fría y desapacible, en el cuarto de estudios. Al ponerse el sol, permití a Adèle dejar los libros y bajar, ya que, por el relativo silencio que reinaba, cabía conjeturar que Mr. Rochester estaba libre ya. Una vez sola, me acerqué a la ventana. No se veía nada. Caían constantemente copos de nieve cubriendo el suelo. Corrí la cortina y me acerqué al fuego.
Había comenzado a trazar en la ceniza de los bordes la reproducción del castillo de Heidelberg, que recordaba haber visto en alguna parte, cuando entró el ama de llaves, arrancándome bruscamente a mis pensamientos.
-A Mr. Rochester le agradaría que usted y su discípula bajasen a tomar el té con él en el comedor. Ha estado tan atareado todo el día, que no ha podido ocuparse de usted hasta ahora.
-¿A qué hora toma el té? -pregunté.
-A las seis. Creo que sería mejor que cambiase usted de vestido. Yo iré con usted… Tome una luz.
-¿Es necesario que me cambie de ropa?
-Sí, vale más. Yo siempre me visto por las noches cuando está el señor.
Aquella ceremoniosidad me pareció demasiado solemne, pero no obstante, fui a mi habitación y, con la ayuda de la señora Fairfax, cambié mi vestido negro de tela ordinaria por otro de seda negra, único repuesto de mi guardarropa, a más de un tercer vestido gris que, a través de los conceptos adquiridos en Lowood sobre el vestuario, me parecía que sólo debía usar en señaladísimas ocasiones.
-Necesita usted un prendedor-dijo el ama de llaves. Me puse un pequeño adorno de perlas que me había regalado Miss Temple y bajamos. Poco acostumbrada como estaba a tratar con gentes desconocidas, la invitación de Mr. Rochester era más un disgusto que otra cosa para mí. Precedida de Mrs. Fairfax entré en el comedor. En la mesa ardían dos velas de cera y otras dos en la chimenea. Piloto estaba tendido junto a la lumbre y Adèle arrodillada a su lado. Mr. Rochester yacía medio tendido sobre unos cojines, con el pie encima de un almohadón. Reconocí a mi viajero, con sus espesas cejas y su cabeza cuadrada, que parecía más cuadrada aún por la forma en que llevaba cortado su negro cabello. Reconocí su enérgica nariz, con sus amplias aletas que, a mi entender, denotaban un temperamento colérico; su boca, tan fea como su barbilla y su mandíbula; su torso, que ahora, despojado del abrigo, me pareció tan cuadrado como su cabeza. Creo, con todo, que tenía buena figura, en el sentido atlético de la palabra, aunque no era ni alto ni gallardo.
Mr. Rochester notó, sin duda, que entrábamos, pero no lo delató por movimiento alguno.
-Aquí está la señorita Eyre, señor -dijo el ama de llaves con su habitual placidez.
Él se inclinó, pero no separó los ojos del grupo que formaban el perro y la niña.
-Que se siente -dijo-. ¿Qué diablos me importa que esa señorita esté aquí o no?
Me sentí a mis anchas. Un acogimiento cortés me habría turbado seguramente, porque yo no hubiera sabido corresponder con adecuada gentileza. Por el contrario, semejante recepción me dejaba en libertad de proceder como quisiera. Además, aquella rudeza me resultaba interesante.
Rochester permanecía tan mudo e inmóvil como una estatua. Mrs. Fairfax, pensando, sin duda, que convenía que alguien entre nosotros se mostrara atento, tomó la palabra. Con su amabilidad habitual, comenzó por condolerse de lo atareado que su señor había estado durante todo el día y de las molestias que debía causarle la dislocación, y concluyó recomendándole calma y paciencia.
-Quiero el té, señora -dijo él por toda respuesta. La anciana tocó la campanilla y, en cuanto trajeron el servicio, procedió a distribuir rápidamente tazas y cucharas. Adèle se sentó a la mesa, pero Rochester no abandonó su lugar.
-¿Quiere usted alcanzar la taza al señor? -me preguntó Mrs. Fairfax-. Adela quizá la dejase caer.
Hice lo que me pedía. Cuando él cogió la taza, Adèle, juzgando sin duda oportuno el momento para intervenir en mi favor, exclamó:
-¿Verdad, señor, que hay un regalo para Miss Eyre en esa cajita?
-¿Qué dices? -gruñó él-. ¿Esperaba usted algún regalo, Miss Eyre? ¿Le gustan los regalos?
Y me contempló con sus ojos duros y penetrantes. -No sé, señor. Tengo poca costumbre de recibirlos. La opinión general es que son cosas agradables.
-Yo no hablo de la opinión general. Digo si le gustan a usted.
-Hay que pensarlo antes de contestar, señor. Aceptar un regalo puede ser tomado en muchos sentidos, y han de considerarse todos antes de opinar.
-Veo que es usted menos sencilla que Adèle. Ella, en cuanto me ve, me pide un regalo a gritos, mientras que usted, en cambio, filosofa sobre el asunto.
-Porque yo tengo con usted menos confianza que Adèle. Ella está acostumbrada a que usted le compre juguetes, pero yo soy una extraña para usted y no tengo el mismo derecho.
-Déjese de modestias. He examinado a Adèle y he comprendido que se ha preocupado usted mucho de ella, porque la niña no tiene gran talento y, sin embargo, en poco tiempo ha progresado mucho.
-Ya me ha dado usted mi regalo, señor. Para una maestra nada hay más halagador que oír elogiar los progresos de su discípula.
-¡Hum! -murmuró Rochester. Y bebió su té en silencio.
-Acérquese al fuego-dijo después, mientras el ama de llaves se sentaba en un rincón a hacer calceta. Adèle me había cogido de la mano y me hacía girar por la estancia, mostrándome las consolas y cuanto había digno de verse. Al oírle, le obedecimos. Adèle pretendió sentarse en mis rodillas, pero se le ordenó que fuese a jugar con Piloto.
-¿Vive usted en mi casa hace tres meses? -Sí, señor.
-¿De dónde vino usted?
-Del colegio de Lowood, en el condado de… -¡Ah, sí! Una institución benéfica. ¿Cuánto tiempo ha pasado usted allí?
-Ocho años.
-¡Debe usted ser persona de mucho aguante para haber soportado ocho años de esa vida! No me extraña que tenga usted la mirada de un ser del otro mundo. Cuando la encontré anoche en el camino me pareció uno de esos seres fantásticos que figuran en los cuentos y temí que me hubiera embrujado el caballo. Aún no estoy seguro de lo contrario… ¿Tiene usted padres?
-No.
-¿Ni se acuerda de ellos? -No.
-Ya me lo figuraba. ¿Y a quién esperaba usted sentada en el borde del camino? ¿A su gente?
-¿Cómo?
-Quiero decir si esperaba a los enanos del bosque. Se me figura que, como castigo a haber roto uno de sus círculos mágicos, puso usted en el camino aquel condenado hielo.
Moví la cabeza.
-Los enanos del bosque -dije hablando con tanta seriedad aparente como él- abandonaron Inglaterra hace más de cien años. Y ni siquiera en el camino de Hay ni en los campos próximos he podido encontrar rastros de ninguno. Nunca volverán a danzar en las noches de verano ni bajo la fría luna de invierno…
Mrs. Fairfax, arqueando las cejas, mostró el asombro que le producía tan extravagante conversación. -Bueno -repuso Mr. Rochester-. Supongo que al menos tendrá usted tíos o tías.
-Nunca los he visto. -¿Ni en su casa? -No tengo casa.
-¿Y sus hermanos? -No tengo hermanos. -¿Quién la recomendó aquí?
-Me anuncié y Mrs. Fairfax contestó a mi anuncio. -Sí -dijo la buena señora-, y doy gracias al cielo por el acierto que tuve. Miss Eyre ha sido una gran compañera para mí y una bondadosa y útil profesora para Adèle. -No haga el artículo -replicó Mr. Rochester-. Los elogios no son mi fuerte. Yo sé juzgar por mí mismo. Y lo primero que esta señorita me ha hecho es motivar una caída de mi caballo.
-¡Oh, señor! -dijo Mrs. Fairfax. -Esta dislocación se la debo a ella. La viuda pareció turbada.
-¿No ha vivido usted nunca en una ciudad, señorita? -No, señor.
-¿Ha tratado mucha gente?
-Con nadie más que con las condiscípulas y profesores de Lowood y ahora con los habitantes de Thornfield. -¿Ha leído usted mucho?
-Los libros que he encontrado a mi alcance, que no han sido demasiados.
-Veo que ha vivido usted como una monja, no cabe duda… Creo que el director de ese colegio es un tal Brocklehurst, un clérigo, ¿no?
-Sí, señor.
-Y supongo que ustedes sentirían hacia su director la estimación de las religiosas de un convento hacia su capellán, ¿no?
-No.
-¿Cómo que no? ¡Una novicia que no estima a su sacerdote! Eso es casi una impiedad…
-Yo no estimo a Mr. Brocklehurst, ni soy la única que tiene tal opinión. Es un hombre duro, mezquino, que hacía que nos cortasen los cabellos y nos escatimaba el hilo y las agujas.
-¡Qué modo tan equivocado de entender la economía! -intervino Mrs. Fairfax.
-¿Es ése todo el motivo de disgusto que tiene usted con él? -preguntó Mr. Rochester.
-Nos mataba de hambre cuando estaba a su cargo la organización de las comidas, antes de que se nombrase un patronato. Una vez a la semana nos fatigaba con larguísimas lecturas y todas las noches nos hacía leer libros sobre la muerte repentina y el Juicio Final, que nos hacían acostarnos despavoridas…
-¿Qué edad tenía usted cuando ingresó en Lowood? -Diez años.
-Entonces, ahora cuenta dieciocho, ¿verdad? Asentí.
-La aritmética es útil a veces; sin ella, yo no habría podido ahora adivinar su edad. Es cosa difícil de precisar en ciertos casos… Y ¿qué aprendió usted en Lowood? ¿Sabe usted tocar?
-Un poco.
-Ya; ésa es la respuesta de rigor. Vaya usted a la biblioteca… bien: quiero decir que haga el favor de ir a la biblioteca. Dispense mi modo de hablar. Estoy acostumbrado a decir que se haga esto o lo otro y a ser obedecido, y no voy a violentar mis costumbres por usted. Vaya, pues, a la biblioteca, alúmbrese con una vela y toque una pieza al piano.
Obedecí sus indicaciones.
-¡Basta! -gritó al cabo de algunos minutos-. Toca usted un poco, ya lo veo… Como otras muchas chicas de los colegios, y hasta mejor que alguna, pero no bien.
Cerré el piano y volví. Mr. Rochester continuó: -Adèle me ha enseñado esta mañana unos dibujos de usted, según ella dice. Pero supongo que estarán hechos con la ayuda de algún profesor.
-No -me apresuré a decir.
-Veo que tiene usted cierto orgullo. Bueno: tráigame su álbum de dibujos y enséñemelos, pero sólo en el caso de que sean auténticamente suyos. A mí no logrará usted engañarme. Soy perito en la materia.
-Entonces no diré nada, para que usted juzgue por sí mismo. Fui a buscar el álbum y lo llevé.
Adèle y Mrs. Fairfax se aproximaron para ver mis dibujos y pinturas.
-Esperen -dijo Rochester-. Cuando yo concluya, lo cogen ustedes. Entretanto, no se echen encima. Examinó cuidadosamente mis trabajos, apartó tres y separó los demás.
-Lléveselos a otra mesa, Mrs. Fairfax—dijo-, y véanlos usted y Adèle. Y usted -agregó dirigiéndose a mí-, siéntese y conteste a mis preguntas. Ya veo que estos trabajos son de una misma mano. Esa mano, ¿es la suya?
-Sí.
-¿Cuándo los hizo? Deben de haberle costado mucho tiempo.
-Los dibujé en mis dos últimas vacaciones de Lowood. ¡Cómo no tenía nada que hacer!
-¿De dónde los ha copiado usted? -Los he sacado de mi cabeza.
-¿De esa cabeza que veo sobre sus hombros? -Sí, señor.
-¿Y queda algo parecido dentro de ella?
-Creo que sí, y hasta pudiera ser que quedase algo mejor.
El se abstrajo de nuevo en la contemplación de los trabajos.
-¿Se sentía usted feliz cuando los hacía? -dijo al fin.
-Sí, señor. El pintar o dibujar ha sido una de las pocas alegrías que yo he tenido en el mundo.
-Eso no es mucho decir. Sus placeres, según usted misma afirma, no han sido muy abundantes. Pero se me figura que se extasiaba usted mientras daba a sus pinturas estos extraños matices que emplea. ¿Trabajaba en ello muchas horas al día?
-Como no tenía nada que hacer por estar en vacaciones, trabajaba de sol a sol, y como los días eran largos, disponía de mucho tiempo.
-¿Y está usted satisfecha del resultado de sus esfuerzos
-No. Me atormenta mucho la diferencia que existe entre lo que sueño hacer y lo que hago. Siempre imagino hacer cosas que me resultan imposibles.
-No del todo. Usted ha creado una sombra de lo que soñaba. Si no es usted una artista en plena madurez, al menos lo que ha hecho es extraordinario para una escolar. Hay detalles que debe de haber visto en sus sueños… Por ejemplo: ¿dónde puede usted, si no, haber visto Patmos?… Porque esto es Patmos… En fin, llévese todo esto.
Apenas había comenzado a colocar mis trabajos en el álbum, cuando Rochester miró al reloj y dijo bruscamente:
-Son las nueve. ¿Cómo está Adèle levantada aún?… Acuéstela, señorita.
Adèle fue a besarle antes de salir. Él recibió la caricia, pero la correspondió con menos afecto que lo hubiera hecho con el perro.
-Buenas noches -nos dijo, señalando la puerta con un ademán, como si, ya cansado de nosotras, nos despidiese.
Mrs. Fairfax recogió su labor, yo mi álbum, nos despedimos de Mr. Rochester, que nos correspondió fríamente, y nos retiramos.
-No me había usted hablado de que Mr. Rochester fuera tan especial -dije a Mrs. Fairfax después de que hubimos acostado a la niña.
-¿Y lo es?
-Sí. Es muy brusco y muy voluble.
-Sin duda parece algo raro, pero yo estoy acostumbrada a su carácter y nunca pienso en eso. Puesto que tiene un temperamento especial, es preciso seguirle la corriente. -¿Por qué?
-En parte, porque su naturaleza sufre y es imposible contrariar la propia naturaleza, y luego porque preocupaciones, penas…
-¿Acerca de qué?
-De disgustos familiares, o cosa parecida. -¿Tiene familia?
-Ahora no, pero antes sí. Hace pocos años que murió su hermano mayor.
-¿Su hermano mayor?
-Sí. El actual Mr. Rochester no ha sido siempre dueño de esta propiedad. Sólo hace nueve años que lo es. -Yo creo que nueve años es tiempo suficiente para consolarse de la pérdida de un hermano.
-Quizá no. Yo creo que entre ellos hubo disgustos. Mr. Rochester no fue justo con Mr. Edward y puede ser que hasta procurase predisponer a su padre contra éste. El padre amaba mucho el dinero y deseaba que las propiedades de la familia estuviesen reunidas en una sola mano. No deseaba dividir las tierras y, en consecuencia, Mr. Rowland y su padre realizaron, al parecer, algunas maniobras que dejaban a Mr. Edward en una situación penosa… No sé exactamente cuál, pero sí sé que era muy desagradable, que produjo no pocos disgustos y que hizo padecer mucho a Mr. Edward. Como no es hombre que perdone fácilmente, rompió con su familia y durante muchos años llevó una vida errante. Desde que, por muerte de su hermano, entró en posesión de la herencia, no ha pasado aquí nunca quince días seguidos. No me extraña, en el fondo, que huya de esta casa.
-¿Por qué?
-Porque tiene recuerdos sombríos para él.
Me hubiese agradado pedir algunas explicaciones, pero Mrs. Fairfax no quería o no podía darme detalles más explícitos sobre la naturaleza de las preocupaciones de Mr. Rochester. Acaso fuesen un misterio para ella misma y no supiese sino lo que le permitían imaginar sus conjeturas. En cualquier caso, como era evidente que deseaba cambiar de conversación, hice por mi parte lo mismo.