Readme

Capítulo 29

Jane Eyre – Charlotte Brontë

El recuerdo de lo que sucedió durante los tres días y tres noches siguientes permanece muy oscuro en mi me­moria. Apenas me acuerdo de nada, porque nada hacía, ni en casi nada pensaba. Sé que estaba en un cuarto pe­queño y en una cama estrecha. Permanecía en ella in­móvil como una piedra, sin poderme volver siquiera y sin apenas reparar en el transcurso del tiempo. Notaba que entraban y salían personas en la alcoba, podía decir quiénes eran y oía lo que me hablaban, pero no podía contestarles, porque me era imposible abrir los labios ni mover los miembros. Hannah, la criada, era quien me visitaba con más frecuencia. Su presencia me disgustaba comprendiendo que ella habría preferido verme mar­char y que sentía prevención contra mí. Diana y Mary entraban en la alcoba una o dos veces al día. A veces les oía comentar:

-Hicimos bien en acogerla.

-Sí, porque de lo contrario hubiese aparecido muer­ta en el umbral al día siguiente. ¿Qué le habrá sucedido? -Azares de la vida, supongo… ¡Pobrecita!

-No parece una persona ineducada. Habla con co­rrección y las ropas que se quitó eran bastante finas. -Su cara es agradable, a pesar de lo demacrada que está. Imagino que, sana y animada, debe tener un aspec­to muy agradable.

Nunca les oí lamentar la hospitalidad que me conce­dían ni expresar hacia mí sospecha alguna. Aquello me consolaba.

John apareció sólo una vez, me examinó y dijo que mi estado era la consecuencia natural de una excesiva fati­ga. Juzgó innecesario llamar al médico, asegurando que la naturaleza obraría por sí misma; que había sufrido un fuerte trastorno nervioso y que en cuanto reaccionase me repondría muy de prisa. Habló en términos concisos, añadiendo, tras una pausa, con tono de hombre poco acostumbrado a expansiones verbales:

-Su semblante es poco vulgar y por cierto no el de un ser degradado.

-Nada de eso -dijo Diana-. A decir verdad, John, quisiera que pudiésemos favorecerla de un modo más eficiente.

-Eso quizá sea difícil -repuso él-. Probablemente averiguaremos que es una joven que ha tenido alguna riña con sus parientes e irreflexivamente les ha abando­nado. Tal vez consigamos hacerla volver con ellos, si no es muy obstinada. Mas por la expresión de su rostro me parece que no debe de tener nada de dócil -y agregó, tras contemplarme unos minutos-: Debe de ser inteli­gente, pero no tiene nada de guapa.

-Está enferma, John.

-Enferma o no, no debe de ser guapa nunca. La gra­cia y la belleza me parecen ausentes de sus facciones. Al tercer día me sentí mejor y al cuarto pude hablar, moverme y hasta sentarme en la cama. Hannah me trajo, a la hora de comer, una sopa y unas tostadas, que paladeé con deleite. Cuando se fue me sentí relativa­mente vigorosa, harta de descanso y necesitada de ac­ción. Hubiese querido levantarme, pero ¿cómo vestir­me? Mis ropas debían de estar sucias y arrugadas como consecuencia de las noches al raso.

Miré en torno mío. Todas mis prendas, lavadas y se­cas, estaban en una silla. Mi vestido de seda negra colga­ba de la pared. Mis medias y mis zapatos estaban lim­pios. En la habitación había lavabo y un peine. Me arre­glé rápidamente, me vestí, me cubrí con un chal y, ya recobrado mi aspecto correcto y desaparecida toda traza del desorden que tanto aborrecía y tan rebajada me ha­cía sentirme, bajé, apoyándome en el pasamanos, una escalera de piedra, y me encontré en la cocina.

Sentíase un fuerte aroma a pan caliente y ardía en el hogar un espléndido fuego. Hannah estaba amasando. Como es notorio, los prejuicios son más difíciles de de­sarraigar en las naturalezas no cultivadas, en las que se afincan como el musgo entre las piedras. Hannah, desde el principio, había obrado fría y secamente conmigo. Después había amainado un tanto su antipatía. Y ahora, al verme arreglada y bien vestida, incluso me sonrió.

-¡Vaya, ya está usted mejor! -dijo-. Siéntese jun­to al fuego, si quiere.

Señalaba la mecedora. Me acomodé en ella. De vez en cuando me examinaba a hurtadillas. De repente, me preguntó:

-Antes de estar aquí, ¿pedía limosna?

Me indigné, pero comprendiendo que toda actitud es­taba completamente fuera de lugar, ya que, en efecto, había aparecido ante ella como una pordiosera, repuse con firmeza, sin alterarme:

-Se engaña suponiéndome una mendiga. No lo soy más que lo pueda ser usted o una de sus señoritas. -No lo comprendo -dijo, después de una pausa-, porque me parece que no tiene usted casa ni parneses. -El carecer de casa y de dinero, que es lo que supon­go que quiere indicar diciendo parneses, no hacen a una persona ser una mendiga en el sentido que da usted a la palabra.

-¿Sabe usted leer? -preguntó. -Sí.

-¿Y cómo, no habiendo estado en la escuela? -He estado en la escuela ocho años.

Abrió los ojos desmesuradamente.

-Y entonces, ¿cómo no gana usted para vivir? -He ganado para vivir y volveré a ganar de nuevo. ¿Qué va a hacer usted con estas uvas?

-Pastelillos.

-Iré escogiendo las uvas, si quiere. -No. No me hace falta que me ayuden. -Vamos, déjeme. No voy a estar sin hacer nada. Consintió al fin y me puso un paño de cocina sobre el vestido para que no me lo ensuciase, según dijo.

-Ya veo -comentó mientras yo trabajaba- que no está acostumbrada a faenas de éstas. Acaso haya sido usted modista.

-No. Pero eso no importa. Dígame, ¿cómo se llama esta casa?

-Unos la llaman Marsh End y otros Moor House. -¿Y el señor que vive aquí se llama Mr. Rivers? -No vive aquí; está de temporada. Es párroco de Morton.

-¿Esa aldea a pocas millas de distancia? -Sí.

Me acordé de la respuesta que el ama de llaves de la rectoral de aquel pueblo me diera, y dije:

-Entonces, ¿era ésta la casa de su padre?

-Sí: aquí vivió el anciano Rivers, y su abuelo y su tatarabuelo…

-¿Así que ese señor se llama John Rivers? -Sí.

-¿Y sus hermanas Diana y Mary Rivers? -Sí.

-¿Y su padre ha muerto?

-De apoplejía. Hace tres semanas. -¿No tienen madre?

-Murió hace mucho.

-¿Lleva usted tiempo con la familia? -Treinta años. He criado a los tres muchachos. -Eso prueba que es usted una servidora leal y honra­da, lo que me complace saber, aunque haya tenido la descortesía de llamarme pordiosera.

Me miró con asombro.

-Ya veo -dijo- que me equivocaba en mi juicio, pero hay tantos bribones por los contornos, que… En fin, perdone.

-Y a pesar -continué, con aumentada severidad ­de que usted quería echarme fuera una noche en que no se hubiera debido negar refugio ni a un perro.

-¿Qué iba a hacer? No era por mí, sino por las po­bres niñas. Si no me preocupo de ellas, ¿quién va a preocuparse?

Guardé profundo silencio durante algunos minutos. -No debe juzgarme mal -dijo Hannah.

-La juzgo mal -repuse-, no tanto porque aquella noche me negase cobijo, sino por el reproche que me ha dirigido de que no tengo casa ni parneses. Si es usted cristiana, no debe considerar la pobreza como un crimen.

-Ya sé que no debo -repuso-. El señorito John me lo dice a menudo. Ahora, además, ya la considero a us­ted de otro modo. Hice mal.

-Bien: todo olvidado. Deme la mano.

Puso sus rugosos y bastos dedos en los míos, sonrió y desde entonces fuimos amigas.

A Hannah le gustaba mucho la charla. Mientras yo escogía la fruta y ella amasaba la harina para los pasteli­llos me dio amplios detalles sobre sus difuntos señores y sobre los niños, como llamaba a los jóvenes.

Según sus informes, el viejo Mr. Rivers pertenecía a una antigua familia y era todo un caballero, aunque muy llano en su trato. Marsh End pertenecía a los Rivers des­de que se construyera, más de doscientos años atrás. Y aunque fuese una casa muy modesta comparada con la magnífica residencia de los Oliver, en el valle de Mor­ton, ella recordaba bien la época en que el padre de Bill Oliver trabajaba como jornalero en una fábrica de agujas, mientras que los Rivers eran hidalgos desde los tiempos del rey Enrique, como constaba en los archivos de la parroquia de Morton. Sin embargo, a Mr. Rivers, hombre muy sencillo, le gustaba cazar, ocuparse en la labranza «y todo eso». La señora había sido diferente. Leía mucho, estudiaba mucho y sus hijos habían «salido a ella». En la comarca no existía quien les igualase. El señorito John, al salir del colegio, se ordenó de sacerdo­te, y las muchachas, al dejar la escuela, se colocaron como institutrices, porque su padre había perdido, años atrás, mucho dinero en una quiebra y ellas tenían que ganarse la vida. Les gustaba mucho aquel sitio, y aunque solían vivir en Londres y otras grandes ciudades, afirma­ban que ninguna les complacía tanto como Moor House. Se encontraban allí ahora pasando unas semanas con motivo de la muerte de su padre. Según Hannah, los tres miembros supervivientes de la familia vivían en una unión admirable entre sí.

Una vez terminada mi tarea con las uvas, pregunté dónde se hallaban los tres hermanos en aquel momento. -Se han acercado a Morton dando un paseo, pero volverán de aquí a media hora, para el té.

Regresaron, en efecto, cuando ella dijo, entrando por la puerta de la cocina. John, al verme, se inclinó y siguió adelante. Las jóvenes se entretuvieron conmigo. Mary, en pocas palabras, me expresó el agrado que le causaba verme restablecida. Diana me tomó la mano y movió la cabeza.

-Debía de haber esperado que fuese yo para ayudar­la a bajar ¡Qué pálida y qué delgada se ha quedado us­ted, pobrecita!

La voz de Diana sonaba en mi oído tan dulce como el arrullo de una paloma. Me encantaba la mirada de sus ojos, la expresión de su faz. Mary, de aspecto igualmente inteligente, de rostro igualmente bello, era más reser­vada, menos expansiva, aunque muy amable. Diana ha­blaba y miraba con cierta autoridad. Evidentemente, era una mujer voluntariosa. Y estaba en mi carácter aceptar con gusto una autoridad tan suave como la suya y plegarme, hasta donde mi dignidad me lo permitiese, a una voluntad más enérgica que la mía.

-¿Por qué está aquí? -preguntó-. Éste no es el si­tio adecuado para usted: Mary y yo nos sentamos a ve­ces junto al fogón, pero nosotras estamos en casa y tene­mos derecho a no andar con cumplidos. Pero usted es una visitante y debe estar en el salón.

-Me encuentro muy bien aquí.

-No lo creo. Hannah está amasando y llenándola de harina.

-Y el fuego es demasiado fuerte para usted -agregó Mary.

-Claro –concluyó su hermana-. Vamos, sea obe­diente. -Y tomándome de la mano me llevó al salón. -Siéntese ahí -dijo, colocándome en un sofá-. No­sotras vamos a hervir el té, porque uno de los privilegios que nos permitimos en nuestra casa es preparar nosotras mismas las cosas cuando nos apetece o bien cuando Hannah está muy ocupada.

Y cerró la puerta, dejándome sola con John Rivers que, en el extremo opuesto del salón, leía no sé si un periódico o un libro. Examiné primero el aposento y luego a su ocupante.

La estancia era pequeña y modesta, pero cuidada y limpia. Las sillas, de antañón estilo, eran muy cómodas y la mesa de nogal brillaba como un espejo. Viejos re­tratos de hombres y mujeres de otros días decoraban las paredes. Una alacena de puertas de cristal contenía va­rios libros y un antiguo juego de porcelana. No había un solo adorno superfluo, ni un solo mueble moderno, ex­cepto dos costureros y un escritorio de señora, de pali­sandro. Todo lo más, incluso cortinajos y alfombras, pa­recía tan viejo como bien conservado.

John Rivers, inmóvil cual uno de los retratos que pen­dían de los muros, fijos los ojos en la página que leía, fue para mí fácil objeto de examen. Una estatua no lo hubiera sido más. Era joven -unos veintiocho o treinta años-, alto y delgado. Todos los rasgos de su rostro eran de una pureza griega: el corte de su cara, la nariz, la barbilla y la boca. Rara vez se encuentra en semblan­tes ingleses tal parecido a los modelos clásicos. No me extrañó que le hubiese impresionado la irregularidad de mis facciones, siendo las suyas tan armoniosas. Tenía los ojos grandes y azules, con oscuras pestañas, y su cabello rubio, cuidadosamente peinado, coronaba una ancha frente pálida como el marfil.

¿Verdad, lector, que este retrato que hago es atracti­vo? Sin embargo, apenas da una idea del sereno, imper­turbable y plácido aspecto de John Rivers. Y con todo, mientras le contemplaba, en ciertos casi imperceptibles movimientos de su boca, de sus cejas, de sus manos, parecíame apreciar elementos interiores de vehemencia, pasión y energía. No me habló ni me dirigió una sola mirada hasta que sus hermanas volvieron. Diana me ofreció un bollito calentado al horno.

-Cómalo -dijo-, Hannah me ha contado que des­de la mañana no ha tomado usted más que una sopa. No me negué, porque sentía apetito. Rivers cerró su libro, se acercó a la mesa, se sentó y clavó sus azules ojos en los míos con una naturalidad que me hizo com­prender que no me había hablado hasta entonces adre­de, no por timidez o desconfianza.

-Tiene usted hambre -dijo.

-Sí -repuse. Está en mi modo de ser el contestar con claridad y sin ambages a las preguntas.

-Ha convenido que la fiebre de estos días pasados no le haya permitido comer, porque hubiera sido peligro­so calmar su apetito de repente. Ahora, en cambio, pue­de comer ya lo que guste, aunque todavía con mode­ración.

-Espero no comer mucho tiempo a costa de usted-contesté, casi sin darme cuenta de lo grosero de la respuesta.

-Eso creo -dijo él, fríamente-, porque, una vez que nos dé la dirección de su familia, escribiremos para que vengan a buscarla.

-Eso es imposible, porque no tengo casa ni familia. Los tres me miraron, no con desconfianza, sino con curiosidad. Me refiero más bien a las jóvenes, ya que los ojos de John Rivers, claros en el sentido literal de la palabra, resultaban muy oscuros en el sentido de que era imposible desentrañar lo que pensaba. Parecía emplear­los más bien para averiguar los pensamientos de los de­más que para reflejar los suyos.

-¿Quiere usted decir -preguntó- que carece en absoluto de parientes?

-Ése es el caso. No tengo derecho a ser admitida bajo techo alguno de Inglaterra.

-¡Extraña situación para su edad!

Sus ojos buscaron mis manos, que yo tenía apoyadas en la mesa. Sus palabras me aclararon lo que trataba de saber.

-¿Es usted soltera? Diana rió.

-¡Por Dios, John! ¡Si no debe tener más que diecisie­te o dieciocho años!

-Tengo diecinueve -dije-. No, no estoy casada. Amargos y estremecedores recuerdos me agitaron al pronunciar esta frase. Todos notaron mi turbación. Dia­na y Mary, discretamente, separaron sus miradas de mi ruborizado rostro, pero su hermano continuó contem­plándome de tal modo, que acabé sintiendo afluir las lágrimas a mis ojos.

-¿Dónde vivía usted últimamente? -preguntó. -No seas así, John -murmuró Mary en voz baja, sin que por ello dejara él de seguir insistiendo, a través de su penetrante mirada.

-Dónde y con quién vivía, deseo mantenerlo en se­creto -dije concisamente.

-Tiene derecho a hacerlo así, con John y con quien sea -observó Diana.

-Si no sé nada de usted, no podré ayudarla -repuso él-, y creo que necesita usted ayuda.

-La necesito y la deseo -dije-, y sería muy huma­nitario quien me buscara trabajo en lo que fuera y paga­do como fuera, con tal que me permitiera ganar lo indis­pensable para vivir.

-Por mi parte, no sé si soy humanitario o no, pero deseo ayudarla en un propósito tan honrado. Para ello, necesito saber lo que usted sabe hacer y a qué está acos­tumbrada.

Bebí mi té. El brebaje me reconfortó como a un gi­gante pudiera reconfortarle una azumbre de vino, tonifi­có mis nervios y me puso en condiciones de contestar como debía a las preguntas de aquel inquisitivo joven.

-Mr. Rivers -le dije, mirándole sinceramente y sin desconfianza, como él a mí-, usted y sus hermanas me han prestado una gran servicio, el mayor que puede prestarse, librándome de la muerte con su generosa hos­pitalidad. Este servicio les da derecho a mi gratitud ili­mitada y, hasta cierto punto, a mis confidencias. Les diré cuanto pueda de mi historia, cuanto no perturbe la tranquilidad de mi alma, ni mi propia seguridad o la de otros. Soy huérfana, hija de un sacerdote. Mis padres murieron antes de que los conociera. Fui educada en una institución de beneficencia. El nombre del estable­cimiento donde he pasado seis años como discípula y dos como profesora, es Orfanato de Lowood, el cual tenía por tesorero al reverendo padre Robert Brocklehurst… -He oído hablar de él y conozco Lowood.

-Hace un año abandoné el colegio, empleándome como institutriz en una casa particular. El puesto era bueno y me sentía dichosa en él. Cuatro días antes de llegar aquí tuve que dejar el empleo. No puedo ni debo decir por qué. Sería inútil, arriesgado e increíble. No me fui por culpa mía: tanta culpa tengo yo de lo sucedido como puedan tener ustedes. La catástrofe que me ha hecho salir de aquella casa es de un género extraordinario. Hube de partir con premura y en secreto, dejando allí casi todo cuanto tenía, excepto un paquete que, en mi prisa, olvidé en la diligencia de que me apeé en Whit­cross. Llegué a este país falta de todo. Dos noches segui­das dormí al aire libre y sólo dos veces en este tiempo pude comer algo. Estaba a punto de morir de hambre y de fatiga cuando usted, Mr. Rivers, me ofreció un refu­gio bajo su techo. Sé cuanto sus hermanas han hecho por mí desde entonces -porque, a pesar de mi sopor, oía y veía- y he apreciado en cuanto valen su inmensa y espontánea compasión y la caridad cristiana de usted.

-No la hagas hablar más. John -dijo Diana-. Está excitada aún. Siéntese aquí, Miss Elliott.

Me sobresalté al escuchar aquel falso nombre, que casi había olvidado ya. John Rivers, a cuya penetración no escapaba nada, observó:

-¿No ha dicho que se llama Jane Elliott?

-Lo dije, y por ese nombre pienso hacerme llamar por ahora, pero no es el mío verdadero y, cuando lo oigo, me suena muy raro.

-¿Por qué no nos dice su nombre real?

-Porque temo que se produzcan complicaciones que deseo impedir.

-Seguramente acierta -dijo Diana-. Déjala un poco tranquila, hermano.

Pero John Rivers comenzó a hablar al poco rato, pre­sionándome tanto como antes.

-Creo que desea usted librarse de nuestra hospitali­dad, dejar de depender de la compasión de mis herma­nas y de mi caridad cristiana (he notado la distinción y no me ofendo por ello) y vivir con independencia, cuan­to antes, ¿no?

-Sí, sí lo deseo. Le ruego que me busque trabajo, aunque sea el más humilde en la más humilde cabaña. Pero hasta entonces, le ruego me permita estar aquí y no me condene a los horrores de no tener donde refu­giarme.

-Se quedará -aseguró Diana, acariciando con su blanca mano mi cabeza.

-Se quedará -repitió Mary, con el sosegado tono que parecía serle tan peculiar.

-Mis hermanas -dijo Rivers- tienen interés por usted, como lo tendrían por un pajarillo medio helado que encontraran en su ventana un día de invierno. Yo preferiría, desde luego, buscarle el medio de que se va­liera por sí misma, pero mi esfera de acción es reducida. No soy más que un párroco de una pobre feligresía cam­pesina y mi ayuda ha de ser forzosamente muy pequeña. Le conviene más buscar una ayuda más eficaz que la mía, porque yo bien poca cosa podré encontrarle.

-Ya te ha dicho -repuso Diana- que está dispuesta a trabajar en cualquier cosa honrada que le sea posible, y bien ves que no tiene muchos favorecedores entre quienes escoger. Así que tendrá que quedarse con uno tan gruñón como tú.

-Estoy dispuesta a trabajar de lo que sea: modista, criada, niñera, si no encuentro algo mejor-dije. -Bien -repuso John Rivers, con frialdad-. Si se con­forma con eso, prometo ayudarla, a su tiempo y a mi modo. Volvió a coger el libro que leía antes. Yo me retiré pronto, porque había hablado y permanecido levantada el máximo que mis fuerzas me permitían.

Scroll al inicio