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Capítulo 27

Jane Eyre – Charlotte Brontë

Varias veces durante la tarde, mientras el sol declina­ba, me pregunté: «¿Qué haré?»

Pero la respuesta que me daba la razón: «Vete en se­guida de Thornfield», me era tan dura de oír, que procuraba tapar los oídos a tal consejo, y me decía: «Lo peor no es que haya dejado de ser la prometida de Edward Rochester. Este brusco despertar del más bello sueño, este hallar que cuanto imaginara era falso y vano, puedo soportarlo por horroroso que sea. Pero la idea de aban­donarle es, resuelta, indudable y enteramente imposi­ble. No puedo hacerlo.»

Una voz interior me objetaba que sí podía y debía hacerlo. La conciencia, inexorable, asió la pasión por el cuello, la vituperó, la pisoteó bajo sus pies.

«Déjame buscar la ayuda de alguien», gemí.

«No; tú sola debes ayudarte; tú debes arrancar, si es necesario, tu ojo derecho y cortar tu propia mano. Sólo tu corazón debe ser la víctima de tu error.»

Me incorporé, aterrorizada de aquella soledad en la que oía pronunciar tan despiadado juicio y del silencio que llenaba aquella inexorable voz. Al ponerme en pie sentí que se me iba la cabeza. No sólo estaba agotada por la excitación, sino extenuada, ya que no había comi­do ni bebido nada en todo el día. Y entonces reparé en que nadie había venido a verme, ni preguntado por mí. Ni Adéle había llamado a mi puerta, ni Mrs. Fairfax me había avisado para comer. «Los amigos siempre olvidan a quienes olvida la fortuna», pensé. Descorrí el cerrojo y salí. Tropecé con un obstáculo y estuve a punto de caer. Me sentía débil y mareada. Un brazo vigoroso me suje­tó. Rochester, sentado en una silla, se hallaba ante el umbral de mi habitación.

-Al fin sales -dijo-. Hace mucho que espero y es­cucho. Ni un movimiento, ni un solo sollozo he sentido. ¡Cinco minutos más de esta espera intolerable y habría forzado la puerta, como un ladrón! ¡Oh, preferiría que me apostrofases de vehemencia, que tus lágrimas mana­ran sobre mi pecho! Pero me he equivocado. ¡No lloras! Tu rostro está pálido y tus ojos marchitos, pero en ellos no hay huellas de lágrimas. Temo que sea tu corazón el que haya vertido lágrimas de sangre… Dime algo, Jane. ¿No me reprochas? ¿No se te ocurre nada ofensivo que decirme? Te veo inmóvil, pasiva, mirándome con sere­nidad… No me propuse herirte, Jane. Estoy en la situa­ción del pastor que tuviera una oveja, a la que quisiera como si fuera su hija, con quien compartiera su pan y su agua, y a la que un día degollara por error. Sí, ése es mi estado de alma… ¿No me perdonarás nunca?

¡Le perdoné en aquel mismo momento, lector! ¡Había tan profundo remordimiento en sus ojos, tan sincera compasión en su acento y, sobre todo, tan inalterable amor en él y en mí! Sí; le perdoné con todo mi corazón, aunque no lo expresase con palabras.

-¿Sabes que soy un canalla, Jane? -me pregun­tó, tras un largo silencio, atribuyendo, sin duda, mi si­lencio y mi calma más al abatimiento que a mi propia voluntad.

-Sí.

-Dímelo, pues, con franqueza, con dureza. No calles nada.

-No puedo. Me siento muy enferma y cansada. Ten­go sed…

Emitió un profundo suspiro y, tomándome en sus bra­zos, me hizo bajar las escaleras. No me di cuenta al prin­cipio de adónde me llevaba. Luego sentí el estimulante calor del fuego. A pesar de estar en verano, me sentía fría como el hielo. Me ofreció una copa de vino y me sentí revivir. Comí algo que me dio y recuperé totalmen­te mis energías. Me encontré en la biblioteca, sentada en el sillón donde él solía sentarse. Rochester estaba a mi lado. Pensé que me valdría más morir en aquel momento. Sabía que debía abandonarle, y, sin embargo, no quería, no podía hacerlo.

-¿Cómo estás ahora, Jane? -Mucho mejor.

-Toma más vino.

Le obedecí. Dejé el vaso en la mesa y me miró con detenimiento. Se volvió de repente, lanzando una vehe­mente exclamación, comenzó a pasear por el cuarto y al fin se inclinó hacia mí como para besarme. Recordando que ahora las caricias estaban prohibidas entre nosotros, aparté el rostro.

-¡Cómo! -exclamó Rochester. Y agregó amarga­mente-: Ya: no quieres besar al marido de Bertha Ma­son. Supongo que consideras que con las caricias de ella tengo bastante. Me tienes sin duda por un odioso intri­gante que me preparaba a hacerte perder el honor y el decoro. Si no lo dices es: primero porque te faltan las fuerzas, segundo porque no te acostumbras a la idea de acusarme e increparme y, en fin, porque las puertas de tus lágrimas están abiertas y si hablases mucho rompe­rías en llanto. Sé que no quieres llorar, explicarte, hacer una escena, sino que te propones, en vez de hablar, ac­tuar. Lo sé. Estoy preparado a ello.

-No deseo proceder contra usted -dije con entre­cortada voz.

-En el sentido que tú das a las palabras, no; pero en el que yo le doy, sí. Te aprestas a aniquilarme. Piensas que, puesto que soy un hombre casado, debes apartarte de mi camino. Por eso ahora no has querido besarme. Te propones convertirte para mí en una extraña, vivir bajo mi mismo techo exclusivamente como institutriz de Adèle, rechazando mis palabras y mis aproximaciones como si fueras de piedra y de hielo.

-Señor -repuse-: todo ha cambiado para mí de tal forma que, para evitar enojosos recuerdos e ideas tris­tes, es preciso que busque usted una nueva institutriz para Adèle.

-Adèle irá a un colegio. No deseo atormentarte rete­niéndote en Thornfield Hall. Y ahora debo decirte que, si al principio oculté la existencia de una perturbada aquí, era porque temía que ninguna institutriz hubiera querido residir en una casa en esas condiciones. Cierto que yo podía haber llevado a la loca a otro sitio aún más escondido que poseo: Ferndean Manor, cuya insalubre situación en el corazón de un bosque tal vez me hubiera librado tan pronto de esa carga que arrastro. Pero por perversas que sean mis inclinaciones, la de acometer un asesinato indirecto no figura entre ellas. Ocultarte la existencia de esa loca era inútil, lo reconozco… Toda la casa, toda la vecindad, está emponzoñada con su pre­sencia. Pago doscientas libras al año a Grace Poole para que custodie a esa bruja infernal que tú llamas mi mujer. Y dentro de poco, su hijo, que es celador en el asilo de Grimsby, vendrá a ayudarle en su tarea de vigilar a mi mujer cuando sufre esos paroxismos en cuyo curso in­cendia camas, muerde y…

-Es usted implacable con esa desventurada señora -interrumpí-. La menciona usted con aversión y odio, como si ella tuviese la culpa de su locura.

-Jane, queridita (y perdona que te llame así, porque para mí lo eres), me juzgas mal. ¿Crees que yo te odiaría si tú estuvieses loca?

-Sin duda.

-Te engañas. Ignoras cómo soy, la clase de amor que soy capaz de experimentar. Te quiero más que a mí mis­mo, y si sufrieses, te querría más aún. Tu inteligencia es mi tesoro y si se perturbase me serías todavía más amada. Aunque enloquecieses, aunque te lanzases sobre mí como esa mujer esta mañana, te recibiría con un abrazo. No me apartaría de ti con horror, como de ella, y nadie te cuidaría más que yo mismo. Y no sería menos tierno para ti aunque no me dedicases una sonrisa ni me reconocieran tus ojos. Pero no sigamos hablando de eso. Yo me refería a hacerte partir de Thornfield. Todo está preparado para tu marcha. Mañana puedes irte. Sólo te pido que pases una noche más bajo este techo y luego ¡adiós miserias y terrores! No faltará un lugar que sea como un santuario donde refugiarse y olvidar los resultados odiosos…

-Quédese con Adèle -interrumpí-: será una com­pañera para usted.

-Ya te he dicho que la enviaré a un colegio. ¿Para qué me sirve la compañía de una niña? ¡Y ni siquiera mi propia hija, sino la bastarda de una bailarina francesa! ¿Por qué me importunas aconsejándome que la conser­ve en mi compañía?

-Porque hablaba usted de retirarse, y la soledad y el retiro no serán beneficiosos para usted.

-¡Soledad! -repitió él, con irritación-. Es preciso que nos expliquemos. No sé lo que significa la expresión enigmática de tu rostro, pero lo que yo me propongo, sí lo sé. Tú compartirás mi soledad.

Moví negativamente la cabeza. Hacía falta cierto va­lor para manifestar aquella oposición, dado lo excitado que él se encontraba. Interrumpió sus paseos, se detuvo ante mí y me miró. Separé mis ojos de los suyos y los fijé en el fuego, esforzándome en adoptar un aspecto sereno y recogido.

-Ya hemos tropezado con una dificultad de tu tem­peramento -dijo con más calma de la que cabía esperar de su aspecto-. Hasta ahora tu carácter iba devanándo­se suavemente como un carrete de seda, pero yo sabía que alguna vez habríamos de encontrar un nudo… ¡Y ya lo tenemos aquí!

Volvió a pasear, se paró en seguida y me habló acer­cando su boca a mi oído.

-Jane, ¿quieres oír la voz de la razón? ¡Porque, si no, emplearé la violencia!

Su voz, su aspecto, eran los de un hombre que ha lle­gado al límite de lo que puede soportar y está dispuesto a entregarse a cualquier exceso. En otro momento, no hubiera estado en mi mano dominarle. Ahora compren­dí que un movimiento cualquiera, fuese de temor, de repulsión, o de huida, hubiese producido consecuencias irreparables. Yo no le temía. Me sentía fortalecida por una fuerza misteriosa. La situación era expuesta, pero no dejaba de tener cierto atractivo, análogo a la emo­ción que deben experimentar los indios cuando remon­tan una torrentera en sus frágiles canoas. Cogí la mano de Rochester, y le dije, suavemente:

-Siéntese, hable lo que quiera y diga cuanto le plaz­ca, sea razonable o no.

Se sentó, mas no habló inmediatamente. Hasta enton­ces yo había reprimido mis lágrimas, temiendo que le disgustasen, pero ahora no tenía por qué contenerlas. Si le desagradaban, tanto mejor.

Oí su voz diciéndome que no sollozara. Repuse que no me era posible dejar de llorar mientras le viera en aquel estado.

-No estoy furioso contra ti, Jane. Como te quiero mucho no he podido soportar la expresión resuelta y he­lada de tu rostro. Vamos, sécate las lágrimas.

La aumentada dulzura de su voz me hizo comprender que se había tranquilizado. Me tranquilicé, pues, a mi vez. Él trató de apoyar su cabeza sobre mi hombro, pero no se lo permití. Trató de atraerme hacia sí. Me negué.

-Jane, Jane -dijo con tan amarga tristeza que me hizo estremecer hasta el fondo de mi alma-, no me quieres ¿verdad? No deseabas ser mi mujer sino por las ventajas que te traía, ¿eh? Ahora que me consideras im­posible como marido, te repugna mi contacto como el de un sapo o un mono.

Aquellas palabras me hirieron. ¿Qué podía contestar­le? Probablemente lo mejor hubiera sido no decir ni ha­cer nada, pero no pude contener el deseo de calmar su dolor:

-Le quiero -dije- más que nunca. Se lo digo por última vez, porque no puedo permitirme ese senti­miento.

-¡Por última vez, Jane! ¿Es posible que pienses vivir a mi lado, verme a diario y mantenerte siempre fría y distante de mí?

-No, eso no sería posible. Sólo cabe una solución, pero temo enfurecerle si la menciono.

-¡Menciónala! Tú sabes calmar mis exaltaciones. -Mr. Rochester, es preciso que me separe de usted. -¿Por cuánto tiempo? Supongo que por el preciso para peinarte, porque estás desmelenada, y para lavar­te, porque tienes la cara ardiendo.

-Tengo que irme de Thornfield, separarme de usted para siempre, y empezar una nueva vida en otro am­biente y entre otras personas.

-Lo mismo creo, prescindiendo a la locura de alejar­te de mí. Iremos a sitios donde no nos conozcan y serás, de hecho y ante el mundo, mi mujer. Te tendré a mi lado y no me separaré de ti mientras viva. Iremos a algún sitio del sur de Francia; viviremos en una villa blanca, frente al Mediterráneo. Y allí llevaremos una vida hono­rable, segura y feliz. No veas egoísmo en mí, no creas que trato de hacerte mi amante. ¿Por qué mueves la ca­beza, Jane? Debes ser razonable. De lo contrario, vol­veré a ponerme frenético.

Temblaban su voz y sus dedos, las aletas de su nariz se dilataban, sus ojos despedían lumbre. Sin embargo, me atrevía a contestar:

-Su mujer existe, como usted mismo ha reconocido, y si yo viviese con usted en la forma que se indica, no sería más que su amante.

-Jane: no soy un hombre de buen carácter; no soy capaz de soportar mucho; no soy desapasionado y frío. Toca mi pulso.

Me presentó la muñeca. La sangre había huido de sus mejillas y sus labios, lívidos a la sazón,.y parecía afluir en tumulto a sus manos. Hacerle sufrir con una negativa implacable era cruel, tratar de tranquilizarle era imposi­ble, y complacerle, más aún. Hice, pues, lo que todos los seres humanos en tales extremos. Las palabras «¡Dios me ayude!» brotaron, casi voluntariamente, de mis labios.

-¡Qué necio soy! -exclamó Rochester súbitamen­te-. No te he explicado aún las circunstancias en que me uní a esa infernal mujer ni su carácter. Cuando lo sepas todo, Jane, estoy seguro de que concordarás con­migo. Pon tu mano en la mía para sentirme seguro de tu proximidad y en pocas palabras te lo explicaré todo. ¿Me escucharás?

-Le escucharé cuanto quiera, aunque sea varias horas. -Bastan unos minutos. ¿Has oído decir, Jane, que yo no era el primogénito de mi familia, sino que tenía un hermano mayor?

-Mrs. Fairfax me lo dijo una vez.

-¿Y sabes también que mi padre era un hombre ava­ro, sórdido?

-Algo de eso he oído.

-Bien: entonces no te extrañará saber que no quería distribuir sus propiedades dándome una parte a mí. Como, por otro lado, tampoco querría que un hijo suyo fuese un pordiosero, arregló para mí un matrimonio con una mujer rica. Tenía en las Antillas un antiguo amigo: Mason, un plantador de Jamaica. Mi padre sabía que sus posesiones eran muy importantes. Mason tenía un hijo y una hija y dotaba a ésta con treinta mil libras. A mi padre le pareció bastante. Cuando salí del colegio me enviaron a Jamaica. Mi padre no me había hablado de la fortuna de mi futura mujer, pero me había dicho que era la beldad más cortejada de la isla, y en eso no mentía. A mí me pareció una bella mujer, alta, morena, majestuo­sa, por el estilo de Blanche Ingram. Su familia deseaba asegurarme, porque yo pertenecía a una casta ilustre, y lo consiguieron. Me invitaban, me hacían ver a Bertha Mason en reuniones en las que descollaba por sus es­pléndidos atavíos. Raras veces hablábamos a solas. Ber­tha me lisonjeaba todo lo que podía. Cuantos hombres giraban en torno suyo la admiraban a ella y me envidia­ban a mí. Excitado por su atractivo, inexperto como era entonces, pensé estar enamorado de ella. Las estúpidas rivalidades juveniles, la ceguera de la poca edad, son lo que más influye en estos casos. Su familia me alentaba, los competidores que tenía aguijoneaban mi amor pro­pio, y, en resumen, me casé con ella sin conocerla casi. ¡Cuánto me desprecio a mí mismo al pensarlo! Yo no la amaba, ignoraba si era virtuosa o no, no había apreciado en su carácter ni bondad, ni modestia, ni candor, ni deli­cadeza… ¡y, sin embargo, me casé! ¡Oh, qué estúpido fui!

»No había visto nunca a la madre de mi novia, y la creía muerta. Cuando transcurrió la luna de miel, com­prendí mi error: mi suegra estaba loca, en un manico­mio. Mi mujer tenía un hermano menor completamente idiota. El mayor es el que conoces, y a quien no puedo odiar, aunque abomine de toda su casta, porque en su débil cerebro hay algunos elementos afectuosos, que prueba con su cariño a su hermana y con la adhesión, casi de perro leal, que siente hacia mí. No obstante, pro­bablemente acabará perdiendo la razón por completo. Mi padre y mi hermano Rowland conocían todo esto, pero no pensaron más que en las treinta mil libras y se pusieron de acuerdo para hacerme contraer aquel matri­monio.

»Aun descubiertas estas cosas, yo, pese a la oculta­ción que representaban, no había reprochado nada a mi mujer. Pero su carácter era absolutamente opuesto al mío, sus gustos discrepantes de los que yo tenía. Su mentalidad baja, vulgar, mezquina, era incapaz de comprender nada grande. Pronto encontré imposible pasar una velada, ni siquiera una hora, a su lado y sentirme a gusto. Entre nosotros no cabía una conversación agra­dable. A cuanto yo hablaba respondía con contestacio­nes groseras y chabacanas, perversas y estúpidas. Ningún criado paraba en la casa, porque no podían soportar los arrebatos de mal carácter de mi mujer, sus abusos ni sus órdenes absurdas y contradictorias. Con todo, yo de­voraba mi disgusto, procurando ocultar la antipatía que ella me inspiraba.

»No quiero disgustarte con detalles odiosos, Jane; vale más resumir. Viví con esa mujer más de cuatro años y en tal lapso su perverso carácter y sus malas inclinacio­nes se desarrollaron con increíble rapidez. Bertha Ma­son, digna hija de una madre degenerada, me hizo sufrir todas las torturas, todas las agonías que cabía esperar de su temperamento inmoderado y vicioso.

»Mi hermano había muerto entre tanto y, al final de aquellos cuatro años, mi padre murió también. Yo era rico, aunque espiritualmente pobre, puesto que sufría la odiosa miseria de soportar la compañía del ser más de­gradado y abominable que conociera jamás, y que era mi esposa ante la ley. Ni siquiera podía librarme de ella por procedimientos legales, porque los médicos acaba­ban de descubrir que estaba loca. Sus excesos habían acelerado su insania… Pero veo, Jane, que mi narración te deprime. ¿Prefieres que la terminemos otro día?

-No, terminemos ahora. Me da usted mucha lástima. -Algunas personas, Jane, consideran ofensivo que les tengan lástima, porque cierta clase de compasión -la que experimentan los corazones endurecidos y egoístas- es una híbrida mezcla de disgusto por lo que les disgusta y de satisfacción por el mal ajeno. Pero tu piedad no es de esa especie: lo siento en la expresión de tus ojos, en el temblor de tus manos, en los latidos de tu corazón. Tu compasión hacia mí, querida, es hija de tu amor y la acepto con los brazos abiertos.

-Continúe. ¿Qué hizo usted cuando supo que su mu­jer estaba loca?

-Me hallaba al borde de la desesperación. A los ojos del mundo yo estaba evidentemente cubierto de desho­nor, pero resolví absolverme ante mí mismo rompiendo todo lazo con ella. La sociedad unía mi nombre al suyo, yo la veía a diario, respiraba el aire que su aliento conta­minaba y, además, era su esposo -lo que me resultaba más odioso que nada- y sabía que mientras viviera, no podría unirme a una mujer mejor que ella. Tenía cinco años más que yo -su familia me había ocultado ese de­talle-, pero físicamente estaba tan robusta como men­talmente enferma. De modo que, a los veintiséis años de edad, yo era un hombre desesperado.

»Una noche me despertaron sus aullidos. (Desde que fuera declarada loca la teníamos encerrada, naturalmen­te.) Era una bochornosa noche antillana, y se sentía en el ambiente caliginoso la proximidad de un huracán. No pudiendo dormir, me levanté y abrí la ventana. El aire tormentoso olía a azufre. Infinitos mosquitos invadieron mi cuarto. Se oía el rumor del mar como un terremoto, negras nubes cubrían el cielo y la luna, roja y enorme como una ardiente bala de cañón, se reflejaba en las olas. El ambiente y la atmósfera pesada influían en mi ánimo. En mis oídos sonaban los gritos de la perturba­da. Súbitamente la oí pronunciar mi nombre con demo­níaco acento de odio y percibí su abominable lenguaje. Aunque dormía dos cuartos más allá del mío, el estilo de construcción de las casas de aquel país no permitía aho­gar sus aullidos de loba.

»Pensé que aquella vida era un infierno y aquellos gri­tos los lamentos terroríficos de los condenados. Tengo derecho a librarme de esto, si puedo -reflexioné-. Y sin duda me libraré si abandono mi carne mortal. No temo a los castigos del más allá, porque no pueden ser más horribles que los que sufro aquí. ¡Rompamos la ca­dena y entreguémonos en manos de Dios!

»Y pensando así, abrí un baúl que contenía un par de pistolas con el propósito de suicidarme. Pero mi intención sólo duró un momento, porque la crisis de desesperación que la había originado se disipó al cabo de un segundo.

»Entretanto un fresco aire que soplaba de Occidente agitó el mar. Estalló la tormenta, tronó y relampagueó copiosamente y después el cielo quedó despejado. Paseé balo los naranjos del humedecido jardín, entre los ana­nás y los granados. El alba refulgente de los trópicos apuntaba ya cuando en mi cerebro surgía la resolución acertada, acertada sin duda porque me la dictaba la su­prema sabiduría.

»El dulce viento de Europa soplaba aún sobre las ho­jas frescas por la lluvia y el Atlántico tronaba en la playa. Mi corazón se expandió, mi alma se sintió rena­cer. Veía revivir mi esperanza y creía posible la regene­ración. Desde un arco florido del jardín, miré al mar, más azul aún que el cielo. Más allá estaba el Viejo Mun­do y en él se me abrían las perspectivas más claras…

»»Vete a vivir a Europa -dijo mi esperanza-. Allí nadie conoce la carga ominosa que pesa sobre ti. Puedes llevar contigo a la loca y confinarla en Thornfield con las debidas precauciones. Y tú viajarás como y por donde quieras, viviendo según te plazca. Esa mujer que ha em­pañado tu nombre, ultrajado tu honor, marchitado tu juventud, no es ya tu esposa, ni tú su marido. Haz que la cuiden como su estado lo aconseja y habrás cumplido cuanto Dios y los hombres te pueden exigir. Olvida su identidad y su relación contigo.»

»Seguí esa sugestión. Mi padre y mi hermano no ha­bían hablado de mi casamiento, porque yo se lo había pedido así en mi primera carta después de casarme, cuando comencé a comprender las consecuencias de aquella unión y a adivinar el abominable porvenir que se me presentaba. Informado de la infame conducta de su nuera, mi padre se apresuró a ocultar cuidadosamente mi matrimonio.

»La traje, pues, a Inglaterra. El viaje, con tal mons­truo en el buque, fue lo horrible que puedes suponer. Me sentí satisfecho cuando la vi instalada en ese cuarto interior del tercer piso, que ella, de diez años a esta par­te, ha convertido en el cubil de una fiera, en la guarida de un demonio. Me fue difícil encontrar quien la aten­diese, asegurándome a la vez de su silencio, porque la loca tiene intervalos de lucidez, que dedica a difamar­me. Al fin encontré a Grace Poole, empleada en el asilo de Grimsby. Ella y el médico Carter, el que curó a Ma­son la noche en que a éste le mordió su hermana, son los únicos que conocen mi secreto. Mrs. Fairfax debe de haber sospechado algo, pero no ha podido averiguar los hechos concretamente. Grace ha probado ser una buena guardiana, aunque en ocasiones ha tenido descuidos, como el que produjo el incendio de mi cuarto. La loca es a la vez maligna y astuta y jamás deja de aprovechar los descuidos de su celadora. Una vez logró esconder el cu­chillo con que agredió a su hermano y por dos veces consiguió coger la llave de su celda. La primera quemó mi cama, la segunda entró como un fantasma en tu alco­ba. Doy gracias a la Providencia, que hizo que la demen­te descargase su furia en tu velo de boda, porque Dios sabe lo que pudo haber ocurrido. Cuando pienso en cómo saltó sobre mí esta mañana y me acuerdo de que estuvo en tu habitación, se me hiela la sangre.

-¿Y qué hizo usted una vez que la hubo dejado aquí? -Me convertí en una especie de judío errante. Reco­rrí todo el continente. Mi propósito era encontrar una mujer inteligente y buena a la que pudiese amar, algo muy distinto de la furia de Thornfield.

-Pero no podía casarse con ella.

-Estaba convencido de que podía y debía. Mi inten­ción primitiva no era ocultar la situación, como te la he ocultado a ti. Me proponía contar francamente mi histo­ria, pues me parecía palmario que tenía derecho a amar y a ser amado. Estaba seguro de que no dejaría de en­contrar una mujer capaz de comprender mi situación y aceptarla, a pesar de la carga que pesaba sobre mí.

-¿Y entonces?

-Cuando te pones inquisitiva, Jane, me haces son­reír. Abres los ojos como un pájaro anhelante y realizas de vez en cuando algún pequeño movimiento, como si no te satisficiera lo que oyes. Antes de continuar, dime lo que quieres indicar con tus: «¿Y entonces?» Es una muletilla muy frecuente en ti.

-Quiero decir: «¿Qué más?» «¿Qué ocurrió des­pués?»

-Ya. ¿Y qué quieres saber?

-Si encontró una mujer que le gustase, si le propuso casarse y si aceptó.

-Durante diez años erré de una capital a otra. Estu­ve en San Petersburgo, más frecuentemente en París, al­guna vez en Roma, Nápoles y Florencia. Poseía dinero, ostentaba un nombre distinguido y ningún círculo se me cerraba. Busqué mi ideal femenino entre las damas in­glesas, las condesas francesas, las signoras italianas y las alemanas gräfinen. Nunca hallé lo que buscaba. Alguna vez creía encontrarlo a través de una mirada, de un ade­mán, de un acento apasionado, pero pronto caía en la decepción. No imagines que buscaba un ideal perfecto de cuerpo y de alma. No buscaba sino una mujer que fuese la antípoda de Bertha Mason. Entre cuantas cono­cí no hallé ninguna que me decidiera a pedirla en matri­monio. Desilusionado, me entregué a la disipación, aun­que no al libertinaje, porque esto lo odiaba y lo odio. ¡Y además era el tributo característico de mi Mesalina antillana! Bastaba que fuese así para que lo aborreciese.

»No pudiendo vivir solo, me busqué amantes. La pri­mera fue Céline Varens. Ya sabes lo que sucedió con ella. La siguieron otras dos: Giacinta, que era italiana, y Clara, alemana, ambas consideradas como beldades. ¿De qué me sirvió su belleza? Giacinta era ineducada y violenta y me hartó a los tres meses. Clara era honrada y tranquila, pero de corta inteligencia y escasa sensibili­dad. No congeniábamos. Así que preferí darle una cantidad que le permitiera vivir honorablemente y me libré de ella. Veo por tu cara, Jane, que no formas buena opinión de mí. Me consideras un hombre sin principios ni sentimientos, ¿no?

-Desde luego, le juzgo peor de lo que antes solía juzgarle. ¿No le parece indigno vivir así, unas veces con una amante y otras con otra? Usted habla de ello como de una cosa sin importancia.

-No me agradaba aquella vida. Tener una amante es lo más parecido a tener una esclava: ambas, por natura­leza, son seres inferiores, y vivir íntimamente con infe­riores es degradante. Ahora recuerdo con disgusto el tiempo que pasé con Céline, Giacinta y Clara.

Comprendí que las palabras de Rochester eran since­ras, pero con todo, no podía sustraerme a la sensación de que, deseando él en cierto sentido hacerme sucesora de aquellas muchachas, podía llegar a experimentar por mí el mismo sentimiento de disgusto que ahora manifes­taba hacia ellas. Guardé esto en mi corazón, porque po­día serme útil en el momento crítico.

-¿Cómo no dices ahora «¿Y entonces?», Jane? Veo que me repruebas. Pero vamos al final. En enero pa­sado, libre de mi última amante, con el corazón amarga­do y endurecido como consecuencia de una vida estéril y solitaria, muy mal dispuesto contra todos los hombres, y comenzando a considerar la posibilidad de hallar una mujer inteligente, fiel y cariñosa como una fantasía, vol­vía a Inglaterra, adonde me llamaban mis asuntos. »En una helada tarde de invierno avisté Thornfield Hall, el aborrecido lugar en que no esperaba hallar satis­facción ni placer algunos. En el camino de Hay vi una figurilla sentada. No presentí que iba a convertirse en árbitro de mi vida, para bien o para mal. No, no lo sabía cuando, al caer Mesrour, ella, gravemente, me ofreció su ayuda. ¡Qué infantilidad! Me pareció como si un jil­guero hubiese aparecido a mis pies ofreciéndome llevar­me en sus débiles alas. Sin embargo, aquella criatura insistió en su ofrecimiento, hablando con una especie de autoridad. Sin duda estaba escrito que yo recibiese ayu­da de aquella mano, y la recibí.

»Cuando me hube apoyado en su frágil hombro sentí una insólita impresión de alivio. Me agradó saber que aquel duendecillo no iba a desvanecerse bajo mi mano, sino que iría a mi propia casa. Te sentí volver aquella noche, aunque tú ignorases que pensaba en ti y espiaba tu regreso. Al día siguiente te estuve observando duran­te media hora mientras jugabas con Adèle en la galería. Recuerdo que hacía mal tiempo y no podíais salir al aire libre. Yo estaba en mi habitación con la puerta entorna­da, y te veía y oía. Noté, pequeña Jane, lo paciente y bondadosa que eras con Adèle. Cuando la niña se fue, quedaste en la galería y te vi contemplar por las venta­nas la nieve que caía y escuchar el fragor del viento. Tenías una expresión soñadora, tus ojos brillaban y de todo tu aspecto trascendía una dulce excitación. Todo en ti revelaba que sentías cantar en tu interior las músi­cas de la juventud y de la esperanza… La voz de Mrs. Fairfax llamando a un criado te arrancó de tu medita­ción y ¡de qué modo sonreíste! Tu sonrisa parecía decir: «Mis sueños son muy bellos, pero es necesario que re­cuerde que no son reales. En mi alma hay un cielo corri­do y un florido Edén, pero sé bien que en la realidad debo pisar un duro suelo y soportar el embate de las tempestades que me asaltan.» Bajaste las escaleras y pediste a Mrs. Fairfax que te diera algo que hacer: las cuentas de la casa, o cosa parecida. Me disgusté que de­saparecieras de ante mi vista.

»Esperé con impaciencia que llegara la noche para mandar que fueras a mi presencia. Me parecía que tu carácter era distinto al corriente y para comprobarlo de­seaba conocerlo mejor. Entraste en el salón con un aire a la vez modesto y seguro. Ibas humildemente vestida, como ahora… Encontré tu conversación original y llena de contrastes. Tus modales eran algo cohibidos, parecías desconfiada, mostrabas un temperamento exquisito por naturaleza, pero no acostumbrado a la convivencia so­cial. Estabas como temerosa de cometer algún descuido, pero tu mirada era penetrante y enérgica, y tus respues­tas fáciles y prontas. Noté que te acostumbrabas en se­guida a mí, y que existía una simpatía entre tú y tu mal­humorado patrón. No mostrabas enojo ni sorpresa por mis salidas de tono y me contemplabas sonriendo de cuando en cuando con una gracia a la vez profunda y sencilla que no acierto a describir. Me sentí contento y animado y decidí seguir tratándote. Sin embargo, du­rante mucho tiempo me mantuve distante de ti y te vi pocas veces. Como un epicúreo deseaba experimentar el placer de tu trato con más intensidad haciéndolo poco frecuente. Tenía, además, el temor de que, si manosea­ba demasiado la flor, sus pétalos se ajaran, su dulce lo­zanía se desvaneciera. Ignoraba que no se trataba de una lozanía momentánea, como la de una flor, sino de un brillo permanente, como el de una piedra preciosa. Además, deseaba ver si, no buscándote, procurabas buscarme tú. Pero no: cuando pasabas a mi lado me de­mostrabas tan poco interés como era compatible con el respeto. Tu expresión habitual en aquellos días era pen­sativa. No te hallabas abatida, porque no estabas enfer­ma; ni optimista, porque tenías muy pocas esperanzas y ninguna satisfacción. Yo quería saber lo que pensabas de mí -y ante todo si pensabas en mí- y pronto averi­güé que no me engañaba por la alegría de tu mirada y hasta por tus modales cuando conversabas conmigo. Me concedí el placer de ser estimado por ti, y en breve apre­cié que a la estimación seguía tu emoción en mi presen­cia. Tu rostro se suavizaba, se dulcificaba tu acento; mi nombre, pronunciado por tus labios, tomaba sonidos agradables. Me mirabas dudosa, sin saber la causa de que desempeñara ante ti el papel de amigo afectuoso. Cada vez que te tendía la mano, tal rubor y tal expresión de felicidad acudían a tus juveniles facciones que había de hacer verdaderos esfuerzos para no estrecharte con­tra mi corazón.

-¡No me hable de aquellos días! -interrumpí, enju­gando algunas furtivas lágrimas.

Sus palabras me atormentaban. Yo sabía lo que había de hacer sin pérdida de tiempo, y tales recuerdos servían sólo para convertir en más difícil lo que era inevitable realizar.

-Cierto -contestó él-. ¿Para qué evocar el pasado cuando el presente es mucho más seguro y el porvenir mucho más luminoso?

Me estremecí al oír aquella frase.

-¿Comprendes mi caso ahora? -continuó-. Tras una juventud y una madurez pasadas, mitad en una infi­nita miseria y mitad en una soledad infinita, daba, por primera vez, con alguien digno de mi amor, te encontra­ba a ti. Te consideré mi ángel bueno y un amor ferviente y profundo brotó de mi corazón. Resolví consagrarte mi vida y hacerte arder en la propia y pura llama que me devoraba a mí.

»Por eso quise casarme contigo. Decirme que ya ten­go una esposa es gastarme una burla cruel, porque lo que tengo, en realidad, es un abominable demonio. Hice mal tratando de ocultarte su existencia, pero lo hice porque conocía tus prejuicios y deseaba tenerte se­gura antes de aventurarme a tales confidencias. Reco­nozco que fui cobarde, porque debí haber apelado desde el principio a tu magnanimidad y a tu comprensión como lo hago ahora, describirte las torturas de mi vida, comunicarte, no mi resolución, porque ésta no es la palabra adecuada, sino mi inclinación a quererte fiel y honrada­mente, esperando ser correspondido por ti del mismo modo. Sólo después de hablarte francamente debía ha­berte prometido mi fidelidad y pedido la tuya. Pues que lo hago ahora, prométeme tú ahora serme fiel, Jane. Calló. Luego dijo: -¿Por qué no hablas?

La prueba que yo sufría era terrible. Una mano de hierro desgarraba mi alma. ¡Oh, qué tremendo momen­to, qué esfuerzo, qué lucha conmigo misma! Ninguna mujer había sido más amada que yo lo era, yo idolatraba a quien me amaba así, y era preciso renunciar al amor de mi ídolo… Porque mi deber, mi insoportable deber esta­ba bien claro: debía partir.

-¿Has entendido lo que deseo de ti, Jane? Sólo esta promesa: «Seré tuya, Edward».

-No seré suya, Mr. Rochester. Siguió otro largo silencio.

-Jane -comenzó él, en un tono que me intimidó, porque recordaba el rugido de un león-, ¿quieres decir que te propones seguir un camino distinto al mío? -Sí.

-¿Y ahora, Jane? -dijo, inclinándose hacia mí y abrazándome.

-También.

-¿Y ahora? -dijo, besando dulcemente mi frente y mis mejillas.

-También -repuse, librándome de sus brazos. -¡Oh, Jane, esto es doloroso, es inicuo!

-No hay más remedio.

Bajo sus cejas brilló una terrible mirada. Se incorpo­ró, pero logró dominarse. Me apoyé en una silla para no caer. Estaba espantada, temblorosa, pero no por ello menos decidida.

-Un instante, Jane. Piensa en lo que será mi horrible vida cuando te hayas ido. Contigo se irá toda mi felici­dad. ¿Qué me quedará? ¡Esa loca de ahí arriba! ¡Como si me quedara un cadáver en el cementerio! ¿Qué haré? ¿Dónde hallaré compañía y consuelo?

-Donde yo. En Dios y en usted mismo. Confíe en que volveremos a encontrarnos en el cielo.

-¿No quieres ayudarme? -No.

-¿Me condenas a vivir miserablemente y a morir maldito? -exclamó, alzando la voz.

-Le aconsejo que viva librándose de pecar y le deseo que muera en paz.

-¿Me privas del amor puro? ¿Me obligas a que caiga en la pasión y en el vicio?

-No hago con usted más que lo que hago conmigo misma. Todos hemos nacido para sufrir; soportemos el sufrimiento. Antes me olvidará usted a mí que yo a usted.

-Veo que me consideras un embustero. Te digo que me será imposible cambiar y tú me dices que cambiaré muy pronto. ¡Qué error en tus juicios y cuánta perversi­dad en tus ideas acredita tu conducta! Para ti vale más sumir en la desesperación a un ser humano que transgre­dir una ley meramente convencional sin perjudicar a na­die. ¡Porque no tienes amigos ni parientes que puedan juzgarte mal si vives conmigo!

Esto era cierto, y al oírle mi conciencia y mi razón se rebelaron contra mí, calificando de crimen mi resistencia a escucharle. El sentimiento murmuraba en mi interior: «Piensa en su miseria, piensa en los riesgos a que le expo­nes abandonándole, piensa en su desesperación. Sálvale, pues, ámale y dile que le amas. ¿Quién se preocupa de ti en el mundo? ¿Quién te pedirá cuenta de tus acciones?»

La réplica fue inmediata: «Yo me preocupo de mí. Cuanto más sola, con menos amigos y más abandonada me encuentre, más debo cuidar de mi decoro. Respetaré la ley dada por Dios y sancionada por los hombres. Se­guiré los principios que me fueron inculcados cuando estaba en mi plena razón y no loca, como ahora me sien­to. Las leyes y los principios no son para observarlos cuando no se presenta la ocasión de romperlos, sino para acordarse de ellos en los momentos de prueba, cuando el cuerpo y el alma se sublevan contra sus rigo­res. La ley y los principios tienen un valor, como siem­pre he creído, excepto ahora, que estoy perturbada (lo estoy puesto que por mis venas corre fuego y mi corazón late de un modo tal, que no puedo contener sus latidos). No debo moverme en otro terreno, sino en el seguro de los conceptos admitidos como buenos, en el de las deter­minaciones previstas para casos como éste. Desenvolvá­monos, pues, en él.»

Y lo hice. Rochester lo leyó en mi rostro y su furia desbordó. Asió mi brazo, me cogió por la cintura y me contempló con centelleantes ojos. Desde el punto de vis­ta físico, me sentía impotente, pero me quedaba el alma y ésta tiene, muchas veces, sin darse cuenta, un intérpre­te en la mirada. Le miré, pues, a la enfurecida faz e involuntariamente suspiré.

-Nunca he visto -rugió él, rechinando los dientes­nada a la vez tan frágil y tan indómito. En mis manos es como una caña que puedo romper con los dedos. Pero ¿qué gano con quebrarla, con aniquilarla? Ahí está su mirada, su mirada resuelta, libre, feroz, triunfante. Con su envoltura carnal puedo hacer lo que quiera, pero lo que habita en ella escapará siempre a mi voluntad. Y es su alma, su alma enérgica y pura, lo que yo deseo de ella, no sólo su cuerpo. Y esa alma puede venir a mí, apretarse contra mi pecho, emanar de ella como un aro­ma… ¡Ven, Jane, ven!

Y hablando así, me soltó y se limitó a mirarme. Yo había triunfado de su furor; bien podía, pues, triunfar de su tristeza. Me dirigí a la puerta.

-¿Te vas, Jane? -Me voy.

-¿Me abandonas? -Sí.

-¿No volverás más a consolarme? Mi amor, mi do­lor, mi frenético ruego, ¿no son nada para ti?

Qué infinito sentimiento había en su voz! ¡Y qué amargo era tener que repetirle firmemente!:

-Me voy. -¡Jane! -Mr. Rochester.

-Vete, vete si quieres, pero recuerda la angustia en que me dejas. Vete a tu cuarto, medita en cuanto te he dicho, piensa en lo que sufro, piensa en mí, Jane.

Y se dejó caer sobre un sofá, con el rostro entre las manos.

-¡Oh, Jane, mi esperanza, mi amor, mi vida! -gimió desoladamente, dejando escapar un profundo sollozo. Yo estaba casi en la puerta, pero me volví tan decidi­da como antes me había alejado. Me arrodillé junto a él, volví su rostro hacia mí, le besé en la mejilla y acaricié su cabello.

-Dios le bendiga -dije-. Dios le libre de mal, Dios le pague todo lo bueno que ha sido conmigo.

-El amor de mi Jane era mi última esperanza -dijo- y sin ella mi corazón se destrozará. Pero Jane me dará aún su amor, su amor noble y generoso.

La sangre afluyó a su rostro, sus ojos volvieron a cen­tellear. Se incorporó y trató de abrazarme. Pero pude eludirle y salí de la estancia.

-¡Adiós! -gimió desesperadamente mi corazón al abandonarle-. ¡Adiós para siempre!

No creía poder dormir aquella noche, pero apenas me acosté me acometió una pesadilla. Me sentí transporta­da a la niñez y soñé en el cuarto rojo de Gateshead. Era una noche oscura y mi mente sentía extraños terrores. La luz que, vista tantos años atrás, me asustara hasta el punto de hacerme desmayar, reaparecía en mi sueño, escalaba los muros y se detenía, temblorosa, en el centro del oscuro artesonado del techo. Alcé la cabeza para mirarla y el techo se convirtió en un mar de altas y som­brías nubes. Luego entre ellas apareció la luna. Yo la contemplaba como si en su disco hubiese de aparecer grabada alguna sentencia que me concerniese. La luna penetró a través de las nubes, descendiendo más cada vez, mientras una mano misteriosa parecía apartar los sombríos vapores. Después ya no era la luna, sino una blanca faz humana la que me miraba. Aquella faz me habló, habló a mi alma, y aunque su voz sonaba incon­mensurablemente remota, yo la sentía cuchichear en mi corazón.

-Hija mía, huye de la tentación. -Lo haré, madre.

Tal fue la respuesta que di al despertar de mi sueño. Era de noche aún, pero las noches de julio son cortas. No mucho más tarde de medianoche comenzó a albo­rear. «Es hora de comenzar lo que debo hacer», pensé. Me levanté. Me había acostado vestida, sin quitarme más que los zapatos. Busqué en los cajones alguna ropa blanca. Hallé un collarcito de perlas que Rochester me había obligado a aceptar días antes. Dejé aparte aquel recuerdo de mis fantásticas bodas: no era mío. Con lo demás hice un paquete, guardé en el bolsillo los únicos veinte chelines que poseía, me coloqué mi gorrito y mi chal, cogí el paquete y las zapatillas para andar por la casa sin ruido, y salí cautelosamente del cuarto.

-Adiós, amable Mrs. Fairfax -murmuré cuando pa­saba ante la puerta de su cuarto-. ¡Adiós, querida Adèle! -añadí lanzando una mirada a su alcobita.

Era imposible pensar en entrar y abrazarla. Me pro­ponía pasar ante el cuarto de Rochester sin pararme, pero mi corazón detuvo allí sus latidos y mis pies hubie­ron de detenerse también. Rochester no dormía. Le sentí pasear por su alcoba, suspirando de vez en cuando. ¡Y pensar que en aquella habitación se encerraba el cie­lo para mí! Yo podía haber entrado y decirle: «Edward: te amo y quiero vivir contigo para siempre.» ¡Qué bello hubiera sido!

Aquel hombre insomne esperaba sin duda con impa­ciencia la mañana. Cuando me enviase a buscar, no me encontraría. Se sentiría despreciado, rechazado su amor, sufriría, se desesperaría quizá… Mi mano avanzó hacia el picaporte. Pero me contuve y descendí apresu­radamente las escaleras.

Busqué en la cocina la llave de la puerta trasera, y la engrasé con aceite. Comí pan y bebí agua, porque acaso necesitaría caminar largo tiempo. Lo hice todo sin ruido alguno. Abrí y volví a cerrar suavemente. Sobre el patio se extendía la opaca claridad del todavía lejano amane­cer. Las verjas estaban cerradas, pero tenían un postigo cerrado simplemente con un picaporte. Pasé el postigo y me hallé fuera de Thornfield.

A campo traviesa alcancé, una milla más allá, una ca­rretera que seguía la dirección contraria a Millcote. Mu­chas veces la había visto, pero nunca la recorrí, e ignora­ba a dónde conducía. No reflexionaba en nada, no mira­ba hacia atrás, no pensaba en el pasado ni en lo futuro. El pasado parecíame una página tan divinamente dulce que leer una sola línea de ella hubiera quebrantado mi resolución. Y el porvenir era una página en blanco, como el mundo después del diluvio.

Recorrí campos, senderos y setos hasta después de sa­lir el sol. Creo que hacía una hermosa mañana de vera­no. Mis zapatos estaban húmedos de rocío. Pero yo no reparaba en el sol naciente, ni el límpido cielo, ni en la naturaleza que despertaba. Quien a través de un bello panorama se dirige al cadalso, no repara en las flores que sonríen en su camino, sino en el patíbulo y la tumba que le esperan. Yo, pues, pensaba en mi situación, de fugitiva sin hogar, y -¡oh, con qué angustia!- en lo que dejaba atrás. Creía a Rochester en su cuarto, con­templando salir el sol, esperando que yo apareciese para decirle que me quedaba a su lado… Hasta estudié la posibilidad de regresar. No era demasiado tarde: aún podía ahorrarle aquella amargura. Mi fuga no debía ha­ber sido descubierta. Podía volver sobre mis pasos, con­solarle, librarle de su miseria moral, acaso de su ruina… El pensamiento de su soledad me angustiaba más que la mía propia. Comenzaban a cantar los pájaros en las ra­mas: los pájaros, fieles a sus parejas, símbolo del amor… Dentro de mi corazón herido, me aborrecía a mí misma. Ninguna satisfacción encontraba en la idea de que había procedido correctamente para salvar mi deco­ro. Había herido y dañado a mi querido dueño… Me consideré odiosa a mis propios ojos. Sin embargo, no desanduve lo andado. Lloraba incansablemente mien­tras seguía mi solitario camino. A poco me hundí en una especie de delirio. Una progresiva debilidad invadió mis miembros, me sentí desvanecer y caí. Permanecí tendida algunos minutos, con el rostro contra la hierba. Sentí el temor -o la esperanza- de morir allí, pero al fin me puse en pie y continué mi marcha, más firmemente re­suelta que nunca a alcanzar el lejano camino.

Cuando llegué a él hube de sentarme, fatigada, en la cuneta. Sentí ruido de ruedas y vi aproximarse una diligen­cia. Levanté la mano; paró. Pregunté al cochero adónde se dirigía. Me dio el nombre de un lugar muy lejano, en el que yo sabía que Rochester no tenía relaciones. Pregunté cuánto me cobraba por llevarme allí, y repuso que treinta chelines. Contesté que no poseía más de veinte y accedió a transportarme durante un trayecto proporcionado a la suma. Entré en el coche vacío, el cochero cerró la porte­zuela y el vehículo se puso en marcha.

Amable lector: ¡ojalá no sientas nunca lo que yo sentí entonces! ¡Ojalá no llores nunca las ardientes y tumul­tuosas lágrimas que yo lloré en aquella ocasión! ¡Ojalá no eleves nunca al cielo una plegaria tan desesperada y angustiosa como la que entonces brotó de mis labios! ¡Ojalá no te veas nunca en el caso de ser instrumento del dolor de aquel a quien amas, como me sucedía a mí!

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