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Capítulo 34

Jane Eyre – Charlotte Brontë

Todo quedó arreglado poco antes de las fiestas de Na­vidad. Abandoné la escuela después de procurar que me sustituyera alguien que no hiciese estériles mis esfuerzos en pro de las alumnas. La mayoría de ellas, según pare­cía, me apreciaban, y mi partida lo puso de manifiesto. Me sentí profundamente emocionada por el lugar que me habían concedido en sus inocentes corazones y les prometí que, en el porvenir, las visitaría todas las sema­nas y daría una hora de clase en la escuela.

John Rivers llegó cuando yo, después de haberme despedido de las sesenta muchachas alineadas ante mí, cambiaba nuevos adioses con las mejores de mis discípulas: media docena de muchachas recatadas, modestas e instruidas como no se encontrarían fácilmente en el res­to de Inglaterra ni en toda Europa.

-¿No sientes -dijo John cuando todas hubieron sa­lido- la satisfacción de haber hecho con esas mucha­chas algo en beneficio de tus semejantes?

-Sin duda.

-Pues si eso ha sido así en pocos meses, ¿no crees que la tarea de dedicar toda la vida a la regeneración humana es hermosa?

-Sí -dije-, pero yo no puedo dedicarme sólo al bien de los demás. Deseo gozar de mi propia vida también.

-¿Y qué vas a hacer ahora? -me preguntó grave­mente.

-Trabajar en lo que está a mi alcance. Deseo que busques a alguien que sustituya a Hannah para que ésta me acompañe.

-¿A dónde?

-A Moor House. Diana y Mary llegarán de aquí a una semana y quiero tenerlo todo arreglado para cuando vengan.

-Comprendo. Creí que pensabas hacer algún viaje. Sí, vale más que vaya Hannah contigo.

-Bien; pues dile que esté lista para mañana. Toma la llave de la escuela. La de casa mañana te la daré. -Quisiera saber -me dijo, mientras tomaba la llave- qué ocupación vas a realizar en lugar de la que dejas. ¿Qué proyectos, qué ambiciones tienes ahora?

-Primero, limpiar Moor House de arriba abajo; se­gundo, encerarla y pulirla cuanto pueda; tercero, colo­car todas las mesas, sillas y demás muebles con un orden y precisión matemáticos; cuarto, arruinarme comprando carbón y leña para que en cada cuarto haya un fuego excelente; quinto, dedicar a Hannah, dos días antes de que lleguen Diana y Mary, a batir tantos huevos, amasar tantas empanadas y preparar tantos bollos de Pascua, que no hay palabras en el diccionario para darle idea de la solemnidad de los ritos culinarios a que me entregaré. En resumen: mi ambición consiste en que todo esté listo el próximo jueves para otorgar a mis primas una acogida que constituya el ideal de las acogidas familiares.

John sonrió. No parecía del todo satisfecho.

-Eso está muy bien por el momento -dijo-, pero hablando seriamente, creo que después mirarás un poco más alto y no te limitarás a ocuparte de esas cuestiones domésticas.

-¡Son lo más agradable del mundo! -repuse. -No, Jane: este mundo no es lugar de placeres, ni hay por qué intentar convertirlo en tal; como no hay tampoco que entregarse a la molicie.

-Al contrario; voy a entregarme a la actividad. -Por ahora está bien, Jane. Admito que están bien dos meses para gozar el encanto de tu nueva situación y del cariño de tus nuevos parientes. Pero después supon­go que Moor House y Morton, y la compañía de mis hermanas, y la calma egoísta y la comodidad no te pare­cerán suficientes.

Le miré con sorpresa.

-John -dije-: ¿cómo puedes hablar así? Me senti­ré tan satisfecha como una reina. ¿En qué cosa mejor puedo pensar?

-En aprovechar la inteligencia que Dios te ha conce­dido y de que, si no la ejercitas como debes, te pedirá algún día estrecha cuenta. Te observo con mucho interés, Jane, y extraño el desmesurado interés que pones en los placeres vulgares del hogar. No te aferres tan te­nazmente a las debilidades materiales. Reserva tu cons­tancia y tu vehemencia para empresas más elevadas… ¿Entiendes, Jane?

-Tanto como si me hablaras en griego. Para mí ser feliz es una empresa bastante elevada. Y lo seré. ¡Adiós! Y lo fui, en efecto, en Moor House, y trabajé de fir­me, con asombro de Hannah, admirada de la jovialidad con que me desenvolvía en el ajetreo de aquellos arre­glos, de la energía con que pulía, limpiaba y cocinaba. Era delicioso, un par de días después, ver cómo iba re­surgiendo el orden del caos que nosotras mismas había­mos producido. Hice antes un viaje a S… para comprar algunos muebles, fin al que habíamos asignado algún di­nero y para lo que mis primas me habían dado carta blanca. La salita y los dormitorios fueron dejados como estaban, porque comprendí que a Diana y a Mary les placería hallarse en su ambiente acostumbrado, pero en cambio, una alcoba libre y un salón que no se usaba fueron decorados con bellos cortinajes y alfombras nue­vas, con adornos de bronce cuidadosamente elegidos. En las demás alcobas instalé tocadores y espejos nuevos. Los muebles comprados eran de caoba y las alfombras y cortinas de color carmesí oscuro. Todo terminado, juz­gué que Moor House era el modelo perfecto de una casa modesta bien acomodada por dentro, como era el tipo de la desolación invernal por fuera en aquella época del año.

Llegó, al fin, el anhelado jueves. Esperábamos a las jóvenes al oscurecer. Las chimeneas estaban encendi­das, la cocina preparada. Hannah y yo vestidas, y todo a punto.

John fue el primero en llegar. Yo había procurado que no acudiese durante los preparativos, para no darle una impresión desagradable con el espectáculo de la casa revuelta.

Me encontró en la cocina vigilando la operación de amasar pastas para el té. Me preguntó si estaba satisfe­cha de mis tareas domésticas y le contesté invitándole a inspeccionar el resultado de mis tareas. No sin dificul­tad, le convencí de que me acompañase. Luego que hu­bimos recorrido toda la casa y subido y bajado escaleras, comentó que debía haberme tomado mucha molestia para llevar a la práctica aquellos cambios en tan poco tiempo, pero no añadió ni una sílaba que indicase que le placía el nuevo aspecto de la residencia.

Me disgustó aquel silencio, pensando que acaso le hu­biera contrariado que se alterase el aspecto de la casa paterna. Le pregunté si era así.

-Nada de eso. Ya he observado el cuidado que has tenido en respetar cuanto pudiese significar un recuer­do. ¿Cuántos minutos has dedicado a pensar en el arre­glo de esa habitación? Y ¿puedes decirme dónde está colocado…?

Me mencionó el título de un libro. Se lo mostré, lo cogió y, retirándose a su acostumbrado rincón, junto a la ventana, comenzó a leer. Aquello me desagradó. John, lector, era un hombre bueno, pero yo comenzaba a pensar que había dicho la verdad cuando él mismo afirmara que era frío y duro. La vida no presentaba atractivos para él. No vivía más que para sus elevadas aspiraciones, y además desaprobaba que no se compar­tiesen. Mientras contemplaba su frente, pálida y serena como el mármol, y las bellas facciones de su rostro ab­sorto en la lectura, comprendí que nunca podría ser un buen marido y que su esposa sería muy desgraciada. Y concordé con él en que su amor por Rosamond era un amor puramente sensual. Me hice cargo de que John mismo se despreciaba por aquella emoción que ante ella sentía. Y, en resumen, advertí que estaba hecho según el modelo de los héroes, cristianos o paganos, que han dado leyes a sus pueblos, que los han llevado a la con­quista o los han convertido a una nueva creencia.

«Este salón no es lugar adecuado para él -pensé-. En la cordillera del Himalaya, en las selvas de Cafrería o en las costas de Guinea estaría más en su centro. La calma de la vida doméstica no es su elemento. Aquí sus facultades se enmohecen, faltas de desarrollo. Sólo en medio de la lucha y el peligro, allí donde se requiera valor, fortaleza y energía, podrá hablar y actuar, mani­festarse superior a los demás. Creo que acierta eligiendo la carrera de misionero.»

-¡Ya vienen, ya vienen! -gritó Hannah.

El perro ladró alegremente. Salí corriendo. Se sentía en la oscuridad ruido de ruedas. Hannah tomó una lin­terna. El coche se detuvo ante la verja. El cochero se apeó para abrir la portezuela y dos bien conocidas figu­ras bajaron del carruaje. Un momento después, mi cara se ponía en contacto, primero con las suaves mejillas de Mary y luego con los tirabuzones de Diana. Rieron, me besaron; luego besaron a Hannah, acariciando a Carlo, medio loco de alegría, y entraron en la casa.

Aunque estaban heladas de frío después de su largo viaje en aquella inclemente noche, sus agradables faccio­nes irradiaban luz. Preguntaron por John quien salía en aquel momento del salón, y le abrazaron las dos a la vez. Él las besó con calma, pronunció algunas frases de bienve­nida y, tras una breve conversación, suponiendo que ellas irían también al salón a poco, se retiró a su acostumbrado refugio. Encendí bujías para subir al piso superior. Diana dio antes algunas órdenes hospitalarias concernientes al cochero. Luego ambas me siguieron y manifestaron su sa­tisfacción por las reformas introducidas, por las nuevas cortinas y alfombras y los ricos jarrones de China. Tuve el placer de comprobar que mis modificaciones coincidían exactamente con los gustos de ellas y que constituían un motivo más de alegría a su llegada.

Aquella velada fue deliciosa. La entusiasta charla de mis primas, sus relatos y sus comentarios hacían olvidar la taciturnidad de John. Él estaba contento de ver a sus hermanas, pero no simpatizaba con las exteriorizaciones de su contento. Su regreso le complacía, mas el tumulto inherente le desagradaba y ansiaba, sin duda, que llega­se el día siguiente, menos bullicioso.

Cuando estábamos en el momento más grato de aque­lla noche, una hora después del té, oímos llamar a la puerta, y Hannah entró con la noticia de que estaba allí un pobre muchacho a rogar que Mr. Rivers fuese a visi­tar a su madre, moribunda.

-¿Dónde vive, Hannah?

-En Whitcross Brow, a más de cuatro millas y por un camino lleno de pantanos.

-Dile que iré.

-Creo que haría mejor en no ir, señor. Es el peor camino para recorrer de noche que pueda imaginarse. No hay carretera. Vale más que diga que irá mañana.

Pero él ya estaba en el pasillo poniéndose el gabán y, sin una palabra, se fue. Eran las nueve y no volvió hasta medianoche. Se le notaba fatigado, pero parecía más satisfecho que cuando salió. Había cumplido un deber y realizado un sacrificio y estaba satisfecho de sí mismo.

La semana siguiente debió agotar su paciencia. Era la semana de Navidad y nosotras nos entregamos a una especie de alegre orgía doméstica. El aire de las alturas, la libertad de sentirse en su casa, obraban sobre Diana y Mary como estimulantes elixires y estaban contentas de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Habla­ban sin cesar y sus conversaciones me eran tan agrada­bles, que prefería escucharlas a hablar yo misma. John procuraba huir de nuestra vivacidad. Rara vez estaba en casa. La parroquia era grande y la población muy dise­minada. Tenía, pues, constantes ocasiones de visitar a los pobres y enfermos de las diferentes zonas.

Una mañana, durante el desayuno, Diana le preguntó si sus planes seguían siendo los mismos.

-Lo son y lo serán -contestó él. Y en seguida expli­có que su marcha de Inglaterra estaba acordada para el año entrante.

-¿Y Rosamond…? -insinuó Mary. Debió decir las palabras sin darse cuenta, porque al punto hizo un gesto como si quisiera rectificar.

-Rosamond Oliver -repuso John- va a casarse con Mr. Granby, hijo de Sir Frederic Granby y persona muy estimable y bien relacionada en E… Me lo ha dicho el señor Oliver.

Las tres nos miramos y luego le contemplamos a él. Estaba tan sereno como un cristal.

-Muy de prisa han concertado el enlace –comentó Diana-, porque no se deben conocer desde hace mu­cho tiempo.

-Hace dos meses. Se conocieron en un baile, en S… Pero cuando no hay obstáculos, como en el caso presen­te, es natural abreviar. Se casarán en cuanto la casa que les regala Sir Frederic esté en condiciones de ser habi­tada.

La primera vez que vi a John a solas traté de averiguar si estaba disgustado, pero me pareció tan reacio a las manifestaciones de simpatía, que no me aventuré a expresarle lo que sentía por sus supuestos sufrimientos.

Además, su reserva había vuelto a hacerme perder la costumbre de hablarle con sinceridad. No cumplía su promesa de tratarme como una hermana más. Antes bien, marcaba a cada momento pequeñas y molestas di­ferencias nada propicias al aumento de una mutua cor­dialidad. A tal extremo, que ahora que vivíamos bajo el mismo techo me sentía menos unida a él que cuando era maestra de escuela en Morton. Recordando hasta qué punto había conseguido su confianza, me resultaba in­creíble su frialdad presente.

Por todo ello, en la mencionada ocasión en que está­bamos solos, no fue poco mi asombro cuando le vi alzar súbitamente la cabeza de sobre la mesa y le oí decir:

-¿Ves, Jane? La batalla se ha dado y la victoria se ha conseguido.

La sorpresa me dejó atónita, pero al fin contesté: -¿Estás seguro de que la victoria no te ha costado demasiado cara, como a muchos conquistadores? -Creo que no, y aunque fuera así, no importa. El desenlace es definitivo y ahora no tengo obstáculos en mi camino, gracias a Dios.

Y volvió a sus papeles y a su mutismo.

La felicidad que sentíamos Diana, Mary y yo acabó tomando un carácter más reposado, y entonces John es­taba en casa con más frecuencia. Se sentaba en el mismo aposento que nosotras y a veces todos pasábamos varias horas juntos. Mientras Mary dibujaba, Diana seguía un curso de lecturas enciclopédicas que había emprendido con gran asombro mío, y yo me afanaba en el alemán. John estudiaba una lengua oriental, que creía necesaria para el desarrollo de sus planes.

Sentado en su rincón, parecía absorto y sereno, pero a veces sus azules ojos abandonaban los libros y se posa­ban sobre nosotras, examinándonos con curiosa intensi­dad. Si se le sorprendía, retiraba la vista inmediatamen­te, mas de vez en cuando volvía a dirigirla a nuestra mesa. Yo no sabía lo que pudiera significar aquello. Me asombraba, por otro lado, la satisfacción que nunca dejaba de expresar siempre que yo iba a realizar la prome­tida visita semanal a la escuela de Morton. Si sus herma­nas me querían persuadir, los días de mal tiempo, de que no fuera, él, por el contrario, me excitaba a que acudiese desafiando los elementos adversos.

-Jane no es lo débil que suponéis -solía decir- y puede soportar un poco de viento o unos copos de nieve tan bien como el primero. Su naturaleza es nerviosa y flexible, más apropiada para adaptarse a los cambios de clima que otras más robustas.

Y cuando yo volvía, muy cansada y a veces víctima de las inclemencias del tiempo, no osaba quejarme por te­mor a causarle contrariedad. La fortaleza en sufrir tales molestias le placía y lo contrario le disgustaba.

No obstante, una tarde resolví quedarme en casa, por­que realmente estaba acatarrada. Sus hermanas habían ido a Morton en mi lugar. Yo estaba sentada leyendo una obra de Schiller y él luchaba por descifrar sus orientales jeroglíficos. Se me ocurrió mirarle y hallé que me contem­plaba atentamente con sus azules ojos. Ignoro cuánto tiempo llevaba así; sólo sé que me sentí desasosegada. -¿Qué haces, Jane? -Aprender alemán.

-Preferiría que dejase el alemán y aprendieses el in­dostaní (lengua del Sur de la India).

-¿Hablas en serio? -En serio. Me explicaré.

La explicación consistió en manifestarme que era in­dostaní la lengua que él estudiaba, que solía olvidar lo que había aprendido, y que si tuviese una discípula con quien practicar los rudimentos, éstos no se le irían de la memoria, antes bien, quedarían -fijos en su mente. Agregó que me había preferido a mí por juzgarme la más apta de las tres mujeres. ¿Le haría este favor? En todo caso, no sería largo el sacrificio, ya que contaba partir antes de tres meses.

No era fácil negar nada a John porque se comprendía que cualquier sensación, grata o ingrata, se grababa pro­fundamente en él. Consentí. Cuando Diana y Mary re­gresaron hallaron a la maestra de Morton transformada en discípula del párroco. Se echaron a reír y opinaron que John no debía haberme metido en aquella aventura. El repuso, tranquilamente:

-Ya lo sé.

Descubrí que era un maestro muy paciente, muy tole­rante y muy exigente a la vez. Esperaba mucho de mí, y cuando veía que llenaba sus esperanzas, manifestaba su aprobación a su modo. Poco a poco fue adquiriendo cierta autoridad sobre mí, y su influencia y atención me parecieron más cohibidores que su indiferencia. Ya no me atrevía a hablar ni a reír a mis anchas cuando él es­taba presente, porque un espíritu de clarividencia me advertía que eso le disgustaba a él. Yo comprendía muy bien que a John sólo le placían los modales graves y las ocupaciones serias y que era vano tratar de obrar de otro modo en su presencia. Acabé hallándome bajo el efecto de una fría sugestión. Si él me decía: «vete», me iba; si «ven», iba; si «haz esto», lo hacía. Pero no me agradaba aquella sumisión y hubiera preferido que, como antes, mi primo no se ocupara de mí.

Una noche, al ir a acostarnos, le rodeamos como de costumbre para desearle buenas noches, y como de cos­tumbre también, después de besarle sus hermanas, él y yo nos dimos la mano. Diana, que estaba de buen hu­mor (ella y Mary no experimentaban el influjo de la vo­luntad de John porque, en su estilo, eran tan fuertes como su hermano), exclamó:

-Vaya, John: tú llamas a Jane tu tercera hermana, pero no te comportas como si lo fuera. Bésala también. Y me empujó hacia él. Pensé que Diana era muy im­prudente y me sentí desagradablemente turbada. John inclinó la cabeza, hasta poner sus griegas facciones a ni­vel de las mías. Sus ojos escrutaron mis ojos, y me besó. No creo que exista nada parecido al beso de un mármol o de un trozo de hielo, mas me atrevo, con todo, a decir que el beso de mi eclesiástico pariente pertenecía a un género semejante. En todo caso, tuve la impresión de que me besaba por vía de ensayo, ya que luego me con­templó como para comprobar el resultado. Ciertamen­te, no fue nada impresionante y estoy segura de que no me sonrojé. Sin embargo, aquello vino a ser el remache de mis cadenas. Desde entonces no prescindió nunca de repetir aquella ceremonia y la tranquila gravedad con que yo recibía su beso parecía tener cierto encanto para él.

Cada vez deseaba más complacerle, pero también cada vez experimentaba más la sensación de que había de cambiar mis gustos, transformar mi naturaleza, mo­dificar mis inclinaciones y forzarme a propósito hacia los que no sentía el menor apego. Él deseaba elevarme a una altura que yo no podía alcanzar y hacerme imitar modelos fuera de mis posibilidades. Tan imposible era aquello como igualar mis irregulares facciones a las su­yas, perfectas, y sustituir mis ojos, de cambiantes tonali­dades verdes, por los suyos, azules como el mar.

Acaso, lector, imagines que yo había olvidado a Ro­chester en el curso de mi cambio de fortuna. Ni por un momento. Su recuerdo vivía en mí: no era una nube de estío que el sol disipa, ni una figura trazada en la arena, que borra el viento. No: su recuerdo era como un nom­bre grabado en un mármol, persistente en él mientras el mármol exista. Si su imagen me perseguía en Morton, también ahora, en mi lecho de Moor House, pensaba en él.

En el curso de mi correspondencia con Briggs, el pro­curador, yo le había preguntado sobre la residencia ac­tual y la salud de Rochester, pero Briggs, como John supusiera, ignoraba por completo tales extremos. En­tonces escribí a Mrs. Fairfax preguntándole lo mismo, y contando con una rápida contestación. Grande fue mi asombro cuando pasaron quince días sin recibir noticias.

Pero cuando las dos semanas se convirtieron en dos me­ses y el correo continuaba sin traerme carta alguna, me sentí presa de una ansiedad mortal.

Volví a escribir, en la suposición de que mi primera carta no hubiera llegado. Mi esperanza se mantuvo va­rias semanas, y luego comenzó la tensión de antes. Ni una línea, ni una palabra. Cuando hubo transcurrido medio año sin noticias, mi esperanza murió y volví a sentirme entre sombras.

No pude, pues, gozar de la magnífica primavera que nos rodeaba. Llegaba el verano. Diana, preocupada por mi salud, quería llevarme a alguna playa. John se opuso, alegando que yo no necesitaba distracción, sino ocu­paciones, ya que mi vida estaba demasiado vacía, de lo cual deduje que se proponía llenar las lagunas que había en ella con más prolongadas sesiones de indostaní. Así era, y no pensé en resistirle ni hubiera conseguido resistir.

Un día acudí a mis lecciones con menos voluntad que de costumbre. Hannah me había avisado por la mañana que había una carta para mí, y cuando fui a recogerla, cierta de que las noticias esperadas llegaban al fin, me encontré con una insulsa nota de Mr. Briggs. La amarga decepción me hizo verter lágrimas y después, mientras luchaba con los indescifrables caracteres y las floridas metáforas de un escritor indio, sentí humedecerse de nuevo mis ojos.

John me llamó para que leyera. Al hacerlo se me entre­cortaba la voz y los sollozos impedían oír mis palabras. En la habitación nos hallábamos él y yo solos. Diana estaba tocando en el salón grande y Mary paseaba por el jardín. Hacía un bello, soleado, claro y fresco día de mayo.

Mi primo no pareció extrañar mi emoción, ni me pre­guntó los motivos, limitándose a decir:

-Esperemos unos minutos, Jane, hasta que te tran­quilices.

Y mientras yo me entregaba a los paroxismos de mi dolor, él, sentado ante el pupitre, me contemplaba como un médico pueda contemplar las reacciones de un paciente. Después de dominar mis sollozos, enjugar mis lágrimas y murmurar que no me encontraba bien aquella mañana, reanudé la tarea y logré concluirla. John enton­ces, apartó su libro y el mío y dijo:

-Vamos a dar un paseo, Jane.

-Bueno. Voy a llamar a Diana y a Mary.

-No. No quiero que me acompañe nadie más que tú. Arréglate, sal por la puerta de la cocina y toma el cami­no de Marsh Clen. Te alcanzaré enseguida.

Durante toda mi vida, yo no había sabido, ante los caracteres enérgicos y duros, tan distintos al mío, optar por el término medio, sino someterme del todo o rebe­larme abiertamente. En mis relaciones con John siem­pre hasta entonces me había sometido, y sin deseo al­guno de sublevarme, seguí sus instrucciones y, diez minutos después, caminaba a su lado por el abrupto sen­dero del valle.

Soplaba desde los montes una brisa del Oeste, olorosa a juncos y brezos. El cielo era de un inmaculado azul. El río, lleno por las lluvias de primavera, fluía, sereno, en el fondo del valle, reflejando los dorados rayos del sol y los tonos de zafiro del firmamento.

Dejamos el camino y avanzamos por un prado de hier­ba menuda, verde, esmaltada de minúsculas flores ama­rillas y blancas.

-Quedémonos aquí -dijo John cuando alcanzamos la primera hilera de un batallón de rocas que guardaban una especie de paso que desembocaba cerca de una cas­cada. Más allá, la montaña aparecía desnuda de césped y flores y sólo malezas la vestían y riscos la adornaban.

Me senté. John tomó también asiento a mi lado. Miró más allá del paso, contempló las aguas del río y luego volvió la vista al cielo sereno. Se quitó el sombrero, de­jando que la brisa acariciase su cabello y besase sus sie­nes. Por la expresión de sus ojos se comprendía que estaba despidiéndose mentalmente de lo que le circun­daba.

-No volveré a ver esto más, sino en sueños -dijo-, cuando duerma a orillas del Ganges o de algún río más remoto aún.

¡Extrañas palabras, que testimoniaban un extraño amor a su tierra natal! Durante media hora guardamos mutuo silencio. Al fin, él comenzó:

-Jane: me voy dentro de seis semanas. Embarco en un navío que zarpa para la India el 20 de junio.

-Dios te proteja, ya que lo haces a gloria suya -dije. -Sí -repuso-; ése es mi orgullo y mi alegría. Soy servidor de un señor infalible. No actúa bajo dirección humana, sujeto a las leyes imperfectas y a la errónea dirección de mis flacos semejantes. Mi rey, mi legisla­dor, mi capitán es el Todopoderoso. Me asombra que los que me rodean no se alisten bajo el mismo estandar­te, no se asocien a la misma empresa.

-Todos no tienen tu energía. Sería una locura en el débil seguir los pasos del fuerte.

-No pienso en los débiles: pienso en los que son dig­nos de la tarea y capaces de realizarla.

-Pocos son y difíciles de encontrar.

-Tienes razón. Por eso, cuando se encuentran, debe exhortárseles a que se unan al esfuerzo común, hacerles oír las palabras de Dios, ofrecerles un puesto entre los elegidos.

-¿No crees que los aptos para esa labor se ofrecerían a ella espontáneamente si les llamara a ella la voz de su corazón?

Sentí la impresión de que un sortilegio se abatía sobre mí y temblé al pensar que iba a oír las palabras fatales que ratificarían el hechizo.

-¿Y qué dice la voz de tu corazón? -preguntó John. -Mi corazón permanece mudo, mudo… -respondí, estremecida.

-Yo hablaré entonces por él. Jane: ven conmigo a la India para ser mi compañera y mi colaboradora.

Los campos, el cielo, los montes giraron en torno mío. Me parecía escuchar una llamada del cielo, las palabras de un iluminado… Pero yo no era un apóstol, no podía atender la llamada.

-¡John! -exclamé-. ¡Ten piedad de mí!

Apelaba a la piedad de un hombre que, en cumpli­miento de lo que creía su deber, no conocía la piedad ni el remordimiento. Continuó:

-Dios y la naturaleza te han creado para ser la esposa de un misionero. No te han sido otorgadas dotes físicas, sino espirituales. No estás hecha para el amor, sino para la labor. Debes ser la esposa de un misionero, y serás la mía. Te reclamo, no en nombre de mi placer personal, sino en el de mi Soberano.

-No sirvo para eso. No tengo vocación -dije.

No se irritó. Tenía previstas las primeras objeciones. Se apoyó contra la roca que había a su espalda, cruzó los brazos y me miró con serenidad. Comprendí que estaba preparado para una oposición tenaz y dispuesto a vencerla.

-La humildad, Jane, es la principal de las virtudes cristianas –dijo-. En tal sentido, haces bien en contes­tar que no sirves para eso. Pero ¿qué crees que hace falta para servir? ¿Quién de los que realmente han sido llamados por Dios se ha creído digno de la llamada? Yo, por ejemplo, no soy sino polvo y ceniza. Como San Pa­blo, me considero el mayor de los pecadores, pero la convicción de mi insignificancia personal no me aparta de la tarea. Dios es infinitamente bueno y poderoso y cuando elige un débil instrumento para una labor gran­diosa, Él proveerá a lo que falte. Piensa como yo, Jane, y acertarás.

-No estoy capacitada para una vida misionera. Nun­ca he estudiado los trabajos de las misiones.

-En eso, por humilde que yo pueda ser, me cabe ayudarte. Te mostraré tu tarea, hora a hora, te ayudaré siempre que lo necesites. Eso sólo al principio, porque conozco tu capacidad y pronto serás tan apta como yo mismo y no necesitarás mi ayuda.

-¿Mi capacidad? ¿Dónde está mi capacidad para tal empresa? Mientras me hablas, nada en mi interior me aconseja, ninguna luz me alumbra. Quisiera que com­prendieses lo que pasa en mi alma en este momento en que tú me llamas a una tarea que yo no puedo desem­peñar.

-Escucha. Te he venido observando desde que nos conocimos, hace diez meses. Te he sometido a varias pruebas sin que lo notases. En la escuela de la aldea he observado que cumplías bien, puntual y eficazmente una tarea que no estaba en tus costumbres ni inclinaciones. La serenidad con que recibiste la noticia de que eras rica me hizo ver que no te tienta el afán de lucro. En la re­suelta facilidad con que espontáneamente dividiste tus bienes en cuatro partes reconocí un alma que arde en la llama de la abnegación y el sacrificio. En la docilidad con que, al pedírtelo, abandonaste un estudio que te in­teresaba por otro que me interesaba a mí, en la asidui­dad con que lo has seguido, en la energía que has puesto en vencer sus dificultades, he reconocido el complemen­to de tus méritos, Jane. Eres dócil, activa, desinteresa­da, leal, valerosa, constante, amable y heroica. Sí: pue­do decírtelo sin reservas. Serías una insuperable directo­ra de escuelas indias y la ayuda que me prestarías cerca de las mujeres de aquel país sería inapreciable.

El círculo de hierro se estrechaba en torno mío. La persuasión avanzaba, lenta pero segura. Las últimas pa­labras de John comenzaban a hacerme ver como relati­vamente fácil el camino que antes me pareciera infran­queable. Mi tarea, antes difusa y problemática, se me figuraba más sencilla al adquirir una forma definida. Él esperaba una contestación. Le pedí que me dejara pen­sarlo quince minutos antes de arriesgar una respuesta.

-Muy bien-dijo. Y, levantándose, se alejó a alguna distancia y se tendió sobre la hierba.

«Soy capaz de hacer lo que él desea, lo reconozco -pensé-. Creo que mi vida, en el clima de la India, no sería larga. ¿Y entonces? Eso no le preocupaba a él. Cuando llegara mi hora, me exhortaría a aceptar, con calma y santidad, la voluntad de Dios. Eso es indudable.

Yéndome de Inglaterra abandonaría un país que amo, pero vacío para mí, ya que Rochester no está en él, y aunque estuviera, nada variaría en mi vida. He de vivir sin Edward. Nada tan absurdo como esperar de día a día un imposible cambio de la situación que me permita reu­nirme con mi amado. Como John dice, debo buscarme otro interés y otra ocupación en la vida, y ¿hay alguna más digna que la que él me ofrece? ¿No es por sus no­bles propósitos y sus sublimes consecuencias la más apropiada para llenar el vacío que dejan los afectos fra­casados y las esperanzas rotas? Creo que debía decirle que sí y, sin embargo, temo… Al unirme a John, renun­cio a la mitad de mí misma, a mi voluntad propia, y al ir a la India me condeno a una muerte prematura. Y ¿cómo se llenará el intervalo entre Inglaterra y la India y la tumba? ¡Me consta muy bien! La perspectiva es clara. Me constreñiré a complacer a John hasta que me duelan los huesos y los nervios me estallen, le complaceré hasta el máximo de sus esperanzas. Si me voy con él haré el sacrificio que desea, lo haré absolutamente, me ofreceré entera en aras de ese sacrificio. Él no me amará nunca, pero me aprobará. Yo le mostraré energías que no co­noce, recursos que no sospecha. Sí: me cabe trabajar tanto como él lo haga.

»Puedo, pues, acceder a lo que me pide, pero debo hacerme a mí propia una advertencia, y es que en él no he de esperar encontrar un corazón de esposo más que pudiera encontrarlo en esta roca que me apoyo. Me aprecia como un soldado aprecia una buena espada, y nada más. No siendo esposa suya, esto me es igual. Pero ¿he de auxiliarle a realizar sus planes y a poner sus cálculos en práctica mediante el matrimonio? ¿He de ostentar el anillo de casada, soportar todas las formas del amor, que -estoy segura- él observará escrupulosa­mente, y saber que el alma está ausente en todo eso? ¿Podría aceptar sus manifestaciones de cariño sabiendo que son sacrificios hechos en aras de sus principios? No: sería monstruoso aceptar tal marido. Podré acompañar­le como su hermana, pero no como su esposa, y así voy a decírselo. »

Le miré. Seguía tendido, como una columna derriba­da. Volvió la cabeza, se incorporó y vino a mi lado. -Estoy dispuesta a ir contigo a la India, pero conser­vando mi libertad.

-Esa respuesta requiere aclaración.

-Puesto que me has adoptado por hermana, conti­nuaré siéndolo y te acompañaré como tal, sin casarnos. Meneó la cabeza.

-Una fraternidad adoptiva no es viable en este caso. Si se tratase de una hermana de verdad, sí. Pero en nuestras circunstancias, o nuestra unión es consagrada por el matrimonio o no puede existir. Muchos obstácu­los lo impiden. Considéralo un momento, tú que tienes buen sentido.

Mi buen sentido no me decía sino que dos seres que no se aman no deben casarse. Se lo manifesté así, agre­gando:

-John: te aprecio como a un hermano y tú a mí como a una hermana. Continuemos como hasta ahora. -Imposible -replicó él con energía-. Me has dicho que irás conmigo a la India, no lo olvides. -Condicionalmente.

-Ya, ya… A lo principal -partir conmigo y coope­rar a mis tareas- no objetas nada. Puesto que estás dis­puesta a empuñar el arado no debes retirar la mano en virtud de consideraciones pequeñas. Sólo has de pensar en la grandiosidad de la labor, prescindiendo de tus de­seos, inclinaciones, sentimientos y propósitos para con­sagrarte enteramente al servicio del Maestro. Necesitas en ello un colaborador, y ese ha de ser tu marido. Una hermana no me es necesaria: podría además llegar un día en que dejase de estar a mi lado. Necesito una mujer en quien yo pueda influir mientras viva y conservar a mi lado hasta la muerte.

Me estremecí. Me parecía ya sentir aquella influencia sobre mí.

-Busca otra más idónea, John.

-Vuelvo a repetirte que no busco en ti la consorte, sino la misionera.

-Y puedes encontrarla en mí. Yo te daré todas mis energías, pero no mi persona. Para ti no es útil; déjame conservarla.

-No puedes ni debes. ¿Crees que sería grato a Dios un sacrificio a medias? Es la causa de Dios por la que abogo y bajo su bandera quiero alistarte. No puedo aceptar un enrolamiento de la mitad de su personalidad; ha de ser completo.

-¡Oh! -contesté-. Dios cuenta ya con mi corazón. Tú no lo necesitas.

No te aseguraría, lector, que yo no pusiera algo de reprimido sarcasmo en estas palabras. Hasta ahora ha­bía temido a John porque no acababa de entenderle. Pero en el curso de nuestra conversación de hoy había desvelado su carácter: veía sus debilidades y las com­prendía. La arrogante figura que se sentaba ante mí no era sino un hombre cuya intransigencia y despotismo re­sultaban evidentes. El conocer sus defectos me dio va­lor. Siendo igual a mí, podía resistirle.

Al oír mis últimas palabras permaneció silencioso, mi­rándome, como si quisiera decirme: «Eres sarcástica, y lo eres a mi costa. »

-No debemos olvidar que estamos tratando un asun­to grave -dijo al fin-. Puesto que ofrendas tu corazón a Dios, no necesito más. Desde ese momento dejarás de pensar en los hombres para pensar en el reino espiritual del Creador y sólo en Él encontrarás sosiego y delicia. Ello hará sólida nuestra unión moral y física, por encima de las pequeñas dificultades del sentimiento, sobre ca­prichos, ternuras y desdeñables inclinaciones personales. Tú acabarás hallando placer en nuestra unión.

-¿Tú crees? -le dije.

Y contemplé sus hermosas y armónicas facciones, im­ponentes en su severidad, sus cejas imperativas, sus ojos brillantes y profundos, sin dulzura alguna, su alta y ma­jestuosa figura, y me imaginé siendo su mujer. ¡No, nunca lo sería! Podía ser su ayudante, su camarada, cru­zar el océano a su lado, seguirle a los países que baña el sol de Oriente, a los desiertos asiáticos, admirar y emu­lar su valor, su devoción y su energía, considerarle como cristiano, no como hombre, sufrir el dominio de su per­sonalidad, pero conservando libres mi corazón y mi ce­rebro, reservando en los rincones de mi alma un lugar sólo mío, al que nunca él tuviera acceso y cuyos senti­mientos no pudiera reprimir bajo su austeridad. Pero ser su mujer, permanecer siempre a su lado, vivir siempre sometida, constreñida, esforzándome en apagar la llama que me devoraba, me sería insoportable.

-¡John! -exclamé al llegar a aquel punto de mis re­flexiones.

-¿Qué? -repuso fríamente.

-Puedo ser tu compañera de misión, pero no tu mu­jer. No puedo casarme contigo ni pertenecerte.

-Es preciso que me pertenezcas -respondió-. ¿Cómo va un hombre que aún no ha cumplido treinta años a llevarse a la India a una muchacha de diecinueve no siendo su esposa? ¿Cómo sería posible que viviése­mos solos, incluso a veces entre tribus salvajes, no es­tando casados?

-Podemos -repuse- como si fuera tu hermana, o simplemente un sacerdote compañero tuyo en la misión. -No puedo presentarte como hermana mía, porque no lo eres. Nos expondríamos a sospechas calumniosas. Además, aunque tengas la mentalidad de un hombre, tienes el corazón de una mujer y no puedes prescindir de ello.

-Puedo -dije con desdén-. Tengo corazón de mu­jer, pero no para ti. Para ti tendré la constancia de una camarada, la franqueza de un soldado, la fidelidad y la fraternidad que desees, el respeto de un neófito hacia su hierofante. Pero nada más, no temas.

-Eso es lo que quiero -dijo él, hablando para sí-. Es preciso eliminar todo obstáculo. Jane, no te arrepentirás de casarte conmigo. Es preciso que nos casemos. Repito que no hay otro medio, y está segura de que a nuestra unión seguirá un afecto que, aún en ese sentido, te la hará agradable.

-Desprecio tu concepto del amor -dije, sin poder­me contener, incorporándome y apoyando la espalda contra la roca-. Desprecio el falso amor que me ofreces y hasta te desprecio a ti, John, al ofrecérmelo así.

Me miró fijamente, apretando los labios. No era posi­ble discernir si se sentía furiosos o sorprendido, tal era el dominio que ejercía sobre su aspecto.

-No hubiera esperado eso de ti -repuso-, ni creo haber hecho nada digno de desprecio.

Me sentí afectada por su acento.

-Perdóname estas palabras, John, pero tú tienes la culpa de que te haya hablado tan rudamente. Has intro­ducido en nuestra charla un tema que será siempre la manzana de discordia entre nosotros: el tema del amor, del que cada uno tenemos una opinión opuesta. Querido primo, olvida tu proyecto de matrimonio.

-No -contestó-, porque es un proyecto en el que pienso hace mucho y el único modo de realizar mis gran­des propósitos. Pero por el momento no insisto. Mañana me voy a Cambridge, a despedirme de los amigos que tengo allí. Estaré fuera durante quince días. Reflexiona entretanto y no olvides que, si me rechazas, a quien re­chazas no es a mí, sino a Dios. Por mi intermedio Él te ofrece una noble actividad, y para desempeñarla necesi­tas ser mi mujer. Al negarte te condenas a seguir un camino de egoísta calma y de ceguedad moral. Y en ese caso debes contarte en el número de los que han renega­do de su fe y deben ser considerados peores que infieles. Se volvió y una vez más:

Miró el monte, miró el río…

De regreso a casa, juntos, yo leía perfectamente en su silencio lo que sentía hacia mí: la contrariedad de un temperamento austero y despótico que encuentra resis­tencia donde esperaba hallar sumisión, la desaprobación de un carácter frío e inflexible que encuentra sentimien­tos y puntos de vista con los que no puede simpatizar. En resumen: como hombre hubiera deseado reducirme a su obediencia, aunque como cristiano era paciente ante mi contumacia y me daba un largo plazo para refle­xionar y arrepentirme.

Aquella noche, después de besar a sus hermanas, ni si­quiera me estrechó la mano y abandonó el cuarto en silen­cio. Yo, que aunque no le amaba, le apreciaba mucho, me sentí tan afectada, que las lágrimas brotaron de mis ojos.

-Veo que has disputado con John durante vuestro pa­seo -dijo Diana-. Pero oye: está esperándote en el pasillo. Quiere rectificar.

En tales circunstancias, no suelo ser orgullosa. Prefie­ro sentirme feliz que mantenerme altiva. Salí al pasillo y encontré a mi primo al pie de la escalera.

-Buenas noches, John-dije.

-Buenas noches, Jane -contestó, con calma. -Estrechémonos la mano -añadí.

¡Qué fríamente oprimió mis dedos! Estaba disgustado por lo de aquel día, y ni le afectaba la cordialidad ni le conmovían las lágrimas. Ni aún a través de sonrisas y frases afectuosas cabía reconciliarse con él. No obstante, como cristiano era paciente y sereno, y así, cuando le pregunté si me perdonaba, replicó que nunca recordaba las ofensas que le hacían, y que no tenía por qué perdo­narme puesto que yo no le había ofendido.

Y tras estas palabras, se fue. Yo hubiera preferido casi que me golpeara a que observase una actitud tan fría.

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