La Ilíada – Homero
PRINCIPALÍA DE AGAMENÓN
La Aurora se levantaba del lecho, dejando al bello Titón, para llevar la luz
á los dioses y á los hombres, cuando, enviada por Júpiter, se presentó en las
veleras naves aqueas la cruel Discordia con la señal del combate en la
mano. Subió la diosa á la ingente nave negra de Ulises, que estaba en medio
de todas, para que le oyeran por ambos lados hasta las tiendas de Ayax Telamonio
y de Aquiles; los cuales habían puesto sus bajeles en los extremos,
porque confiaban en su valor y en la fuerza de sus brazos. Desde allí daba
aquélla grandes, agudos y horrendos gritos, y ponía mucha fortaleza en el
corazón de todos, á fin de que pelearan y combatieran sin descanso. Y pronto
les fué más agradable batallar que volver á la patria tierra en las cóncavas
naves.
El Atrida alzó la voz mandando que los argivos se apercibiesen, y él
mismo vistió la armadura de luciente bronce. Púsose en torno de las piernas
hermosas grebas sujetas con broches de plata, y cubrió su pecho con la coraza
que Ciniras le diera como presente de hospitalidad. Porque hasta Chipre
había llegado la noticia de que los aqueos se embarcaban para Troya, y
Ciniras, deseoso de complacer al rey, le dió esta coraza que tenía diez filetes
de pavonado acero, doce de oro y veinte de estaño, y tres cerúleos dragones
erguidos hacia el cuello y semejantes al iris que el Saturnio fija en las nubes
como señal para los hombres dotados de palabra. Luego, el rey colgó del
hombro la espada, en la que relucían áureos clavos, con su vaina de plata
sujeta por tirantes de oro. Embrazó después el labrado escudo, fuerte y hermoso,
de la altura de un hombre, que presentaba diez círculos de bronce en
el contorno, tenía veinte bollos de blanco estaño y en el centro uno de negruzco
acero, y lo coronaba la Gorgona, de ojos horrendos y torva vista, con
el Terror y la Fuga á los lados. Su correa era argentada, y sobre la misma
enroscábase cerúleo dragón de tres cabezas entrelazadas, que nacían de un
solo cuello. Cubrió en seguida su cabeza con un casco de doble cimera, cuatro
abolladuras y penacho de crines de caballo, que al ondear en lo alto causaba
pavor; y asió dos fornidas lanzas de aguzada broncínea punta, cuyo
brillo llegaba hasta el cielo. Y Minerva y Juno tronaron en las alturas para
honrar al rey de Micenas, rica en oro.
Cada cual mandó entonces á su auriga que tuviera dispuestos el carro
y los corceles junto al foso; salieron todos á pie y armados, y levantóse inmenso
vocerío antes que la aurora despuntara. Delante del foso ordenáronse
los infantes, y á éstos siguieron de cerca los que combatían en carros. Y el
Saturnio promovió entre ellos funesto tumulto y dejó caer desde el éter sanguinoso
rocío porque había de precipitar al Orco á muchas y valerosas
almas.
Los teucros pusiéronse también en orden de batalla en una eminencia
de la llanura, alrededor del gran Héctor, del eximio Polidamante, de Eneas,
honrado como un dios por el pueblo troyano, y de los tres Antenóridas: Pólibo,
el divino Agenor y el joven Acamante, que parecía un inmortal. Héctor,
armado de un escudo liso, llegó con los primeros combatientes. Cual
astro funesto, que unas veces brilla en el cielo y otras se oculta detrás de las
pardas nubes; así Héctor, ya aparecía entre los delanteros, ya se mostraba
entre los últimos, siempre dando órdenes y brillando como el relámpago del
padre Jove, que lleva la égida.
Como los segadores caminan en direcciones opuestas por los surcos
de un campo de trigo ó de cebada de un hombre opulento, y los manojos de
espigas caen espesos; de la misma manera, teucros y aqueos se acometían y
mataban, sin pensar en la perniciosa fuga. Igual andaba la pelea, y como lobos
se embestían. Gozábase en verlos la luctuosa Discordia, única deidad
que se hallaba entre los combatientes; pues los demás dioses permanecían
quietos en sus palacios construídos en los valles del Olimpo y acusaban al
Saturnio, el dios de las sombrías nubes, porque quería conceder la victoria á
los teucros. Mas el padre no se cuidaba de ellos; y, sentado aparte, ufano de
su gloria, contemplaba la ciudad troyana, las naves aqueas, el brillo del
bronce, á los que mataban y á los que la muerte recibían.
Al amanecer y mientras iba aumentando la luz del sagrado día, los tiros
alcanzaban por igual á unos y á otros y los hombres caían. Cuando llegó
la hora en que el leñador prepara el almuerzo en la espesura del monte, porque
tiene los brazos cansados de cortar grandes árboles y su corazón apetece
la agradable comida, los dánaos, exhortándose mutuamente por las filas y
peleando con bravura, rompieron las falanges teucras. Agamenón, que fué
el primero en arrojarse á ellas, mató á Bianor, pastor de hombres, y á su
compañero Oileo, hábil jinete. Éste se había apeado del carro para sostener
el encuentro, pero el Atrida le hundió en la frente la aguzada pica, que atravesó
el casco—á pesar de ser de duro bronce—y el hueso, conmovióle el
cerebro y postró al guerrero cuando contra aquél arremetía: Después de quitarles
á entrambos la coraza, Agamenón, rey de hombres, dejólos allí, con el
pecho al aire, y fué á dar muerte á Iso y á Ántifo, hijos bastardo y legítimo,
respectivamente, de Príamo, que iban en el mismo carro. El bastardo guiaba
y el ilustre Ántifo combatía. En otro tiempo Aquiles, habiéndolos sorprendido
en un bosque del Ida, mientras apacentaban ovejas, atólos con tiernos
mimbres; y luego, pagado el rescate, los puso en libertad. Mas entonces el
poderoso Agamenón Atrida le envasó á Iso la lanza en el pecho, sobre la
tetilla, y á Ántifo le hirió con la espada en la oreja y le derribó del carro. Y
al ir presuroso á quitarles las magníficas armaduras, los reconoció; pues los
había visto en las veleras naves cuando Aquiles, el de los pies ligeros, se los
llevó del Ida. Bien así como un león penetra en la guarida de una ágil cierva,
se echa sobre los hijuelos y despedazándolos con los fuertes dientes les
quita la tierna vida, y la madre no puede socorrerlos, aunque esté cerca, porque
le da un gran temblor, y atraviesa, azorada y sudorosa, selvas y espesos
encinares, huyendo de la acometida de la terrible fiera; tampoco los teucros
pudieron librar á aquéllos de la muerte, porque á su vez huían ante los
argivos.
Alcanzó luego el rey Agamenón á Pisandro y al intrépido Hipóloco,
hijos del aguerrido Antímaco (éste, ganado por el oro y los espléndidos regalos
de Alejandro, se oponía á que Helena fuese devuelta al rubio Menelao):
ambos iban en un carro, y desde su sitio procuraban guiar los veloces
corceles, pues habían dejado caer las lustrosas riendas y estaban aturdidos.
Cuando el Atrida arremetió contra ellos, cual si fuese un león, arrodilláronse
en el carro y así le suplicaron:
«Haznos prisioneros, hijo de Atreo, y recibirás digno rescate. Muchas
cosas de valor tiene en su casa Antímaco: bronce, oro, hierro labrado;
con ellas nuestro padre te pagaría inmenso rescate, si supiera que estamos
vivos en las naves aqueas.»
Con tan dulces palabras y llorando, hablaban al rey; pero fué amarga
la respuesta que escucharon:
«Pues si sois hijos del aguerrido Antímaco, que aconsejaba en la junta
de los troyanos matar á Menelao y no dejarle volver á los aqueos, cuando
vino á título de embajador con el deiforme Ulises, ahora pagaréis la insolente
injuria que nos infirió vuestro padre.»
Dijo, y derribó del carro á Pisandro: dióle una lanzada en el pecho y
le tumbó de espaldas. De un salto apeóse Hipóloco, y ya en tierra, Agamenón
le cercenó con la espada los brazos y la cabeza, que tiró, haciéndola rodar
como un mortero, por entre las filas. El Atrida dejó á éstos, y seguido de
otros aqueos, de hermosas grebas, fuése derecho al sitio donde más falanges,
mezclándose en montón confuso, combatían. Los infantes mataban á
los infantes, que se veían obligados á huir; los que combatían desde el carro
hacían perecer con el bronce á los enemigos que así peleaban, y á todos los
envolvía la polvareda que en la llanura levantaban con sus sonoras pisadas
los caballos. Y el rey Agamenón iba siempre adelante, matando teucros y
animando á los argivos. Como al estallar voraz incendio en un boscaje, el
viento hace oscilar las llamas y lo propaga por todas partes, y los arbustos
ceden á la violencia del fuego y caen con sus mismas raíces; de igual manera
caían las cabezas de los teucros puestos en fuga por Agamenón Atrida, y
muchos caballos de erguido cuello arrastraban con estrépito por el campo
los carros vacíos y echaban de menos á los eximios conductores; pero éstos,
tendidos en tierra, eran ya más gratos á los buitres que á sus propias
esposas.
Á Héctor, Júpiter le sustrajo de los tiros, el polvo, la matanza, la sangre
y el tumulto; y el Atrida iba adelante, exhortando vehementemente á los
dánaos. Los teucros corrían por la llanura, deseosos de refugiarse en la ciudad,
y ya habían dejado á su espalda el sepulcro del antiguo Ilo Dardánida y
el cabrahigo; y el Atrida les seguía el alcance, vociferando, con las invictas
manos llenas de polvo y sangre. Los que primero llegaron á las puertas Esceas
y á la encina, detuviéronse para aguardar á sus compañeros, los cuales
huían por la llanura como vacas aterrorizadas por un león que, presentándose
en la obscuridad de la noche, da cruel muerte á una de ellas, rompiendo
su cerviz con los fuertes dientes y tragando su sangre y sus entrañas; del
mismo modo el rey Agamenón Atrida perseguía á los teucros, matando al
que se rezagaba, y ellos huían espantados. El Atrida, manejando la lanza
con gran furia, hizo caer á muchos, ya de pechos, ya de espaldas, de sus respectivos
carros. Mas cuando le faltaba poco para llegar al alto muro de la
ciudad, el padre de los hombres y de los dioses bajó del cielo con el relámpago
en la mano, se sentó en una de las cumbres, y llamó á Iris, la de doradas
alas, para que le sirviese de mensajera:
«¡Anda, ve, rápida Iris! Dile á Héctor estas palabras: Mientras vea
que Agamenón, pastor de hombres, se agita entre los combatientes delanteros
y destroza filas de hombres, retírese y ordene al pueblo que combata con
los enemigos en la sangrienta batalla. Mas así que aquél, herido de lanza ó
de flecha, suba al carro, les daré fuerzas para matar enemigos hasta que llegue
á las naves de muchos bancos, se ponga el sol y comience la sagrada
noche.»
Dijo, y la veloz Iris, de pies ligeros como el viento, no dejó de obedecerle.
Descendió de los montes ideos á la sagrada Ilión, y hallando al divino
Héctor, hijo del belicoso Príamo, de pie en el sólido carro, se detuvo á
su lado, y le habló de esta manera:
«¡Héctor, hijo de Príamo, que en prudencia igualas á Júpiter! El padre
Jove me manda para que te diga lo siguiente: Mientras veas que Agamenón,
pastor de hombres, se agita entre los combatientes delanteros y destroza
sus filas, retírate de la lucha y ordena al pueblo que combata con los
enemigos en la sangrienta batalla. Mas así que aquél, herido de lanza ó de
flecha, suba al carro, te dará fuerzas para matar enemigos hasta que llegues
á las naves de muchos bancos, se ponga el sol y comience la sagrada
noche.»
Cuando Iris, la de los pies ligeros, hubo dicho esto, se fué. Héctor
saltó del carro al suelo sin dejar las armas; y blandiendo afiladas picas, recorrió
el ejército, animóle á luchar y promovió una terrible pelea. Los teucros
volvieron la cara á los aqueos para embestirlos; los argivos cerraron las
filas de las falanges; reanudóse el combate, y Agamenón acometió el primero,
porque deseaba adelantarse á todos en la batalla.
Decidme ahora, Musas, que poseéis olímpicos palacios, cuál fué el
primer troyano ó aliado ilustre que á Agamenón se opuso.
Fué Ifidamante Antenórida, valiente y alto de cuerpo, que se había
criado en la fértil Tracia, madre de ovejas. Era todavía niño cuando su abuelo
materno Ciseo, padre de Teano, la de hermosas mejillas, le acogió en su
casa; y así que hubo llegado á la gloriosa edad juvenil, le conservó á su
lado, dándole á su hija en matrimonio. Apenas casado, Ifidamante tuvo que
dejar el tálamo para ir á guerrear contra los aqueos: llegó por mar hasta Percote,
dejó allí las doce corvas naves que mandaba y se encaminó por tierra á
Ilión. Tal era quien salió al encuentro de Agamenón Atrida. Cuando los dos
héroes se hallaron frente á frente, acometiéronse, y el Atrida erró el tiro,
porque la lanza se le desvió; Ifidamante dió con la pica un bote en la cintura
de Agamenón, más abajo de la coraza, y aunque empujó el astil con toda la
fuerza de su brazo, no logró atravesar el labrado tahalí, pues la punta al chocar
con la lámina de plata se torció como plomo. Entonces el poderoso Agamenón
asió de la pica, y tirando de ella con la furia de un león, la arrancó de
las manos de Ifidamante, á quien hirió en el cuello con la espada, dejándole
sin vigor los miembros. De este modo cayó el desventurado para dormir el
sueño de bronce, mientras auxiliaba á los troyanos, lejos de su joven y legítima
esposa, cuya gratitud no llegó á conocer después que tanto le diera: habíale
regalado cien bueyes y prometido mil cabras y mil ovejas de las innumerables
que sus pastores apacentaban. El Atrida Agamenón le quitó la
magnífica armadura y se la llevó, abriéndose paso por entre los aqueos.
Advirtiólo Coón, varón preclaro é hijo primogénito de Antenor, y
densa nube de pesar cubrió sus ojos por la muerte del hermano. Púsose al
lado de Agamenón sin que éste lo notara, dióle una lanzada en medio del
brazo, en el codo, y se lo atravesó con la punta de la reluciente pica. Estremecióse
el rey de hombres Agamenón, mas no por esto dejó de luchar ni de
combatir; sino que arremetió con la impetuosa lanza á Coón, el cual se
apresuraba á retirar, asiéndole por el pie, el cadáver de Ifidamante, su hermano
de padre, y á voces pedía auxilio á los más valientes. Mientras arrastraba
el cadáver á través de la turba, cubriéndole con el abollonado escudo,
Agamenón le envasó la broncínea lanza; dejó sin vigor sus miembros, y le
cortó la cabeza sobre el mismo Ifidamante. Y ambos hijos de Antenor, cumpliéndose
su destino, acabaron la vida á manos del Atrida y descendieron á
la morada de Plutón.
Entróse luego Agamenón por las filas de otros guerreros, y combatió
con la lanza, la espada y grandes piedras mientras la sangre caliente brotaba
de la herida; mas así que ésta se secó y la sangre dejó de correr, agudos dolores
debilitaron sus fuerzas. Como los dolores agudos y acerbos que á la
parturiente envían las Ilitias, hijas de Júpiter, las cuales presiden los alumbramientos
y disponen de los terribles dolores del parto; tales eran los agudos
dolores que debilitaron las fuerzas del Atrida. De un salto subió al carro;
con el corazón afligido mandó al auriga que le llevase á las cóncavas
naves, y gritando fuerte dijo á los dánaos:
«¡Amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Apartad vosotros de
las naves, que atraviesan el ponto, el funesto combate; pues á mí el próvido
Júpiter no me permite combatir todo el día con los teucros.»
Así dijo. El auriga picó con el látigo á los caballos de hermosas crines,
dirigiéndolos á las cóncavas naves; ellos volaron gozosos, con el pecho
cubierto de espuma, y envueltos en una nube de polvo sacaron del campo
de la batalla al fatigado rey.
Héctor, al notar que Agamenón se ausentaba, con penetrantes gritos
animó á los troyanos y á los licios:
«¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo á cuerpo combatís! Sed
hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor. El guerrero más valiente
se ha ido, y Jove Saturnio me concede una gran victoria. Pero dirigid
los solípedos caballos hacia los fuertes dánaos y la gloria que alcanzaréis
será mayor.»
Con estas palabras les excitó á todos el valor y la fuerza. Como un
cazador azuza á los perros de blancos dientes contra un montaraz jabalí ó
contra un león; así Héctor Priámida, igual á Marte, funesto á los mortales,
incitaba á los magnánimos teucros contra los aqueos. Muy alentado, abrióse
paso por los combatientes delanteros, y cayó en la batalla como tempestad
que viene de lo alto y alborota el violáceo ponto.
¿Cuál fué el primero, cuál el último de los que entonces mató Héctor
Priámida cuando Júpiter le dió gloria?
Aseo, el primero, y después Autónoo, Opites, Dólope Clítida, Ofeltio,
Agelao, Esimno, Oro y el bravo Hipónoo. Á tales caudillos dánaos dió
muerte, y además á muchos hombres del pueblo. Como el Céfiro agita y se
lleva en furioso torbellino las nubes que el veloz Noto reuniera, y gruesas
olas se levantan y la espuma llega á lo alto por el soplo del errabundo viento;
de esta manera caían ante Héctor muchas cabezas de hombres plebeyos.
Entonces gran estrago é irreparables males se hubieran producido, y
los aqueos, dándose á la fuga, no habrían parado hasta las naves, si Ulises
no hubiese exhortado á Diomedes Tidida:
«¡Tidida! ¿Por qué no mostramos nuestro impetuoso valor? Ea, ven
aquí, amigo; ponte á mi lado. Vergonzoso fuera que Héctor, de tremolante
casco, se apoderase de las naves.»
Respondióle el fuerte Diomedes: «Yo me quedaré y resistiré, aunque
será poco el provecho que obtendremos; pues Júpiter, que amontona las nubes,
quiere conceder la victoria á los teucros y no á nosotros.»
Dijo, y derribó del carro á Timbreo, envasándole la pica en la tetilla
izquierda; mientras Ulises hería al escudero del mismo rey, á Molión, igual
á un dios. Dejáronlos tan pronto como los pusieron fuera de combate, y penetrando
por la turba causaron confusión y terror, como dos embravecidos
jabalíes que acometen á perros de caza. Así, habiendo vuelto á combatir,
mataban á los teucros; en tanto los aqueos, que huían de Héctor, pudieron
respirar placenteramente.
Dieron también alcance á dos hombres que eran los más valientes de
su pueblo y venían en un mismo carro, á los hijos de Mérope percosio: éste
conocía como nadie el arte adivinatoria, y no quería que sus hijos fuesen á
la homicida guerra; pero ellos no le obedecieron, impelidos por el hado que
á la negra muerte los arrastraba. Diomedes Tidida, famoso por su lanza, les
quitó la vida y les despojó de las magníficas armaduras. Ulises mató á Hipódamo
y á Hipéroco.
Entonces el Saturnio, que desde el Ida contemplaba la batalla, igualó
el combate en que teucros y aqueos se mataban. El hijo de Tideo dió una
lanzada en la cadera al héroe Agástrofo Peónida, que por no tener cerca los
corceles no pudo huir, y esta fué la causa de su desgracia: el escudero tenía
el carro algo distante, y él se revolvía furioso entre los combatientes delanteros,
hasta que perdió la vida. Atisbó Héctor á Ulises y á Diomedes, los
arremetió gritando, y pronto siguieron tras él las falanges troyanas. Al verle,
estremecióse el valeroso Diomedes, y dijo á Ulises, que estaba á su lado:
«Contra nosotros viene esa calamidad, el impetuoso Héctor. Ea,
aguardémosle á pie firme y cerremos con él.»
Dijo; y apuntando á la cabeza de Héctor, blandió y arrojó la ingente
lanza, que fué á dar en la cima del yelmo; pero el bronce rechazó al bronce,
y la punta no llegó al hermoso cutis por impedírselo el casco de tres dobleces
y agujeros á guisa de ojos, regalo de Febo Apolo. Héctor retrocedió un
buen trecho, y penetrando por la turba, cayó de rodillas, apoyó la robusta
mano en el suelo y obscura noche cubrió sus ojos. Mientras el Tidida atravesaba
las primeras filas para recoger la lanza que en el suelo se clavara,
Héctor tornó en su sentido, subió de un salto al carro, y dirigiéndolo por en
medio de la multitud, evitó la negra muerte. Y el fuerte Diomedes, que lanza
en mano le perseguía, exclamó:
«¡Otra vez te has librado de la muerte, perro! Muy cerca tuviste la
perdición, pero te salvó Febo Apolo, á quien debes de rogar cuando sales al
campo antes de oir el estruendo de los dardos. Yo acabaré contigo si más
tarde te encuentro y un dios me ayuda. Y ahora perseguiré á los demás que
se me pongan al alcance.»
Dijo; y empezó á despojar el cadáver del Peónida, famoso por su lanza.
Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, que se apoyaba
en una columna del sepulcro del antiguo rey Ilo Dardánida, armó la ballesta
y la asestó al hijo de Tideo, pastor de hombres. Y mientras éste quitaba al
cadáver del valeroso Agástrofo la labrada coraza, el versátil escudo de debajo
de la espalda, y el pesado casco, aquél disparó y el tiro no fué errado:
la flecha atravesóle al héroe el empeine del pie derecho y se clavó en tierra.
Alejandro salió de su escondite, y con grande y regocijada risa se gloriaba
diciendo:
«Herido estás; no se perdió el tiro. Ojalá que, acertándote en un ijar,
te hubiese quitado la vida. Así los teucros tendrían un respiro en sus males,
pues te temen como al león las baladoras cabras.»
Sin turbarse le respondió el fuerte Diomedes: «¡Flechero, insolente,
únicamente experto en manejar el arco, mirón de doncellas! Si frente á frente
midieras conmigo las armas, no te valdría la ballesta ni las abundantes
flechas. Ahora te alabas sin motivo, pues sólo me rasguñaste el empeine del
pie. Tanto me cuido de la herida como si una mujer ó un insipiente niño me
la hubiese causado, que poco duele la flecha de un hombre vil y cobarde.
De otra clase es el agudo dardo que yo arrojo: por poco que penetre deja
exánime al que lo recibe, y la mujer del muerto desgarra sus mejillas, sus
hijos quedan huérfanos, y el cadáver se pudre enrojeciendo con su sangre la
tierra y teniendo á su alrededor más aves de rapiña que mujeres.»
Así dijo. Ulises, famoso por su lanza, acudió y se le puso delante.
Diomedes se sentó, arrancó del pie la aguda flecha y un dolor terrible recorrió
su cuerpo. Entonces subió al carro y con el corazón afligido mandó al
auriga que le llevase á las cóncavas naves.
Ulises, famoso por su lanza, se quedó solo; ningún aqueo permaneció
á su lado, porque el terror los poseía á todos. Y gimiendo, á su magnánimo
espíritu así le hablaba:
«¡Ay de mí! ¿Qué me ocurrirá? Muy malo es huir, temiendo á la muchedumbre,
y peor aún que me cojan, quedándome solo, pues á los demás
dánaos el Saturnio los puso en fuga. Mas ¿por qué en tales cosas me hace
pensar el corazón? Sé que los cobardes huyen del combate, y quien se descuella
en la batalla debe mantenerse firme, ya sea herido, ya á otro hiera.»
Mientras revolvía tales pensamientos en su mente y en su corazón,
llegaron las huestes de los escudados teucros, y rodeándole, su propio mal
entre ellos encerraron. Como los perros y los florecientes mozos cercan y
embisten á un jabalí que sale de la espesa selva aguzando en sus corvas
mandíbulas los blancos colmillos, y aunque la fiera cruja los dientes y aparezca
terrible resisten firmemente; así los teucros acometían entonces por
todos lados á Ulises, caro á Júpiter. Mas él dió un salto y clavó la aguda
pica en un hombro del eximio Deyopites; mató luego á Toón y Eunomo;
alanceó en el ombligo por debajo del cóncavo escudo á Quersidamante que
se apeaba del carro y cayó en el polvo y cogió el suelo con las manos; y dejándolos
á todos, envasó la lanza á Cárope Hipásida, hermano carnal del noble
Soco. Éste, que parecía un dios, vino á defenderle, y deteniéndose cerca
de Ulises, hablóle de este modo:
«¡Célebre Ulises, varón incansable en urdir engaños y en trabajar!
Hoy ó podrás gloriarte de haber muerto y despojado de las armas á ambos
Hipásidas, ó perderás la vida, herido por mi lanza.»
Cuando esto hubo dicho, le dió un bote en el liso escudo: la fornida
lanza atravesó la luciente rodela, clavóse en la labrada coraza y levantó la
piel del costado; pero Palas Minerva no permitió que llegara á las entrañas
del héroe. Comprendió Ulises que por el sitio la herida no era mortal, y retrocediendo
dijo á Soco estas palabras:
«¡Ah infortunado! Grande es la desgracia que sobre ti ha caído. Lograste
que cesara de luchar con los teucros, pero yo te digo que la perdición
y la negra muerte te alcanzarán hoy, y vencido por mi lanza me darás gloria,
y á Plutón, el de los famosos corceles, el alma.»
Dijo; y como Soco se volviera para huir, clavóle la lanza en el dorso,
entre los hombros, y le atravesó el pecho. El guerrero cayó con estrépito, y
el divino Ulises se jactó de su obra:
«¡Oh Soco, hijo del aguerrido Hipaso, domador de caballos! Te sorprendió
la muerte antes de que pudieses evitarla. ¡Ah mísero! Á ti, una vez
muerto, ni el padre ni la veneranda madre te cerrarán los ojos, sino que te
desgarrarán las carnívoras aves cubriéndote con sus tupidas alas; mientras
que á mí, cuando me muera, los divinos aqueos me harán honras fúnebres.»
Dichas estas palabras, arrancó de su cuerpo y del abollonado escudo
la ingente lanza que Soco le arrojara; brotó la sangre y afligióse el héroe.
Los magnánimos teucros, al ver la sangre, se exhortaron mutuamente entre
la turba y embistieron todos á Ulises; y éste retrocedió, llamando á voces á
sus compañeros. Tres veces gritó cuanto un varón puede hacerlo á voz en
cuello; tres veces Menelao, caro á Marte, le oyó, y al punto dijo á Ayax, que
estaba á su lado:
«¡Ayax Telamonio, de jovial linaje, príncipe de hombres! Oigo la voz
del paciente Ulises como si los teucros, habiéndole aislado en la terrible lucha,
lo estuviesen acosando. Acudámosle, abriéndonos calle por la turba,
pues lo mejor es llevarle socorro. Temo que á pesar de su valentía le suceda
alguna desgracia solo entre los teucros, y que después los dánaos lo echen
muy de menos.»
Así diciendo, partió y siguióle Ayax, varón igual á un dios. Pronto
dieron con Ulises, caro á Jove, á quien los teucros acometían por todos lados
como los rojizos chacales circundan en el monte á un cornígero ciervo
herido por la flecha que un hombre le tirara con el arco—salvóse el ciervo,
merced á sus pies, y huyó en tanto que la sangre estuvo caliente y las rodillas
ágiles; postrólo luego la veloz saeta, y cuando carnívoros chacales lo
despedazaban en la espesura de un monte, trajo el azar un voraz león que,
dispersando á los chacales devoró á aquel;—así entonces muchos y robustos
teucros arremetían al aguerrido y sagaz Ulises; y el héroe, blandiendo la
pica, apartaba de sí la cruel muerte. Pero llegó Ayax con su escudo como
una torre, se puso al lado de Ulises y los teucros se espantaron y huyeron á
la desbandada. El belígero Menelao, asiendo por la mano al héroe, sacóle de
la turba mientras el escudero acercaba el carro.
Ayax, acometiendo á los teucros, mató á Doriclo, hijo bastardo de
Príamo, é hirió á Pándoco, Lisandro, Píraso y Pilartes. Como el hinchado
torrente que acreció la lluvia de Júpiter baja por los montes á la llanura,
arrastra muchos pinos y encinas secas, y arroja al mar gran cantidad de
cieno; así el ilustre Ayax desordenaba y perseguía por el campo á los
enemigos y destrozaba corceles y guerreros. Héctor no lo había advertido,
porque peleaba en la izquierda de la batalla, cerca de la orilla del Escamandro:
allí las cabezas caían en mayor número, y un inmenso vocerío se dejaba
oir alrededor del gran Néstor y del bizarro Idomeneo. Entre todos revolvíase
Héctor, que, haciendo arduas proezas con su lanza y su habilidad
ecuestre, destruía las falanges de jóvenes guerreros. Y los aqueos no retrocedieran
aún, si Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, no
hubiese puesto fuera de combate á Macaón, mientras descollaba en la pelea,
hiriéndole en la espalda derecha con trifurcada saeta. Los aqueos, aunque
respiraban valor, temieron que la lucha se inclinase, y aquél fuera muerto. Y
al punto habló Idomeneo al divino Néstor:
«¡Oh Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! Ea, sube al carro,
póngase Macaón junto á ti, y dirige presto á las naves los solípedos corceles.
Pues un médico vale por muchos hombres, por su pericia en arrancar
flechas y aplicar drogas calmantes.»
Dijo; y Néstor, caballero gerenio, no dejó de obedecerle. Subió al carro,
y tan pronto como Macaón, hijo del eximio médico Esculapio, le hubo
seguido, picó con el látigo á los caballos y éstos volaron de su grado hacia
las cóncavas naves, pues les gustaba volver á ellas.
Cebrión, que acompañaba á Héctor en el carro, notó que los teucros
eran derrotados, y dijo al hermano:
«¡Héctor! Mientras nosotros combatimos con los dánaos en un extremo
de la batalla horrísona, los demás teucros son desbaratados y se agitan
en confuso tropel hombres y caballos. Ayax Telamonio es quien los desordena;
bien le conozco por el ancho escudo que cubre sus espaldas. Enderecemos
á aquel sitio los corceles del carro, que allí es más empeñada la pelea,
mayor la matanza de peones y de los que combaten en carros, é inmensa
la gritería que se levanta.»
Habiendo hablado así, azotó con el sonoro látigo á los caballos de hermosas
crines. Sintieron éstos el golpe y arrastraron velozmente por entre
teucros y dánaos el ligero carro, pisando cadáveres y escudos; el eje tenía la
parte inferior cubierta de sangre y los barandales estaban salpicados de sanguinolentas
gotas que los cascos de los corceles y las llantas de las ruedas
despedían. Héctor, deseoso de penetrar y deshacer aquel grupo de hombres,
promovía gran tumulto entre los dánaos, no dejaba la lanza quieta, recorría
las filas de aquéllos y peleaba con la lanza, la espada y grandes piedras; solamente
evitaba el encuentro con Ayax Telamonio, porque Jove se irritaba contra él
siempre que combatía con un guerrero más valiente.
El padre Júpiter, que tiene su trono en las alturas, infundió temor en
Ayax y éste se quedó atónito, se echó á la espalda el escudo formado por
siete boyunos cueros, paseó su mirada por la turba, como una fiera, y retrocedió
volviéndose con frecuencia y andando á paso lento. Como los canes y
pastores ahuyentan del boíl á un tostado león, y vigilando toda la noche, no
le dejan llegar á los pingües bueyes; y el león, ávido de carne, acomete furioso
y nada consigue, porque caen sobre él multitud de venablos arrojados
por robustas manos y encendidas teas que le dan miedo, y cuando empieza
á clarear el día, se marcha la fiera con ánimo afligido; así Ayax se alejaba
entonces de los teucros, contrariado y con el corazón entristecido, porque
temía mucho por las naves aqueas. De la suerte que un tardo asno se acerca
á un campo, y venciendo la resistencia de los niños que rompen en sus espaldas
muchas varas, penetra en él y destroza las crecidas mieses; los muchachos
lo apalean; pero, como su fuerza es poca, sólo consiguen echarlo
con trabajo, después que se ha hartado de comer; de la misma manera los
animosos troyanos y sus auxiliares venidos de lejas tierras perseguían al
gran Ayax, hijo de Telamón, y le golpeaban el escudo con las lanzas. Ayax
unas veces mostraba su impetuoso valor, y revolviendo detenía las falanges
de los teucros, domadores de caballos; otras, tornaba á huir; y moviéndose
con furia entre los teucros y los aqueos, conseguía que los enemigos no se
encaminasen á las naves. Las lanzas que manos audaces despedían, se clavaban
en el gran escudo ó caían en el suelo delante del héroe, codiciosas de
su carne.
Cuando Eurípilo, preclaro hijo de Evemón, vió que Ayax estaba tan
abrumado por los tiros, se colocó á su lado, arrojó la reluciente lanza y se la
clavó en el hígado, debajo del diafragma, á Apisaón Fausíada, pastor de
hombres, dejándole sin vigor las rodillas. Corrió en seguida hacia él y se
puso á quitarle la armadura. Pero advirtiólo Alejandro, y disparando la ballesta
contra Eurípilo logró herirle en el muslo derecho: la caña de la saeta
se rompió, quedó colgando y apesgaba el muslo del guerrero. Éste retrocedió
al grupo de sus amigos, para evitar la muerte; y dando grandes voces,
decía á los dánaos:
«¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Deteneos, volved
la cara al enemigo, y librad de la muerte á Ayax que está abrumado por los
tiros y no creo que escape con vida del horrísono combate. Rodead al gran
Ayax, hijo de Telamón.»
Tales fueron las palabras de Eurípilo al sentirse herido, y ellos se colocaron
junto al mismo con los escudos sobre los hombros y las picas levantadas.
Ayax, apenas se juntó con sus compañeros, detúvose y volvió la cara
á los teucros. Y siguieron combatiendo con el ardor de encendido fuego.
En tanto, las yeguas de Neleo, cubiertas de sudor, sacaban del combate
á Néstor y á Macaón, pastor de pueblos. Reconoció al último el divino
Aquiles, el de los pies ligeros, que desde lo alto de la ingente nave contemplaba
la gran derrota y deplorable fuga, y en seguida llamó, desde allí mismo,
á Patroclo, su compañero: oyóle éste, y, parecido á Marte, salió de la
tienda. Tal fué el origen de su desgracia. El esforzado hijo de Menetio habló
el primero, diciendo:
«¿Por qué me llamas, Aquiles? ¿Necesitas de mí?» Respondió Aquiles,
el de los pies ligeros:
«¡Noble hijo de Menetio, carísimo á mi corazón! Ahora espero que
los aquivos vendrán á suplicarme y se postrarán á mis plantas, porque no es
llevadera la necesidad en que se hallan. Pero ve Patroclo, caro á Júpiter, y
pregunta á Néstor quién es el herido que saca del combate. Por la espalda
tiene gran parecido con Macaón, hijo de Esculapio, pero no le vi el rostro;
pues las yeguas, deseosas de llegar cuanto antes, pasaron rápidamente por
mi lado.»
Dijo. Patroclo obedeció al amado compañero y se fué corriendo á las
tiendas y naves aqueas.
Cuando aquéllos hubieron llegado á la tienda del Nelida, descendieron
del carro al almo suelo, y Eurimedonte, servidor del anciano, desunció
los corceles. Néstor y Macaón dejaron secar el sudor que mojaba sus lorigas,
poniéndose al soplo del viento en la orilla del mar; y penetrando luego
en la tienda, se sentaron en sillas. Entonces les preparó una mixtura Hecamede,
la de hermosa cabellera, hija del magnánimo Arsínoo, que el anciano
se había llevado de Ténedos cuando Aquiles entró á saco esta ciudad: los
aqueos se la adjudicaron á Néstor, que á todos superaba en el consejo. Hecamede
acercó una mesa magnífica, de pies de acero, pulimentada; y puso
encima una fuente de bronce con cebolla, manjar propio para la bebida,
miel reciente y sacra harina de flor, y una bella copa guarnecida de áureos
clavos que el anciano se llevara de su palacio y tenía cuatro asas—cada una
entre dos palomas de oro—y dos sustentáculos. Á otro anciano le hubiese
sido difícil mover esta copa cuando después de llenarla se ponía en la mesa,
pero Néstor la levantaba sin esfuerzo. En ella la mujer, que parecía una diosa,
les preparó la bebida: echó vino de Pramnio, raspó queso de cabra con
un rallo de bronce, espolvoreó la mezcla con blanca harina y les invitó á beber
así que tuvo compuesta la mixtura. Ambos bebieron, y apagada la abrasadora
sed, se entregaban al deleite de la conversación cuando Patroclo, varón
igual á un dios, apareció en la puerta. Vióle el anciano; y levantándose
del vistoso asiento, le asió de la mano, le hizo entrar y le rogó que se sentara;
pero Patroclo se excusó diciendo:
«No puedo sentarme, anciano alumno de Júpiter; no lograrás convencerme.
Respetable y temible es quien me envía á preguntar á cuál guerrero
trajiste herido; pero ya lo sé, pues estoy viendo á Macaón, pastor de hombres.
Voy á llevar, como mensajero, la noticia á Aquiles. Bien sabes tú, anciano
alumno de Júpiter, lo violento que es aquel hombre y cuán pronto culparía
hasta á un inocente.»
Respondióle Néstor, caballero gerenio: «¿Cómo es que Aquiles se
compadece de los aqueos que han recibido heridas? ¡No sabe en qué aflicción
está sumido el ejército! Los más fuertes, heridos unos de cerca y otros
de lejos, yacen en las naves. Con arma arrojadiza fué herido el poderoso
Diomedes Tidida; con la pica, Ulises, famoso por su lanza, y Agamenón; á
Eurípilo flecháronle en el muslo, y acabo de sacar del combate á este otro,
herido también por una saeta que el arco despidiera. Pero Aquiles, á pesar
de su valentía, ni se cura de los dánaos ni se apiada de ellos. ¿Aguarda acaso
que las veleras naves sean devoradas por el fuego enemigo en la orilla
del mar, sin que los argivos puedan impedirlo, y que unos en pos de otros
sucumbamos todos? Ya el vigor de mis ágiles miembros no es el de antes.
Ojalá fuese tan joven y mis fuerzas tan robustas como cuando en la contienda
surgida entre los eleos y los pilios por el robo de bueyes, maté á Itimoneo,
hijo valiente de Hipéroco, que vivía en la Élide, y tomé represalias. Itimoneo
defendía sus vacas, pero cayó en tierra entre los primeros, herido por
el dardo que le arrojara mi mano, y los demás campesinos huyeron espantados.
En aquel campo logramos un espléndido botín: cincuenta vacadas,
otras tantas manadas de ovejas, otras tantas piaras de cerdos, otros tantos
rebaños copiosos de cabras y ciento cincuenta yeguas bayas, muchas de
ellas con sus potros. Aquella misma noche lo llevamos á Pilos, ciudad de
Neleo, y éste se alegró en su corazón de que me correspondiera una gran
parte, á pesar de ser yo tan joven cuando fuí al combate. Al alborear, los heraldos
pregonaron con voz sonora que se presentaran todos aquellos á quienes
se les debía algo en la divina Élide, y los caudillos pilios repartieron el
botín. Con muchos de nosotros estaban en deuda los epeos, pues como en
Pilos éramos pocos, nos ofendían; y en años anteriores había venido el fornido
Hércules, que nos maltrató y dió muerte á los principales ciudadanos.
De los doce hijos de Neleo, tan sólo yo quedé con vida; todos los demás perecieron.
Engreídos los epeos, de broncíneas lorigas, por tales hechos, nos
insultaban y urdían contra nosotros inicuas acciones.—El anciano Neleo
tomó entonces un rebaño de bueyes y otro de trescientas cabras con sus pastores,
por la gran deuda que tenía que cobrar en la divina Élide: había enviado
cuatro corceles, vencedores en anteriores juegos, uncidos á un carro,
para aspirar al premio de la carrera, el cual consistía en un trípode. Y Augías,
rey de hombres, se quedó con ellos y despidió al auriga, que se fué
triste por lo ocurrido. Airado por tales insultos y acciones, el anciano escogió
muchas cosas y dió lo restante al pueblo, encargando que se distribuyera
y que nadie se viese privado de su respectiva porción. Hecho el reparto,
ofrecimos en la ciudad sacrificios á los dioses.—Tres días después se presentaron
muchos epeos con carros tirados por solípedos caballos y toda la
hueste reunida; y entre sus guerreros figuraban ambos Molíones, que entonces
eran niños y no habían mostrado aún su impetuoso valor. Hay una ciudad
llamada Trioesa, en la cima de un monte contiguo al Alfeo, en los confines
de la arenosa Pilos: los epeos quisieron destruirla y la sitiaron. Mas así
que hubieron atravesado la llanura, Minerva descendió presurosa del Olimpo,
cual nocturna mensajera, para que tomáramos las armas, y no halló en
Pilos un pueblo indolente, pues todos sentíamos vivos deseos de combatir.
Á mí, Neleo no me dejaba vestir las armas y me escondió los caballos, no
teniéndome por suficientemente instruído en las cosas de la guerra. Y con
todo eso, sobresalí, siendo infante, entre los nuestros, que combatían en carros;
pues fué Minerva la que me llevó al combate. Hay un río nombrado
Minieo, que desemboca en el mar cerca de Arena: allí los caudillos de los
pilios aguardamos que apareciera la divinal Aurora, y en tanto afluyeron los
infantes. Reunidos todos y vestida la armadura, marchamos, llegando al mediodía
á la sagrada corriente del Alfeo. Hicimos hermosos sacrificios al prepotente
Júpiter, inmolamos un toro al Alfeo, otro á Neptuno y una gregal
vaca á Minerva, la de los brillantes ojos; cenamos sin romper las filas, y
dormimos, con la armadura puesta, á orillas del río. Los magnánimos epeos
estrechaban el cerco de la ciudad, deseosos de destruirla; pero antes de lograrlo
se les presentó una gran acción de guerra. Cuando el resplandeciente
sol apareció en lo alto, trabamos la batalla, después de orar á Júpiter y á Minerva.
Y en la lucha de los pilios con los epeos, fuí el primero que mató á
un hombre, al belicoso Mulio, cuyos solípedos corceles me llevé. Era este
guerrero yerno de Augías, por estar casado con la rubia Agamede, la hija
mayor, que conocía cuantas drogas produce la vasta tierra. Y acercándome á
él, le envasé la broncínea lanza, le derribé en el polvo, salté á su carro y me
coloqué entre los combatientes delanteros. Los magnánimos epeos huyeron
en desorden, aterrorizados de ver en el suelo al hombre que mandaba á los
que combatían en carros y tan fuerte era en la batalla. Lancéme á ellos cual
obscuro torbellino; tomé cincuenta carros, venciendo con mi lanza y haciendo
morder la tierra á los dos guerreros que en cada uno venían; y hubiera
matado á entrambos Molíones Actóridas, si su padre, el poderoso Neptuno,
que conmueve la tierra, no los hubiese salvado, envolviéndolos en espesa
niebla y sacándolos del combate. Entonces Júpiter concedió á los pilios una
gran victoria. Perseguimos á los eleos por la espaciosa llanura, matando
hombres y recogiendo magníficas armas, hasta que nuestros corceles nos
llevaron á Buprasio, la roca Olenia y Alisio, al sitio llamado la colina, donde
Minerva hizo que el ejército se volviera. Allí dejé tendido al último hombre
que maté. Cuando desde Buprasio dirigieron los aqueos los rápidos corceles
á Pilos, todos daban gracias á Júpiter entre los dioses y á Néstor entre
los hombres. Tal era yo entre los guerreros, si todo no ha sido un sueño.—
Pero del valor de Aquiles sólo se aprovechará él mismo, y creo que ha de
ser grandísimo su llanto cuando el ejército perezca. ¡Oh amigo! Menetio te
hizo un encargo el día en que te envió desde Ptía á Agamenón; estábamos
en el palacio con el divino Ulises y oímos cuanto aquél te dijo. Nosotros,
que entonces reclutábamos tropas en la fértil Acaya, habíamos llegado al
palacio de Peleo, que abundaba de gente, donde encontramos al héroe Menetio,
á ti y á Aquiles. Peleo, el anciano jinete, quemaba dentro del patio
pingües muslos de buey en honor de Júpiter, que se complace en lanzar rayos;
y con una copa de oro vertía el negro vino en la ardiente llama, mientras
vosotros preparabais la carne de los bueyes. Nos detuvimos en el vestíbulo;
Aquiles se levantó sorprendido, y cogiéndonos de la mano nos introdujo,
nos hizo sentar y nos ofreció presentes de hospitalidad, como se acostumbra
hacer con los forasteros. Satisficimos de bebida y de comida al apetito,
y empecé á exhortaros para que os vinierais con nosotros; ambos lo anhelabais
y vuestros padres os daban muchos consejos. El anciano Peleo recomendaba
á su hijo Aquiles que descollara siempre y sobresaliera entre los
demás, y á su vez Menetio, hijo de Áctor, te aconsejaba así: ¡Hijo mío!
Aquiles te aventaja por su abolengo, pero tú le superas en edad, aquél es
mucho más fuerte, pero hazle prudentes advertencias, amonéstale é instrúyele
y te obedecerá para su propio bien. Así te aconsejaba el anciano, y tú
lo olvidas. Pero aún podrías recordárselo al aguerrido Aquiles y quizás lograras
persuadirle. ¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios conmoverías
su corazón? Gran fuerza tiene la exhortación de un amigo. Y si se abstiene
de combatir por algún vaticinio que su madre enterada por Jove le ha revelado,
que á lo menos te envíe á ti con los demás mirmidones, por si llegas á
ser la aurora de salvación de los dánaos, y te permita llevar en el combate
su magnífica armadura para que los teucros te confundan con él y cesen de
pelear, los belicosos aqueos que tan abatidos están se reanimen, y la batalla
tenga su tregua, aunque sea por breve tiempo. Vosotros que no os halláis
extenuados de fatiga, rechazaríais fácilmente de las naves y tiendas hacia la
ciudad á esos hombres que de pelear están cansados.»
Dijo, y conmovióle el corazón. Patroclo fuése corriendo por entre las
naves para volver á la tienda de Aquiles Eácida. Mas cuando llegó á los bajeles
del divino Ulises—allí se celebraban las juntas y se administraba justicia
ante los altares erigidos á los dioses—regresaba del combate, cojeando,
el noble Eurípilo Evemónida, que había recibido un flechazo en el muslo:
abundante sudor corría por su cabeza y sus hombros, y la negra sangre brotaba
de la grave herida, pero su inteligencia permanecía firme. Vióle el esforzado
hijo de Menetio, se compadeció de él, y suspirando dijo estas aladas
palabras:
«¡Ah infelices caudillos y príncipes de los dánaos! ¡Así debíais en
Troya, lejos de los amigos y de la patria, saciar con vuestra blanca grasa á
los ágiles perros! Pero dime, héroe Eurípilo, alumno de Júpiter: ¿Podrán los
aqueos sostener el ataque del ingente Héctor, ó perecerán vencidos por su
lanza?»
Respondióle Eurípilo herido: «¡Patroclo, de jovial linaje! Ya no hay
defensa para los aqueos que corren á refugiarse en las negras naves. Cuantos
fueron hasta aquí los más valientes, yacen en sus bajeles, heridos unos
de cerca y otros de lejos por los teucros, cuya fuerza va en aumento. Pero,
¡sálvame! Llévame á la negra nave, arráncame la flecha del muslo, lava con
agua tibia la negra sangre que fluye de la herida y ponme en ella drogas calmantes
y salutíferas que, según dicen, te dió á conocer Aquiles, instruído
por Quirón, el más justo de los Centauros. Pues de los dos médicos, Podalirio
y Macaón, el uno creo que está herido en su tienda, y á su vez necesita
de un buen médico, y el otro sostiene vivo combate en la llanura troyana.»
Contestó el esforzado hijo de Menetio: «¿Cómo acabará esto? ¿Qué
haremos, héroe Eurípilo? Iba á decir al aguerrido Aquiles lo que Néstor gerenio,
protector de los aqueos, me encargó; pero no te dejaré así, abrumado
por el dolor.»
Dijo; y cogiendo al pastor de hombres por el pecho, llevólo á la tienda.
El escudero, al verlos venir, extendió en el suelo pieles de buey. Patroclo
recostó en ellas á Eurípilo y sacó del muslo, con la daga, la aguda y acerba
flecha; y después de lavar con agua tibia la negra sangre, espolvoreó la herida
con una raíz amarga y calmante que previamente había desmenuzado
con la mano. La raíz calmó el dolor, secóse la herida y la sangre dejó de
correr.