Readme

Capítulo 36

Jane Eyre – Charlotte Brontë

Llegó el día y me levanté. Empleé un par de horas en ordenar las cosas de mi cuarto tal como deseaba dejarlas durante la breve ausencia que iba a realizar. Sentí a John salir de su alcoba y pararse ante la mía. Temí que llamara, pero se limitó a deslizar un papel bajo la puer­ta. Lo cogí y leí estas palabras:

«Me dejaste ayer de repente, antes de haber tomado en definitiva la decisión de empuñar la cruz cristiana y ceñirte la corona de los ángeles. Espero tu determinación final cuando vuelva, dentro de quince días. Rogaré para que no caigas en la tentación. Tu alma es fuerte, pero tu carne es débil. Sí; no dejaré de rogar por ti.­Tuyo, John. »

«Mi alma -respondí mentalmente- es bastante fuerte para hacer lo que debo y confío en que mi carne lo sea bastante para cumplir la voluntad divina una vez que me parezca evidente. Y confío, en fin, en que basta­rán una y otra para disipar las nubes en que estoy en­vuelta y distinguir, al cabo, la luz del sol.»

Estábamos a primeros de junio, pero la mañana era desapacible y fría. La lluvia azotaba mi ventana. A tra­vés de los cristales vi a John atravesar el jardín. Se diri­gió por los brumosos campos hacia Whitcross, donde to­maría la diligencia.

»Dentro de pocas horas seguiré por ese camino, pri­mo -pensé-. Como tú tomaré una diligencia y veré si me queda algo que hacer en Inglaterra antes de abando­narla para siempre.»

Faltaban dos horas para el desayuno. En el intervalo paseé por mi alcoba, recordando la sensación que expe­rimentara la noche antes, la voz que oyera… ¿Dónde había sonado? En mí, sin duda, no en lo que me ro­deaba. ¿Había sido una mera ilusión? Sobrevino en mí como el terremoto que conmoviera los cimientos de la prisión de Pablo y Silas, abriendo las puertas de la celda en que yacía mi alma y despertándola de su letargo.

«Puesto que por carta -medité, resumiendo mis pen­samientos- no puedo saber nada de aquel cuya voz creí oír anoche, una gestión personal me permitirá averi­guarlo.»

Mientras desayunábamos, anuncié a Diana y Mary que iba a hacer un viaje y estaría ausente lo menos cua­tro días.

-¿Vas sola, Jane?

-Sí. Quiero tener noticias de un amigo de quien no sé nada hace tiempo.

Podían haberme preguntado qué amigo era, ya que yo solía afirmar que no tenía otros que ellas, pero con su innata delicadeza se abstuvieron de preguntarme nada. Diana me preguntó si me encontraba en condiciones de viajar, ya que le parecía verme muy pálida. Contesté que nada tenía, sino inquietud, y que esperaba calmarla con aquel viaje.

Observando que no deseaba por el momento entrar en detalles sobre mis planes, guardaron un discreto y amable silencio, dejándome en la libertad de acción en que, en caso análogo, yo les hubiera dejado a ellas.

Salí de Moor House a las tres de la tarde y hacia las cuatro me hallaba en Whitcross, esperando la diligencia que debía llevarme al distante Thornfield. En el silencio profundo de los caminos desiertos y las solitarias monta­ñas, oí acercarse al coche cuando aún estaba muy lejos. Era el vehículo que, un año atrás, me dejara en aquel mismo lugar en plena desolación y desesperanza. Esta vez no tenía que entregar toda mi fortuna como precio del pasaje. Hice seña de que la diligencia parara, se de­tuvo y, una vez en marcha, me pareció ser la paloma mensajera que vuela del palomar.

El viaje duró treinta y seis horas. Salí de Whitcross la tarde de un martes y en la mañana del jueves el coche se detuvo, para que bebiesen los caballos, ante una posada en medio de campos verdes e idílicas colinas que con­trastaban con el áspero escenario de las montañas norte­ñas que acababa de abandonar. Reconocí el aspecto de aquel paisaje, como si viese un rostro conocido.

-¿Está Thornfield muy lejos de aquí? -pregunté al posadero.

-Dos millas a campo traviesa, señorita.

«El viaje ha concluido», pensé. Me apeé, dejé mi equipaje en la posada, anunciando que volvería a bus­carlo, pagué el pasaje, gratifiqué al cochero y el carruaje partió. El sol arrancaba destellos de la muestra de la posada, en cuyas doradas letras leí: A las armas de Ro­chester. Mi corazón latió con premura. Me hallaba ya en los dominios de mi amado. Luego un pensamiento amargo me invadió: «Acaso él hubiese cruzado el canal de la Mancha, acaso no estuviese en Thornfield, acaso valiera más pedir informes al posadero.»

Temía, sin embargo, alguna mala noticia y no me re­solvía a preguntar, ya que prolongar la duda era prolon­gar la esperanza.

Ante mí se extendían los campos que cruzara el día de mi fuga. Los recorrí de prisa, contemplando el familiar panorama, los bosques, los árboles, las praderas y las colinas. Remonté, al fin, la ladera. Sobre mi cabeza vo­laban las cornejas. Un graznido quebró el silencio de la mañana. Crucé un prado, seguí un sendero y me hallé ante las tapias del patio. Aún no podía distinguir la casa. «Quiero verla por su fachada -pensé-, contemplar el espectáculo de sus almenares, la ventana de mi amado. Acaso esté asomado a ella -¡madruga tanto!- o bien pasee ante la puerta o por el huerto. ¡Oh, deseo verle, un instante siquiera! ¿Seré tan loca que corra hacia él? No puedo asegurarlo, no sé… ¿Y si él -¡bendito sea!­corre hacia mí? ¡Ah! ¿Quién sabe si a estas horas está contemplando la salida del sol en los Pirineos o sobre los tranquilos mares del Mediodía…?»

Di la vuelta a la tapia del huerto. Allí había un portillo que permitía entrar desde la pradera, entre dos pilares coronados por bolas de piedra. Ocultándome tras uno de los pilares podía observar la casa sin ser vista. Ade­lanté la cabeza con cautela, para comprobar si las venta­nas de algún dormitorio estaban abiertas ya. Todo – fachada, ventanas, almenas-, quedaba desde allí al al­cance de mis ojos.

Si las cornejas que volaban sobre mi cabeza me hubie­ran examinado, habríanme visto hacer mis observacio­nes, primero recelosa y tímida, más tarde atrevida, al fin despreocupada. Y seguramente hubieran pensado: «¡Qué afectada desconfianza primero y qué necia con­fianza ahora!»

Esto, lector, tiene su explicación. La ilustraré con un ejemplo:

Un enamorado divisa a su amante dormida en el cés­ped y desea contemplarla de cerca sin interrumpir su sueño. Avanza, cauteloso; se para creyendo que ella se mueve; se retira, temiendo que la vea… Pero todo está tranquilo y entonces vuelve a avanzar. Se inclina sobre ella lentamente, gozando de antemano con la visión de la belleza que va a admirar. Y de pronto se sobresalta, se precipita, sujeta fuertemente entre sus brazos a la que un momento antes no osaba tocar con un dedo. Pronun­cia su nombre a gritos, la mira con desesperación. ¡Por­que ella no puede contestarle! El enamorado había creí­do dormida a su amada y la encuentra fría e inmóvil como una piedra.

Yo buscaba con temerosa alegría una majestuosa casa y encontraba una calcinada ruina.

Era innecesario ocultarme tras una columna, lanzar ojeadas a las ventanas, escuchar ruidos de puertas o de pasos en la explanada. Porque la explanada estaba de­sierta y la fachada era, como ya la viera una vez en sue­ños, una sola pared, alta y frágil, agujereada por venta­nas sin cristales, tras las que no quedaba nada. No había techo, ni almenas, ni chimeneas. Todo se hallaba des­truido.

En torno reinaba un silencio de muerte, una soledad de desierto.

Ya no extrañaba que mis cartas no obtuviesen res­puesta, porque era como escribir a los quietos morado­res de una tumba. Las ennegrecidas piedras del edificio decían cómo éste se había derrumbado: por un incendio. Pero ¿cómo? ¿Cuál era la historia de aquella catástrofe? ¿Qué pérdidas, además de las piedras, mármoles y ma­deras habían acontecido? ¿Había muerto alguno? ¿Y quién? Terrible pregunta a que no me cabía contestar…

Rondando en torno a los derribados muros, compro­bé que el siniestro debía haber sucedido tiempo atrás, porque entre las ruinas brotaba ya una vegetación silves­tre: hierbas y musgos que crecían entre las piedras y las vigas partidas. ¿Dónde estaba el desgraciado propietario de aquella ruina? ¿En qué tierras y en qué estado se encontraba? Mis ojos se dirigieron hacia la no lejana iglesia y me pregunté si no yacería, con el antiguo Da­mer de Rochester, en su angosta morada de mármol.

Era preciso obtener respuesta a mis preguntas. Volví a la posada y cuando el posadero me trajo el desayuno le rogué que se sentase, cerrara y contestase a un asunto sobre el que deseaba interrogarle. Pero casi no sabía cómo empezar, temiendo las contestaciones que iba a oír, a pesar de que la desolación de Thornfield me pre­paraba para los más funestos relatos.

-¿Conoce usted Thornfield Hall? -pregunté, al fin, al hostelero, hombre ya maduro, de buena apariencia. -Sí, señorita. He vivido allí.

-¿Sí? -y pensaba que ello no había sucedido en mi época, porque me era desconocido.

-Fui el mayordomo del difunto Mr. Rochester -añadió.

¡El difunto! Al fin había recibido el golpe que tanto temía.

-¿Ha muerto? -balbucí.

-Quiero decir el padre del actual Mr. Rochester -exclamó.

Respiré. Estaba segura de que mi Edward vivía gracias a aquel breve, «el actual Mr. Rochester». Puesto que él vivía, aún podría escuchar lo más terrible con tranquilidad relativa. Ya que no estaba en la tumba, oiría con tranquili­dad decir incluso que se hallaba en las antípodas.

-¿Reside ahora Mr. Rochester en Thornfield? -pregunté, conociendo de antemano la respuesta, pero deseosa de aplazar lo posible las noticias que me dieran.

-No, señorita. Nadie vive allí. Supongo que es usted forastera, puesto que no sabe lo que ocurrió el pasado otoño. Thornfield Hall está en ruinas; fue destruido por un incendio. ¡Un desastre, porque apenas pudo salvarse nada! El incendio estalló de noche y antes de que llega­sen las bombas de Millcote la casa era ya un inmenso brasero. Fue un horrible espectáculo, se lo aseguró.

-¡De noche! -murmuré. Era la hora en que suce­dían todas las calamidades en Thornfield. Añadí: -¿Se sabe cómo se produjo el incendio?

-Se supone, señorita. O mejor dicho, se sabe con certeza. Acaso ignora usted -prosiguió, acercando su silla a la mesa y hablando en voz baja- que en la casa había encerrada una señora que estaba… loca.

-Oí decir algo de eso.

-La guardaban con riguroso secreto, así que durante muchos años la gente no estaba segura de que esa señora existiera, aunque se rumoreaba que sí. Desde luego, no se sabía quién era. Se decía que Mr. Edward la había traído del extranjero y se suponía que era su querida. Pero hace un año sucedió una cosa extraña, muy ex­traña.

Temiendo que me contase mi propia historia, insistí en lo principal:

-¿Y esa señora?

-¡Esa señora resultó ser la esposa de Mr. Rochester! Se supo de un modo muy raro. Había en la casa una joven institutriz, y Mr. Rochester…

-Bien, pero ¿y el incendio?

-Ahora, ahora. Mr. Rochester se enamoró de ella. Los criados dicen que nunca han visto a nadie tan ena­morado como él. Lo observaban, claro… ¡Ya sabe usted lo que es la servidumbre! Ella era muy jovencita, casi una niña. No la he visto nunca, pero Leah, que la apre­ciaba, me ha hablado con frecuencia de ella. Mr. Ro­chester tenía unos cuarenta años y esa señorita menos de veinte, y cuando caballeros de esa edad se enamoran de muchachas, casi se atontan… En fin; él quiso casarse con la joven…

-Esa parte de la historia cuéntemela luego -dije-. Ahora tengo especiales razones para enterarme de lo del incendio. ¿Se supone que la loca intervino en él?

-Es seguro, señorita, que ella y no otra persona fue quien lo causó. Tenía una mujer que la custodiaba, Gra­ce Poole, una persona muy buena y muy escrupulosa.

Pero tenía un defecto común a niñeras y sirvientas de esa clase, y es que guardaba en su cuarto una botella de ginebra y apuraba frecuentes tragos. Es comprensible, porque llevaba una vida poco agradable y tenía que con­solarse de algún modo, pero el caso es que, cuando Gra­ce se dormía después de beber su ginebra con agua, la señora loca, que era astuta como una bruja, le sacaba las llaves del bolsillo y erraba por la casa haciendo todo el mal que se le venía a la cabeza. Se dice que una noche incendió la cama de su marido, pero de eso no sé nada a punto fijo. En fin, para acabar: una noche prendió fuego a los tapices del cuarto contiguo al suyo, y luego bajó al de la institutriz que estaba afortunadamente, vacío, por­que la joven se había ido dos meses antes. Mr. Roches­ter la había buscado como si fuese la cosa más preciosa del mundo, pero no supo nada de ella. Desde entonces, el disgusto le hizo huraño, casi salvaje. Envió a Mrs. Fairfax, su ama de llaves, con su familia, aunque portán­dose bien con ella, porque le señaló una pensión fija. La Fairfax era muy buena mujer. Adèle, una niña que Mr. Edward había recogido, fue enviada al colegio. Rompió toda relación con sus amigos y quedó en la sala como un ermitaño.

-¿No se fue de Inglaterra?

-¡Bendito sea Dios! No. No salía de casa, excepto por las noches. Entonces erraba por el huerto como un alma en pena. Parecía loco, y mi corazón es que lo esta­ba, porque nunca había sido así antes de que esa mos­quita muerta la institutriz se cruzara en su camino. No bebía ni jugaba y, aunque no era un hombre gallardo, era tan cabal como el primero. Yo le he tratado de niño. ¡Figúrese si le conozco! ¡Ojalá esa Miss Eyre se hubiese ahogado en el mar antes de venir a Thornfield!

-¿Estaba en casa Mr. Rochester cuando se declaró el incendio?

-Sí, estaba. Subió en seguida al piso alto para des­pertar a los criados, y luego fue a sacar a la loca de su celda. Pero ella se hallaba en el tejado, en pie, agitando los brazos y gritando de un modo que se la oía en una milla a la redonda. Yo mismo la vi y la oí. Era una mujer corpulenta, de cabello negro, que flotaba iluminado por las llamas. Yo vi, y los demás vieron, a Mr. Rochester subir al tejado y gritar: «¡Bertha!» Entonces ella dio un salto y se estrelló contra el suelo.

-¿Murió?

-Murió. Se rompió la cabeza contra las piedras de la explanada.

-¡Dios mío!

-Fue horrible, señorita. -Y después, ¿qué pasó?

Después, señorita, la casa ardió hasta los cimientos, y no han quedado en pie más que algunos lienzos de pared.

-¿Hubo alguna víctima más?

-No; pero hubiera valido más que la hubiese. -¿Por qué?

-¡Pobre Mr. Edward! -exclamó el posadero-. ¡Quién me hubiera dicho que había de verle así! Hay quien afirma que ha sido un justo castigo por mantener secreto su matrimonio y tratar de casarse con otra cuan­do su primera mujer vivía, pero yo le compadezco. -Pero ¿vive? -insistí.

-Vive ¡Más le hubiera valido perder la vida! -¿Qué le pasa? ¿Está en Inglaterra?

-Está, está, y no creo que en el estado en que se halla pueda ir a sitio alguno.

¡Qué tortura! ¡Y aquel hombre parecía dispuesto a prolongarla!

-Está ciego -dijo, al fin-. ¡Ciego, el pobre Mr. Edward!

Yo había temido algo peor aún: que estuviera loco. Haciendo un esfuerzo pude preguntar a mi interlocutor cómo había sucedido aquella desgracia.

-Mr. Rochester era valeroso; no quiso salir hasta que todos lo hubieran hecho. Cuando, después de la muerte de su esposa, bajaba la escalera, después que los demás, el edificio se derrumbó. Se extrajo a Mr. Rochester de las ruinas, vivo, pero mal herido. Una viga había caído de modo que le protegió en parte. Sin embargo, había perdido un ojo y tenía una mano tan estropeada que Mr. Carter, el médico, hubo de amputársela inmediatamen­te. Acabó perdiendo también la vista del otro ojo sano. Así que ahora está ciego e inválido.

-¿Dónde vive?

-En Ferndean, una casa de campo que posee a trein­ta millas de aquí. Un sitio desolado, solitario. -¿Quién le acompaña?

-El anciano John y su mujer. Mr. Edward está com­pletamente aniquilado, según ellos dicen.

-¿Tiene usted algún medio de transporte? -Sí, señora; una excelente silla de posta.

-Mande engancharla en seguida y si su cochero pue­de llevarme a Ferndean antes de que anochezca, les pa­garé, a él y a usted, el doble de la tarifa habitual.

Scroll al inicio