La Ilíada – Homero
ENGAÑO DE JÚPITER
Néstor, aunque estaba bebiendo, no dejó de advertir la gritería; y hablando
al descendiente de Esculapio, pronunció estas aladas palabras:
«¡Oh divino Macaón! ¿Cómo te parece que acabarán estas cosas? Junto
á las naves crece el vocerío de los robustos jóvenes. Tú, sen tado aquí, bebe
el negro vino, mientras Hecamede, la de hermosas trenzas, pone á calentar
el agua del baño y te lava después la sangrienta herida; y yo, en el ínterin,
subiré á un altozano para ver lo que ocurre.»
Dijo; y después de embrazar el labrado escudo de reluciente bronce,
que su hijo Trasimedes, domador de caballos, dejara allí por haberse llevado
el del anciano, asió la fuerte lanza de broncínea punta y salió de la tienda.
Pronto se detuvo ante el vergonzoso espectáculo que se ofreció á sus
ojos: los aquivos eran derrotados por los feroces teucros y la gran muralla
aquea estaba destruída. Como el piélago inmenso empieza á rizarse con sordo
ruido y purpurea, presagiando la rápida venida de los sonoros vientos,
pero no mueve las olas hasta que Júpiter envía un viento determinado; así el
anciano hallábase perplejo entre encaminarse á la turba de los dánaos, de
ágiles corceles, ó enderezar sus pasos hacia el Atrida Agamenón, pastor de
hombres. Parecióle que sería lo mejor ir en busca del Atrida, y así lo hizo;
mientras los demás, combatiendo, se mataban unos á otros, y el duro bronce
resonaba alrededor de sus cuerpos á los golpes de las espadas y de las lanzas
de doble filo.
Encontráronse con Néstor los reyes, alumnos de Júpiter, que antes
fueron heridos con el bronce—el Tidida, Ulises y Agamenón, hijo de Atreo,
—y entonces venían de sus naves. Éstas habían sido colocadas lejos del
campo de batalla, en la orilla del espumoso mar: sacáronlas á la llanura las
primeras, y labraron un muro delante de las popas. Porque la ribera, con ser
vasta, no podía contener todos los bajeles en una sola fila, y por esto los pusieron
escalonados y llenaron con ellos el gran espacio de costa que limitaban
altos promontorios. Los reyes iban juntos, con el ánimo abatido, apoyándose
en las lanzas, porque querían presenciar el combate y la clamorosa
pelea; y cuando vieron venir al anciano, se les sobresaltó el corazón en el
pecho. Y el rey Agamenón, dirigiéndole la palabra, exclamó:
«¡Oh Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! ¿Por qué vienes, dejando
la homicida batalla? Temo que el impetuoso Héctor cumpla la amenaza
que me hizo en su arenga á los teucros: Que no regresaría á Ilión antes de
pegar fuego á las naves y matar á los aquivos. Así decía, y todo se va cumpliendo.
¡Oh dioses! Los aqueos, de hermosas grebas, tienen, como Aquiles,
el ánimo poseído de ira contra mí y no quieren combatir junto á los
bajeles.»
Respondió Néstor, caballero gerenio: «Patente es lo que dices, y ni el
mismo Júpiter altitonante puede modificar lo que ya ha sucedido. Derribado
está el muro que esperábamos fuese indestructible reparo para las veleras
naves y para nosotros mismos; y junto á ellas los teucros sostienen vivo é
incesante combate. No conocerías, por más que lo miraras, hacia qué parte
van los aqueos acosados y puestos en desorden: en montón confuso reciben
la muerte, y la gritería llega hasta el cielo. Deliberemos sobre lo que puede
ocurrir, por si damos con alguna idea provechosa; y no propongo que entremos
en combate, porque es imposible que peleen los que están heridos.»
Díjole el rey de hombres Agamenón: «¡Néstor! Puesto que ya los teucros
combaten junto á las popas de las naves y de ninguna utilidad ha sido
el muro con su foso que los dánaos construyeron con tanta fatiga, esperando
que fuese indestructible reparo para los barcos y para ellos mismos; sin
duda debe de ser grato al prepotente Jove que los aqueos perezcan sin gloria
aquí, lejos de Argos. Antes yo veía que el dios auxiliaba, benévolo, á los
dánaos; mas al presente da gloria á los teucros, cual si fuesen dioses bienaventurados,
y encadena nuestro valor y nuestros brazos. Ea, obremos todos
como voy á decir. Arrastremos las naves que se hallan más cerca de la orilla,
echémoslas al mar divino y que estén sobre las anclas hasta que venga
la noche inmortal; y si entonces los teucros se abstienen de combatir, podremos
botar las restantes. No es reprensible evitar una desgracia, aunque sea
durante la noche. Mejor es librarse huyendo, que dejarse coger.»
El ingenioso Ulises, mirándole con torva faz, exclamó: «¡Atrida!
¿Qué palabras se escaparon de tus labios? ¡Hombre funesto! Debieras estar
al frente de un ejército de cobardes y no mandarnos á nosotros, á quienes
Jove concedió llevar al cabo arriesgadas empresas bélicas desde la juventud
á la vejez, hasta que perezcamos. ¿Quieres que dejemos la ciudad troyana
de anchas calles, después de haber padecido por ella tantas fatigas? Calla y
no oigan los aqueos esas palabras, las cuales no saldrían de la boca de ningún
varón que supiera hablar con espíritu prudente, llevara cetro y fuera
obedecido por tantos hombres cuantos son los argivos sobre quienes imperas.
Repruebo completamente la proposición que hiciste: sin duda nos aconsejas
que botemos al mar las naves de muchos bancos durante el combate y
la pelea, para que más presto se cumplan los deseos de los teucros, ya al
presente vencedores, y nuestra perdición sea inminente. Porque los aqueos
no sostendrán el combate si las naves son echadas al mar; sino que, volviendo
los ojos adonde puedan huir, cesarán de pelear, y tu consejo, príncipe de
hombres, habrá sido dañoso.»
Contestó el rey de hombres Agamenón: «¡Oh Ulises! Tu duro reproche
me ha llegado al alma; pero yo no mandaba que los aqueos arrastraran
al mar, contra su voluntad, las naves de muchos bancos. Ojalá que alguien,
joven ó viejo, propusiera una cosa mejor, pues le oiría con gusto.»
Y entonces les dijo Diomedes, valiente en la pelea: «Cerca tenéis á
tal hombre—no habremos de buscarle mucho—si os halláis dispuestos á
obedecer; y no me vituperéis ni os irritéis contra mí, recordando que soy
más joven que vosotros, pues me glorío de haber tenido por padre al valiente
Tideo, cuyo cuerpo está enterrado en Tebas. Engendró Porteo tres hijos
ilustres que habitaron en Pleurón y en la excelsa Calidón: Agrio, Melas y el
caballero Eneo, mi abuelo paterno, que era el más valiente. Eneo quedóse
en su país; pero mi padre, después de vagar algún tiempo, se estableció en
Argos porque así lo quisieron Júpiter y los demás dioses, casó con una hija
de Adrasto y vivió en una casa abastada de riqueza: poseía muchos trigales,
no pocas plantaciones de árboles en los alrededores de la población, y copiosos
rebaños; y aventajaba á todos los aquivos en el manejo de la lanza.
Tales cosas las habréis oído referir como ciertas que son. No sea que, figurándoos
quizás que por mi linaje he de ser cobarde y débil, despreciéis lo
bueno que os diga. Ea, vayamos á la batalla, no obstante estar heridos, pues
la necesidad apremia; pongámonos fuera del alcance de los tiros para no recibir
lesiones sobre lesiones; animemos á los demás y hagamos que entren
en combate cuantos, cediendo á su ánimo indolente, permanecen alejados y
no pelean.»
Así se expresó, y ellos le escucharon y obedecieron. Echaron á andar,
y el rey de hombres Agamenón iba delante.
El ilustre Neptuno, que sacude la tierra, estaba al acecho; y transfigurándose
en un viejo, se dirigió á los reyes, tomó la diestra de Agamenón
Atrida y le dijo estas aladas palabras:
«¡Atrida! Aquiles, al contemplar la matanza y la derrota de los
aqueos, debe de sentir que en el pecho se le regocija el corazón pernicioso,
porque está falto de juicio. ¡Así pereciera y una deidad le cubriese de ignominia!
Pero los bienaventurados dioses no se hallan irritados contigo, y los
caudillos y príncipes de los teucros serán puestos en fuga y levantarán nubes
de polvo en la llanura espaciosa; tú mismo los verás huir desde las tiendas
y naves á la ciudad.»
Cuando así hubo hablado, dió un gran alarido y empezó á correr por
la llanura. Cual es la gritería de nueve ó diez mil guerreros al trabarse la
marcial contienda, tan pujante fué la voz que el soberano Neptuno, que bate
la tierra, hizo salir de su pecho. Y el dios infundió valor en el corazón de
todos los aqueos para que lucharan y combatieran sin descanso.
Juno, la de áureo trono, mirando desde la cima del Olimpo, conoció
á su hermano y cuñado, y regocijóse en el alma; pero vió á Júpiter sentado
en la más alta cumbre del Ida, abundante en manantiales, y se le hizo odioso
en su corazón. Entonces Juno veneranda, la de los grandes ojos, pensaba
cómo podría engañar á Júpiter, que lleva la égida. Al fin parecióle que la
mejor resolución sería ataviarse bien y encaminarse al Ida, por si Jove,
abrasándose en amor, quería dormir á su lado y ella lograba derramar sobre
los párpados y el prudente espíritu del dios dulce y placentero sueño. Sin
perder un instante, fuése á la habitación labrada por su hijo Vulcano—la
cual tenía una sólida puerta con cerradura oculta que ninguna otra deidad
sabía abrir,—entró, y habiendo entornado la puerta, lavóse con ambrosía el
cuerpo encantador y lo untó con un aceite craso, divino, suave y tan oloroso
que, al moverlo en el palacio de Júpiter, erigido sobre bronce, su fragancia
se difundió por el cielo y la tierra. Ungido el hermoso cutis, se compuso el
cabello y con sus propias manos formó los rizos lustrosos, bellos, divinales,
que colgaban de la cabeza inmortal. Echóse en seguida el manto divino,
adornado con muchas bordaduras, que Minerva le hiciera; y sujetólo al pecho
con broche de oro. Púsose luego un ceñidor que tenía cien borlones, y
colgó de las perforadas orejas unos pendientes de tres piedras preciosas
grandes como ojos, espléndidas, de gracioso brillo. Después, la divina entre
las diosas se cubrió con un velo hermoso, nuevo, tan blanco como el sol; y
calzó sus nítidos pies con bellas sandalias. Y cuando hubo ataviado su cuerpo
con todos los adornos, salió de la estancia; y llamando á Venus aparte de
los dioses, hablóle en estos términos:
«¡Hija querida! ¿Querrás complacerme en lo que te diga, ó te negarás,
irritada en tu ánimo, porque yo protejo á los dánaos y tú á los teucros?»
Respondióle Venus, hija de Júpiter: «¡Juno, venerable diosa, hija del
gran Saturno! Di qué quieres; mi corazón me impulsa á realizarlo, si puedo
y es hacedero.»
Contestóle dolosamente la venerable Juno: «Dame el amor y el deseo
con los cuales rindes á todos los inmortales y á los mortales hombres. Voy á
los confines de la fértil tierra para ver á Océano, padre de los dioses, y á la
madre Tetis, los cuales me recibieron de manos de Rea y me criaron y educaron
en su palacio, cuando el longividente Júpiter puso á Saturno debajo
de la tierra y del mar estéril. Iré á visitarlos para dar fin á sus rencillas.
Tiempo ha que se privan del amor y del tálamo, porque la cólera anidó en
sus corazones. Si apaciguara con mis palabras su ánimo y lograra que
reanudasen el amoroso consorcio, me llamarían siempre querida y
venerable.»
Respondió de nuevo la risueña Venus: «No es posible ni sería conveniente
negarte lo que pides, pues duermes en los brazos del poderosísimo
Júpiter.»
Dijo; y desató del pecho el cinto bordado, de variada labor, que encerraba
todos los encantos: hallábanse allí el amor, el deseo, las amorosas pláticas
y el lenguaje seductor que hace perder el juicio á los más prudentes.
Púsolo en las manos de Juno, y pronunció estas palabras:
«Toma y esconde en tu seno el bordado ceñidor donde todo se halla.
Yo te aseguro que no volverás sin haber logrado lo que te propongas.»
Así habló. Sonrióse Juno veneranda, la de los grandes ojos; y sonriente
aún, escondió el ceñidor en el seno. Venus, hija de Júpiter, volvió á su
morada. Juno dejó en raudo vuelo la cima del Olimpo, y pasando por la Pieria
y la deleitosa Ematia, salvó las altas y nevadas cumbres de las montañas
donde viven los jinetes tracios, sin que sus pies tocaran la tierra; descendió
por el Atos al fluctuoso ponto y llegó á Lemnos, ciudad del divino Toante.
Allí se encontró con el Sueño, hermano de la Muerte; y asiéndole de la diestra,
le dijo estas palabras:
«¡Oh Sueño, rey de todos los dioses y de todos los hombres! Si en
otra ocasión escuchaste mi voz, obedéceme también ahora, y mi gratitud
será perenne. Adormece los brillantes ojos de Júpiter debajo de sus párpados,
tan pronto como, vencido por el amor, se acueste conmigo. Te daré
como premio un trono hermoso, incorruptible, de oro; y mi hijo Vulcano, el
cojo de ambos pies, te hará un escabel que te sirva para apoyar las nítidas
plantas, cuando asistas á los festines.»
Respondióle el dulce Sueño: «¡Juno, venerable diosa, hija del
gran Saturno! Fácilmente adormecería á cualquier otro de los sempiternos
dioses y aun á las corrientes del río Océano, que es el padre de todos ellos,
pero no me acercaré ni adormeceré á Júpiter Saturnio, si él no lo manda. Me
hizo cuerdo tu mandato el día en que el animoso hijo de Jove se embarcó en
Ilión, después de destruir la ciudad troyana. Entonces sumí en grato sopor la
mente de Júpiter, que lleva la égida, difundiéndome suave en torno suyo; y
tú, que te proponías causar daño á Hércules, conseguiste que los vientos impetuosos
soplaran sobre el ponto y lo llevaran á la populosa Cos, lejos de
sus amigos. Júpiter despertó y encendióse en ira: maltrataba á los dioses en
el palacio, me buscaba á mí, y me hubiera hecho desaparecer, arrojándome
del éter al ponto, si la Noche, que rinde á los dioses y á los hombres, no me
hubiese salvado; lleguéme á ella, y aquél se contuvo, aunque irritado, porque
temió hacer algo que á la rápida noche desagradara. Y ahora me mandas
realizar otra cosa peligrosísima.»
Respondióle Juno veneranda, la de los grandes ojos: «¡Sueño! ¿Por
qué en la mente revuelves tales cosas? ¿Crees que el longividente Júpiter
favorecerá tanto á los teucros, como en la época en que se irritó protegía á
su hijo Hércules? Ea, ve y prometo darte, para que te cases con ella y lleve
el nombre de esposa tuya, la más joven de las Gracias, Pasitea, cuya posesión
constantemente anhelas.»
Así habló. Alegróse el Sueño, y respondió diciendo: «Jura por el
agua sagrada de la Estigia, tocando con una mano la fértil tierra y con la
otra el brillante mar, para que sean testigos los dioses subtartáreos que están
con Saturno, que me darás la más joven de las Gracias, Pasitea, cuya posesión
constantemente anhelo.»
Así dijo. No desobedeció Juno, la diosa de los níveos brazos, y juró,
como se le pedía, nombrando á todos los dioses subtartáreos, llamados Titanes.
Prestado el juramento, partieron ocultos en una nube, dejaron atrás á
Lemnos y la ciudad de Imbros, y siguiendo con rapidez el camino llegaron
á Lecto, en el Ida, abundante en manantiales y criador de fieras; allí pasaron
del mar á tierra firme, y anduvieron haciendo estremecer bajo sus pies la
cima de los árboles de la selva. Detúvose el Sueño, antes que los ojos de Júpiter
pudieran verle, y encaramándose en un abeto altísimo que naciera en
el Ida y por el aire llegaba al éter, se ocultó entre las ramas como la montaraz
ave canora llamada por los dioses calcis y por los hombres cymindis.
Juno subió ligera al Gárgaro, la cumbre más alta del Ida; Júpiter, que
amontona las nubes, la vió venir; y apenas la distinguió, enseñoreóse de su
prudente espíritu el mismo deseo que cuando gozaron las primicias del
amor, acostándose á escondidas de sus padres. Y así que la tuvo delante, le
habló diciendo:
«¡Juno! ¿Adónde vas, que tan presurosa vienes del Olimpo, sin los
caballos y el carro que podrían conducirte?»
Respondióle dolosamente la venerable Juno: «Voy á los confines de
la fértil tierra, á ver á Océano, padre de los dioses, y á la madre Tetis, que
me recibieron de manos de Rea y me criaron y educaron en su palacio. Iré á
visitarlos para dar fin á sus rencillas. Tiempo ha que se privan del amor y
del tálamo, porque la cólera anidó en sus corazones. Tengo al pie del Ida los
corceles que me llevarán por tierra y por mar, y vengo del Olimpo á participártelo;
no fuera que te enfadaras si me encaminase, sin decírtelo, al palacio
del Océano, de profunda corriente.»
Contestó Júpiter, que amontona las nubes: «¡Juno! Allá se puede ir
más tarde. Ea, acostémonos y gocemos del amor. Jamás la pasión por una
diosa ó por una mujer se difundió por mi pecho, ni me avasalló como ahora:
nunca he amado así, ni á la esposa de Ixión, que parió á Pirítoo, consejero
igual á los dioses; ni á Dánae, la de bellos talones, hija de Acrisio, que dió á
luz á Perseo, el más ilustre de los hombres; ni á la celebrada hija de Fénix,
que fué madre de Minos y de Radamanto, igual á un dios; ni á Semele, ni á
Alcmena en Tebas, de la que tuve á Hércules, de ánimo valeroso, y de Semele
á Baco, alegría de los mortales; ni á Ceres, la soberana de hermosas
trenzas; ni á la gloriosa Latona; ni á ti misma: con tal ansia te amo en este
momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera.»
Replicóle dolosamente la venerable Juno: «¡Terribilísimo Saturnio!
¡Qué palabras proferiste! ¡Quieres acostarte y gozar del amor en las cumbres
del Ida, donde todo es patente! ¿Qué ocurriría si alguno de los sempiternos
dioses nos viese dormidos y lo manifestara á todas las deidades? Yo
no volvería á tu palacio al levantarme del lecho; vergonzoso fuera. Mas, si
lo deseas y á tu corazón es grato, tienes la cámara que tu hijo Vulcano labró,
cerrando la puerta con sólidas tablas que encajan en el marco. Vamos á
acostarnos allí, ya que folgar te place.»
Respondióle Júpiter, que amontona las nubes: «¡Juno! No temas que
nos vea ningún dios ni hombre: te cubriré con una nube dorada que ni el
Sol, con su luz, que es la más penetrante de todas, podría atravesar para
mirarnos.»
Dijo el Saturnio, y estrechó en sus brazos á la esposa. La tierra produjo
verde hierba, loto fresco, azafrán y jacinto espeso y tierno para levantarlos
del suelo. Acostáronse allí y cubriéronse con una hermosa nube dorada,
de la cual caían lucientes gotas de rocío.
Tan tranquilamente dormía el padre sobre el alto Gárgaro, vencido
por el sueño y el amor y abrazado con su esposa. El dulce Sueño corrió hacia
las naves aqueas para llevar la noticia á Neptuno, que ciñe la tierra; y
deteniéndose cerca de él, pronunció estas aladas palabras:
«¡Oh Neptuno! Socorre pronto á los dánaos y dales gloria, aunque
sea breve, mientras duerme Júpiter; á quien he sumido en dulce letargo, después
que Juno, engañándole, logró que se acostara para gozar del amor.»
Dicho esto, fuése hacia las ínclitas tribus de los hombres. Y Neptuno,
más incitado que antes á socorrer á los dánaos, saltó en seguida á las primeras
filas y les exhortó diciendo:
«¡Argivos! ¿Cederemos nuevamente la victoria á Héctor Priámida,
para que se apodere de los bajeles y alcance gloria? Así se lo figura él y de
ello se jacta, porque Aquiles permanece en las cóncavas naves con el corazón
irritado. Pero Aquiles no hará gran falta, si los demás procuramos auxiliarnos
mutuamente. Ea, obremos todos como voy á decir. Embrazad los escudos
mayores y más fuertes que haya en el ejército, cubríos la cabeza con
el refulgente casco, coged las picas más largas, y pongámonos en marcha:
yo iré delante, y no creo que Héctor Priámida, por enardecido que esté, se
atreva á esperarnos. Y el varón, que siendo bravo, tenga un escudo pequeño
para proteger sus hombros, déselo al menos valiente y tome otro mejor.»
En tales términos habló, y ellos le escucharon y obedecieron. Los
mismos reyes—el Tidida, Ulises y Agamenón Atrida,—sin embargo de estar
heridos, formaban el escuadrón; y recorriendo las hileras, hacían el cambio
de las marciales armas. El esforzado tomaba las más fuertes y daba las
peores al que le era inferior. Tan pronto como hubieron vestido el luciente
bronce, se pusieron en marcha: precedíales Neptuno, que sacude la tierra,
llevando en la robusta mano una espada terrible, larga y puntiaguda, que parecía
un relámpago; y á nadie le era posible luchar con el dios en el funesto
combate, porque el temor se lo impedía á todos.
Por su parte, el esclarecido Héctor puso en orden á los teucros. Y
Neptuno, el de cerúlea cabellera, y el preclaro Héctor, auxiliando éste á los
teucros y aquél á los argivos, extendieron el campo de la terrible pelea. El
mar, agitado, llegó hasta las tiendas y naves de los argivos, y los combatientes
se embistieron con gran alboroto. No braman tanto las olas del mar
cuando, levantadas por el soplo terrible del Bóreas, se rompen en la tierra;
ni hace tanto estrépito el ardiente fuego en la espesura del monte, al quemarse
una selva; ni suena tanto el viento en las altas copas de las encinas, si
arreciando muge; cuanta fué la grita de teucros y aqueos en el momento en
que, vociferando de un modo espantoso, vinieron á las manos.
El preclaro Héctor arrojó el primero la lanza á Ayax, que contra él
arremetía, y no le erró; pero acertó á dar en el sitio en que se cruzaban la
correa del escudo y el tahalí de la espada, guarnecida con argénteos clavos,
y ambos protegieron el delicado cuerpo. Irritóse Héctor porque la lanza había
sido arrojada inútilmente por su mano, y retrocedió hacia el grupo de
sus amigos para evitar la muerte. El gran Ayax Telamonio, al ver que Héctor
se retiraba, cogió una de las muchas piedras que servían para calzar las
naves y rodaban entonces entre los pies de los combatientes, y con ella le
hirió en el pecho, por cima del escudo, junto á la garganta; la piedra, lanzada
con ímpetu, giraba como un torbellino. Como viene á tierra la encina
arrancada de raíz por el rayo de Júpiter, despidiendo un fuerte olor de azufre,
y el que se halla cerca desfallece, pues el rayo del gran Jove es formidable;
de igual manera, el robusto Héctor dió consigo en el suelo y cayó en el
polvo: la pica se le fué de la mano, quedaron encima de él escudo y casco, y
la armadura de labrado bronce resonó en torno del cuerpo. Los aquivos corrieron
hacia Héctor, dando recias voces, con la esperanza de arrastrarlo á
su campo; mas, aunque arrojaron muchas lanzas, no consiguieron herir al
pastor de hombres, ni de cerca, ni de lejos, porque fué rodeado por los más
valientes teucros—Polidamante, Eneas, el divino Agenor, Sarpedón, caudillo
de los licios, y el eximio Glauco,—y los otros tampoco le abandonaron,
pues se pusieron delante con sus rodelas. Los amigos de Héctor levantáronle
en brazos, condujéronle adonde tenía los ágiles corceles con el labrado
carro y el auriga, y se lo llevaron hacia la ciudad, mientras daba profundos
suspiros.
Mas, al llegar al vado del voraginoso Janto, río de hermosa corriente
que el inmortal Júpiter engendró, bajaron á Héctor del carro y le rociaron el
rostro con agua: el héroe cobró los perdidos espíritus, ébil el ánimo á consecuencia
del golpe recibido.
Los argivos, cuando vieron que Héctor se ausentaba, arremetieron
con más ímpetu á los teucros, y sólo pensaron en combatir. Entonces el veloz
Ayax de Oileo fué el primero que, acometiendo con la puntiaguda lanza,
hirió á Satnio Enópida, á quien una náyade había tenido de Énope, mientras
éste apacentaba rebaños á orillas del Sátniois: Ayax de Oileo, famoso por su
lanza, llegóse á él, le hirió en el ijar y le tumbó de espaldas; y en torno del
cadáver, teucros y dánaos trabaron un duro combate. Fué á vengarle Polidamante,
hábil en blandir la lanza; é hirió en el hombro derecho á Protoenor,
hijo de Areilico: la impetuosa lanza atravesó el hombro, y el guerrero, cayendo
en el polvo, cogió el suelo con sus manos. Y Polidamante exclamó
con gran jactancia y á voz en grito:
«No creo que el brazo robusto del valeroso hijo de Pántoo haya despedido
la lanza en vano; algún argivo la recibió en su cuerpo, y me figuro
que le servirá de báculo para apoyarse en ella y descender á la morada de
Plutón.»
Así habló. Sus jactanciosas palabras apesadumbraron á los argivos y
conmovieron el corazón del aguerrido Ayax Telamonio, á cuyo lado cayó
Protoenor. En el acto arrojó Ayax una reluciente lanza á Polidamante, que
ya se retiraba; éste dió un salto oblicuo y evitóla, librándose de la negra
muerte; pero en cambio la recibió Arquéloco, hijo de Antenor, á quien los
dioses habían destinado á morir: la lanza se clavó en la unión de la cabeza
con el cuello, en la primera vértebra, y cortó ambos ligamentos; cayó el
guerrero, y cabeza, boca y narices llegaron al suelo antes que las piernas y
las rodillas. Y Ayax, vociferando, al eximio Polidamante le decía:
«Reflexiona, oh Polidamante, y dime sinceramente: ¿La muerte de
ese hombre no compensa la de Protoenor? No parece vil, ni de viles nacido,
sino hermano ó hijo de Antenor, domador de caballos, pues tiene el mismo
aire de familia.»
Así dijo, porque le conocía bien; y á los teucros se les llenó el corazón
de pesar. Entonces Acamante, que se hallaba junto al cadáver de su hermano
para protegerlo, envasó la lanza á Prómaco, el beocio, cuando éste
cogía por los pies al muerto é intentaba llevárselo. Y en seguida jactóse
grandemente, dando recias voces:
«¡Argivos que sólo con el arco sabéis combatir y nunca os cansáis de
proferir amenazas! El trabajo y los pesares no han de ser solamente para nosotros,
y algún día recibiréis la muerte de este mismo modo. Mirad á Prómaco,
que yace en el suelo, vencido por mi pica, para que la venganza por
la muerte de un hermano no sufra dilación. Por esto el hombre que es víctima
de alguna desgracia, anhela dejar un hermano que pueda vengarle.»
Así se expresó. Sus jactanciosas frases apesadumbraron á los argivos
y conmovieron el corazón del aguerrido Penéleo, que arremetió contra Acamante;
pero éste no aguardó la acometida. Penéleo hirió á Ilioneo, hijo único
que á Forbante—hombre rico en ovejas y amado sobre todos los teucros
por Mercurio, que le dió muchos bienes—su esposa le pariera: la lanza, penetrando
por debajo de una ceja, le arrancó la pupila, le atravesó el ojo y
salió por la nuca, y el guerrero vino al suelo con los brazos abiertos. Penéleo,
desnudando la aguda espada, le cercenó la cabeza, que cayó á tierra con
el casco; y como la fornida lanza seguía clavada en el ojo, cogióla, levantó
la cabeza cual si fuese una flor de adormidera, la mostró á los teucros, y blasonando
del triunfo, dijo:
«¡Teucros! Decid en mi nombre á los padres del ilustre Ilioneo que le
lloren en su palacio; ya que tampoco la esposa de Prómaco Alegenórida recibirá
con alegre rostro á su marido cuando, embarcándonos en Troya, volvamos
á nuestra patria.»
Así habló. Á todos les temblaban las carnes de miedo, y cada cual
buscaba adonde huir para librarse de una muerte espantosa.
Decidme ahora, Musas que poseéis olímpicos palacios, cuál fué el
primer aquivo que alzó del suelo cruentos despojos, cuando el ilustre Neptuno,
que bate la tierra, inclinó el combate en favor de los aqueos.
Ayax Telamonio, el primero, hirió á Hirtio Girtíada; Antíloco hizo
perecer á Falces y á Mérmero, despojándolos luego de las armas; Meriones
mató á Moris é Hipotión; Teucro quitó la vida á Protoón y Perifetes; y el
Atrida hirió en el ijar á Hiperenor, pastor de hombres: el bronce atravesó los
intestinos, el alma salió presurosa por la herida, y la obscuridad cubrió los
ojos del guerrero. Y el veloz Ayax, hijo de Oileo, mató á muchos; porque
nadie le igualaba en perseguir á los guerreros aterrorizados, cuando Júpiter
los ponía en fuga.