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Canto XVI

La Ilíada – Homero
PATROCLEA

Así peleaban por la nave de muchos bancos. Patroclo se presentó á Aquiles,
pastor de hombres, derramando ardientes lágrimas como fuente profunda
que vierte sus aguas sombrías por escarpada roca. Tan pronto como le
vió el divino Aquiles, el de los pies ligeros, compadecióse de él y le dijo estas
aladas palabras:
«¿Por qué lloras, Patroclo, como una niña que va con su madre y
deseando que la tome en brazos, la tira del vestido, la detiene á pesar de que
está de prisa y la mira con ojos llorosos para que la levante del suelo? Como
ella, oh Patroclo, derramas tiernas lágrimas. ¿Vienes á participarnos algo á
los mirmidones ó á mí mismo? ¿Supiste tú solo alguna noticia de Ptía? Dicen
que Menetio, hijo de Áctor, existe aún; vive también Peleo entre los
mirmidones; y es la muerte de aquél ó de éste lo que más nos podría afligir.
¿Ó lloras quizás porque los argivos perecen, cerca de las cóncavas naves,
por la injusticia que cometieron? Habla, no me ocultes lo que piensas, para
que ambos lo sepamos.»
Dando profundos suspiros, respondiste así, caballero Patroclo: «¡Oh
Aquiles, hijo de Peleo, el más valiente de los aquivos! No te enfades, porque
es muy grande el pesar que los abruma. Los más fuertes, heridos unos
de cerca y otros de lejos, yacen en los bajeles—con arma arrojadiza fué herido
el poderoso Diomedes Tidida; con la pica, Ulises, famoso por su lanza,
y Agamenón; á Eurípilo flecháronle en el muslo,—y los médicos, que conocen
muchas drogas, ocúpanse en curarles las lesiones. Tú, Aquiles, eres implacable.
¡Jamás se apodere de mí un rencor como el que guardas! ¡Oh tú,
que tan mal empleas el valor! ¿Á quién podrás ser útil más tarde, si ahora
no salvas á los argivos de una muerte indigna? ¡Despiadado! No fué tu padre
el jinete Peleo, ni Tetis tu madre; el glauco mar ó las escarpadas rocas
debieron de engendrarte, porque tu espíritu es cruel. Si te abstienes de combatir
por algún vaticinio que tu madre, enterada por Jove, te haya revelado,
envíame á mí con los demás mirmidones, por si llego á ser la aurora de la
salvación de los dánaos; y permite que cubra mis hombros con tu armadura
para que los teucros me confundan contigo y cesen de pelear, los belicosos
dánaos que tan abatidos están se reanimen y la batalla tenga su tregua, aunque
sea por breve tiempo. Nosotros, que no nos hallamos extenuados de fatiga,
rechazaríamos fácilmente de las naves y de las tiendas hacia la ciudad
á esos hombres que de pelear están cansados.»
Así le suplicó el gran insensato; y con ello llamaba á la Parca y á la
terrible muerte. Aquiles, el de los pies ligeros, le contestó muy indignado:
«¡Ay de mí, Patroclo, de jovial linaje, qué dijiste! No me abstengo por
ningún vaticinio que sepa y tampoco la veneranda madre me dijo nada de
parte de Júpiter; sino que se me oprime el corazón y el alma cuando un
hombre, porque tiene más poder, quiere privar á su igual de lo que le corresponde
y le quita la recompensa. Tal es el gran pesar que tengo, á causa de
las contrariedades que mi ánimo ha sufrido. La moza que los aqueos me adjudicaron
como recompensa y que había conquistado con mi lanza, al tomar
una bien murada ciudad, el rey Agamenón me la quitó como si yo fuera un
miserable advenedizo. Mas dejemos lo pasado; no es posible guardar siempre
la ira en el corazón, aunque me había propuesto no deponer la cólera
hasta que la gritería y el combate llegaran á mis bajeles. Cubre tus hombros
con mi magnífica armadura, ponte al frente de los mirmidones y llévalos á
la pelea; pues negra nube de teucros cerca ya las naves con gran ímpetu, y
los argivos, acorralados en la orilla del mar, sólo disponen de un corto espacio.
Sobre ellos cargan confiadamente todos los de Troya, porque no ven mi
reluciente casco. Pronto huirían llenando de muertos los fosos, si el rey
Agamenón fuera justo conmigo; mientras que ahora combaten alrededor de
nuestro ejército. Ya la mano de Diomedes Tidida no blande furiosamente la
lanza para librar á los dánaos de la muerte, ni he oído un solo grito que viniera
de la odiosa cabeza del Atrida: sólo resuena la voz de Héctor, matador
de hombres, animando á los teucros, que con vocerío ocupan toda la llanura
y vencen en la batalla á los aqueos. Pero tú, Patroclo, échate impetuosamente
sobre ellos y aparta de las naves esa peste; no sea que, pegando ardiente
fuego á los bajeles, nos priven de la deseada vuelta. Haz cuanto te voy á decir,
para que me proporciones mucha honra y gloria ante todos los dánaos, y
éstos me devuelvan la hermosa joven y me hagan además espléndidos regalos.
Tan luego como los alejes de los barcos, vuelve atrás; y aunque el tonante
esposo de Juno te dé gloria, no quieras lidiar sin mí contra los belicosos
teucros, pues contribuirías á mi deshonra. Y tampoco, estimulado por el
combate y la pelea, te encamines, matando enemigos, á Ilión; no sea que
alguno de los sempiternos dioses baje del Olimpo, pues á los troyanos los
protege mucho el flechador Apolo. Retrocede tan pronto como hayas librado
del peligro á los barcos, y deja que peleen en la llanura. Ojalá, ¡padre Júpiter,
Minerva, Apolo!, ninguno de los teucros ni de los argivos escape de la
muerte, y librándonos de ella nosotros dos, derribemos las sacras almenas
de Troya.»
Así éstos hablaban. Ayax ya no resistía: vencíanle el poder de Júpiter
y los animosos teucros que le arrojaban dardos; su refulgente casco resonaba
de un modo horrible en torno de las sienes, golpeado continuamente en
las hermosas abolladuras; y el héroe tenía cansado el hombro izquierdo de
sostener con firmeza el versátil escudo; pero no lograban hacerle mover de
su sitio por más tiros que le enderezaban. Ayax estaba anhelante, copioso
sudor corría de todos sus miembros y apenas podía respirar: por todas partes
á una desgracia sucedía otra.
Decidme, Musas que poseéis olímpicos palacios, cómo por vez primera
cayó el fuego en las naves aqueas.
Héctor, que se hallaba cerca de Ayax, le dió con la gran espada un
golpe en la pica de fresno y se la quebró por la juntura del asta con el hierro.
Quiso Ayax blandir la truncada pica, y la broncínea punta cayó á lo lejos
con gran ruido. Entonces reconoció el eximio Ayax la intervención de
los dioses, estremecióse porque Júpiter altitonante les frustraba todos los
medios de combate y quería dar la victoria á los teucros, y se puso fuera del
alcance de los tiros. Los teucros arrojaron voraz fuego á la velera nave, y
pronto se extendió por la misma una llama inextinguible. Así que el fuego
rodeó la popa, Aquiles, golpeándose el muslo, dijo á Patroclo:
«¡Sus, Patroclo, de jovial linaje, hábil jinete! Ya veo en las naves la
impetuosa llama del fuego destructor: no sea que se apoderen de ellas y ni
medios para huir tengamos. Apresúrate á vestir las armas, y yo en tanto reuniré
la gente.»
Dijo, y Patroclo vistió la armadura de luciente bronce: púsose en las
piernas elegantes grebas, ajustadas con broches de plata; protegió su pecho
con la coraza labrada, refulgente, del Eácida, de pies ligeros; colgó del
hombro una espada, guarnecida de argénteos clavos; embrazó el grande y
fuerte escudo; cubrió la cabeza con un hermoso casco, cuyo terrible penacho,
de crines de caballo, ondeaba en la cimera, y asió dos lanzas fuertes
que su mano pudiera blandir. Solamente dejó la lanza ponderosa, grande y
fornida del eximio Eácida, porque Aquiles era el único aqueo capaz de manejarla:
había sido cortada de un fresno de la cumbre del Pelión y regalada
por Quirón al padre de Aquiles, para que con ella matara héroes. Luego, Patroclo
mandó á Automedonte—el amigo á quien más honraba después de
Aquiles, destructor de hombres, y el más fiel en resistir á su lado la acometida
del enemigo en las batallas—que enganchara los caballos. Automedonte
unció bajo el yugo á Janto y Balio, corceles ligeros que volaban como el
viento y tenían por madre á la harpía Podarga, la cual paciendo en una pradera
junto al Océano, los concibió del Céfiro. Y con ellos puso al excelente
Pédaso, que Aquiles se llevara de la ciudad de Eetión cuando la tomó; corcel
que, no obstante su condición de mortal, seguía á los caballos
inmortales.
Aquiles, recorriendo las tiendas, hacía tomar las armas á todos los
mirmidones. Como carniceros lobos dotados de una fuerza inmensa despedazan
en el monte un grande cornígero ciervo que han matado y sus mandíbulas
aparecen rojas de sangre; luego van en tropel á lamer con las tenues
lenguas el agua de un profundo manantial, eructando por la sangre que han
bebido, y su vientre se dilata, pero el ánimo permanece intrépido en el pecho;
de igual manera, los jefes y príncipes de los mirmidones se reunían
presurosos alrededor del valiente servidor del Eácida, de pies ligeros. Y en
medio de todos, el belicoso Aquiles animaba, así á los que combatían en carros,
como á los peones armados de escudos.
Cincuenta fueron las veleras naves en que Aquiles, caro á Júpiter,
condujo á Ilión sus tropas; en cada una embarcáronse cincuenta hombres; y
el héroe nombró cinco jefes para que los rigieran, reservándose el mando
supremo. Del primer cuerpo era caudillo Menestio, el de labrada coraza,
hijo del río Esperquio, que las celestiales lluvias alimentan: habíale dado á
luz la bella Polidora, hija de Peleo, que siendo mujer se acostó con la deidad
del Esperquio; aunque se creyera que lo había tenido de Boro, hijo de
Perieres, el cual se desposó públicamente con la misma y le constituyó una
gran dote.—Mandaba la segunda sección el belicoso Eudoro, nacido de una
soltera, de la hermosa Polimela, hija de Filante; de la tal enamoróse el poderoso
Argicida al verla entre las que danzaban al son del canto en un coro de
Diana, la diosa que lleva arco de oro y ama el bullicio de la caza: el benéfico
Mercurio subió en seguida al aposento de la moza, uniéronse clandestinamente
y ella le dió un hijo ilustre, Eudoro, ligero en el correr y belicoso.
Cuando Ilitia, que preside los partos, sacó á luz al infante y éste vió los rayos
del Sol, el fuerte Equecles Actórida tomó á Filomela por esposa, constituyéndole
una gran dote, y el anciano Filante crió y educó al niño con tanto
amor como si fuese hijo suyo.—Estaba al frente de la tercera división Pisandro
Memálida, que, después del compañero de Aquiles, era entre todos
los mirmidones quien descollaba más en combatir con la lanza.—El cuarto
escuadrón obedecía las órdenes de Fénix, aguijador de caballos; y el quinto
tenía por jefe al eximio Alcimedonte, hijo de Laerces. Cuando Aquiles los
hubo puesto á todos en orden de batalla con sus respectivos capitanes, les
dijo con voz pujante:
«¡Mirmidones! Ninguno de vosotros olvide las amenazas que en las
veleras naves dirigíais á los teucros mientras duró mi cólera, ni las acusaciones
con que todos me acriminabais: ¡Inflexible hijo de Peleo! Sin duda tu
madre te nutrió con hiel. ¡Despiadado, pues retienes á tus compañeros en
los navíos contra su voluntad! Embarquémonos en los bajeles que atraviesan
el ponto y volvamos á la patria, ya que la cólera funesta anidó en tu corazón.
Así acostumbrabais hablarme cuando os reuníais. Pues á la vista tenéis
la gran empresa del combate que tanto habéis anhelado. Y ahora cada
uno pelee con valeroso corazón contra los teucros.»
Con estas palabras les excitó á todos el valor y la fuerza; y ellos, al oirlas,
cerraron más las filas. Como el obrero junta grandes piedras al construir
la pared de una elevada casa, para que resista el ímpetu de los vientos; así,
tan unidos, estaban los cascos y los abollonados escudos: la rodela se apoyaba
en la rodela, el yelmo en el yelmo, cada hombre en su vecino, y los
penachos de crines de caballo y los lucientes conos de los cascos se juntaban
cuando alguien inclinaba la cabeza. ¡Tan apretadas eran las filas! Delante
de todos se pusieron dos hombres armados, Patroclo y Automedonte; los
cuales tenían igual ánimo y deseaban combatir al frente de los mirmidones.
Aquiles entró en su tienda y alzó la tapa de un arca hermosa y labrada que
Tetis, la de argentados pies, colocara en la nave del héroe después de llenarla
de túnicas y mantos, que le abrigasen contra el viento, y de afelpados cobertores.
Allí tenía una copa de primorosa labor que no usaba nadie para
beber vino ni para ofrecer libaciones á otro dios que al padre Júpiter. Sacóla
del arca, y purificándola primero con azufre, la limpió con agua cristalina;
acto continuo lavóse las manos, llenó la copa y puesto en medio, con los
ojos levantados al cielo, libó el negro vino y oró á Júpiter, que se complace
en lanzar rayos, sin que al dios le pasara inadvertido:
«¡Júpiter soberano, Dodoneo, Pelásgico, que vives lejos y reinas en
Dodona, de frío invierno, donde moran los selos, tus intérpretes, que no se
lavan los pies y duermen en el suelo! Escuchaste mis palabras cuando te invoqué,
y para honrarme oprimiste duramente al pueblo aqueo. Pues ahora,
cúmpleme este voto: Yo me quedo en el recinto de las naves y mando al
combate á mi compañero con muchos mirmidones: haz que le siga la victoria,
longividente Júpiter, é infúndele valor en el corazón para que Héctor
vea si mi escudero sabe pelear solo, ó si sus manos invictas únicamente se
mueven con furia cuando va conmigo á la marcial contienda. Y cuando
haya apartado de los bajeles la gritería y la pelea, vuelva incólume con todas
las armas y con los compañeros que de cerca combaten.»
Tal fué su plegaria. El próvido Júpiter le oyó; y de las dos cosas, le
otorgó una: concedióle que apartase de las naves el combate y la pelea, y
nególe que volviera ileso de la batalla. Hecha la libación y la rogativa al padre
Júpiter, entró Aquiles en la tienda, dejó la copa en el arca, y salió otra
vez porque deseaba en su corazón presenciar la terrible pugna de teucros y
aquivos.
Los mirmidones seguían con armas y en buen orden al magnánimo
Patroclo, hasta que alcanzaron á los teucros y les arremetieron con grandes
bríos, esparciéndose como las avispas que moran en el camino, cuando los
muchachos, siguiendo su costumbre de molestarlas, las irritan y consiguen
con su imprudencia que dañen á buen número de personas, pues, si algún
caminante pasa por allí y sin querer las mueve, vuelan y defienden con ánimo
valeroso á sus hijuelos; con un corazón y ánimo semejantes, se esparcieron
los mirmidones desde las naves, y levantóse una gritería inmensa. Y Patroclo
exhortaba á sus compañeros, diciendo con voz recia:
«¡Mirmidones, compañeros del Pelida Aquiles! Sed hombres, amigos,
y mostrad vuestro impetuoso valor para que honremos al Pelida, que es
el más valiente de cuantos argivos hay en las naves, como lo son también
sus guerreros, que de cerca combaten; y comprenda el poderoso Agamenón
Atrida la falta que cometió no honrando al mejor de los aqueos.»
Con estas palabras les excitó á todos el valor y la fuerza. Los mirmidones
cayeron apiñados sobre los teucros y en las naves resonaban de un
modo horrible los gritos de los aqueos. Cuando los teucros vieron al esforzado
hijo de Menetio y á su escudero, ambos con lucientes armaduras, á todos
se les conturbó el ánimo y sus falanges se agitaron. Figurábanse que el
Pelida, ligero de pies, había renunciado á su cólera y volvía á ser amigo de
Agamenón. Y cada uno miraba adónde podría huir para librarse de una
muerte terrible.
Patroclo fué el primero que tiró la reluciente lanza allí donde más
hombres se agitaban en confuso montón, junto á la nave del magnánimo
Protesilao; é hirió á Pirecmes, que había conducido desde Amidón, sita en
la ribera del Axio de ancha corriente, á los peonios, que combatían en carros:
la lanza se clavó en el hombro derecho; el guerrero, dando un gemido,
cayó de espaldas en el polvo, y los demás peonios huyeron, porque Patroclo
les infundió pavor al matar á su jefe, que tanto sobresalía en el combate. De
este modo Patroclo los echó de los bajeles y apagó el ardiente fuego. El navío
quedó allí medio quemado, los teucros huyeron con gran alboroto, los
dánaos se dispersaron por las cóncavas naves, y se produjo un gran tumulto.
Como Júpiter fulminador quita una densa nube de la elevada cumbre de una
montaña y se descubren los promontorios, cimas y valles, porque en el cielo
se ha abierto la vasta región etérea; así los dánaos respiraron un poco después
de librar á las naves del fuego destructor; pero no por eso hubo tregua
en el combate. Porque los teucros no huían á carrera abierta, perseguidos
por los belicosos aqueos; sino que aún resistían, y sólo cediendo á la necesidad
se retiraban de las naves.
Entonces, ya extendida la batalla, cada jefe mató á un hombre. El esforzado
hijo de Menetio, el primero, hirió con la aguda lanza á Areilico, que
había vuelto la espalda para huir: el bronce atravesó el muslo y rompió el
hueso, y el teucro dió de ojos en el suelo. El belígero Menelao hirió á Toante
en el pecho, donde éste quedaba sin defensa al lado del escudo, y dejó sin
vigor sus miembros. El Filida, observando que Anficlo iba á acometerle, se
le adelantó y logró envasarle la pica en la parte superior de la pierna, donde
más grueso es el músculo: la punta desgarró los nervios, y la obscuridad cubrió
los ojos del guerrero. De los Nestóridas, Antíloco traspasó con la broncínea
lanza á Atimnio, clavándosela en el ijar, y el teucro cayó de pechos en
el suelo; el hermano de éste, Maris, irritado por tal muerte, se le puso delante
y arremetió con la lanza á Antíloco; entonces el otro Nestórida, Trasimedes,
igual á un dios, se le anticipó y le hirió en la espalda: la punta desgarró
el tendón de la parte superior del brazo y rompió el hueso; el guerrero cayó
con estrépito, y la obscuridad cubrió sus ojos. De tal suerte, estos dos esforzados
compañeros de Sarpedón, hábiles tiradores, é hijos de Amisodaro el
que crió la indomable Quimera, causa de males para muchos hombres, fueron
vencidos por los dos hermanos y descendieron al Érebo.—Ayax de Oileo
acometió y cogió vivo á Cleobulo, atropellado por la turba; y le quitó la
vida, hiriéndole en el cuello con la espada provista de empuñadura: la hoja
entera se calentó con la sangre, y la purpúrea muerte y el hado cruel velaron
los ojos del guerrero.—Penéleo y Liconte fueron á encontrarse, y habiendo
arrojado sus lanzas en vano, pues ambos erraron el tiro, se acometieron con
las espadas: Liconte dió á su enemigo un tajo en la cimera del casco, que
adornaban crines de caballo; pero la espada se le rompió junto á la empuñadura;
Penéleo hundió la suya en el cuello de Liconte, debajo de la oreja, y
se lo cortó por completo: la cabeza cayó á un lado, sostenida tan sólo por la
piel, y los miembros perdieron su vigor.—Meriones dió alcance con sus ligeros
pies á Acamante, cuando subía al carro, y le hirió en el hombro derecho:
el teucro cayó al suelo, y las tinieblas cubrieron sus ojos.—Á Erimante
metióle Idomeneo el cruel bronce por la boca: la lanza atravesó la cabeza
por debajo del cerebro, rompió los blancos huesos y conmovió los dientes;
los ojos llenáronse con la sangre que fluía de las narices y de la boca abierta,
y la muerte, cual si fuese obscura nube, envolvió al guerrero.
Cada uno de estos caudillos dánaos mató, pues, á un hombre. Como
los voraces lobos acometen á corderos ó cabritos, arrebatándolos de un hato
que se dispersa en el monte por la impericia del pastor; pues así que aquéllos
los ven se los llevan y despedazan por tener los últimos un corazón tímido;
así los dánaos cargaban sobre los teucros, y éstos, pensando en la
fuga horrísona, olvidábanse de mostrar su impetuoso valor.
El gran Ayax deseaba constantemente arrojar su lanza á Héctor, armado
de bronce; pero el héroe, que era muy experto en la guerra, cubriendo
sus anchos hombros con un escudo de pieles de toro, estaba atento al silbo
de las flechas y al ruido de los dardos. Bien conocía que la victoria se inclinaba
del lado de los enemigos, pero resistía aún y procuraba salvar á sus
compañeros queridos.
Como se va extendiendo una nube desde el Olimpo al cielo, después
de un día sereno, cuando Júpiter prepara una tempestad; así los teucros huyeron
de las naves, dando gritos, y ya no fué con orden como repasaron el
foso. Á Héctor le sacaron de allí, con sus armas, los corceles de ligeros pies;
y el héroe desamparó la turba de los teucros, á quienes detenía, mal de su
grado, el profundo foso. Muchos veloces corceles, rompiendo los carros de
los caudillos por el extremo del timón, los dejaron en el mismo.—Patroclo
iba adelante, exhortando vehementemente á los dánaos y pensando en causar
daño á los teucros; los cuales, una vez puestos en desorden, llenaban todos
los caminos huyendo con gran clamoreo; la polvareda llegaba á lo alto
debajo de las nubes, y los solípedos caballos volvían á la ciudad desde las
naves y las tiendas. Patroclo, donde veía á los enemigos más desordenados,
allí se encaminaba vociferando; los guerreros caían de bruces debajo de los
ejes de sus carros, y éstos volcaban con gran estruendo. Al llegar al foso,
los caballos inmortales que los dioses dieran á Héctor como espléndido presente,
lo salvaron de un salto, deseosos de seguir adelante; y cuando á Patroclo
el ánimo le llevó hacia Héctor para herirle, ya los veloces corceles se
le habían llevado. Como en el otoño descarga una tempestad sobre la negra
tierra, cuando Júpiter hace caer violenta lluvia, irritado contra los hombres
que en el foro dan sentencias inicuas y echan á la justicia, no temiendo la
venganza de los dioses; y los ríos salen de madre y los torrentes cortan muchas
colinas, braman al correr desde lo alto de las montañas al mar purpúreo
y destruyen las labores del campo; de semejante modo corrían las yeguas
troyanas, dando lastimeros relinchos.
Patroclo, cuando hubo separado de los demás enemigos á los que
formaban las últimas falanges, les obligó á volver hacia los bajeles, en vez
de permitirles que subiesen á Troya; y acometiéndoles entre las naves, el río
y el alto muro, los mataba para vengar á muchos de los suyos. Entonces envasóle
á Prónoo la lanza en el pecho, donde éste quedaba sin defensa al lado
del escudo, y le dejó sin vigor los miembros: el teucro cayó con estrépito.
Luego acometió á Téstor, hijo de Énope, que se hallaba encogido en el lustroso
asiento y en su turbación había dejado que las riendas se le fuesen de
la mano: clavóle desde cerca la lanza en la mejilla derecha, se la hizo pasar
á través de los dientes y lo levantó por cima del barandal. Como el pescador
sentado en la roca saca del mar un pez enorme, valiéndose de la cuerda y
del anzuelo; así Patroclo, alzando la reluciente lanza, sacó del carro á Téstor
con la boca abierta y le arrojó de cara al suelo; el teucro, al caer, perdió la
vida—Después hirió de una pedrada en medio de la cabeza á Erilao, que á
acometerle venía, y se la partió en dos dentro del fuerte casco: el teucro dió
de manos en el suelo, y le envolvió la destructora muerte.—Y sucesivamente
fué derribando en la fértil tierra á Erimante, Anfótero, Epaltes, Tlepólemo
Damastórida, Equio, Pires, Ifeo, Evipo y Polimelo Argéada.
Sarpedón, al ver que sus compañeros, de lorigas sin cintura, sucumbían
á manos de Patroclo Menetíada, increpó á los deiformes licios:
«¡Qué vergüenza, oh licios! ¿Adónde huís? Sed esforzados. Yo saldré
al encuentro de ese hombre, para saber quién es el que así vence y tantos
males causa á los teucros, pues ya á muchos valientes les ha quebrado
las rodillas.»
Dijo; y saltó del carro al suelo sin dejar las armas. Á su vez Patroclo,
al verlo, se apeó del suyo. Como dos buitres de corvas uñas y combado pico
riñen, dando chillidos, sobre elevada roca; así aquéllos se acometieron vociferando.
Viólos el hijo del artero Saturno; y compadecido, dijo á Juno, su
hermana y esposa:
«¡Ay de mí! El hado dispone que Sarpedón, á quien amo sobre todos
los hombres, sea muerto por Patroclo Menetíada. Entre dos propósitos vacila
en mi pecho el corazón: ¿lo arrebataré vivo de la luctuosa batalla, para
dejarlo en el opulento pueblo de la Licia, ó dejaré que sucumba á manos del
Menetíada?»
Respondióle Juno veneranda, la de los ojos grandes: «¡Terribilísimo
Saturnio, qué palabras proferiste! ¿Una vez más quieres librar de la muerte
horrísona á ese hombre mortal, á quien tiempo ha que el hado condenó á
morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos. Otra cosa voy á
decirte, que fijarás en la memoria: Piensa que si á Sarpedón le mandas vivo
á su palacio, algún otro dios querrá sacar á su hijo del duro combate, pues
muchos hijos de los inmortales pelean en torno de la gran ciudad de Príamo,
y harás que sus padres se enciendan en terrible ira. Pero si Sarpedón te es
caro y tu corazón le compadece, deja que muera á manos de Patroclo en reñido
combate; y cuando el alma y la vida le abandonen, ordena á la Muerte
y al dulce Sueño que lo lleven á la vasta Licia, para que sus hermanos y
amigos le hagan exequias y le erijan un túmulo y un cipo, que tales son los
honores debidos á los muertos.»
Así dijo. El padre de los hombres y de los dioses no desobedeció, é
hizo caer sobre la tierra sanguinolentas gotas para honrar al hijo amado, á
quien Patroclo había de matar en la fértil Troya, lejos de su patria.
Cuando ambos héroes se hallaron frente á frente, Patroclo arrojó la
lanza, y acertando á dar en el empeine del ilustre Trasidemo, escudero valeroso
del rey Sarpedón, dejóle sin vigor los miembros. Sarpedón acometió á
su vez; y despidiendo la reluciente lanza, erró el tiro; pero hirió en el hombro
derecho al corcel Pédaso, que relinchó mientras perdía el vital aliento.
El caballo cayó al polvo, y el espíritu abandonó su cuerpo. Forcejaron los
otros dos bridones por separarse, crujió el yugo y enredáronse las riendas á
causa de que el caballo lateral yacía en el polvo. Pero Automedonte, famoso
por su lanza, halló el remedio: desenvainando la espada de larga punta que
llevaba junto al fornido muslo, cortó apresuradamente los tirantes del caballo
lateral, y los otros dos se enderezaron y obedecieron á las riendas. Y los
héroes volvieron á acometerse con roedor encono.
Entonces Sarpedón arrojó otra reluciente lanza y erró el tiro, pues
aquélla pasó por cima del hombro izquierdo de Patroclo sin herirle. Patroclo
despidió la suya y no en balde; ya que acertó á Sarpedón y le hirió en el tejido
que al denso corazón envuelve. Cayó el héroe como la encina, el álamo
ó el elevado pino que en el monte cortan con afiladas hachas los artífices
para hacer un mástil de navío; así yacía aquél, tendido delante de los corceles
y del carro, rechinándole los dientes y cogiendo con las manos el polvo
ensangrentado. Como el rojizo y animoso toro, á quien devora un león que
se ha presentado en la vacada, brama al morir entre las mandíbulas de la fiera;
así el caudillo de los licios escudados, herido de muerte por Patroclo, se
enfurecía; y llamando al compañero, le hablaba de este modo:
«¡Caro Glauco, guerrero afamado! Ahora debes portarte como fuerte
y audaz luchador; ahora te ha de causar placer la batalla funesta, si eres valiente.
Ve por todas partes, exhorta á los capitanes licios á que combatan en
torno de Sarpedón y defiéndeme tú mismo con la pica. Seré para ti motivo
constante de vergüenza y oprobio si, sucumbiendo en el recinto de las naves,
los aqueos me despojan de la armadura. ¡Pelea, pues, denodadamente y
anima á todo el ejército!»
Así dijo; y el velo de la muerte se extendió por sus ojos y su rostro.
Patroclo, sujetándole el pecho con el pie, le arrancó el asta; con ella siguió
el corazón, y salieron á la vez la punta de la lanza y el alma del guerrero. Y
los mirmidones detuvieron los corceles de Sarpedón, los cuales anhelaban y
querían huir desde que quedó vacío el carro de sus dueños.
Glauco sintió hondo pesar al oir la voz de Sarpedón; se le turbó el
ánimo porque no podía socorrerle; y apretándose con la mano el brazo herido
por una flecha que Teucro le tirara, cuando él asaltaba el muro y el aqueo
defendía á los suyos, oró de esta suerte al flechador Apolo:
«Óyeme, oh soberano, ya te halles en la opulenta Licia, ya te encuentres
en Troya; pues desde cualquier lugar puedes atender al que está afligido,
como lo estoy ahora. Tengo esta grave herida, padezco agudos dolores
en el brazo y la sangre no se seca; el hombro se entorpece, y me es imposible
manejar firmemente la lanza y pelear con los enemigos. Ha muerto un
hombre fortísimo, Sarpedón, hijo de Júpiter que ya ni á su prole defiende.
Cúrame, oh soberano, la grave herida, adormece mis dolores y dame fortaleza
para que mi voz anime á los licios á batallar y yo mismo luche en defensa
del cadáver.»
Tal fué su plegaria. Oyóle Febo Apolo y en seguida calmó los dolores,
secó la negra sangre de la grave herida é infundió valor en el ánimo del
teucro. Glauco, al notarlo, se holgó de que el gran dios hubiese escuchado
su ruego. En seguida fué por todas partes y exhortó á los capitanes licios
para que combatieran en torno de Sarpedón. Después, encaminóse á paso
largo hacia los troyanos; buscó á Polidamante Pantoida, al divino Agenor, á
Eneas y á Héctor armado de bronce; y deteniéndose cerca de los mismos,
dijo estas aladas palabras:
«¡Héctor! Te olvidas completamente de los aliados que por ti pierden
la vida lejos de los amigos y de la patria, y ni socorrerles quieres. Yace en
tierra Sarpedón, el rey de los licios escudados, que con su justicia y su valor
gobernaba la Licia. El férreo Marte lo ha matado con la lanza de Patroclo.
Oh amigos, venid é indignaos en vuestro corazón: no sea que los mirmidones
le quiten la armadura é insulten el cadáver, irritados por la muerte de los
dánaos á quienes hicieron perecer nuestras picas junto á las veleras naves.»
Así se expresó. Los troyanos sintieron grande é inconsolable pena,
porque Sarpedón, aunque forastero, era un baluarte para la ciudad; había
llevado á la misma muchos hombres y en la pelea los superaba á todos. Con
grandes bríos dirigiéronse aquéllos contra los dánaos, y á su frente marchaba
Héctor, irritado por la muerte de Sarpedón. Y Patroclo Menetíada, de corazón
valiente, animó á los aqueos; y dijo á los Ayaces, que ya de combatir
estaban deseosos:
«¡Ayaces! Poned empeño en rechazar al enemigo y mostraos tan valientes
como habéis sido hasta aquí ó más aún. Yace en tierra Sarpedón, el
que primero asaltó nuestra muralla. ¡Ah, si apoderándonos del cadáver pudiésemos
ultrajarle, quitarle la armadura de los hombros y matar con el
cruel bronce á alguno de los compañeros que lo defienden!…»
En tales términos les habló, aunque ellos ya deseaban derrotar al
enemigo. Y troyanos y licios por una parte y mirmidones y aqueos por otra,
cerraron las falanges, vinieron á las manos y empezaron á pelear con horrenda
gritería en torno del cadáver. Crujían las armaduras de los guerreros,
y Júpiter cubrió con una dañosa obscuridad la reñida contienda, para que
produjese mayor estrago el combate que por el cuerpo de su hijo se
empeñaba.
En un principio, los teucros rechazaron á los aqueos, de ojos vivos,
porque fué herido un varón que no era ciertamente el más cobarde de los
mirmidones: el divino Epigeo, hijo de Agacles magnánimo; el cual reinó en
otro tiempo en la populosa Budío; luego, por haber dado muerte á su valiente
primo, se presentó como suplicante á Peleo y á Tetis, la de argentados
pies, y ellos le enviaron con Aquiles á Ilión, abundante en hermosos corceles,
para que combatiera contra los troyanos. Epigeo echaba mano al cadáver
cuando el esclarecido Héctor le dió una pedrada en la cabeza y se la partió
en dos dentro del fuerte casco: el guerrero cayó boca abajo sobre el cuerpo
de Sarpedón, y la destructora muerte lo envolvió. Apesadumbróse Patroclo
por la pérdida del compañero y atravesó al instante las primeras filas,
como el veloz gavilán persigue á unos grajos ó estorninos; de la misma manera
acometiste, oh hábil jinete Patroclo, á los licios y troyanos, airado en tu
corazón por la muerte del amigo. Y cogiendo una piedra, hirió en el cuello á
Estenelao, hijo querido de Itémenes, y le rompió los tendones. Retrocedieron
los combatientes delanteros y el esclarecido Héctor. Cuanto espacio recorre
el dardo que lanza un hombre, ya en el juego para ejercitarse, ya en la
guerra contra los enemigos que la vida quitan; otro tanto se retiraron los
teucros, cediendo al empuje de los aqueos. Glauco, capitán de los escudados
licios, fué el primero que volvió la cara y mató al magnánimo Baticles,
hijo amado de Calcón, que tenía su casa en la Hélade y se señalaba entre los
mirmidones por sus bienes y riquezas: escapábase Glauco, y Baticles iba á
darle alcance, cuando aquél se volvió repentinamente y le hundió la pica en
medio del pecho. Baticles cayó con estrépito, los aqueos sintieron hondo
pesar por la muerte del valiente guerrero, y los teucros, muy alegres, rodearon
en tropel el cadáver; pero los aqueos no dejaron de mostrar su impetuoso
valor y arremetieron denodadamente al enemigo. Entonces Meriones
mató á un combatiente teucro, á Laógono, esforzado hijo de Onétor y sacerdote
de Júpiter Ideo, á quien el pueblo veneraba como á un dios: hirióle debajo
de la quijada y de la oreja, la vida huyó de los miembros del guerrero,
y la obscuridad horrible le envolvió. Eneas arrojó la broncínea lanza, con el
propósito de herir á Meriones, que se adelantaba protegido por el escudo.
Pero Meriones la vió venir y evitó el golpe inclinándose hacia adelante: la
ingente lanza se clavó en el suelo detrás de él y el regatón temblaba; pero
pronto la impetuosa arma perdió su fuerza. Penetró, pues, la vibrante punta
en la tierra, y la lanza fué echada en vano por el robusto brazo. Eneas, con
el corazón irritado, dijo:
«¡Meriones! Aunque eres un ágil saltador, mi lanza te habría apartado
para siempre del combate si te hubiese herido.»
Respondióle Meriones, célebre por su lanza: «¡Eneas! Difícil te será,
aunque seas valiente, aniquilar la fuerza de cuantos salgan á pelear contigo.
También tú eres mortal. Si lograra herirte en medio del cuerpo con el agudo
bronce, en seguida, á pesar de tu vigor y de la confianza que tienes en tu
brazo, me darías gloria y á Plutón, el de los famosos corceles, el alma.»
Así dijo; y el valeroso hijo de Menetio le reprendió, diciendo: «¡Meriones!
¿Por qué, siendo valiente, te entretienes en hablar así? ¡Oh amigo!
Con palabras injuriosas no lograremos que los teucros dejen el cadáver; preciso
será que alguno de ellos baje antes al seno de la tierra. Las batallas se
ganan con los puños, y las palabras sirven en las juntas. Conviene, pues, no
hablar, sino combatir.»
Dijo, echó á andar y siguióle Meriones, varón igual á un dios. Bien
así como el estruendo que se produce en la espesura de un monte y se deja
oir á lo lejos, cuando los hombres hacen leña; tal era el estrépito que se elevaba
de la tierra espaciosa al ser golpeados el bronce, el cuero y los escudos
de pieles de buey por las espadas y las lanzas de doble filo. Y ya ni un hombre
perspicaz hubiera conocido al divino Sarpedón, pues los dardos, la sangre
y el polvo lo cubrían desde los pies á la cabeza. Agitábanse todos alrededor
del cadáver como en la primavera zumban las moscas en el establo
por cima de las escudillas, cuando los tarros rebosan de leche: de igual manera
bullían aquéllos en torno del muerto. Júpiter no apartaba los refulgentes
ojos de la dura contienda; y contemplando á los guerreros, revolvía en
su ánimo muchas cosas acerca de la muerte de Patroclo: vacilaba entre si el
esclarecido Héctor debería matar con el bronce á Patroclo sobre Sarpedón,
igual á un dios, y quitarle la armadura de los hombros, ó convendría extender
la terrible pelea. Y considerando como lo más conveniente que el bravo
escudero de Aquiles Pelida hiciera arredrar á los teucros y á Héctor, armado
de bronce, hacia la ciudad y quitara la vida á muchos guerreros, comenzó
por infundir timidez en Héctor, el cual subió al carro, se puso en fuga y exhortó
á los demás teucros á que huyeran, porque había conocido hacia qué
lado se inclinaba la balanza sagrada de Júpiter. Tampoco los fuertes licios
osaron resistir, y huyeron todos al ver á su rey herido en el corazón y echado
en un montón de cadáveres; pues cayeron muchos hombres á su alrededor
cuando el Saturnio avivó el duro combate. Los aqueos quitáronle á Sarpedón
la reluciente armadura de bronce y el esforzado hijo de Menetio la
entregó á sus compañeros para que la llevaran á las cóncavas naves. Y entonces
Júpiter, que amontona las nubes, dijo á Apolo:
«¡Ea, querido Febo! Ve y después de sacar á Sarpedón de entre los
dardos, límpiale la negra sangre; condúcele á un sitio lejano y lávale en la
corriente de un río; úngele con ambrosía, ponle vestiduras divinas y entrégalo
á los veloces conductores y hermanos gemelos: el Sueño y la Muerte.
Y éstos, transportándolo con presteza, lo dejarán en el rico pueblo de la vasta
Licia. Allí sus hermanos y amigos le harán exequias y le erigirán un túmulo
y un cipo, que tales son los honores debidos á los muertos.»
Así dijo, y Apolo no desobedeció á su padre. Descendió de los montes
ideos á la terrible batalla, y en seguida, levantó al divino Sarpedón de
entre los dardos, y conduciéndole á un sitio lejano, lo lavó en la corriente de
un río; ungiólo con ambrosía, púsole vestiduras divinas y entrególo á los
veloces conductores y hermanos gemelos: el Sueño y la Muerte. Y éstos,
transportándolo con presteza, lo dejaron en el rico pueblo de la vasta Licia.
Patroclo animaba á los corceles y á Automedonte y perseguía á los
troyanos y licios, y con ello se atrajo un gran infortunio. ¡Insensato! Si se
hubiese atenido á la orden del Pelida, se hubiera visto libre de la funesta
Parca, de la negra muerte. Pero siempre el pensamiento de Júpiter es más
eficaz que el de los hombres (aquel dios pone en fuga al varón esforzado y
le quita fácilmente la victoria, aunque él mismo le haya incitado á
combatir), y entonces alentó el ánimo en el pecho de Patroclo.
¿Cuál fué el primero y cuál el último que mataste, oh Patroclo, cuando
los dioses te llamaron á la muerte?
Fueron primeramente Adrasto, Autónoo, Equeclo, Périmo Mégada,
Epístor y Melanipo; y después, Élaso, Mulio y Pilartes. Mató á éstos, y los
demás se dieron á la fuga.
Entonces los aqueos habrían tomado á Troya, la de altas puertas, por
las manos de Patroclo, que manejaba con gran furia la lanza, si Febo Apolo
no se hubiese colocado en la bien construída torre para dañar á aquél y ayudar
á los teucros. Tres veces encaminóse Patroclo á un ángulo de la elevada
muralla; tres veces rechazóle Apolo, agitando con sus manos inmortales el
refulgente escudo. Y cuando, semejante á un dios, atacaba por cuarta vez,
increpóle la deidad con aterradoras voces:
«¡Retírate, Patroclo de jovial linaje! El hado no ha dispuesto que la
ciudad de los altivos troyanos sea destruída por tu lanza, ni por Aquiles, que
tanto te aventaja.»
Así dijo, y Patroclo retrocedió un gran trecho, para no atraerse la cólera
del flechador Apolo.
Héctor se hallaba con el carro y los corceles en las puertas Esceas, y
estaba indeciso entre guiarlos de nuevo hacia la turba y volver á combatir, ó
mandar á voces que las tropas se refugiasen en el muro. Mientras reflexionaba
sobre esto, presentósele Febo Apolo, que tomó la figura del valiente
joven Asio, el cual era tío materno de Héctor, domador de caballos, hermano
carnal de Hécuba é hijo de Dimante, y habitaba en la Frigia, junto á la
corriente del Sangario. Así transfigurado, exclamó Apolo, hijo de Júpiter:
«¡Héctor! ¿Por qué te abstienes de combatir? No debes hacerlo. Ojalá
te superara tanto en bravura, cuanto te soy inferior: entonces te sería funesto
el retirarte de la batalla. Mas, ea, guía los corceles de duros cascos hacia
Patroclo, por si puedes matarlo y Apolo te da gloria.»
El dios, cuando esto hubo dicho, volvió á la batalla. El esclarecido
Héctor mandó á Cebrión que picara á los corceles y los dirigiese á la pelea;
y Apolo, entrándose por la turba, suscitó entre los dánaos funesto tumulto y
dió gloria á Héctor y á los teucros. Héctor dejó entonces á los demás dánaos,
sin que intentara matarlos, y enderezó á Patroclo los caballos de duros
cascos. Patroclo, á su vez, saltó del carro á tierra con la lanza en la izquierda;
cogió con la diestra una piedra blanca y erizada de puntas que le llenaba
la mano; y estribando en el suelo, la arrojó, hiriendo en seguida á un combatiente,
pues el tiro no resultó vano: dió la pedrada en la frente de Cebrión,
auriga de Héctor, que era hijo bastardo del ilustre Príamo y entonces gobernaba
las riendas de los caballos. La piedra se llevó ambas cejas; el hueso
tampoco resistió; los ojos cayeron en el polvo á los pies de Cebrión; y éste,
cual si fuera un buzo, cayó del asiento bien construído, porque la vida huyó
de sus miembros. Y burlándote de él, oh caballero Patroclo, exclamaste:
«¡Oh dioses! ¡Muy ágil es el teucro! ¡Cuán fácilmente salta á lo
buzo! Si se hallara en el ponto, en peces abundante, ese hombre saltaría de
la nave aunque el mar estuviera tempestuoso y podría saciar á muchas personas
con las ostras que pescara. ¡Con tanta facilidad ha dado la voltereta
del carro á la llanura! Es indudable que también los troyanos tienen buzos.»
Dijo, y corrió hacia el héroe con la impetuosidad de un león que devasta
los establos hasta que es herido en el pecho y su mismo valor le mata;
de la misma manera, oh Patroclo, te arrojaste enardecido sobre Cebrión.
Héctor, por su parte, saltó del carro al suelo sin dejar las armas. Y entrambos
luchaban en torno de Cebrión, como dos hambrientos leones que en el
monte pelean furiosos por el cadáver de una cierva; así los dos aguerridos
campeones, Patroclo Menetíada y el esclarecido Héctor, deseaban herirse el
uno al otro con el cruel bronce. Héctor había cogido al muerto por la cabeza
y no lo soltaba; Patroclo lo asía de un pie, y los demás teucros y dánaos sostenían
encarnizado combate.
Como el Euro y el Noto contienden en la espesura de un monte, agitando
la poblada selva, y las largas ramas de los fresnos, encinas y cortezudos
cornejos chocan entre sí con inmenso estrépito, y se oyen los crujidos
de las que se rompen; de semejante modo teucros y aqueos se mataban, sin
acordarse de la perniciosa fuga. Alrededor de Cebrión se clavaron en tierra
muchas agudas lanzas y aladas flechas que saltaban de los arcos; buen número
de grandes piedras herían los escudos de los combatientes; y el héroe
yacía en el suelo, sobre un gran espacio, envuelto en un torbellino de polvo
y olvidado del arte de guiar los carros.
Hasta que el sol hubo recorrido la mitad del cielo, los tiros alcanzaban
por igual á unos y á otros, y los hombres caían. Cuando aquél se encaminó
al ocaso, los aqueos eran vencedores, contra lo dispuesto por el destino;
y habiendo arrastrado el cadáver del héroe Cebrión fuera del alcance
de los dardos y del tumulto de los teucros, le quitaron la armadura de los
hombros.
Patroclo acometió furioso á los teucros: tres veces los atacó, cual
otro Marte, dando horribles voces; tres veces mató nueve hombres. Y cuando,
semejante á un dios, arremetiste, oh Patroclo, por cuarta vez, vióse claramente
que ya llegabas al término de tu vida, pues el terrible Febo salió á
tu encuentro en el duro combate. Mas Patroclo no vió al dios; el cual, cubierto
por densa nube, atravesó la turba, se le puso detrás, y alargando la
mano, le dió un golpe en la espalda y en los anchos hombros. Al punto los
ojos del héroe sufrieron vértigos. Febo Apolo le quitó de la cabeza el casco
con agujeros á guisa de ojos, que rodó con estrépito hasta los pies de los caballos;
y el penacho se manchó de sangre y polvo. Jamás aquel casco, adornado
con crines de caballo, se había manchado cayendo en el polvo, pues
protegía la cabeza y hermosa frente del divino Aquiles. Entonces Júpiter
permitió también que lo llevara Héctor, porque ya la muerte se iba acercando
á este caudillo. Á Patroclo se le rompió en la mano la pica larga, ponderosa,
grande, fornida, armada de bronce; el ancho escudo y su correa cayeron
al suelo, y Apolo desató la coraza que aquél llevaba. El estupor se apoderó
del espíritu del héroe, y sus hermosos miembros perdieron la fuerza.
Patroclo se detuvo atónito, y entonces clavóle aguda lanza en la espalda,
entre los hombros, el dárdano Euforbo Pantoida; el cual aventajaba á todos
los de su edad en el manejo de la pica, en el arte de guiar un carro y en la
veloz carrera, y la primera vez que se presentó con su carro para aprender á
combatir, derribó á veinte guerreros de sus carros respectivos. Éste fué, oh
caballero Patroclo, el primero que contra ti despidió su lanza, pero aún no te
hizo sucumbir. Euforbo arrancó la lanza de fresno; y retrocediendo, se mezcló
con la turba, sin esperar á Patroclo, aunque le viera desarmado; mientras
éste, vencido por el golpe del dios y la lanzada, retrocedía al grupo de sus
compañeros para evitar la muerte.
Cuando Héctor advirtió que el magnánimo Patroclo se alejaba y que
lo habían herido con el agudo bronce, fué en su seguimiento, por entre las
filas, y le envasó la lanza en la parte inferior del vientre, que el hierro pasó
de parte á parte; y el héroe cayó con estrépito, causando gran aflicción al
ejército aqueo. Como el león acosa en la lucha al indómito jabalí cuando
ambos pelean arrogantes en la cima de un monte por un escaso manantial
donde quieren beber, y el león vence con su fuerza al jabalí, que respira anhelante;
así Héctor Priámida privó de la vida, hiriéndole con la lanza, al esforzado
hijo de Menetio, que á tantos había dado muerte. Y blasonando del
triunfo, profirió estas aladas palabras:
«¡Patroclo! Sin duda esperabas destruir nuestra ciudad, hacer cautivas
á las mujeres troyanas y llevártelas en los bajeles á tu patria. ¡Insensato!
Los veloces caballos de Héctor vuelan al combate para defenderlas; y yo,
que en manejar la pica sobresalgo entre los belicosos teucros, aparto de los
míos el día de la servidumbre; mientras que á ti te comerán los buitres. ¡Ah,
infeliz! Ni Aquiles, con ser valiente, te ha socorrido. Cuando saliste de las
naves, donde él se ha quedado, debió de hacerte muchas recomendaciones,
y hablarte de este modo: No vuelvas á las cóncavas naves, caballero Patroclo,
antes de haber roto la coraza que envuelve el pecho de Héctor, teñida
en sangre. Así te dijo, sin duda; y tú, oh necio, te dejaste persuadir.»
Con lánguida voz le respondiste, caballero Patroclo: «¡Héctor! Jáctate
ahora con altaneras palabras, ya que te han dado la victoria Jove Saturnio
y Apolo; los cuales me vencieron fácilmente, quitándome la armadura de
los hombros. Si veinte guerreros como tú me hubiesen hecho frente, todos
habrían muerto vencidos por mi lanza. Matóme el hado funesto, valiéndose
de Latona y de Euforbo entre los hombres; y tú llegas el tercero, para despojarme
de las armas. Otra cosa voy á decirte, que fijarás en la memoria.
Tampoco tú has de vivir largo tiempo, pues la muerte y el hado cruel se te
acercan, y sucumbirás á manos del eximio Aquiles, descendiente de Éaco.»
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma
voló de los miembros y descendió al Orco, llorando su suerte porque dejaba
un cuerpo vigoroso y joven. Y el esclarecido Héctor le dijo, aunque ya
muerto le viera:
«¡Patroclo! ¿Por qué me profetizas una muerte terrible? ¿Quién sabe
si Aquiles, hijo de Tetis, la de hermosa cabellera, no perderá antes la vida,
herido por mi lanza?»
Dichas estas palabras, puso un pie sobre el cadáver, arrancó la broncínea
lanza, y lo tumbó de espaldas. Inmediatamente dirigióse, lanza en
mano, hacia Automedonte, el deiforme servidor del Eácida, de pies ligeros;
pero los veloces caballos inmortales que á Peleo dieran los dioses como espléndido
presente, lo sacaban ya de la batalla.

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