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Capítulo 18

Jane Eyre – Charlotte Brontë

Los días en Thornfield Hall transcurrían bulliciosos y alegres. ¡Qué diferentes eran de los primeros tres meses de soledad y monotonía que yo pasara bajo aquel techo! Todas las impresiones tristes parecían haber huido de la casa, todas las ideas sombrías parecían haberse olvida­do. Era imposible atravesar la galería, antes siempre desierta, sin encontrar la elegante doncella de una de las señoras o el presumido criado de uno de los caballeros.

La cocina, la despensa, el cuarto de estar de los criados, el vestíbulo, se hallaban siempre animados, y los aposentos no quedaban vacíos más que cuando el cielo azul y el sol brillante invitaban a pasear a los huéspedes de la casa. Cuando el tiempo cambió y se sucedieron días de continua lluvia, la jovialidad general no disminuyó por eso. Los entretenimientos de puertas adentro se intensifi­caron al disiparse la posibilidad de divertirse fuera.

Yo ignoraba el significado de la frase «jugar a las adi­vinanzas» que oí sugerir una tarde a alguien que deseaba cambiar las distracciones habituales. Se llamó a los cria­dos, se separaron las mesas del comedor, las luces se colocaron de otra forma y las sillas se situaron en semi­círculo. Mientras Mr. Rochester y los demás caballeros dirigían estos arreglos, las damas corrían de un lado a otro llamando a sus doncellas. Se avisó a Mrs. Fairfax y se la interrogó sobre las existencias de chales, vestidos o telas de cualquier clase que se hallasen en la casa. Se registró el tercer piso y las doncellas bajaron con braza­das de viejos brocados, faldas, lazos y toda clase de anti­guas telas. Se hizo una selección de todo, y lo que pare­ció útil se llevó a la sala.

Entretanto, Mr. Rochester reunió a las señoras a su alrededor y eligió cierto número de ellas y de caballeros. -Miss Ingram me pertenece, desde luego -dijo. Después nombró a las señoritas Eshton y a Mrs. Dent. También me miró a mí. Yo estaba cerca de él, ayudando a Mrs. Dent a sujetar un broche que se le había soltado.

-¿Quiere usted jugar? -me preguntó Rochester. Denegué con la cabeza y él no insistió. Satisfecha de haber obrado con acierto, volví tranquilamente a mi rincón.

Rochester y sus auxiliares se retiraron más allá de la cortina. Mr. Dent y los suyos se acomodaron en el grupo de sillas colocadas en forma de media luna. Uno de los caballeros, Mr. Eshton, cuchicheó al oído de los demás. Debía proponer que se me invitara a unirme a ellos, porque oí decir instantáneamente a Lady Ingram:

-No. Me parece que es lo bastante estúpida para no saber jugar a nada.

Sonó una campanilla y se corrió la cortina. Bajo la arcada apareció la corpulenta figura de Sir George Lynn envuelto en una sábana blanca. Ante él, en una mesa, había un libro grande, abierto, y a su lado se vía a Amy Eshton, vestida con un abrigo de Mr. Rochester y con otro libro en la mano. Alguien a quien no veíamos tocó otra vez la campanilla, y Adèle, que había insistido en ayudar a su protector, apareció esparciendo en su torno el contenido de una cesta de flores que llevaba al brazo. En seguida surgió la majestuosa figura de Miss Ingram, vestida de blanco, con un largo velo y una guirnalda de rosas en torno a la frente. Mr. Rochester iba a su lado. Ambos avanzaron hasta la mesa y se arrodillaron, mien­tras Mrs. Dent y Louisa Eshton, también vestidas de blanco, les flanqueaban. Siguió una pantomima muda, en la que era fácil reconocer un simulacro de matrimo­nio. Cuando concluyó, el coronel Dent consultó a los que estaban con él, y tras un breve cuchicheo exclamó: -¡Matrimonio!

Mr. Rochester se inclinó, asintiendo, y la cortina cayó. Transcurrió un largo intervalo. Al alzarse el cortinaje, reveló una escena mejor preparada que la anterior. Se veía en primer término un gran pilón de mármol, que reconocí como perteneciente al invernadero, donde so­lía hallarse rodeado de plantas exóticas y conteniendo algunos pececillos dorados. Sin duda debía de haber costado trabajo transportarlo, atendidos su volumen y peso.

Sentado en la alfombra junto a aquel pilón estaba Mr. Rochester, vestido con chales y tocado con un turbante. Sus ojos negros y su piel morena concordaban a maravi­lla con aquel atuendo. Parecía un emir oriental. En se­guida sobrevino Blanche Ingram. Vestía también a esti­lo asiático, con una faja carmesí a la cintura y un pañue­lo bordado en torno a las sienes. Sus hermosos brazos estaban desnudos, y uno de ellos sostenía con mucha gracia un cantarillo sobre la cabeza. Su aspecto y sus atavíos sugerían la idea de una princesa israelita de los tiempos patriarcales, y tal era, sin duda, el papel que trataba de representar.

Se aproximó al pilón, se inclinó sobre él como para llenar el cantarillo y volvió a colocar éste sobre su cabe­za. El personaje masculino le hizo entonces una pe­tición:

-¡Eh, apresurada! Dame el cantarillo y déjame beber.

Y sacando de sus vestiduras un estuche, mostró en él magníficas pulseras y pendientes. Blanche parecía sor­prendida y admirada. El, arrodillándose, colocó el teso­ro a los pies de la mujer, que expresaba en sus gestos y ademanes el placer y la incredulidad que sentía. Enton­ces Rochester colocó las pulseras en las muñecas de la joven y los pendientes en sus orejas. Era, evidentemen­te, una reproducción de la escena de Eliezer y Rebecca. No faltaban más que los camellos.

Los que debían adivinar el significado del cuadro cu­chichearon un rato. Al parecer, no se ponían de acuerdo en lo que la escena representaba. Al fin el coronel Dent, su portavoz, dio la respuesta oportuna y volvió a caer la cortina.

Al levantarse por tercera vez, sólo era visible una par­te del salón, quedando lo demás oculto tras un biombo del que colgaban lienzos oscuros y groseros. El pilón de mármol había desaparecido. En su lugar había una mesa y una silla de cocina iluminadas por la opaca luz de una linterna.

En aquel sórdido escenario estaba sentado un hom­bre, con las manos atadas y la vista fija en el suelo. Pese a sus ropas en desorden y a su ennegrecida faz, reconocí en él a Mr. Rochester. Vestía una burda chaqueta, una de cuyas mangas, desgarrada, pendía de su hombro, dando al protagonista el aspecto de haber sostenido una reciente refriega. Tales detalles, unidos a su desgreñado cabello, le disfrazaban muy bien. Al hacer un movimiento se oyó ruido de cadenas y vimos que llevaba gri­lletes en los tobillos.

-¡Prisión! -exclamó el coronel Dent, resolviendo el acertijo.

Pasado el tiempo necesario para que los actores se vistieran como de costumbre, volvieron al comedor. Blanche felicitaba a Mr. Rochester.

-¿Sabe -le decía- que de sus tres caracterizaciones me gusta la última más que ninguna? ¡Oh! Si hubiera usted vivido hace algunos años, ¡qué magnífico saltea­dor de carreteras habría hecho usted!

-¿No me queda nada de hollín en la cara? -pregun­tó Rochester, volviéndose hacia ella.

-Nada, desgraciadamente. ¡Qué bien le sienta el dis­fraz de bandido!

-¿Le gustan esos héroes del camino real?

-Creo que un salteador inglés debe de ser la cosa más parecida.

-Bien. En todo caso, recuerde que somos mujer y marido, de lo que son testigos cuantos se hallan presen­tes. ¡No hace aún una hora que nos hemos casado! Ella rió y se ruborizó.

-Ahora le toca a usted, Dent -dijo Mr. Rochester. Y, mientras el otro bando se retiraba, él, con el suyo, ocupó los asientos que quedaban vacantes. Miss Ingram se colocó al lado de Rochester. Los demás, en sillas in­mediatas, a ambos lados de ellos. Yo dejé de mirar a los actores; había perdido todo interés por los acertijos y, en cambio, mis ojos se sentían irresistiblemente atraídos por el círculo de espectadores. Ya no me interesaban las adivinanzas que propusiera el coronel Dent, sino las contestaciones que le fueran dadas. Vi a Mr. Rochester inclinarse hacia Blanche para consultarla y a ella acer­carse a él hasta que los rizos de la joven casi tocaban los hombros y las mejillas de su compañero. Yo escuchaba sus cuchicheos y notaba las miradas que cambiaban en­tre sí.

Ya te he dicho, lector, que había comenzado a amar a Mr. Rochester. Y no podía dejar ahora de amarle, por­que no reparase en mí; porque transcurrieran horas sin que sus ojos buscaran los míos; porque sus miradas estu­vieran dedicadas exclusivamente a otra mujer; porque, si se fijaba casualmente en mí, se apresuraba a apartar la vista. No me era posible dejar de amarle aunque com­prendiera que había de casarse en breve con Blanche Ingram, como lo indicaba la orgullosa seguridad que ella parecía mostrar respecto a sus intenciones. Yo, a pesar de todo, hubiera deseado que Rochester me dedicase aquellas amabilidades que, aunque negligentes e indife­rentes, encerraban para mí un cautivador e irresistible interés.

Mi amor no se disipaba, no. Cabe suponer que se le­vantaran en mí una inmensa desesperación y furiosos celos, si es que una mujer de mi posición podía sentir celos de Blanche Ingram. Sin embargo, yo, en realidad, no era celosa y el sentimiento que experimentaba no se expresa bien con tal palabra. Blanche era demasiado in­ferior para excitar mis celos. Perdóneseme la paradoja, porque sé lo que digo. Blanche deslumbraba, pero no era sincera; era muy brillante, pero muy pobre de men­talidad. Tenía el corazón mezquino por naturaleza, como una tierra en la que nada fructificara espontánea­mente. No era benévola, no era original, repetía frases leídas en los libros, no emitía nunca una opinión propia. Desconocía toda sensación de simpatía y piedad, y care­cía de naturalidad y de ternura. Con frecuencia se trai­cionaba, como cuando exteriorizó la antipatía que sin­tiera ante la pequeña Adèle. Si ésta se aproximaba a ella alguna vez, la rechazaba con algún epíteto despectivo, ordenándola incluso salir de la habitación, y demostran­do siempre hacia la niña sequedad y acrimonia. Otros ojos -no sólo los míos- apreciaban estas manifestacio­nes: su futuro prometido, Rochester, la observaba sin cesar. Y era lo bastante sagaz para, sin duda, saber per­cibir sus defectos.

Dada su evidente falta de pasión por ella, dada su no­toria comprensión de las malas cualidades de Miss In­gram, yo adivinaba que iba a desposarla por razones familiares y acaso prácticas, pero no por amor. Aquél era el punto neurálgico de la cuestión: no era posible que una mujer así le agradase. Si ella hubiese conquistado a Rochester, si él sinceramente hubiese puesto su corazón a sus pies, yo habría simbólicamente – muerto para ellos. Si Blanche hubiera sido una mujer buena, amable, sensible, apasionada, yo habría debido mantener una lu­cha a muerte con dos tigres: la desesperación y los celos, que hubiesen devorado mi corazón. Y, después, recono­ciendo la superioridad de Blanche, la hubiese admirado durante el resto de mis días, con tanta más admiración cuanto mayor fuera su superioridad. Pero la realidad era que los esfuerzos de la señorita Ingram para seducir a Mr. Rochester fallaban, aunque ella misma no lo nota­se, y que, si insistía en sus propósitos, lo hacía estimula­da por su orgullo y por su amor propio.

Yo presentía que si tales flechas lanzadas sobre Ro­chester hubieran sido arrojadas por mano más segura, habrían alcanzado su corazón, hecho asomar el amor a sus ojos, la dulzura a su sarcástico semblante y, en todo caso, aun sin estas manifestaciones externas, habrían ga­nado una batalla silenciosa pero segura.

«¿Por qué no habría yo de poder influirle más, estan­do moralmente más cerca de él? -me pregunté-. Bien seguro es que ella no le ama o, al menos, le ama sin afecto profundo. De ser así, no precisaría dar tan artifi­ciales muestras de interés. A mi juicio, sobran tantas manifestaciones externas; podría estar más tranquila: hablar y gesticular menos. Si ahora precisa esas malas artes para atraerle, ¿a qué apelará cuando estén casados? No creo que ella le haga feliz y, sin embargo, él podría serlo y sabría hacer a su esposa la más dichosa mujer del mundo.»

No formulaba censura alguna contra Mr. Rochester al considerar aquel probable matrimonio por interés. Al principio me extrañó suponer en él tal intención, ya que le creía un hombre ajeno a los prejuicios vulgares res­pecto a la elección de mujer, pero cuanto más considera­ba la posición, educación, etc., de los interesados, me­nos censurable me parecía que realizasen un acto acorde con los principios que les fueran imbuidos desde la in­fancia y comunes a todos los de su clase, aunque yo no pudiera comprenderlos. Me parecía que, si yo hubiese sido un hombre en el caso de Rochester, sólo me hubie­ra casado con una mujer a quien amase, pero a la vez admitía que las evidentes ventajas que en pro de la felici­dad matrimonial debía ofrecer una determinación así podían estar contrapesadas por razones que yo ignoraba en absoluto, aun cuando hubiera deseado que todo el mundo obrase como yo pensaba.

En estas reflexiones prescindía de los aspectos malos del carácter de Rochester. Su desagradable sarcasmo, su dureza, me parecían picantes condimentos de un exce­lente manjar. Y si su presencia era en algún sentido in­grata, su ausencia hacia la vida insípida para mí. Consi­deraba dichosa a Miss Ingram, porque iba a poder asomarse a los abismos del carácter de aquel hombre y sondearlos.

Mientras yo no tenía ojos más que para Rochester y su futura esposa, el resto de los invitados se ocupaban en sí mismos. Las señoras Lynn e Ingram mantenían un grave debate. De vez en cuando movían sus turbantes, agitaban sus cuatro manos en análogos ademanes de asombro, secreto u horror, sin duda relativos al tema que trataban. Parecían dos magníficas muñecas. La amable señora Dent hablaba con la bondadosa Mrs. Esh­ton, y a veces una y otra me dirigían una palabra o una sonrisa afectuosa. Sir George Lynn, el coronel Dent y Mr. Eshton discutían de política, de asuntos del condado o de temas judiciales. Lord Ingram cortejaba a Amy Eshton. Louisa cantaba y tocaba con uno de los Lynn, y Mary Ingram escuchaba con languidez la galante con­versación del otro. De vez en vez, todos suspendían unánimemente su charla para escuchar y observar a los principales actores: Rochester y Blanche Ingram, que eran, en efecto, el cuerpo y alma de la reunión. Si él faltaba un rato del salón, su ausencia parecía producir cierto decaimiento en los ánimos de sus invitados, y tan pronto como entraba se reanimaba la vivacidad de la conversación.

La necesidad de aquella estimulante influencia suya se puso de relieve un día que hubo de ir a Millcote a arre­glar unos asuntos y no volvió hasta muy tarde. La tarde estuvo lluviosa, motivo que hizo suspender una proyec­tada visita a un campamento de gitanos que se habían establecido cerca de Hay. Algunos de los caballeros fue­ron a las cuadras, mientras los jóvenes de ambos sexos jugaban al billar. Las viudas Ingram y Lynn se entrega­ban a una plácida partida de naipes. Blanche Ingram, tras repeler con orgullosa taciturnidad algunos intentos de las Eshton y Dent para entablar conversación, había tocado primero algunas romanzas sentimentales en el piano, y luego tomando una novela de la biblioteca, se había hundido en un sofá y se disponía a matar con la lectura las tediosas horas de ausencia. El salón y toda la casa estaban silenciosos. No se oía más que el choque de las bolas de billar.

Oscurecía. Se acercaba la hora de vestirse para cenar, cuando la pequeña Adèle, que se hallaba arrodillada en el hueco de una ventana del salón, exclamó:

-¡Ya vuelve Mr. Rochester!

Yo me volví. Blanche Ingram se levantó del sofá y los demás abandonaron sus ocupaciones, al tiempo que se sentía sonar un ruido de ruedas y de cascos de caballos sobre la arena húmeda. Una silla de posta se aproxi­maba.

-¡Qué raro es que vuelva a casa de este modo! -dijo Blanche-. Se fue montado en Mesrour y acompañado de Piloto. ¿Qué habrá sido de esos animales?

Mientras hablaba, aproximaba a la ventana de tal modo su alta figura, que tuve que echarme hacia atrás para dejarle sitio, a riesgo de romperme la espina dorsal. Entretanto, la silla de posta se detuvo y el viajero se apeó y tocó la campanilla. Era un hombre desconocido, alto, elegante, en traje de viaje. Pero no se trataba de Mr. Rochester.

-¡Es indignante! -exclamó Miss Ingram. Y apostro­fó a Adèle-: Y tú, monicaca, ¿qué haces ahí, en la ven­tana, dedicándote a dar noticias tontas?

Y lanzó sobre mí una mirada agria, como si yo hubie­se cometido algún delito.

Se oyó hablar en el vestíbulo y en breve apareció el recién llegado. Se inclinó ante Lady Ingram, conside­rándola, sin duda, la de más edad de las presentes.

-Creo que llego con inoportunidad, señora -dijo-, ya que mi amigo Rochester está fuera, pero soy lo bas­tante íntimo suyo para poder permitirme instalarme aquí en espera de su regreso.

Sus modales eran corteses y su voz me impresionó porque, sin tener precisamente acento extranjero, ha­blaba de un modo no corriente en Inglaterra. Su edad podía ser la de Rochester: entre treinta y cuarenta años. Tenía el rostro muy pálido, pero por lo demás era un hombre de buena apariencia. Examinándole mejor, creí encontrar en su rostro algo desagradable o, más bien, no agradable. Sus rasgos eran correctos, sus facciones sua­ves y sus ojos, aunque grandes y de bella forma, care­cían de vida, o al menos me lo pareció.

El sonido de la campana que indicaba la hora de ves­tirse para comer dispersó la reunión. No volví a ver a aquel hombre hasta después de comer, y me pareció que se hallaba en su centro. Pero su fisonomía me agradó menos aún que antes por un lado me impresionaba y por otro me parecía inanimada. Sus ojos erraban de un lado a otro, sin expresión alguna, lo que le daba un cu­rioso aspecto, tal como yo no viera nunca. A pesar de ser un hombre apuesto, me repelía extraordinariamen­te. En aquel rostro ovalado de fino cutis no se apreciaba energía viril, ni masculina firmeza en su nariz aquilina. Su boca era pequeña y tras su frente no parecía caber pensamiento alguno, así como sus oscuros ojos apaga­dos parecían carecer de todo poder de sugestión. Mientras le contemplaba desde mi rincón de costum­bre, a la luz de la chimenea -ya que estaba sentado en una butaca muy próxima al fuego, como si sintiera frío-, le comparaba con Rochester. Pensaba que no hubiera habido mayor diferencia entre ambos que entre un pato y un fiero halcón, entre un dulce cordero y el mastín de ardientes ojos que le guarda.

Había hablado de Mr. Rochester como de un antiguo amigo. ¡Curiosa amistad, me confirmaba el proverbio de que «los extremos se tocan»! Junto a él estaban sentados otros dos o tres señores, y de vez en cuando podía oír fragmentos de su conversación. Al principio no les com­prendí bien, porque la charla de Louisa Eshton y Mary Ingram, sentadas muy cerca de mí, me hacían confundir las aisladas frases que les escuchaba. Les oía decir: «Es un hombre hermoso.» «Un encanto de muchacho», de­cía Louisa, agregando que «le gustaba con locura». Mary indicó su boca y su bella nariz como el ideal de la belleza.

-¡Qué frente tan lisa tiene, sin ninguna de esas pro­tuberancias tan desagradables! -exclamó Louisa-. ¡Y qué sonrisa tan dulce!

Con gran satisfacción mía, Henry Lynn las llevó a otro extremo de la sala para acordar no sé qué respecto a la aplazada excursión.

Pude así concentrar mi atención en el grupo cercano al fuego, y entonces me informé de que el recién llegado se llamaba Mason, que acababa de desembarcar en Inglaterra y que venía de los países tropicales. Aquélla era, sin duda, la causa de que estuviese tan amarillo, de que se sentase junto a la chimenea y de que llevase un abrigo en casa. Las palabras Jamaica, Kingston, Puerto España, indicaban que debía tener su residencia en las Antillas. No sin sorpresa supe que fue allí donde contra­jo amistad con Mr. Rochester. Mencionó lo que disgus­taban a su amigo el ardiente calor, los huracanes y las épocas lluviosas de aquellos países. Yo no ignoraba que Rochester había viajado mucho -me lo había dicho Mrs. Fairfax-, pero siempre había creído que sus viajes se limitaban al continente europeo, no habiendo oído relatar sus visitas a más lejanas regiones.

Reflexionaba en estas cosas, cuando un inesperado incidente vino a distraerme de mis pensamientos. Mr. Mason, que tiritaba cada vez que alguien abría la puer­ta, había pedido más leña para el fuego, aunque las ceni­zas estaban aún calientes y rojas. El criado que llevó la leña se detuvo un instante junto a la silla de Mr. Eshton y le dijo unas palabras en voz baja, de las que sólo oí: Vieja y muy desagradable.

-Dígale que la encerraremos en el calabozo si no se va -replicó el magistrado.

-¡No! -interrumpió el coronel Dent-. No lo haga­mos sin consultar a las señoras -y añadió-: Señoras, ¿no hablaban ustedes de visitar el campamento de los gitanos? Sam acaba de decir que en el cuarto de la servi­dumbre se halla una vieja gibosa que se empeña en de­cirnos la buenaventura.

-¡Vamos, coronel! -exclamó Mrs. Ingram-. ¿Cree que nos interesa una de esas impostoras? Mándenla irse en seguida.

-No logramos convencerla de que se vaya, señora – -dijo el criado-. ¡Ni yo ni ninguno! Mrs. Fairfax ha tratado de persuadirla, pero ella se ha sentado en un rincón junto a la chimenea y asegura que no se irá mien­tras no la permitan entrar aquí.

-¿Qué quiere? -preguntó Mrs. Eshton.

-Decir la buenaventura; jura que es necesario hacer­lo y que lo hará.

-¿Qué aspecto tiene?

-Es una vieja feísima y más negra que una sartén, señora. -¡Una verdadera hechicera! -gritó Frederick-. ¡Tráigala, tráigala!

-¡Naturalmente! -agregó su hermano-. Sería muy lamentable perder tal oportunidad.

-¿Qué locura estáis pensando, muchachos? -excla­mó Mrs. Lynn.

-Verdaderamente, una locura es -asintió la viuda Ingram.

-Nada de eso, mamá -replicó Blanche, girando so­bre el taburete del piano, donde se hallaba sentada en silencio, examinando partituras, al parecer-. Quiero que me predigan mi suerte. Mándela entrar, Sam.

-¡Pero, querida Blanche!… ¡Comprende que…! -Yo comprendo todo lo que tú dices, pero quiero hacer lo que te digo. ¡Pronto, Sam!

-¡Sí, sí, sí! -gritaron todos los jóvenes de ambos sexos-. Tráigala: nos divertiremos.

-Tiene una traza que… -indicó el criado, vacilan­do aún.

-¡Tráigala! -conminó Blanche.

La reunión estaba muy excitada y se cruzaban risas y chanzas entre todos. Sam volvió a aparecer.

-Ahora no quiere venir -afirmó-. Dice (son sus propias palabras) que no es su misión aparecer ante el vulgo, sino que debe ser llevada a un cuarto y dejada. Entonces sola recibirá allí, pero únicamente uno a uno, a quienes quieran consultarla.

-Ya lo ves, reina mía… -comenzó Lady Ingram-. ¿Te das cuenta, ángel mío, de que…?

-Llévela a la biblioteca-atajó el ángel-. Mi misión no es tampoco escuchar a esa mujer ante el vulgo. De­seo verla a solas. ¿Hay fuego en la biblioteca?

-Sí, señora. Pero esa mujer parece un…

-¡Basta de charla! Haga lo que le digo, y no sea ca­bezota.

Sam desapareció de nuevo y la expectación y la curio­sidad aumentaron.

-Ya está allí -dijo el criado al volver- y desea sa­ber quién será el primero que la consulte.

-Creo que será mejor que vaya yo antes que las se­ñoras -indicó el coronel Dent.

-Dígala que va a ir un caballero, Sam.

Sam se fue y volvió.

-Dice, señor, que no quiere ver a ningún caballero, que no desea que éstos se tomen la molestia de ir a ver­la, ni -añadió, reprimiendo la risa- tampoco las se­ñoras, sino sólo las jovencitas y una a una.

-¡Por Júpiter, que tiene buen gusto! -exclamó Henry Lynn.

Blanche Ingram se levantó solemnemente y dijo, con el acento que hubiera empleado el jefe de un ejército lanzándose a la vanguardia de sus hombres cuando todo parecía estar perdido:

-Yo iré.

-¡Oh, cariño mío, espera, reflexiona… ! -gritó su madre. Pero en vano, ya que su hija pasó ante ella en orgulloso silencio, cruzó la puerta que Dent abrió y la sentimos entrar en la biblioteca.

Siguió un relativo silencio. Mrs. Ingram se creyó obli­gada a retorcerse las manos con desesperación. Mary declaró que ella no osaría aventurarse a tal cosa. Amy y Louisa Eshton reían por lo bajo y parecían un tanto asustadas.

Los minutos pasaban lentamente: quince transcurrie­ron antes de que la puerta de la biblioteca tornara a abrirse. Blanche volvió al salón.

¿Se reiría? ¿Consideraría aquello como un juego? Los ojos convergieron en ella con curiosidad y ella corres­pondió con una mirada fría. No parecía contenta. Se di­rigió a su asiento y lo ocupó otra vez, sin decir nada.

-¿Y qué, Blanche? -preguntó Lord Ingram. -¿Qué te ha dicho, hermana? -preguntó Mary. -¿Qué piensa usted? ¿Qué le ha parecido? ¿Es una verdadera adivina? -inquirió Mrs. Eshton.

-¡Voy, voy! -repuso Blanche-. ¡No me metan tan­ta prisa! Veo que sus instintos de credulidad y asombro se excitan fácilmente. Por la importancia que ustedes pare­cen dar a eso, se diría que tenemos en casa una auténtica bruja en combinación con el viejo señor del castillo. No he visto más que a una gitana vagabunda, que me ha examinado la palma de la mano y que me ha dicho lo que tales gentes suelen decir siempre. Y ahora que mi capricho ha sido satisfecho plenamente, creo que Mr. Eshton hará bien en meter en el calabozo a esa mujer mañana, como antes dijo.

Cogió un libro, se recostó en su silla y renunció a toda conversación. La examiné durante media hora. En todo el tiempo no volvió ni una página y su rostro se puso gradualmente más sombrío, más desabrido, más disgus­tado. Era notorio que no había oído predicciones satis­factorias. Me pareció que, a pesar de su aparente indife­rencia, daba a las revelaciones que escuchara una im­portancia que no merecían.

Entretanto, Mary Ingram, Amy Eshton y su hermana Louisa declararon que no se atrevían a ir solas a ver a la adivina, aunque no les faltaban deseos. Se entablaron negociaciones, con Sam como mediador, y tras muchas idas y venidas, la sibila, no sin dificultades, autorizó la entrada de tres muchachas en un solo grupo.

La visita no transcurrió tan silenciosa como la de Blanche. Oíamos grititos y risas histéricas procedentes de la biblioteca, hasta que, al cabo de veinte minutos, las muchachas aparecieron corriendo en el vestíbulo, como si huyeran de la adivina.

-¡Debe de ser un ente del otro mundo! -gritaban todas-. ¡Qué cosas nos ha dicho! ¡Sabe todos nuestros secretos!

Y cayeron, como abrumadas, en los asientos que los caballeros galantemente les ofrecían.

Incitadas a explicarse, dijeron que aquella vieja les había contado cosas que ellas habían dicho y hecho sien­do niñas; descrito libros y adornos que tenían en sus ga­binetes; recordado los amigos que conocían. Afirmaron también que había adivinado sus pensamientos y cuchi­cheado al oído de cada una el nombre de la persona a quien más quería en el mundo.

Los caballeros solicitaron mayores aclaraciones sobre este último extremo, pero sólo obtuvieron rubores, exclamaciones y risas contenidas. Las matronas ofrecieron a las chicas sus frascos de sales, reprendiéndolas por no haber atendido sus consejos. Los caballeros de edad rie­ron y los jóvenes ofrecieron su ayuda a las conmovidas beldades.

En medio de aquel tumulto, Sam, parándose ante mí, me habló:

-Perdón, señorita: la gitana dice que hay una joven más en este salón y que no se irá hasta que la haya visto. Debe de ser usted, ya que no hay otra. ¿Qué le digo?

-Iré -dije, satisfecha de hallar ocasión de satisfacer mi excitada curiosidad.

Me deslicé fuera de la estancia sin ser notada -ya que la atención general estaba atraída por el tembloroso trío que acababa de regresar- y cerré la puerta tras de mí.

-Si lo desea, señorita -dijo Sam-, esperaré en el vestíbulo y así, si la vieja le asusta, me llama usted y entro en seguida.

-No, Sam: vuélvase a la cocina. No tengo temor al­guno.

Y no mentía. Lo que sentía en realidad era mucho interés y excitación.

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