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Capítulo 21

Jane Eyre – Charlotte Brontë

¡Qué cosa tan extraña son los presentimientos! Ellos, como las simpatías espontáneas y los signos que se ha­llan en todas las cosas, constituyen un misterio del que la humanidad no ha encontrado la clave. Nunca me burla­ré de los presentimientos, porque yo misma los he expe­rimentado muchas veces. La simpatía espontánea existe también, como ocurre entre parientes que no se han vis­to jamás, y que simpatizan, no obstante, como demos­tración de su origen común. En cuanto a los signos reveladores, quizá sean muestra de la simpatía de la natura­leza hacia el hombre.

Teniendo apenas seis años, oí una noche comentar a Bessie Leaven y Martha Abbot que la primera había so­ñado con un niño pequeño y que soñar con niños es sig­no seguro de desgracia, o para uno mismo o para otros. A la mañana siguiente Bessie tuvo que ir a su casa, por­que su hermana menor había muerto.

Ahora yo llevaba una semana soñando constantemen­te con un niño a quien tenía en brazos o sobre las rodi­llas, o cuyos juegos vigilaba en un prado. Unas veces era un niño triste y otras riente; ora se refugiaba en mi rega­zo; ora huía de mi lado. De un modo u otro, la aparición se me repitió durante siete noches.

El pensar en la reiteración de este sueño me ponía nerviosa en cuanto llegaba la hora de acostarme. Cuan­do el grito de aquella noche me despertó, soñaba estar en la fantástica compañía de aquel niño. La tarde del día siguiente me dijeron que en el gabinete de Mrs. Fairfax había una persona que deseaba verme. Me dirigí hacia allí y encontré a un hombre de aspecto de criado. Vestía de negro, con un crespón en el sombrero que tenía en la mano.

-Me parece que no me conoce usted, señorita -dijo-. Pero yo a usted, sí. Me llamo Leaven y era cochero en casa de Mrs. Reed cuando usted vivía allí hace ocho o nueve años.

-¡Oh, Robert! ¿Cómo está usted? Le recuerdo muy bien. Solía usted montarme en la jaquita de Georgiana. ¿Y Bessie? Porque es usted marido de Bessie, ¿verdad?

-Sí, señorita. Bessie está bien, gracias a Dios. Hace dos meses ha tenido otro pequeño. Ya son tres con éste. Todos están bien.

-¿Y mis parientes, Robert? ¿Cómo se encuentran? -Siento decirle que mal. Sufren una gran desgracia. -Confío que no haya muerto ninguno -dije, diri­giendo una mirada al vestido negro del cochero.

-Mr. John ha muerto en Londres hace una semana.

-¡John! -Sí. -¿Y cómo está su madre?

-¡Figúrese! Mr. John hacía una vida muy extraña y su muerte lo ha sido más aún.

-Bessie me dijo que no se comportaba bien. -¡Quia! Hacía una vida pésima, derrochando su di­nero y su salud entre las peores gentes que podía encon­trar. Dos veces ha estado preso por deudas. Su madre le ayudó a salir, pero en cuanto se halló libre volvió a sus vicios y a sus malas compañías. Creo que no estaba bien de la cabeza y las gentes con quienes trataba le acabaron de echar a perder. Hace tres meses fue a casa y pidió a la señora que le diera todo cuanto poseía. La señora se negó, porque sus bienes han mermado mucho como consecuencia de las locuras de su hijo. Él se fue y ahora hemos sabido su muerte. ¡Y qué muerte! Dicen que se ha suicidado…

Yo estaba anonadada. Robert Leaven continuó. -La señora, a pesar de ser robusta, hace tiempo que no está bien de salud. Las pérdidas de dinero y el temor a la pobreza la han empeorado. Y la brusca noticia del suicidio del señorito le produjo un ataque. Durante tres días estuvo sin habla. El martes pasado parecía encon­trarse mejor. Hacía señas a mi mujer, como si quisiera decirle algo. Pero sólo ayer por la mañana pudo Bessie entender lo que le decía: «Tráigame a Jane, tengo que hablarla.» Aunque Bessie no tenía certeza de que la señora supiese lo que decía, habló a las señoritas, aconse­jándolas que enviasen a buscarle a usted. Las jóvenes se indignaron, pero su madre repitió: «Jane, Jane», tantas veces, que acabaron consintiendo. Salí de Gateshead ayer y quisiera llevarla mañana por la mañana.

-Iré, Robert. Creo que debo hacerlo.

-También yo lo creo, señorita. Bessie decía que es­taba segura de que usted no se negaría a ir. Tendrá que pedir permiso, ¿no?

-Sí; ahora mismo voy a solicitarlo.

Y dejando a Leaven al cuidado de John y de su mujer, fui en busca de Mr. Rochester.

No le hallé ni en el salón, ni en el patio, ni en las cuadras. Pregunté por él a Mrs. Fairfax y me dijo que debía de estar jugando al billar con Blanche Ingram. Llegué al cuarto de billar. Oí las voces de Rochester, Blanche, las Eshton y sus admiradores, que estaban jugando. Aunque me disgustaba interrumpirles, no tuve más remedio que abordar al dueño de la casa, porque mi viaje no se podía diferir. Blanche me miró como pregun­tándose: «¿Qué querrá esta sabandija?», y cuando me acerqué a él y le dije en voz baja: «Mr. Rochester…», ella inició un movimiento como para mandarme salir. Recuerdo muy bien su aspecto de entonces. Vestía un vestido de crespón azul celeste y ceñía el cabello con una cinta de seda del mismo color.

-¿Qué quiere esta mujer? -preguntó a Mr. Roches­ter mientras éste se volvía para ver lo que yo deseaba. Él hizo una de sus muecas características y me siguió fuera del cuarto.

-Y bien, Jane, ¿qué desea?

-Si no tiene inconveniente, señor, un permiso de una o dos semanas.

-¿Para que? ¿Adónde va?

-A visitar a una señora enferma, que ha enviado a buscarme.

-¿Quién es? ¿Dónde vive?

-En Gateshead, en el condado de…

-¿A cien millas de aquí? ¿Para qué pueden querer que las visite gentes que viven a tanta distancia?

-Se llama Mrs. Reed y…

-¿Reed de Gasteshead? Recuerdo un tal Reed de Gasteshead, un magistrado.

-Es su viuda, señor.

-¿Y qué tiene usted que ver con ella? ¿De qué la conoce?

-Es tía mía. Mr. Reed era hermano de mi madre. -¡Demonio! ¿Por qué no me lo ha dicho antes?

Siempre me ha manifestado usted que no tenía pa­rientes.

-Realmente no los tengo. Mi verdadero tío era Mr. Reed y, después de morir él, mi tía me envió fuera de su casa.

-¿Por qué?

-Porque yo era pobre y la desagradaba.

-Pero Reed creo que dejó hijos, primos de usted, por tanto… Sir Jorge Lynn me habló ayer de un Reed de Gateshead que es, por lo visto, uno de los mayores bri­bones de Londres, y de una Georgina Reed que causó mucha sensación en la capital hace una o dos tempo­radas.

-John Reed ha muerto después de arruinarse y arrui­nar a su familia, y se supone que se ha suicidado. La noticia ha producido a su madre un ataque de apoplejía.

-¿Y de qué va usted a servirla? Me parece un absur­do, Jane, que haga usted un viaje de cien millas para ver a una mujer que quizá haya muerto cuando usted llegue y que, para colmo, la echó a usted de su casa.

-Sí, señor, pero eso ocurrió hace mucho y las circuns­tancias han variado. Mi deber ahora es complacerla. -¿Cuánto tiempo estará fuera?

-Lo menos posible, señor.

-¿Me promete no estar más de una semana? -Preferiría no darle palabra para no tener que in­cumplirla quizá.

-En todo caso, ¿volverá usted y no se dejará inducir para quedarse allí?

-No. Volveré de todos modos.

-Y ¿cómo nos arreglamos? ¡No va usted a hacer sola un viaje de cien millas!

-Ha venido el cochero de mi tía para llevarme con él, señor.

-¿Es persona de confianza? -Sí. Lleva diez años en la casa.

-¿Cuándo quiere irse? -dijo Mr. Rochester, des­pués de meditar un momento.

-Mañana por la mañana.

-Supongo que necesitará usted dinero, porque pre­sumo que no tendrá mucho y yo no le he pagado aún su salario. ¿Cuánto tiene para toda la vida, Jane? -me preguntó, sonriendo.

-Cinco chelines, señor -repuse, mostrándole mi flaca bolsa.

Vació el contenido en la palma de la mano y lo agitó, alegremente, como si fuera cosa que le agradase. Luego sacó su billetero y me ofreció un billete.

Eran cincuenta libras y no me debía más que quince. Le dije que no tenía cambio.

-No necesito cambio. Ya lo sabe usted. Es su sueldo. Rehusé, manifestando que aquello era más de lo que me debía. Pareció pensar de pronto en algo, y dijo: -Bueno, bueno. Quizá sea mejor. De lo contrario, tal vez esté usted tres meses allí. Tome entonces diez libras. ¿Basta?

-Sí. Ahora me debe usted cinco.

-Así volverá por ellas. Soy su banquero. Tiene usted conmigo cuenta corriente por cuarenta libras.

-Mr. Rochester, quisiera de paso hablarle de nego­cios.

-¿De negocios? Me muero de curiosidad. Hable. -Usted ha tenido la amabilidad de informarme de que piensa casarse en breve.

-Sí; ¿y qué?

-En tal caso, Adèle debe ir a un colegio. Estoy segu­ra de que usted lo considerará necesario.

-Desde luego, tendré que ponerla fuera del alcance de mi esposa que, si no, quizá se comportase demasiado altivamente con ella. La sugerencia es razonable, sin duda. Como usted dice bien, Adèle tendrá que ir a un colegio. Y usted, ¿adónde irá? ¿Al diablo?

-Espero que no, señor, pero tendré que pensar en buscar otro empleo.

-Por supuesto -exclamó, contrayendo las facciones y con un extraño tono de chanza. Luego, agregó-: Supongo que pedirá usted a la vieja Reed y a sus primos que le busquen un puesto, ¿no?

-No, señor. No estoy con mis parientes en tan bue­nas relaciones como para pedirles que me proporcionen empleo.

-¡Veo que va usted a irse a parar lo menos a las pirá­mides de Egipto! Ha hecho usted mal en advertirme. En vista de eso, sólo le doy un soberano. Devuélvame nue­ve libras, Jane. Las tengo destinadas a…

-También yo, señor -dije poniendo las manos so­bre mi bolsillo-. No puedo ceder dinero en concepto alguno.

-¡Qué avarienta! ¡Negarme una petición de dinero! Deme cinco libras siquiera, Jane.

-Ni cinco chelines, señor. Ni cinco peniques. -¡Jane!

-¿Señor?

-Prométame una cosa. Que cuando necesite esa nueva colocación me la pida. Yo se la encontraré. -Lo haré con gusto, si a su vez me promete que Adè­le y yo saldremos de esta casa antes de que entre en ella su esposa.

-Bueno, bueno. Le doy palabra… ¿Se va mañana, pues?

-Sí; muy temprano.

-¿Bajará hoy al comedor después de cenar? -No, señor. Tengo que preparar mi equipaje. -Entonces, ¿debemos despedirnos por algún tiempo?

-Supongo que sí, señor.

-Y ¿cómo se verifica esa ceremonia de la despedida, Jane? No estoy muy al corriente. Infórmeme.

-Pues diciéndose adiós, u otra fórmula semejante, a elección.

-¿Por ejemplo? -Hasta la vista… -Y yo, por mi parte, ¿qué debo decir? -Lo mismo, si usted gusta.

-Bien. Adiós, Miss Eyre, hasta la vista. ¿Nada más? -Nada mas.

-A mí me parece esto muy frío y poco afectuoso. Convendría añadir algún detalle a ese ritual. Un apretón de manos, por ejemplo… Pero eso sería lo mismo. ¿Así que se limita usted a decirme adiós?

-Es suficiente, señor. Tanto se puede decir con una palabra como con muchas.

-Pero esto es tan seco, tan glacial… «Adiós…» -Tengo que hacer mi equipaje… -empecé a decir. Pero en aquel momento sonó la campana de la cena y él, sin añadir una sola sílaba más, se alejó. No le vi en todo el día y partí al día siguiente antes de que se levantara. Llegué a Gateshead a las cinco de aquella tarde de principios de mayo. Me detuve en la portería antes de seguir a la casa. Todo estaba aseadísimo y cuidado. Las ventanas ostentaban blancas cortinillas. El suelo se ha­llaba escrupulosamente limpio. Los dorados brillaban y en la chimenea ardía un excelente fuego. Bessie estaba junto a la lumbre amamantando a su pequeño y Robert y su hermana jugaban tranquilamente en un rincón.

-¡Bendito sea Dios! Ya sabía yo que vendría -dijo Bessie al verme entrar.

-Sí, Bessie -dije, besándola-. He venido en cuan­to me ha sido posible. ¿Y mi tía? Confío en que vivi­rá aún.

-Vive, y hasta está más lúcida. El doctor cree que resistirá aún una o dos semanas, pero dudo mucho que se restablezca.

-¿Ha vuelto a mencionarme?

-Esta mañana. Ahora -por lo menos hace diez mi­nutos- está durmiendo. Suele pasar aletargada toda la tarde y despertar a las seis o las siete. ¿Quiere quedarse aquí una hora? Luego subiría yo con usted…

Entró Robert, y Bessie, dejando al niño en la cuna, fue a recibirle. Después insistió en que yo me quitase el sombrero y tomase el té, porque le parecía verme pálida y fatigada. Acepté con satisfacción su hospitalidad y dejé que me quitase la ropa de viaje como cuando era niña y ella me desvestía.

Recordé los viejos tiempos al verla preparar el té, cor­tar pan con manteca, tostar los bollos y, entretanto, dar algún empujón o un cachete a Robert y Jane, como a mí cuando era niña. Bessie había conservado su genio vivo como conservaba su agilidad y su buen aspecto.

Una vez preparado el té, me dispuse a sentarme a la mesa, pero ella, con el tono autoritario de los años anti­guos, me conminó a instalarme junto a la lumbre y colo­có ante mí una mesita redonda en la que puso el servi­cio, exactamente como en mi infancia. Y, como en mi infancia también, la obedecí, sonriendo.

Me preguntó si estaba contenta en Thornfield Hall y cómo era la señora. Contesté que no era señora, sino señor, y por cierto todo un caballero, que me trataba amablemente, y que estaba muy satisfecha. Luego le describí la clase de visitantes que había en la casa y Bes­sie me atendió con interés, porque tales detalles eran los que le encantaban.

Hablando, se nos fue una hora. Bessie volvió a poner­me el sombrero y demás adminículos y nos dirigimos a la casa. También fui acompañada por ella como bajara yo, nueve años atrás, la escalera que ahora subía, en aquella oscura y brumosa mañana de enero en que abandoné una mansión hostil con el corazón amargado y desesperado, para buscar el frío refugio de Lowood, en­tonces lugar desconocido e inexplorado para mí. El mis­mo techo hostil me acogía de nuevo y también ahora me parecía ser una peregrina errante a través de la tierra, pero me sentía más segura de mí misma y me asustaban menos las injusticias que pudieran cometer conmigo los demás. La herida de los agravios recibidos hacía tiempo estaba curada y la llama de los rencores, extinguida.

-Entre primero en el cuarto de desayunar -dijo Bessie-. Están allí las señoritas.

Entré. Todo estaba igual que la mañana en que me presentaran a Mr. Brock1ehurst. La alfombra era la misma, idéntica la biblioteca y hasta en su tercer estante pude distinguir Los viajes de Gulliver, Las mil y una no­ches y los demás libros que leía en mi niñez. Los objetos inanimados no habían cambiado, pero los vivientes ha­bían experimentado variación.

Ante mí se hallaban dos jóvenes: una muy alta, casi tanto como Blanche Ingram, muy delgada, de faz severa y cetrina. Todo en su aspecto era ascético. Aumentaba esta impresión la extrema sencillez de su vestido negro con un cuello blanco almidonado, su cabello liso y el monjil adorno de un rosario y un crucifijo. Tuve la cer­teza de que era Eliza aunque se parecía muy poco a la Eliza de mis recuerdos.

La otra era Georgiana pero no la Georgiana de once años, la linda y delgada muchachita que yo evocaba. La actual era una opulenta joven, de amplias líneas, blanca como la cera, de hermosas y correctas facciones, lángui­dos ojos azules y dorados rizos. Su vestido era negro también, pero absolutamente distinto del de su herma­na. Una especie de luto estilizado.

Ambas se levantaron al entrar yo y me saludaron lla­mándome «Miss Eyre». Eliza me dio la bienvenida con brusca, breve y cortada voz y sin una sonrisa, y luego dirigió la mirada al fuego y pareció olvidarse de mí. Georgiana añadió un «¿cómo está usted?», varios tópi­cos acerca de mi viaje y el tiempo que hacía y una mira­da con la que me examinó de pies a cabeza, deteniéndo­se en mi pelliza, de merino de color pardo. Ambas mu­chachas tenían una curiosa manera de hacerle compren­der a una que era una infeliz sin que una sola de sus palabras o actos lo exteriorizasen.

Pero el desprecio, encubierto o no, ejercía poca in­fluencia entonces sobre mí. Hasta a mí me maravilló la naturalidad con que me senté entre mis dos primas, con absoluta indiferencia hacia el desprecio de la una y las irónicas amabilidades de la otra. Yo tenía otras cosas en qué pensar, placeres y dolores mucho mayores que ex­perimentar y sufrir -sobre todo desde los últimos meses- y ellas no podían producirme ninguna impresión semejante, cualesquiera que fuesen sus propósitos en bien o en mal.

-¿Cómo está Mrs. Reed? -pregunté a Georgiana. -¿Mrs…? ¡Ah, quiere usted decir mamá! Muy mal. Dudo mucho de que pueda usted verla esta noche.

-Si tiene usted la atención de manifestarla que he venido, se lo agradeceré mucho -dije.

Georgiana me miró con asombro.

-Sé -proseguí- que tenía un particular interés en verme y no quiero aplazar el cumplimiento de su deseo más del tiempo imprescindible.

-A mamá no le agradará que la molesten por la no­che -intervino Eliza.

Me levanté, cogí el sombrero y los guantes y dije que iba a preguntar a Bessie si Mrs. Reed estaba dispuesta o no a recibirme aquella noche. La despaché, pues, a averiguarlo y me preparé a adoptar ulteriores medidas. Si un año antes me hubiesen hecho una recepción de aque­lla clase en Gateshead, hubiera partido a la mañana siguiente. Pero ahora comprendía que ello, en esta oca­sión, hubiese sido desacertado. Había hecho un viaje de cien millas para ver a mi tía y no debía separarme de su lado hasta que mejorase o muriera, sin preocuparme del orgullo y la insensatez de sus hijas. Me dirigí, pues, al ama de llaves y le pedí que me preparase un cuarto, advirtiéndola que quizá permaneciese allí una semana o dos. Llevaron mi equipaje a mi cuarto. Bessie apareció.

-La señora está despierta -dijo-. La he dicho que ha venido usted. Venga y veremos si la reconoce.

No me era necesario guía para llegar al bien conocido cuarto a que tantas veces me llamaran en los viejos tiem­pos para propinarme castigos o reprimendas. Precedí a Bessie y abrí la puerta con suavidad. Sobre la mesa ha­bía una bujía y a su luz vi el gran lecho con las mismas cortinas de antes, el tocador, la butaca y el taburete en que cien veces fui condenada a arrodillarme para pedir perdón de faltas que no había cometido. Incluso miré a cierto rincón esperando ver la varilla con que solían gol­pearme la palma de la mano. Luego me acerqué al lecho y corrí las cortinillas que colgaban entre sus columnas.

Recordando muy bien el rostro de mi tía. El tiempo tiene la virtud de disipar los afanes de venganza y extin­guir los impulsos de aversión. Yo me había separado de aquella mujer odiándola y ahora no experimentaba, sin embargo, más que conmiseración hacia sus grandes su­frimientos y un vivo deseo de perdonar y olvidar sus in­jurias y reconciliarme con ella.

Distinguí su rostro duro e inflexible, su entrecejo im­perioso, despótico, sus inconfundibles ojos… ¡Cuántas veces me habían contemplado con odio y amenazadores, y cuántas tristezas y terrores de la niñez me recordaban! No obstante, me incliné y besé aquel rostro. Ella me miró.

-¿Eres Jane Eyre? -dijo.

-Sí, lo soy. ¿Cómo está usted, querida tía?

Aunque yo jurara una vez no volver a llamarla tía ja­más, no consideré pecado quebrantar ahora este jura­mento. Mis dedos buscaron su mano. Si ella la hubiese oprimido amistosamente, yo habría encontrado en ello verdadero placer. Pero las naturalezas insensibles no se ablandan con facilidad y las antipatías espontáneas no se desarraigan en un momento. Ella separó su mano y, vol­viendo la cara, comentó que la noche era calurosa. Cuando volvió a mirarme, con igual frialdad que siem­pre, comprendí que sus sentimientos respecto a mí no habían cambiado ni podían cambiar. Adiviné por sus duros ojos, impenetrables a la ternura, incapaces de lá­grimas, que ella había resuelto considerarme mala hasta el fin, ya que creerme buena, en vez de producirla un generoso placer, le habría originado una mortificación.

Sentí pena y enojo, contuve mis lágrimas, a punto ya de brotar, como en la infancia, tomé una silla y me senté a la cabecera del lecho.

-Me ha enviado usted a buscar -dije- y he venido. No pienso irme antes de que me diga lo que deseaba.

-Por supuesto. ¿Has visto a mis hijas? -Sí.

-Pues puedes decirlas que quiero que estés aquí hasta que pueda explicarte ciertas cosas que tengo en la cabe­za. Ahora es demasiado tarde y no me es fácil recor­dar… Pero deseaba decirte… espera.

Su errante mirada y su alterado rostro demostraban que su antigua energía había desaparecido. Trató de en­volverse en las ropas de la cama. Mi codo, apoyado en la colcha, se lo dificultaba y se irritó.

-No me molestes sujetando las ropas -dijo-. ¿Eres Jane Eyre?

-Sí.

-Esa niña me ha dado más disgustos que lo que nadie puede imaginar. ¡Cuántas complicaciones me produjo, cada día y cada hora, con su incomprensible carácter y con su brusquedad! ¡Y qué modo tenía de contemplarle a una! Una vez me habló como lo hubiera hecho un de­monio. Ningún niño habría dicho lo que ella. Me alegré cuando salió de casa. ¡Y luego, cuando se declaró la epi­demia en Lowood y murieron tantas discípulas, ella no murió, a pesar de lo mucho que yo deseaba que muriese! -¡Extraño deseo! ¿Por qué la odiaba así?

-Su madre me era muy antipática. Era la única her­mana de mi marido y él la quería mucho. Cuando se casó y murió al poco tiempo, mi esposo lloró como un tonto. Se empeñó en recoger a su hija, aunque yo le aconsejaba enviarla con una nodriza y pagar los gastos. Odié a aquella pequeña desde que la vi, tan enfermiza, tan llorona… No se durmió en su cuna como los demás niños, sino que pasó la noche lloriqueando. Reed se compadecía de ella y no hacía más que informarse de su salud, como si fuera hija suya, o más aún, porque de sus hijos, a esa edad, casi no se preocupaba. Se empeñaba en que mis niños tratasen bien a aquella mendiga y les reprendía si se negaban. Cuando enfermó mortalmente, no hacía más que llamar a la pequeña a su lado y me encargó antes de morir que la conservase bajo mi custodia. ¡Encargarme de una hospiciana! Reed era débil, muy débil. John no se parece a su padre, gracias a Dios: es como mis hermanas y como yo. ¡El vivo retrato de mi hermana Gibson! ¡Sólo quisiera que dejase de atormen­tarme pidiéndome dinero! Ya no tengo nada que darle; estamos casi arruinados. Voy a tener que despedir a la mitad de la servidumbre y cerrar parte de la casa. Dos tercios de las rentas se gastan en pagar los intereses de las hipotecas. John juega mucho y siempre pierde, el pobre… Vive rodeado de fulleros. Y tiene un aspecto horroroso. Me avergüenza verle como le veo…

-Será mejor que salgamos -murmuré viendo tan excitada a mi tía.

-Puede ser… Suele hablar así durante las noches. Por las mañanas está más tranquila -dijo Bessie, que estaba sentada al otro lado del lecho.

Me levanté.

-Esperad -exclamó la Reed-; tengo algo más que decir. John me amenaza siempre con matarse o matar­me. Muchas veces sueño que le veo tendido, con una enorme herida en la garganta o con el rostro negro, como los ahogados… ¡Oh, qué situación la mía! ¿Qué haré? ¿De dónde sacaré dinero?

Bessie comenzó a persuadirla de que tomase un se­dante y lo logró sin gran trabajo. A poco, mi tía se tranquilizó y cayó en una especie de letargo. Entonces me fui.

Pasaron más de diez días antes de que pudiese reanu­dar mi conversación con ella. Estaba continuamente o delirando o amodorrada, y el médico prohibió hacer nada que pudiese impresionarla. Entretanto me entendí lo mejor que pude con Georgiana y Eliza. Ellas conti­nuaban tan frías como al principio. Eliza estaba sentada casi todo el día, cosiendo, escribiendo o leyendo, y no nos dirigía la palabra ni a su hermana ni a mí. Georgiana pasaba horas y horas diciendo tonterías a su canario y no me hacía caso alguno. Pero yo no perdía mi tiempo. Ha­bía traído mis útiles de trabajo y los utilizaba.

Con mi caja de lápices y unas hojas de papel, me sen­taba aparte de ellas, junto a la ventana, y me divertía en hacer los dibujos que se me ocurrían, las escenas que desfilaban por el quimérico calidoscopio de mi imagina­ción. Un trozo de mar entre las rocas, la luna elevándose sobre el mar y un navío cruzando ante su disco, la cabe­za de una náyade coronada de flores de loto surgiendo entre olas, un enano sentado en un nido…

Una mañana comencé a dibujar un rostro, sin preocu­parme de lo que pudiera resultar. Tomé un lápiz blando, de punta ancha, y comencé a trabajar. A poco, había trazado una frente amplia y saliente, y el contorno de una cara cuadrada. El principio me agradó y comencé a completar las facciones. Bajo aquella frente se imponían unas cejas horizontales reciamente marcadas, a las que habían de seguir, naturalmente, una nariz enérgica, de amplias ventanas, una boca flexible y una firme barbilla con un bien definido hoyo en el centro. El conjunto ne­cesitaba, evidentemente, patillas negras y cabello negro, formando dos tufos en las sienes y ondeado por arriba. Los ojos habían quedado para lo último, por requerir un trabajo más esmerado. Los hice grandes, muy sombrea­dos, con largas pestañas y pupila ancha y brillante. Mi­rándolo, pensé: «Está bien, pero no produce un efecto completo. Necesita más fuerza, más alma.» Un par de toques, que dieron a las sombras más oscuridad y a las luces más brillo, completaron felizmente el trabajo. Te­nía el rostro de un amigo ante mis ojos. Por tanto, ¿qué importaba que aquellas dos jóvenes me volviesen la es­palda? Me sentí absorta y contenta y sonreí contemplan­do el dibujo.

-¿Es el retrato de algún conocido suyo? -preguntó Eliza que se había acercado a mí sin que yo me diera cuenta.

Respondí que era un dibujo caprichoso y lo coloqué entre los demás que tenía. Yo sabía, desde luego, que era una representación muy exacta de Mr. Rochester, mas ¿qué le interesaba eso a nadie, sino a mí misma?

Georgiana se acercó también para mirar. Los demás di­bujos le gustaron mucho, pero aquél, según ella, era «un hombre muy feo». Las dos parecieron sorprendidas de mi habilidad. Entonces les ofrecí hacer sus retratos. Ambas se sentaron, ante mí, una después de otra, y ob­tuve de cada una un apunte de lápiz. Georgiana enton­ces sacó su álbum y le ofrecí contribuir a enriquecerlo con un dibujo a la aguada. Esto acabó por ponerla de buen humor. Propuso dar un paseo por los alrededores y antes de dos horas estábamos entregadas a una conver­sación confidencial. Me describió la brillante temporada que había pasado en Londres dos años antes, la admi­ración que le produjera, las atenciones de que la hicie­ron objeto y aun la conquista que había realizado de un joven aristócrata. En el curso de la tarde y de la noche, las confidencias se profundizaron, me fueron relatados varios dulces coloquios y algunas escenas sentimentales. En resumen, Georgiana improvisó en obsequio mío una verdadera novela sentimental. Sus expansiones aumen­taron de día en día, versando todas sobre el mismo tema: su amor y sus pesares. Era curioso que, en aquel sombrío momento de la vida de su familia, con su her­mano muerto y su madre enferma, no pensara nunca en ello, limitándose a recrearse en el recuerdo de las pasa­das alegrías y en imaginar las venturas que podría reser­varle el porvenir. Pasaba diariamente cinco minutos en el cuarto de su madre, y no aparecía más por allí.

Eliza hablaba poco, sin duda por falta de tiempo. Ja­más he visto persona más atareada de lo que ella parecía estar. Lo difícil era descubrir los resultados prácticos de su actividad. No sé lo que hacía antes de desayunar, pero desde ese momento, todas sus horas estaban regu­ladas y dedicadas a una tarea diferente. Tres veces al día estudiaba un pequeño libro que, según averigüé me­diante la oportuna inspección, era un devocionario co­rriente. Tres horas al día trabajaba bordando en oro una tela cuadrada que, por su tamaño, parecía una alfom­bra. Preguntándole sobre su objeto, me dijo que estaba destinada a cubrir el altar de una iglesia recientemente erigida en las cercanías de Gateshead. Dedicaba otras dos horas a escribir su diario, una a trabajar en el huerto y otra a hacer sus cuentas. Al parecer, no necesitaba compañía ni conversación. Creo que era feliz a su modo y que aquella rutina la bastaba. Nada le disgustaba tanto como cualquier incidente que rompiese la monotonía de su vida regulada por el reloj.

Una noche en que se sentía más comunicativa que de costumbre, me dijo que la conducta de John y la ruina que amenazaba a su familia la habían afligido mucho, pero que al fin se había tranquilizado y adoptado su re­solución. Habiendo tenido la precaución de salvar de la ruina sus propios bienes, cuando su madre muriera, ya que -según decía con toda tranquilidad- no era pro­bable que curase ni que resistiese mucho, se proponía ejecutar un proyecto largo tiempo acariciado: retirarse a un lugar donde las costumbres rutinarias pudiesen ase­gurarse contra toda turbación exterior, y donde le fuese fácil establecer barreras entre ella y el frívolo mundo. Le pregunté si Georgiana pensaba acompañarla.

-Desde luego, no. Georgiana y yo no nos parecemos en nada ni nos hemos parecido nunca. Georgiana segui­rá su camino y yo el mío.

Georgiana, cuando no empleaba el tiempo en abrirme su corazón, pasaba el día tumbada en el sofá, esperando con ansia el momento en que su tía Gibson le enviase una invitación para ir una temporada a la ciudad.

-Sería mejor -solía decir- que me marchara du­rante uno o dos meses, hasta que todo pasara.

Aquel «todo pasara» supongo, aunque nunca se lo pregunté, que quería decir hasta que su madre hubiera muerto y se efectuaran los funerales y demás solemnida­des lúgubres. Eliza, generalmente, no solía hacer caso alguno de su hermana ni de sus quejas, pero un día, después de apartar su libro de cuentas y sus bordados, le habló de este modo:

-Georgiana; nunca ha existido en el mundo un ser más inútil y absurdo que tú. No tienes derecho a la vida, porque no sabes vivir. En vez de existir por ti y para ti, como debe hacer toda persona sensata, te es imposible prescindir de transmitir tus debilidades a otras personas de más energía que tú. Si no las encuentras, comienzas a lamentarte de que eres desgraciada, de que te tratan mal, de que no te hacen caso. Para ti, el mundo es una prisión si no hay en él continuos cambios y novedades, si no te admiran, te adulan y te cortejan. No sabes pasar sin el baile, la música, la compañía y por eso te aburres mortalmente. ¿Quieres que te diga cómo puedes existir de un modo independiente, por ti misma, sin ayuda aje­na? Divide tu día en partes y a cada una asígnale una tarea, sin dejar un cuarto de hora, diez minutos, ni cinco siquiera, sin algo que hacer. Cuando sea así, observarás que no necesitas compañía, conversación ni simpatía de nadie. Y lograrás vivir con la independencia a que todo ser humano debe aspirar. Sigue mi consejo, primero y último que te doy, y verás cómo no necesitas de mí ni de nadie, suceda lo que quiera. Si no lo atiendes, sufrirás los resultados de tu sandez, por malos que sean. Te lo digo francamente. Escúchame bien, porque no volveré a hablarte así, sino que me limitaré a obrar. En cuanto mamá muera, yo me lavo las manos respecto a ti. El mismo día que la saquen de Gateshead, tú y yo nos se­pararemos para no volvernos a ver. No imagines que porque hayamos nacido de los mismos padres voy a es­tar tolerando siempre tus quejas y tus lamentaciones. Te digo más: si toda la raza humana fuera borrada del mapa y quedásemos tú y yo solas, te abandonaría en el Viejo Mundo y me marcharía al Nuevo.

-Podías haberte ahorrado el sermón-dijo Georgia­na cuando su hermana dejó de hablar-. Nadie ignora que eres el ser más egoísta y de menos corazón que exis­te en el mundo, y a mí me constan tu odio y tu envidia hacia mí. Ya me lo demostraste lo suficiente con el papel que te diste prisa a desempeñar en mis relaciones con Lord Edwin Vere. Te era insoportable que me elevase sobre ti, que obtuviera un título, que me recibiera en ambiente donde tú no te atreverías ni a asomar la cara. Por eso actuaste como espía y destruiste para siempre mis esperanzas.

Y Georgiana sacando su pañuelo, lo aplicó a su rostro y así permaneció más de una hora. Eliza se sentó, fría y hermética, y se dedicó a su labor.

El día era lluvioso y soplaba un fuerte viento. Geor­giana se durmió sobre el sofá, con una novela entre las manos. Eliza había ido a la iglesia. Practicaba con rigidez sus deberes religiosos, acudiendo a la iglesia tres veces cada domingo y los demás días de entre se­mana, si se celebraban plegarias, hiciera el tiempo que hiciese.

Subí a la alcoba de la moribunda, sospechando que acaso se hallase desatendida, lo que ocurría con fre­cuencia, ya que los criados sólo le dedicaban una relati­va atención. La enfermera se marchaba del cuarto en cuanto podía, y Bessie, aunque muy fiel, tenía bastante quehacer con su propia familia y rara vez podía dirigir­se a la casa. Como esperaba, hallé solitario el dormito­rio de la enferma. La paciente parecía estar amodorra­da, con la lívida faz sobre el almohadón; el fuego de la chimenea se estaba apagando. Eché más leña, arreglé las ropas del lecho, contemplé a mi tía y me acerqué a la ventana.

La lluvia batía violentamente los cristales y el viento aullaba con rabia. «¿Dónde irá -pensaba yo- el alma de esta mujer cuando abandone su cuerpo moribundo?»

Mientras meditaba en tan gran misterio, recordaba a Helen Burns, sus últimas palabras, su fe, su creencia en la vida del más allá. Y me parecía escuchar su plá­cido tono, contemplar su rostro pálido y espiritual y su mirada sublime, verla luego tendida en su tran­quilo lecho mortuorio… De pronto, una débil voz mur­muró:

-¿Quién está ahí? -Soy yo, tía.

-¿Quién -repuso con sorpresa y alarma-. No la conozco. ¿Dónde está Bessie?

-Está en la portería, tía.

-¡Tía! ¿Por qué me llama tía? Usted no es ninguna de las Gibson, y aunque la creo reconocer… Sí; esa cara, esos ojos y esa frente me recuerdan algo. Es usted como… como Jane Eyre. .

No dije nada, temiendo producirla una impresión muy fuerte si la descubría mi identidad.

-Sin embargo -siguió-, debo de estar equivocada. Me engaña el corazón. Quisiera ver a Jane Eyre y la imaginación me hace ver lo que no existe. En ocho años debe de haber cambiado mucho.

Entonces le aseguré con amabilidad que yo era la per­sona que ella suponía y a quien deseaba ver. Notando que me comprendía y que estaba en sus cabales senti­dos, le expliqué que el marido de Bessie había ido a buscarme a Thornfield.

-Estoy muy enferma, lo sé-dijo ella-. Hace poco he querido volverme y he notado que no puedo ni mover los músculos. Menos mal que recobro mi sentido antes de morir, porque cuando uno está sano piensa poco en lo que sucede en estos momentos… ¿Está la enfermera ahí o estás tú sola?

Afirmé que estaba sola.

-Bueno… En dos ocasiones me he portado mal con­tigo. La primera, quebrantando la promesa que hice a mi marido de que te trataría como a mis propios hijos… La otra… -y se interrumpió-. Después de todo, acaso no tenga gran importancia -dijo como para sí- y po­dría prescindir de humillarme…

Trató de cambiar de postura y no pudo. La expresión de su faz se alteró. Parecía experimentar una sensación extraña: acaso la precursora del fin.

-Haré mejor en hablar. Estoy al borde de la eterni­dad. Vete al cajón de mi armario y saca una carta que hallarás allí. -Y cuando hube obedecido, ordenó-: Léela.

La carta, muy breve, decía:

«Señora: ¿Tendrá usted la bondad de enviarme la di­rección de mi sobrina Jane Eyre y decirme cómo está? Me propongo escribirla y traerla conmigo a Madera. La Providencia ha favorecido mi trabajo y, como soy solte­ro y sin hijos, me propongo adoptar a mi sobrina y ce­derla a mi muerte cuanto poseo.

«De usted, atto. etc. -JAME EYRE, Madera.» La carta estaba fechada tres años antes. -¿Cómo no se me informó de eso? -pregunté. -Porque yo no deseaba mover una sola mano en favor tuyo. Yo no podía olvidar tu comportamiento con­migo, Jane, la furia con que una vez te revolviste contra mí, el tono con que declaraste que me odiabas más que a nadie en el mundo, que todos mis pensamientos hacia ti eran de aversión y que te trataba con horrible crueldad. No podía olvidar tampoco lo que experimentaba cuando te volvías contra mí y comenzabas a increparme. Era como si un animal a quien hubiese golpeado me mirara con ojos humanos y me hablase para recriminarme. ¡Tráeme agua! Apresúrate.

-Querida tía -dije, al llevarle lo que pedía-, no piense más en eso. Perdone mi violento lenguaje. Yo era entonces una niña. Han pasado ocho o nueve años desde entonces.

No hizo caso de lo que decía. Después de beber y respirar profundamente, continuó:

-Te dije que no te perdonaría aquello y, en efecto, tomé mi desquite, porque la idea de que fueras adopta­da por tu tío y vivieras bien era insoportable para mí. Le escribí diciéndole que sentía comunicárselo, pero que habías muerto de tifus en Lowood. Ahora haz lo que quieras. Escribe desmintiéndome, si te parece. Creo que has nacido para ser mi tormento; hasta en mi última hora he de ser torturada por el recuerdo de un mal que no debía cometer ni aun tratándose de ti.

-Quisiera que no pensase más en ello, tía, y que me mirase con afecto.

-Tienes muy malos instintos -repuso-, y aún hoy no comprendo cómo has sido capaz de permanecer nue­ve años en el colegio sin rebelarte.

-Mis instintos no son tan malos como usted piensa. Soy vehemente, pero no vengativa. Durante mucho tiempo, mientras fui niña, hubiera deseado quererla mucho, si usted me lo hubiera permitido, y ahora deseo reconciliarme con usted. Béseme, tía.

Aproximé mis mejillas a sus labios, pero no me tocó. Dijo que la ahogaba inclinándome así sobre la cama, y me pidió más agua. La incorporé para que bebiese y, al volverla a acostar, coloqué mis manos sobre las suyas, heladas, que se retiraron de mi contacto, mientras su apagada mirada esquivaba la mía.

-Quiérame u ódieme, como desee -dije, al fin-. En uno u otro caso, la perdono de corazón. ¡Dios la perdone también!

¡Pobre mujer! Era demasiado tarde para que cambia­se de carácter. Me había odiado en vida y era, al pare­cer, inevitable que me odiara en su agonía.

Entró la enfermera, seguida de Bessie. Permanecí en la estancia media hora más, esperando que mi tía diese algún indicio de alivio, pero no dio ninguno. Permane­ció sumida en el habitual sopor y a medianoche falleció. Ni sus hijas ni yo estuvimos presentes para cerrar sus ojos. A la mañana siguiente nos dijeron que todo había terminado. Eliza entró a ver a su madre por última vez. Georgiana que estaba deshecha en llanto, dijo que no se atrevía. La antes robusta y enérgica Sarah Reed yacía rígida e inmóvil, con los párpados cerrados. En su entre­cejo y sus duras facciones estaba impreso aún el sello de la inflexibilidad de su alma. Aquel cadáver me produjo un efecto extraño y solemne. Le miré con espanto y tris­teza. Nada había en él que sugiriese imágenes suaves, de piedad o de esperanza.

Eliza miró a su madre con serenidad. Después de al­gunos minutos de silencio, comentó:

-Tenía una constitución muy robusta y hubiera vivido mucho más a no haber abreviado su existencia los disgustos.

Su boca se contrajo por un momento. Luego salió del cuarto y yo la seguí. Ninguna de las dos habíamos verti­do una sola lágrima.

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