La Ilíada – Homero
PESTE — CÓLERA
Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos
males á los aqueos y precipitó al Orco muchas almas valerosas de
héroes, á quienes hizo presa de perros y pasto de aves—cumplíase la voluntad
de Júpiter—desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres,
y el divino Aquiles.
¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan?
El hijo de Júpiter y de Latona. Airado con el rey, suscitó en el ejército
maligna peste, y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al
sacerdote Crises. Éste, deseando redimir á su hija, habíase presentado en las
veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador
Apolo, que pendían de áureo cetro, en la mano; y á todos los aqueos, y particularmente
á los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:
«¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen
olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente
á la patria. Poned en libertad á mi hija y recibid el rescate, venerando
al hijo de Júpiter, al flechador Apolo.»
Todos los aqueos aprobaron á voces que se respetase al sacerdote y se
admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, á quien no plugo
el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje:
26 «Que yo no te encuentre, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya
porque demores tu partida, ya porque vuelvas luego; pues quizás no te valgan
el cetro y las ínfulas del dios. Á aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá
la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y
compartiendo mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte sano y
salvo.»
Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Sin desplegar
los labios, fuése por la orilla del estruendoso mar; y en tanto se alejaba, dirigía
muchos ruegos al soberano Apolo, hijo de Latona, la de hermosa
cabellera:
«¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges á Crisa y á la divina
Cila, é imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esmintio! Si alguna vez
adorné tu gracioso templo ó quemé en tu honor pingües muslos de toros ó
de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus
flechas!»
Tal fue su plegaria. Oyóla Febo Apolo, é irritado en su corazón, descendió
de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los
hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó
á moverse. Iba parecido á la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró
una flecha, y el arco de plata dió un terrible chasquido. Al principio el dios
disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus mortíferas
saetas á los hombres, y continuamente ardían muchas piras de
cadáveres.
Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el
décimo, Aquiles convocó al pueblo á junta: se lo puso en el corazón Juno,
la diosa de los níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, á quienes
veía morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros,
se levantó y dijo:
«¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes,
si escapamos de la muerte; pues si no, la guerra y la peste unidas acabarán
con los aqueos. Mas, ea, consultemos á un adivino, sacerdote ó intérprete
de sueños—también el sueño procede de Júpiter,—para que nos diga por
qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto ó
hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas,
querrá apartar de nosotros la peste.»
Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse Calcas Testórida, el
mejor de los augures—conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había
guiado las naves aqueas hasta Ilión por medio del arte adivinatoria que le
diera Febo Apolo,—y benévolo les arengó diciendo:
«¡Oh Aquiles, caro á Júpiter! Mándasme explicar la cólera del dios,
del flechador Apolo. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás
pronto á defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar á un varón que
goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos.
Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se enoja; y si en el mismo
día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo en el
pecho de aquél. Di tú si me salvarás.»
Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros: «Manifiesta, deponiendo
todo temor, el vaticinio que sabes; pues, ¡por Apolo, caro á Júpiter, á quien
tú, oh Calcas, invocas siempre que revelas los oráculos á los dánaos!, ninguno
de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, junto á las cóncavas naves,
mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón
que al presente blasona de ser el más poderoso de los aqueos todos.»
Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate: «No está el dios quejoso
con motivo de algún voto ó hecatombe, sino á causa del ultraje que Agamenón
ha inferido al sacerdote, á quien no devolvió la hija ni admitió el rescate.
Por esto el Flechador nos causó males y todavía nos causará otros. Y no
librará á los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea restituída á su padre,
sin premio ni rescate, la moza de ojos vivos, é inmolemos en Crisa una sacra
hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá nuestra
esperanza.»
Dichas estas palabras, se sentó. Levantóse al punto el poderoso héroe
Agamenón Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los
ojos parecidos al relumbrante fuego; y encarando á Calcas la torva vista,
exclamó:
«¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te
complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste cosa buena.
Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el Flechador les envía calamidades,
porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida,
á quien deseaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, á Clitemnestra,
mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural,
ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla,
si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca.
Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo
que se quede sin tenerla; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se
me va de las manos la que me había correspondido.»
Replicóle el divino Aquiles, el de los pies ligeros: «¡Atrida gloriosísimo,
el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los
magnánimos aqueos? No sé que existan en parte alguna cosas de la comunidad,
pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente
obligar á los hombres á que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven
al dios, y los aqueos te pagaremos el triple ó el cuádruple, si Júpiter nos
permite tomar la bien murada ciudad de Troya.»
Díjole en respuesta el rey Agamenón: «Aunque seas valiente, deiforme
Aquiles, no ocultes tu pensamiento, pues ni podrás burlarme ni persuadirme.
¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la
mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos
aqueos me dan otra conforme á mi deseo para que sea equivalente… Y si no
me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya ó de la de Ayax, ó me llevaré
la de Ulises, y montará en cólera aquel á quien me llegue. Mas sobre
esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, botemos una negra nave al mar divino,
reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una
hecatombe y á la misma Criseida, la de hermosas mejillas, y sea capitán
cualquiera de los jefes: Ayax, Idomeneo, el divino Ulises ó tú, Pelida, el
más portentoso de los hombres, para que aplaques al Flechador con
sacrificios.»
Mirándole con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies ligeros:
«¡Ah, impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto á obedecer tus
órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha ó para combatir valerosamente
con otros hombres? No he venido á pelear obligado por los belicosos
teucros, pues en nada se me hicieron culpables—no se llevaron nunca
mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil
Ptía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso
mar nos separan,—sino que te seguimos á ti, grandísimo insolente, para
darte el gusto de vengaros de los troyanos á Menelao y á ti, cara de perro.
No fijas en esto la atención, ni por ello te preocupas, y aun me amenazas
con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los
aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran á
saco una populosa ciudad: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra
la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho
mayor; y yo vuelvo á mis naves, teniéndola pequeña, pero grata, después de
haberme cansado en el combate. Ahora me iré á Ptía, pues lo mejor es regresar
á la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra
para proporcionarte ganancia y riqueza.»
Contestó el rey de hombres Agamenón: «Huye, pues, si tu ánimo á
ello te incita; no te ruego que por mí te quedes; otros hay á mi lado que me
honrarán, y especialmente el próvido Júpiter. Me eres más odioso que ningún
otro de los reyes, alumnos de Jove, porque siempre te han gustado las
riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza, un dios te la dió. Vete á la patria,
llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los mirmidones;
no me cuido de que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te haré una
amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita á Criseida, la mandaré en mi
nave con mis amigos; y encaminándome yo mismo á tu tienda, me llevaré á
Briseida, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas cuánto
más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse
conmigo.»
Tal dijo. Acongojóse el Pelida, y dentro del velludo pecho su corazón
discurrió dos cosas: ó, desnudando la aguda espada que llevaba junto al
muslo, abrirse paso y matar al Atrida, ó calmar su cólera y reprimir su furor.
Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón y sacaba
de la vaina la gran espada, vino Minerva del cielo: envióla Juno, la diosa de
los níveos brazos, que amaba cordialmente á entrambos y por ellos se preocupaba.
Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose
á él tan sólo; de los demás, ninguno la veía. Aquiles, sorprendido, volvióse
y al instante conoció á Palas Minerva, cuyos ojos centelleaban de un
modo terrible. Y hablando con ella, pronunció estas aladas palabras:
«¿Por qué, hija de Júpiter, que lleva la égida, has venido nuevamente?
¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Agamenón, hijo de
Atreo? Pues te diré lo que me figuro que va á ocurrir: Por su insolencia perderá
pronto la vida.»
Díjole Minerva, la diosa de los brillantes ojos: «Vengo del cielo para
apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Juno, la diosa de los níveos
brazos, que os ama cordialmente á entrambos y por vosotros se preocupa.
Ea, cesa de disputar, no desenvaines la espada é injúriale de palabra como te
parezca. Lo que voy á decir se cumplirá: Por este ultraje se te ofrecerán un
día triples y espléndidos presentes. Domínate y obedécenos.»
Contestó Aquiles, el de los pies ligeros: «Preciso es, oh diosa, hacer
lo que mandáis, aunque el corazón esté muy irritado. Obrar así es lo mejor.
Quien á los dioses obedece, es por ellos muy atendido.»
Dijo; y puesta la robusta mano en el argénteo puño, envainó la enorme
espada y no desobedeció la orden de Minerva. La diosa regresó al Olimpo,
al palacio en que mora Júpiter, que lleva la égida, entre las demás
deidades.
El hijo de Peleo, no amainando en su ira, denostó nuevamente al
Atrida con injuriosas voces: «¡Borracho, que tienes cara de perro y corazón
de ciervo! Jamás te atreviste á tomar las armas con la gente del pueblo para
combatir, ni á ponerte en emboscada con los más valientes aqueos: ambas
cosas te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor arrebatar los dones,
en el vasto campamento de los aqueos, á quien te contradiga. Rey devorador
de tu pueblo, porque mandas á hombres abyectos…; en otro caso, Atrida,
éste fuera tu último ultraje. Otra cosa voy á decirte y sobre ella prestaré
un gran juramento: Sí, por este cetro que ya no producirá hojas ni ramos,
pues dejó el tronco en la montaña; ni reverdecerá, porque el bronce lo despojó
de las hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos que administran
justicia y guardan las leyes de Júpiter (grande será para ti este juramento).
Algún día los aquivos todos echarán de menos á Aquiles, y tú, aunque
te aflijas, no podrás socorrerles cuando sucumban y perezcan á manos
de Héctor, matador de hombres. Entonces desgarrarás tu corazón, pesaroso
por no haber honrado al mejor de los aqueos.»
Así se expresó el Pelida; y tirando á tierra el cetro tachonado con clavos
de oro, tomó asiento. El Atrida, en el opuesto lado, iba enfureciéndose.
Pero levantóse Néstor, suave en el hablar, elocuente orador de los pilios, de
cuya boca las palabras fluían más dulces que la miel—había visto perecer
dos generaciones de hombres de voz articulada que nacieron y se criaron
con él en la divina Pilos y reinaba sobre la tercera,—y benévolo les arengó
diciendo:
«¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande para la tierra aquea!
Alegraríanse Príamo y sus hijos, y regocijaríanse los demás troyanos en su
corazón, si oyeran las palabras con que disputáis vosotros, los primeros de
los dánaos lo mismo en el consejo que en el combate. Pero dejaos convencer,
ya que ambos sois más jóvenes que yo. En otro tiempo traté con hombres
aún más esforzados que vosotros, y jamás me desdeñaron. No he visto
todavía ni veré hombres como Pirítoo, Driante pastor de pueblos, Ceneo,
Exadio, Polifemo, igual á un dios, y Teseo Egida, que parecía un inmortal.
Criáronse éstos los más fuertes de los hombres; muy fuertes eran y con
otros muy fuertes combatieron: con los montaraces Centauros, á quienes
exterminaron de un modo estupendo. Y yo estuve en su compañía—habiendo
acudido desde Pilos, desde lejos, desde esa apartada tierra, porque ellos
mismos me llamaron—y combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no
pelearía ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra; no obstante lo
cual, seguían mis consejos y escuchaban mis palabras. Prestadme también
vosotros obediencia, que es lo mejor que podéis hacer. Ni tú, aunque seas
valiente, le quites la moza, sino déjasela, puesto que se la dieron en recompensa
los magnánimos aqueos; ni tú, Pelida, quieras altercar de igual á igual
con el rey, pues jamás obtuvo honra como la suya ningún otro soberano que
usara cetro y á quien Júpiter diera gloria. Si tú eres más esforzado, es porque
una diosa te dió á luz; pero éste es más poderoso, porque reina sobre
mayor número de hombres. Atrida, apacigua tu cólera; yo te suplico que depongas
la ira contra Aquiles, que es para todos los aqueos un fuerte antemural
en el pernicioso combate.»
Respondióle el rey Agamenón: «Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas
de decir. Pero este hombre quiere sobreponerse á todos los demás; á todos
quiere dominar, á todos gobernar, á todos dar órdenes que alguien, creo,
se negará á obedecer. Si los sempiternos dioses le hicieron belicoso, ¿le permiten
por esto proferir injurias?»
Interrumpiéndole, exclamó el divino Aquiles: «Cobarde y vil podría
llamárseme si cediera en todo lo que dices; manda á otros, no me des órdenes,
pues yo no pienso obedecerte. Otra cosa te diré que fijarás en la memoria:
No he de combatir con estas manos por la moza, ni contigo, ni con otro
alguno, pues al fin me quitáis lo que me disteis; pero de lo demás que tengo
cabe á la veloz nave negra, nada podrías llevarte tomándolo contra mi voluntad.
Y si no, ea, inténtalo, para que éstos se enteren también; presto tu
negruzca sangre correría en torno de mi lanza.»
Después de altercar así con encontradas razones, se levantaron y disolvieron
la junta que cerca de las naves aqueas se celebraba. El hijo de Peleo
fuése hacia sus tiendas y sus bien proporcionados bajeles con Patroclo y
otros amigos. El Atrida botó al mar una velera nave, escogió veinte remeros,
cargó las víctimas de la hecatombe para el dios, y conduciendo á Criseida,
la de hermosas mejillas, la embarcó también; fué capitán el ingenioso
Ulises.
Así que se hubieron embarcado, empezaron á navegar por la líquida
llanura. El Atrida mandó que los hombres se purificaran, y ellos hicieron
lustraciones, echando al mar las impurezas, y sacrificaron en la playa hecatombes
perfectas de toros y de cabras en honor de Apolo. El vapor de la
grasa llegaba al cielo, enroscándose alrededor del humo.
En tales cosas ocupábase el ejército. Agamenón no olvidó la amenaza
que en la contienda hiciera á Aquiles, y dijo á Taltibio y Euríbates, sus
heraldos y diligentes servidores: «Id á la tienda del Pelida Aquiles, y asiendo
de la mano á Briseida, la de hermosas mejillas, traedla acá; y si no os la
diere, iré yo con otros á quitársela y todavía le será más duro.»
Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió. Contra
su voluntad fuéronse los heraldos por la orilla del estéril mar, llegaron á las
tiendas y naves de los mirmidones, y hallaron al rey cerca de su tienda y de
su negra nave. Aquiles, al verlos, no se alegró. Ellos se turbaron, y haciendo
una reverencia, paráronse sin decir ni preguntar nada. Pero el héroe lo comprendió
todo y dijo:
«¡Salud, heraldos, mensajeros de Júpiter y de los hombres! Acercaos;
pues para mí no sois vosotros los culpables, sino Agamenón que os
envía por la joven Briseida. ¡Ea, Patroclo de jovial linaje! Saca la moza y
entrégala para que se la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados
dioses, ante los mortales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen
los demás necesidad de mí para librarse de funestas calamidades; porque él
tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar á la vez en lo futuro y en
lo pasado, á fin de que los aqueos se salven combatiendo junto á las naves.»
De tal modo habló. Patroclo, obedeciendo á su amigo, sacó de la
tienda á Briseida, la de hermosas mejillas, y la entregó para que se la llevaran.
Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la mujer iba con ellos
de mala gana. Aquiles rompió en llanto, alejóse de los compañeros, y sentándose
á orillas del espumoso mar con los ojos clavados en el ponto inmenso
y las manos extendidas, dirigió á su madre muchos ruegos: «¡Madre!
Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Júpiter altitonante debía honrarme
y no lo hace en modo alguno. El poderoso Agamenón Atrida me ha
ultrajado, pues tiene mi recompensa que él mismo me arrebató.»
Así dijo llorando. Oyóle la veneranda madre desde el fondo del mar,
donde se hallaba á la vera del padre anciano, é inmediatamente emergió,
como niebla, de las espumosas ondas, sentóse al lado de aquél, que lloraba,
acaricióle con la mano y le habló de esta manera:
«¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no
me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos.»
Dando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies ligeros:
«Lo sabes. ¿Á qué referirte lo que ya conoces? Fuimos á Tebas, la sagrada
ciudad de Eetión; la saqueamos, y el botín que trajimos se lo distribuyeron
equitativamente los aqueos, separando para el Atrida á Criseida, la de hermosas
mejillas. Luego Crises, sacerdote del flechador Apolo, queriendo redimir
á su hija, se presentó en las veleras naves aqueas con inmenso rescate
y las ínfulas del flechador Apolo, que pendían de áureo cetro, en la mano; y
suplicó á todos los aqueos, y particularmente á los dos Atridas, caudillos de
pueblos. Todos los aqueos aprobaron á voces que se respetase al sacerdote y
se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, á quien no plugo
el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador lenguaje. El anciano
se fué irritado; y Apolo, accediendo á sus ruegos, pues le era muy querido,
tiró á los argivos funesta saeta: morían los hombres unos en pos de otros, y
las flechas del dios volaban por todas partes en el vasto campamento de los
aqueos. Un sabio adivino nos explicó el vaticinio del Flechador, y yo fuí el
primero en aconsejar que se aplacara al dios. El Atrida encendióse en ira; y
levantándose, me dirigió una amenaza que ya se ha cumplido. Á aquélla, los
aqueos de ojos vivos la conducen á Crisa en velera nave con presentes para
el dios; y á la hija de Brises, que los aqueos me dieron, unos heraldos se la
han llevado ahora mismo de mi tienda. Tú, si puedes, socorre á tu buen hijo;
ve al Olimpo y ruega á Júpiter, si alguna vez llevaste consuelo á su corazón
con palabras ó con obras. Muchas veces, hallándonos en el palacio de mi
padre, oí que te gloriabas de haber evitado, tú sola entre los inmortales, una
afrentosa desgracia al Saturnio, que amontona las sombrías nubes, cuando
quisieron atarle otros dioses olímpicos, Juno, Neptuno y Palas Minerva. Tú,
oh diosa, acudiste y le libraste de las ataduras, llamando al espacioso Olimpo
al centímano á quien los dioses nombran Briáreo y todos los hombres
Egeón, el cual es superior en fuerza á su mismo padre, y se sentó entonces
al lado de Júpiter, ufano de su gloria; temiéronle los bienaventurados dioses
y desistieron de su propósito. Recuérdaselo, siéntate junto á él y abraza sus
rodillas: quizás decida favorecer á los teucros y acorralar á los aqueos que
serán muertos entre las popas, cerca del mar; para que todos disfruten de su
rey y comprenda el poderoso Agamenón Atrida la falta que ha cometido no
honrando al mejor de los aqueos.»
Respondióle Tetis, derramando lágrimas: «¡Ay, hijo mío! ¿Por qué te
he criado, si en hora aciaga te dí á luz? ¡Ojalá estuvieras en las naves sin
llanto ni pena, ya que tu vida ha de ser corta, de no larga duración! Ahora
eres juntamente de breve vida y el más infortunado de todos. Con hado funesto
te parí en el palacio. Yo misma iré al nevado Olimpo y hablaré á Júpiter,
que se complace en lanzar rayos, por si se deja convencer. Tú quédate
en las naves de ligero andar, conserva la cólera contra los aqueos y abstente
por completo de combatir. Ayer fuése Júpiter al Océano, al país de los probos
etíopes, para asistir á un banquete, y todos los dioses le siguieron. De
aquí á doce días volverá al Olimpo. Entonces acudiré á la morada de Júpiter,
sustentada en bronce; le abrazaré las rodillas, y espero que lograré
persuadirle.»
Dichas estas palabras partió, dejando á Aquiles con el corazón irritado
á causa de la mujer de bella cintura que violentamente y contra su voluntad
le habían arrebatado.
En tanto, Ulises llegaba á Crisa con las víctimas para la sacra hecatombe.
Cuando arribaron al profundo puerto, amainaron las velas, guardándolas
en la negra nave; abatieron por medio de cuerdas el mástil hasta la
crujía; y llevaron el buque, á fuerza de remos, al fondeadero. Echaron anclas
y ataron las amarras, saltaron á la playa, desembarcaron las víctimas de
la hecatombe para el flechador Apolo, y Criseida salió de la nave que atraviesa
el ponto. El ingenioso Ulises llevó la moza al altar y, poniéndola en
manos de su padre, dijo:
«¡Oh Crises! Envíame el rey de hombres Agamenón á traerte la hija
y ofrecer en favor de los dánaos una sagrada hecatombe á Apolo, para que
aplaquemos á este dios que tan deplorables males ha causado á los aqueos.»
Dijo, y puso en sus manos la hija amada, que aquél recibió con alegría.
Acto continuo, ordenaron la sacra hecatombe en torno del bien construído
altar, laváronse las manos y tomaron harina con sal. Y Crises oró en
alta voz y con las manos levantadas:
«¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges á Crisa y á la divina
Cila é imperas en Ténedos poderosamente! Me escuchaste cuando te supliqué,
y para honrarme, oprimiste duramente al ejército aqueo; pues ahora
cúmpleme este voto: ¡Aleja ya de los dánaos la abominable peste!»
Tal fue su plegaria, y Febo Apolo le oyó. Hecha la rogativa y esparcida
la harina con sal, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia
atrás, y las degollaron y desollaron; en seguida cortaron los muslos, y después
de cubrirlos con doble capa de grasa y de carne cruda en pedacitos, el
anciano los puso sobre leña encendida y los roció de negro vino. Cerca de
él, unos jóvenes tenían en las manos asadores de cinco puntas. Quemados
los muslos, probaron las entrañas; y descuartizando lo demás, atravesáronlo
con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada
la faena y dispuesto el banquete, comieron, y nadie careció de su respectiva
porción. Cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, los mancebos
llenaron las crateras y distribuyeron el vino á todos los presentes después
de haber ofrecido en copas las primicias. Y durante el día los aqueos
aplacaron al dios con el canto, entonando un hermoso peán al flechador
Apolo, que les oía con el corazón complacido.
Cuando el sol se puso y sobrevino la noche, durmieron cabe á las
amarras del buque. Mas, así que apareció la hija de la mañana, la Aurora de
rosados dedos, hiciéronse á la mar para volver al espacioso campamento
aqueo, y el flechador Apolo les envió próspero viento. Izaron el mástil, descogieron
las velas, que hinchó el viento, y las purpúreas ondas resonaban en
torno de la quilla mientras la nave corría siguiendo su rumbo. Una vez llegados
al vasto campamento de los aquivos, sacaron la negra nave á tierra
firme y la pusieron en alto sobre la arena, sosteniéndola con grandes maderos.
Y luego se dispersaron por las tiendas y los bajeles.
El hijo de Peleo y descendiente de Jove, Aquiles, el de los pies ligeros,
seguía irritado en las veleras naves, y ni frecuentaba las juntas donde
los varones cobran fama, ni cooperaba á la guerra; sino que consumía su
corazón, permaneciendo en los bajeles, y echaba de menos la gritería y el
combate.
Cuando, después de aquel día, apareció la duodécima aurora, los
sempiternos dioses volvieron al Olimpo con Júpiter á la cabeza. Tetis no olvidó
entonces el encargo de su hijo: saliendo de entre las olas del mar, subió
muy de mañana al gran cielo y al Olimpo, y halló al longividente Saturnio
sentado aparte de los demás dioses en la más alta de las muchas cumbres
del monte. Acomodóse junto á él, abrazó sus rodillas con la mano izquierda,
tocóle la barba con la diestra y dirigió esta súplica al soberano Jove
Saturnio:
«¡Padre Júpiter! Si alguna vez te fui útil entre los inmortales con palabras
ú obras, cúmpleme este voto: Honra á mi hijo, el héroe de más breve
vida, pues el rey de hombres Agamenón le ha ultrajado, arrebatándole la
recompensa que todavía retiene. Véngale tú, próvido Júpiter Olímpico, concediendo
la victoria á los teucros hasta que los aqueos den satisfacción á mi
hijo y le colmen de honores.»
De tal suerte habló. Júpiter, que amontona las nubes, nada contestó,
guardando silencio un buen rato. Pero Tetis, que seguía como cuando abrazó
sus rodillas, le suplicó de nuevo:
«Prométemelo claramente, asintiendo, ó niégamelo—pues en ti no
cabe el temor—para que sepa cuán despreciada soy entre todas las
deidades.»
Júpiter, que amontona las nubes, respondió afligidísimo: «¡Funestas
acciones! Pues harás que me malquiste con Juno cuando me zahiera con injuriosas
palabras. Sin motivo me riñe siempre ante los inmortales dioses,
porque dice que en las batallas favorezco á los teucros. Pero ahora vete, no
sea que Juno advierta algo; yo me cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo
deseas, te haré con la cabeza la señal de asentimiento para que tengas confianza.
Éste es el signo más seguro, irrevocable y veraz para los inmortales;
y no deja de efectuarse aquello á que asiento con la cabeza.»
Dijo el Saturnio, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los
divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y á su influjo
estremecióse el dilatado Olimpo.
Después de deliberar así, se separaron: ella saltó al profundo mar
desde el resplandeciente Olimpo, y Jove volvió á su palacio. Los dioses se
levantaron al ver á su padre, y ninguno aguardó que llegase, sino que todos
salieron á su encuentro. Sentóse Júpiter en el trono; y Juno, que, por haberlo
visto, no ignoraba que Tetis, la de argentados pies, hija del anciano del mar,
con él departiera, dirigió en seguida injuriosas palabras á Jove Saturnio:
«¿Cuál de las deidades, oh doloso, ha conversado contigo? Siempre
te es grato, cuando estás lejos de mí, pensar y resolver algo clandestinamente,
y jamás te has dignado decirme una sola palabra de lo que acuerdas.»
Respondió el padre de los hombres y de los dioses: «¡Juno! No esperes
conocer todas mis decisiones, pues te resultará difícil aun siendo mi esposa.
Lo que pueda decirse, ningún dios ni hombre lo sabrá antes que tú;
pero lo que quiera resolver sin contar con los dioses, no lo preguntes ni procures
averiguarlo.»
Replicó Juno veneranda, la de los grandes ojos: «¡Terribilísimo Saturnio,
qué palabras proferiste! No será mucho lo que te haya preguntado ó
querido averiguar, puesto que muy tranquilo meditas cuanto te place. Mas
ahora mucho recela mi corazón que te haya seducido Tetis, la de los argentados
pies, hija del anciano del mar. Al amanecer el día sentóse cerca de ti y
abrazó tus rodillas; y pienso que le habrás prometido, asintiendo, honrar á
Aquiles y causar gran matanza junto á las naves aqueas.»
560 Contestó Júpiter, que amontona las nubes: «¡Ah, desdichada! Siempre
sospechas y de ti no me oculto. Nada, empero, podrás conseguir sino
alejarte de mi corazón; lo cual todavía te será más duro. Si es cierto lo que
sospechas, así debe de serme grato. Pero, siéntate en silencio; obedece mis
palabras. No sea que no te valgan cuantos dioses hay en el Olimpo, si acercándome
te pongo encima las invictas manos.»
Tal dijo. Juno veneranda, la de los grandes ojos, temió; y refrenando
el coraje, sentóse en silencio. Indignáronse en el palacio de Jove los dioses
celestiales. Y Vulcano, el ilustre artífice, comenzó á arengarles para consolar
á su madre Juno, la de los níveos brazos:
«Funesto é insoportable será lo que ocurra, si vosotros disputáis así
por los mortales y promovéis alborotos entre los dioses; ni siquiera en el
banquete se hallará placer alguno, porque prevalece lo peor. Yo aconsejo á
mi madre, aunque ya ella tiene juicio, que obsequie al padre querido, para
que éste no vuelva á reñirla y á turbarnos el festín. Pues si el Olímpico fulminador
quiere echarnos del asiento… nos aventaja mucho en poder. Pero
halágale con palabras cariñosas y pronto el Olímpico nos será propicio.»
De este modo habló, y tomando una copa doble, ofrecióla á su madre,
diciendo: «Sufre, madre mía, y sopórtalo todo aunque estés afligida;
que á ti, tan querida, no te vean mis ojos apaleada, sin que pueda socorrerte,
porque es difícil contrarrestar al Olímpico. Ya otra vez que te quise defender,
me asió por el pie y me arrojó de los divinos umbrales. Todo el día fuí
rodando y á la puesta del sol caí en Lemnos. Un poco de vida me quedaba y
los sinties me recogieron tan pronto como hube caído.»
Así dijo. Sonrióse Juno, la diosa de los níveos brazos; y sonriente
aún, tomó la copa doble que su hijo le presentaba. Vulcano se puso á escanciar
dulce néctar para las otras deidades, sacándolo de la cratera; y una risa
inextinguible se alzó entre los bienaventurados dioses al ver con qué afán
les servía en el palacio.
Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y nadie careció
de su respectiva porción, ni faltó la hermosa cítara que tañía Apolo, ni
las Musas que con linda voz cantaban alternando.
Mas, cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses fueron á
recogerse á sus respectivos palacios que había construído Vulcano, el ilustre
cojo de ambos pies, con sabia inteligencia. Júpiter olímpico, fulminador, se
encaminó al lecho donde acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le
vencía. Subió y acostóse; y á su lado descansó Juno, la de áureo trono.