Jane Eyre – Charlotte Brontë
Una vez levantada y vestida, pensé en lo sucedido y me pareció un sueño. No estaba segura de su realidad hasta que viese a Rochester y le oyese renovar sus promesas y sus frases de amor.
Mientras me peinaba, me miré al espejo y mi rostro no me pareció feo. Brillaban en él una expresión de esperanza y un vivido color. Mis ojos parecían haberse bañado en la fuente de la dicha y adquirido en ella un esplendor inusitado. Con frecuencia había temido que Rochester se sintiera desagradado por mi aspecto, pero ahora me sentía segura de que mi semblante, tal como estaba hoy, no enfriaría su afecto. Saqué del cajón un sencillo y limpio vestido de verano y me lo puse. Me pareció que nunca me había sentado tan bien.
No me sorprendió al bajar al vestíbulo que una bella mañana de verano hubiera sucedido a la tempestad. Aspiré la brisa, fresca y fragante. Una mendiga con un niño avanzada por el camino y corrí a darles cuanto llevaba: tres o cuatro chelines. Quería que todos y todo participaran de mi júbilo, de un modo u otro. Graznaban las cornejas y cantaban los pájaros, pero nada me era tan grato como la alegría de mi corazón.
Mrs. Fairfax se asomó a la ventana y con grave acento me dijo:
-Miss Eyre, ¿viene a desayunar?
Mientras desayunábamos, se mantuvo fría y silenciosa. Pero yo no podía explicarme con ella aún. Necesitaba que Rochester me repitiese lo que me dijera la noche antes. Desayuné todo lo de prisa que pude, subí y encontré a Adèle que salía del cuarto de estudio.
-¿Adónde vas? Es hora de dar la lección. -Mrs. Rochester me ha dicho que vaya a jugar. -¿Dónde está?
-Allí -contestó señalando el cuarto del que salía. Entré y le hallé, en efecto.
-Saludémonos -me dijo.
Avancé hacia él, que me acogió no con una simple palabra o con un apretón de manos, sino con un abrazo y un beso. Me parecía natural y admirable que me quisiera y me acariciara tanto.
-Jane -me dijo-: esta mañana estás agradable, sonriente, bonita… No pareces el duendecillo de otras veces. ¿Es posible que sea la misma esa muchachita de radiante rostro, rosadas mejillas, rojos labios, sedosa cabellera y brillantes ojos castaños?
Yo tenía ojos verdes, lector; pero debes perdonar el error: supongo que para él mostraban un nuevo reflejo. -Soy la misma Jane Eyre.
-Pronto serás Jane Rochester. De aquí a cuatro semanas. ¡Ni un día más! ¿Lo oyes?
Lo oía sí, pero apenas lo comprendía. Aquella noticia me causaba una sensación tal, que más que alegría rayaba en estupefacción, casi en miedo.
-Te has puesto pálida, Jane. ¿Qué te pasa?
-Me da usted un nombre que me resulta tan extraño…
-Mrs. Rochester-contestó–, la joven Mrs. Rochester; la esposa de Fairfax Rochester.
-Me parece imposible. Semejante felicidad se me figura un sueño, un cuento de hadas.
-Que yo convertiré en realidad. Hoy he escrito a mi banquero para que envíe ciertas joyas que tiene en custodia: las joyas de la familia. Espero poder dártelas dentro de un par de días. Quiero que disfrutes de todas las atenciones, de todas las delicadezas que merecería la hija de un par si me casara con ella.
-No hablemos de joyas. ¡Joyas para Jane Eyre! Vale más no tenerlas.
-Yo mismo te pondré al cuello el collar de diamantes y la diadema en esa frente que tiene por naturaleza un aspecto tan noble. Yo mismo ceñiré con pulseras tus finas muñecas y con anillos tus deditos de hada.
-Pensemos y hablemos de otras cosas, no de esas que me resultan extrañas. No se dirija a mí como si fuera una belleza. No soy más que una vulgar institutriz.
-A mis ojos eres una belleza tal como me gusta: vaporosa, delicada…
-Quiere usted decir mezquina e insignificante. O sueña usted o se burla de mí… ¡No se chancee, por Dios!
-Yo haré que todo el mundo reconozca tu belleza -dijo. Yo me sentía realmente contrariada de la actitud que había adoptado, porque comprendía que él trataba de ilusionarme o de ilusionarse-. Cubriré a mi Jane de rasos y blondas, pondré flores en sus cabellos, adornaré la cabeza que amo…
-Y no me conocerá usted entonces ni seré su Jane Eyre, sino un arlequín, un grajo con plumas de pavo real. Prefería que no se empeñase en considerarme como una bella dama. Así como yo no le llamo hermoso, a pesar de lo mucho que le amo, para no adularle, tampoco debe usted adularme a mí.
Pero él continuó hablando sin hacer caso alguno de mi opinión.
-Voy a llevarte en coche a Millcote hoy mismo para que elijas los vestidos que gustes. Te digo que nos casaremos dentro de cuatro semanas. Celebraremos la boda en la intimidad, en esa iglesita cercana, y luego iremos a Londres. Estaremos allí unos días y luego conduciré a mi tesoro a países más soleados: Francia, con sus viñedos; Italia, con sus llanuras. Y mi tesorito conocerá cuanto hay digno de verse: los recuerdos de la Antigüedad, las cosas modernas… Se acostumbrará a vivir en las ciudades y aprenderá a estimarse en lo que merece comparándose con las demás.
-¿Viajaré con usted?
-Iremos a París, a Roma, a Nápoles, a Florencia, a Venecia y a Viena. Recorreré contigo todos los países que he recorrido solo y tu pie pisará donde antes he pisado yo. Desde hace diez años he recorrido Europa medio loco, con el odio, la furia y el disgusto reinando en mi corazón. Ahora la recorreré sereno y purificado, acompañado de un ángel que me consolará…
Reí y le dije:
-No soy un ángel ni lo seré hasta que muera. Seré como soy, Mr. Rochester. No espere usted de mí nada celestial, porque no lo encontrará. Además, presumo que usted…
-¿Qué presumes?
-Presumo que durante algún tiempo quizá siga usted como ahora, pero luego se enfriará, se hará malhumorado y antojadizo y yo tendré que esforzarme mucho para agradarle. Creo, no obstante, que cuando esté bien acostumbrado a mí me apreciará. Fíjese que no digo que me ame. Supongo que la vehemencia de su amor durará seis meses o quizá menos. Es el plazo que en los libros se asigna al amor del más ardoroso marido. Ahora bien, como compañera y amiga, espero no resultar desagradable a mi querido dueño.
-¿Desagradable? ¿Volver a apreciarte? ¡No te dejaré de apreciar nunca! No sólo te apreciaré, sino que he de amarte con sinceridad, fervor y constancia.
-¿No es usted caprichoso?
-Con las mujeres que sólo me gustan por su aspecto, soy un verdadero demonio cuando descubro que no tienen alma ni corazón, cuando abren ante mí las perspectivas de su mal carácter, su vulgaridad y su estupidez. Pero para una mujer de límpidos ojos, de lengua elocuente, de alma ardorosa, de carácter flexible y firme, dócil y enérgico a la vez, seré siempre fiel y afectuoso.
-¿Ha conocido usted a alguien así? ¿Ha amado a alguien que fuera de tal modo?
-Amo ahora a una persona así.
-Pero, antes que a mí, ¿no ha amado a nadie que encarnara un tipo tan difícil de encontrar?
-Jane: nunca he hallado a nadie como tú. Nadie me ha sometido, nadie ha influido tan dulcemente como tú lo has hecho. Esta influencia que ejerces sobre mí es mucho más encantadora de cuanto se pueda expresar. Pero ¿por qué sonríes, Jane?
-Estaba pensando (y perdóneme, porque la idea ha acudido involuntariamente a mi mente) en Hércules y Sansón y en sus respectivas amadas.
-¿Y en qué más, duendecillo mío?
-Pensaba que si aquellos caballeros se hubiesen casado, su severidad como maridos hubiera superado en mucho a su dulzura de enamorados. Y sospecho que a usted le pasará igual. Me agradaría saber cómo contestará cuando de aquí a un año le pida cualquier favor que usted no juzgue oportuno concederme.
-Pídemelo ahora, Jane. ¿Qué más da? -Lo haré así.
-Habla. Pero si me miras y sonríes de ese modo, te prometeré hacer lo que me solicites antes de saber lo que es, y quizá con ello haga una tontería.
-No lo creo. Sólo quiero que no haga traer las joyas y que no me corone de rosas. Sería tan ilógico como si mandara bordar en oro ese sencillo pañuelo que lleva usted.
-Más bien querrás decir que sería como dorar el oro… Bien: se te concede por ahora lo que pides. Rectificaré la orden que he enviado a mi banquero. Pero esto no es pedir, sino obtener que se te deje de hacer un don. Pídeme otra cosa, pues.
-Entonces, señor, le ruego que satisfaga mi curiosidad sobre cierto extremo.
-¿Cómo? -dijo, con alguna turbación-. Las peticiones que hace la curiosidad son arriesgadas. Celebro no haber prometido complacerte en todo.
-Ningún riesgo puede haber en satisfacer esa curiosidad.
-¿Tú qué sabes, Jane? Acaso, a hacerme preguntas sobre algo que convenga mantener en secreto, prefiriera que me pidieses la mitad de mis bienes.
-¿Y para qué necesito la mitad de sus bienes? ¿Acaso se figura que soy un judío usurero? Prefiero conseguir las confidencias de usted. ¿Va usted a excluirme de sus confidencias cuando me acepta en su corazón?
-No te rehusaré ninguna confidencia confesable, Jane; pero, por amor de Dios, no te obstines en que te haga confidencias inútiles.
-¿Por qué no obstinarme? Usted mismo me ha dicho que lo que le place de mí es mi fuerza de persuasión. En resumen, ¿por qué se empeña usted en hacerme sufrir dándome a entender que iba a casarse con Blanche Ingram?
-¿No es más que eso? ¡Menos mal! -y sonrió, desarrugó el entrecejo y pasó la mano por mi cabellera, con la satisfecha expresión de quien ha visto alejarse el peligro-. He fingido cortejar a Blanche Ingram porque deseaba que te enamoraras tan locamente de mí como yo lo estaba de ti. Sabía que los celos eran el mejor modo de conseguir lo que me proponía.
-¡Admirable! Es usted más pequeñito que la punta de mi meñique. ¿No le daba vergüenza? ¿Cómo jugaba así con los sentimientos de Blanche?
-Todos sus sentimientos se reducen a uno: el orgullo. Y conviene humillarlo. ¿Estabas celosa, Jane? -Eso no le interesa. ¿Cree que Blanche Ingram no sufrirá con el proceder de usted? ¿No piensa que se considerará abandonada y desairada?
-Ya te he dicho que es ella quien me ha abandonado a mí. El pensar en mi insolvencia enfrió o, mejor dicho, extinguió su ardor instantáneamente.
-Es usted original, Mr. Rochester. Tiene usted principios muy extraños.
-Si hubiesen sido encauzados cuando empezaban a desarrollarse, mis principios no serían como son.
-En serio: ¿cree que puedo gozar de esta gran alegría sin amargármela con el pensamiento de que otra mujer sufre lo que yo sufría antes?
-Puedes, chiquita mía. No hay nadie en el mundo que me quiera como tú. Ya ves, Jane, que tengo el consuelo de creer que me quieres.
Puse mis labios sobre su mano, que estaba apoyada en mi hombro. Le amaba mucho, en efecto, más de lo que yo pudiera decir, más de cuanto las palabras pueden expresar.
-Pídeme algo más -dijo-. Mi mayor placer es complacerte.
-Entonces manifieste usted sus propósitos a Mrs. Fairfax antes de que yo la vea. Ayer nos sorprendió en el vestíbulo y se extrañó. Me disgusta que una mujer tan bondadosa como ella me juzgue mal.
-Vete a tu cuarto y ponte el sombrero -dijo-. Tienes que acompañarme a Millcote. Entretanto, yo hablaré a la buena señora.
Me vestí rápidamente y, cuando sentí a Mr. Rochester salir del gabinete de Mrs. Fairfax, me dirigí allí. La anciana había estado leyendo la Biblia; el tomo se hallaba abierto y tenía las gafas puestas sobre él. Parecía haber olvidado su ocupación, interrumpida por la noticia que Rochester le diera, y sus ojos, fijos en la blanca pared, expresaban la sorpresa propia de un cerebro sensato que asiste al desarrollo de cosas insólitas. Al verme se levantó, hizo un esfuerzo para sonreír y me dijo algunas palabras de felicitación. Pero su sonrisa expiró y hasta acabó interrumpiendo su enhorabuena. Cerró la Biblia, apartó las gafas y retiró su silla un poco hacia atrás.
-Estoy asombrada -confesó-. Casi no sé qué decirla. ¿No habré estado soñando? A veces me adormezco cuando estoy sentada a solas, imagino cosas que no han ocurrido jamás. Una vez me pareció que mi difunto marido, muerto hace quince años, se sentaba a mi lado y me llamaba por mi nombre, Alice, como acostumbraba. Dígame: ¿es cierto que el señor le ha pedido relaciones? No se ría de mí. Pero me ha parecido que él ha estado aquí hace cinco minutos y me ha dicho que dentro de un mes será usted su esposa.
-Lo mismo me ha dicho a mí -repliqué. -¿Y le cree usted? ¿Ha aceptado?
-Sí.
Me miró, turbada.
-¡Nunca se me hubiera ocurrido semejante cosa! Él, que es un hombre orgulloso, como todos los Rochester… ¿Es posible que quiera casarse con usted?
-Así me lo ha dicho.
Me miró de pies a cabeza, y leí en sus ojos que no veía en mí hechizos tales que justificaran aquel misterio. -Me parece increíble -dijo, al fin-, pero no lo dudo, puesto que usted lo dice. Cómo resultará todo, no me atrevo a predecirlo. Es muy aconsejable en estos casos que la fortuna y la edad sean análogos, y él le lleva veinte años. Podría casi ser su padre.
-Nada de eso, Mrs. Fairfax -protesté-. Nadie que nos viera juntos diría que puede ser mi padre. Mr. Rochester parece y es tan joven como un hombre de veinticinco años.
-¿Se casa con usted por amor, en realidad? -preguntó.
Me sentí tan herida por su frío escepticismo, que las lágrimas acudieron a mis ojos.
-Siento haberla disgustado -dijo la viuda-, pero usted es muy joven, no está acostumbrada a tratar con los hombres y quisiera ponerla en guardia. Ya sabe que no es oro todo lo que reluce. En este caso, temo que todo termine de un modo que ni usted ni yo desearíamos.
-¿Acaso soy un monstruo? -pregunté-. ¿Es imposible que Mr. Rochester sienta algún afecto por mí? -No. Es usted agradable y mejorará con el tiempo, y reconozco que Mr. Rochester parece apreciarla. Vengo observando hace tiempo su predilección por usted. Ha habido ocasiones en que he estado a punto de advertirla que se pusiera en guardia contra esa excesiva preferencia, pero temía ofenderla, porque es usted tan modesta, tan discreta y tan prudente, que pensaba que sabría guardarse por sí misma. No puede usted imaginar lo que sufrí anoche cuando la busqué por toda la casa sin encontrarla y cuando la vi volver con él tan tarde…
-Todo eso no importa -interrumpí, con impaciencia-. Ya ve que todo va bien.
-Espero que vaya bien hasta el fin, mas, créame, toda precaución es poca. Procure mantenerse a cierta distancia del señor. No confíe en él ni en usted misma. Caballeros de la clase de Mr. Rochester no suelen casarse con institutrices.
Mi irritación crecía. Afortunadamente, Adèle apareció en aquel momento.
-¡Lléveme a Millcote! -exclamó-. En el coche hay bastante sitio. Pida a Mr. Rochester que me lleve. Él dice que no…
-Se lo diré, Adèle -repuse-. Y la saqué de la habitación, sintiéndome satisfecha de separarme de la anciana. El coche estaba listo y Rochester paseaba ante la fachada de la casa, seguido de Piloto.
-¿No quiere que nos acompañe Adèle? -pregunté. -Ya le he dicho a ella que no. No quiero llevar chiquillos.
-Llevémosla, Mr. Rochester. Es mejor… -No: que se quede.
Su acento y su mirada eran tan autoritarios que, sin poderlo evitar, los consejos de Mrs. Fairfax acudieron a mi cerebro y la dudas que ella experimentaba se me comunicaron, empañando mis esperanzas con una sombra de incertidumbre. Le obedecí maquinalmente sin replicar. Al ayudarme a subir al coche me miró.
-¿Qué pasa? -preguntó-. Toda tu alegría se ha desvanecido. ¿Quieres realmente llevar a la pequeña? -Lo preferiría.
-Entonces corre a buscar tu sombrero y vuelve como un relámpago -ordenó a Adèle.
Ella obedeció tan deprisa como pudo.
-Después de todo -dijo él-, no es mucho sufrir una interrupción de una mañana cuando de aquí a poco voy a poder reclamarte íntegramente tus pensamientos, tu compañía y tu conversación para toda la vida.
Adèle, al subir al coche, comenzó a besarme en muestra de gratitud, pero él la hizo inmediatamente sentarse en un ángulo del asiento, en el lado opuesto al mío. Adèle me miraba a hurtadillas, ya que su vecino de asiento se mostraba tan poco agradable para ella que no se atrevía a decirle ni preguntarle nada.
-Déjela venir a mi lado -dije-. Ahí quizá le moleste y aquí sobra sitio.
La cogió como si hubiera sido un perrito faldero y la cambió de lugar mientras decía, aunque ahora sonriendo:
-Acabaré mandándola al colegio.
Adèle que le oyó, se apresuró a preguntar si iba a ir al colegio sans mademoiselle.
-Sí -contestó él-, sans mademoiselle. Me la voy a llevar a la Luna. La meteré en una cueva, en uno de los blancos valles que se extienden entre las cumbres de los volcanes, y allí vivirá conmigo, sólo conmigo.
-Pero no tendrá nada que comer y se morirá -observó Adèle.
-Yo recogeré maná para ella dos veces al día. Las llanuras y montes de la Luna están llenos de maná. -Tendrá que calentarse. ¿Cómo encenderá fuego? -Las montañas de la Luna arrojan fuego por los cráteres de sus volcanes. Cuando Jane tenga frío la colocaré en uno de ellos.
-Oh, qu’elle y será mal… peu confortable! Y cuando se le estropee la ropa, ¿dónde comprará otra nueva? Rochester estaba empeñado en maravillarla.
-Para eso están las nubes, mujer. ¿No crees que de una nube blanca o rosada se puede cortar un buen vestido? Y con el arco iris puede muy bien hacerse un lindo chal.
-Mademoiselle está mejor como ahora -dijo Adèle, agregando-: Además se aburriría de vivir sola con usted en la Luna. Si yo fuera ella, no consentiría en irme allí con usted.
-Pues ella me ha dado su palabra de acompañarme. -No sé cómo va a llevarla. A la Luna no hay caminos, no siendo el aire, y ni usted ni ella saben volar. -Mira ese prado, Adèle. ¿Lo ves? Pues en él, hace dos semanas, estaba yo sentado en un portillo, con un lápiz y un libro, cuando de pronto, noté que una figura llegaba por el sendero y se detenía a dos pasos de mí. Miré y vi una cosa pequeñita, con un velo de telarañas en la cabeza. Se acercó y se sentó en mis rodillas. No nos dijimos nada, pero yo leía en sus ojos y ella en los míos y nuestras miradas mantuvieron un coloquio. Me dijo que era un hada que venía del país de la Fantasía a fin de hacerme dichoso, asegurándome que para ello era necesario abandonar la Tierra y buscar un sitio solitario, como por ejemplo, la Luna. Me indicó que en ella había un valle de plata y una cueva de alabastro donde yo podría estar muy contento. Le dije que me gustaría ir, pero que no tenía alas para volar. «Eso no ofrece dificultad -contestó el hada- Toma este anillo de oro. Es un talismán. Ponlo en el anular de mi mano izquierda y tú te convertirás en mío y yo en tuya. Entonces podremos abandonar la Tierra y volar al cielo.» Llevo el anillo en el bolsillo, Adèle. Ahora tiene la forma de una moneda, pero pienso convertirlo muy pronto en anillo.
-¿Qué tiene que ver Mademoiselle con todo eso? Usted ha dicho que iba a llevar a Mademoiselle a la Luna…
-Mademoiselle es un hada -cuchicheó al oído de la niña.
Yo la dije que no le creyese. Ella, con su escepticismo francés, no le creyó, en efecto. Trató a Rochester de un vrai menteur y le aseguró que ella no creía en sus conies de fées, que du reste, il n’y avrait pas de fées, et quand méme il y en avait, no se aparecerían a él ni le darían anillos ni se ofrecerían a vivir con él en la Luna.
La hora que pasamos en Millcote fue muy embarazosa para mí. Rochester me obligó a entrar en un almacén donde me ordenó que eligiera media docena de vestidos. Yo aborrecía el ir de compras y le rogué que lo aplazase, pero no lo conseguí. Logré, mediante enérgicos cuchicheos, que la media docena se redujese a dos, pero puso la condición de elegirlos él mismo. Sus miradas se detuvieron sobre una rica seda color amatista y un soberbio raso color de rosa. A través de una nueva serie de cuchicheos le dije que lo mismo podía haber elegido un vestido de oro y una corona de plata y, con grandes dificultades, porque se empeñaba en ser duro como el granito, logré convencerle de que optase por un satén negro y una seda color gris perla más modestos. Convino, al fin, en ello, advirtiéndome que sólo cedía por aquella vez, pero que en lo sucesivo quería verme vestida con más colores que un pénsil florido.
Salí con la satisfacción del almacén, si bien para entrar en la joyería. Cuantas más cosas compraba, más me ruborizaba yo, sintiéndome humillada y a disgusto. Volví al coche contrariadísima. Entonces me acordé de la carta de mi tío John Eyre, olvidada en el torbellino de los sucesos de aquellos días, en la que anunciaba su propósito de adoptarme. «Sería mucho peor -medité- que yo tuviese cierta independencia. Me sería insoportable verme vestida siempre por Mr. Rochester como una muñeca, vivir como una segunda Dánae, bajo una lluvia de oro. En cuanto vuelva a casa escribiré a mi tío John diciéndole que voy a casarme y con quién. Si tengo la esperanza de proporcionar algún día a Rochester algún aumento de sus bienes, sobrellevaré mejor estas cosas.» Algo tranquilizada por mi propósito -que, no obstante, no debía aquel día llevar a la práctica-, miré a mi señor y enamorado. Le vi sonreír y me pareció que aquella sonrisa era la de un sultán en el agradable momento de cubrir de joyas y oro a una de sus esclavas. Cogí su mano, y mientras él estrechaba con fuerza la mía, le dije:
-No me mire de ese modo. De lo contrario, no llevaré en lo sucesivo otras ropas que las que usaba en Lowood. Me casaré con este mismo vestidillo que llevo y usted podrá emplear para hacerse chalecos la tela que ha comprado.
-¡Qué gracia me hace verte y oírte! -exclamó él-. ¡Qué original eres! ¡No cambiaría esta inglesita por todo el serrallo del Gran Turco, con sus ojos de gacela, sus formas de hurí y demás encantos!
Esta alusión oriental me hirió de nuevo. Dije:
-No hablemos de serrallos. Si usted me considerase como equivalente de una de esas hermosas de los harenes y me tomara en tal sentido, haría mejor en ir a adquirir esclavas en los bazares de Estambul.
-¿Y qué harías tú mientras tanto?
-Me prepararía para ser misionera e iría a predicar la abolición de la esclavitud, incluyendo la de las esclavas de su harén. Me introduciría en él y las amotinaría. Caería usted en nuestras manos y, por muy vigoroso que usted sea, no saldría de ellas hasta que hubiera devuelto a sus mujeres su albedrío, otorgándoles una constitución tan liberal como jamás déspota alguno haya concedido. -Me confiaría entonces a tu clemencia, Jane.
-Yo no tendría clemencia para usted si me miraba como me mira ahora, porque estaría segura de que su primer acto sería violar las cláusulas de la Constitución que nos concediese, tan pronto como le dejásemos en libertad.
Entretanto, habíamos llegado a Thornfield. Rochester me ayudó a apearme y, mientras bajaba a Adèle yo me apresuré a subir las escaleras.
Cuando me invitó a reunirme con él aquella noche, yo había resuelto que se ocupase en algo, porque no estaba dispuesta a pasar todo el tiempo en una conversación íntima téte-à-téte. Recordaba la buena voz de Rochester y sabía que le gustaba cantar como a casi todos los que tienen una hermosa voz. En cuanto a mí, aunque no fuese buena cantante -ni, según él, buena música-, me deleitaba oír cantar bien. Así, tan pronto como el anochecer comenzó a desplegar su azul y estrellada bandera más allá de las ventanas, abrí el piano y rogué a Rochester que cantara en obsequio mío.
-¿Te gusta mi voz? -preguntó. -Mucho -repuse.
No deseaba halagar su vanidad, pero por una vez y dado el caso de que se trataba, me pareció oportuno hacerlo.
-Entonces, Jane, tendrás que acompañarme al piano.
-Con mucho gusto.
Comencé, si bien casi en seguida fui arrojada del taburete sin ceremonias y calificada de chapucerilla. Él se sentó en mi lugar y comenzó a acompañar su melodía con la música. Tocaba tan bien como cantaba. Yo me senté junto a una ventana y, mientras miraba los árboles y el campo oscuro, le oí cantar la siguiente tonada:
El más verdadero amor que nadie ha jamás sentido inflama mi corazón y acelera sus latidos. Soy feliz cuando la veo e infeliz cuando ha partido. Si tarda en llegar, inquieto, se hiela en mi sangre el ritmo. Por la indecible ventura de verme correspondido, yo haría lo que no haría ningún otro ser nacido.
Por ese amor cruzaré los infinitos abismos que nos separan; del mar los hirvientes remolinos; como un salteador, yo me arrojaré al camino y atropellaré por todo lo que pueda desunirnos; obstáculos venceré; desafiaré peligros; con razón o sin razón, sin miedo a premio o castigo. Pese a la saña y al odio de todos mis enemigos, alcanzaré el arco iris detrás del que peregrino. Combatiré contra todo, sin que humanos ni divinos logren oponer barreras al triunfo de mis designios. Hasta que de mi adorada los delicados deditos enlacen mi ruda mano con eslabones de lirios, mientras con un beso selle el juramento ofrecido de acompañarme si muero y acompañarme si vivo.
Se levantó y avanzó hacia mí. Vi en su rostro pintada tal emoción y en sus ojos relampaguear tan ardiente llama, que me sentí desasosegada por un momento. Pero reaccioné. Eran de temer peligrosas escenas de ternura y debía precaverme contra ellas. Así, al acercarse, le pregunté con aspereza que con quién pensaba casarse ahora. -¡Vaya una pregunta que me haces, Jane!
-Nada de eso. Es muy natural. ¿No ha hablado de que su futura esposa le acompañe si muere? No tengo propósito alguno de llevar a la práctica esa idea pagana de morir con usted.
-Desde luego: me basta con que me acompañes en la vida. La muerte no se ha hecho para un ser como tú. -Sí se ha hecho, pero cuando llegue mi hora y no antes.
-Bien: ¿me perdonas ese egoísta pensamiento y me demuestras tu perdón besándome?
-Prefiero no hacerlo.
Me apostrofó, acusándome de ser más dura que una piedra y afirmó que «cualquier otra mujer se hubiera emocionado profundamente escuchando aquellos versos entonados en alabanza suya.»
Le aseguré que mi carácter era duro como el pedernal y que estaba dispuesta a mostrarle todos los aspectos malos de mi modo de ser durante las próximas cuatro semanas, a fin de que supiese qué clase de compromiso iba a contraer mientras estuviese aún a tiempo de rescindirlo.
-¿Quieres callarte o hablar con sentido común? -Me callaré, si quiere, pero en cuanto a hablar con sentido común, perdone que le diga que eso es lo que estaba haciendo ahora.
Se irritó, bramó y pateó, pero yo me mantuve inflexible. «Haz lo que te parezca -pensaba-, porque estoy segura de que este sistema es el mejor que puedo seguir contigo. Te quiero más de lo que te imaginas, pero no deseo caer en las complicaciones que produce no refrenar el sentimiento. Cuanto mayor distancia exista ahora entre tú y yo, mejor será después para ambos.»
Cada vez más irritado, Rochester se retiró á un rincón del cuarto. Yo entonces me levanté tranquilamente, dije con la expresión respetuosa habitual en mí: «Buenas noches, señor», y salí.
Perseveré durante todo el tiempo que faltaba en la actitud adoptada, con excelentes resultados. Porque, si bien mi sistema contrariaba el despotismo y los arranques de Rochester, por otro lado concordaba con su razón, su sentido común y, en el fondo, creo que hasta con sus gustos.
En presencia de extraños yo me manifestaba, como antes, deferente e impasible, y sólo en nuestras veladas a solas me permitía contrariarle y zaherirle. Cada tarde, a las siete en punto, enviaba a por mí y, cuando yo me presentaba, las dulces frases de «amor mío», «querida» y otras análogas estaban ausentes de sus labios. Las mejores que me dedicaba eran «muñeca deslenguada», «espíritu maligno», «bruja», «veleta», etc. En vez de caricias, me hacía muecas; en vez de apretarme la mano, me daba pellizcos; en vez de besarme, me aplicaba severos tirones de orejas. Pero yo prefería estas muestras de afecto a otras más íntimas. Noté que Mrs. Fairfax aprobaba mi actitud y que sus temores se desvanecían. Rochester afirmaba que yo le estaba quemando la sangre y me amenazaba con fieras venganzas en lo futuro. Pero me reía de sus amenazas, creía obrar con acierto y pensaba que después sabría obrar lo mismo, ya que si el procedimiento de ahora no resultaba adecuado después, otro se encontraría.
Mi tarea, sin embargo, no era fácil. Muchas veces hubiese preferido complacer a Rochester en vez de atormentarle. Mi futuro esposo se había convertido para mí en la única cosa importante de este mundo, y creo que aun del otro. Él se había interpuesto entre mis sentimientos religiosos y yo como un eclipse se interpone entre el Sol y la Tierra. En aquella época, el hombre de quien había hecho un ídolo me impedía ver otra cosa que no fuera él.