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Canto XVIII

La Ilíada – Homero
FABRICACIÓN DE LAS ARMAS

Mientras los teucros y los aqueos combatían con el ardor de abrasadora
llama, Antíloco, mensajero de veloces pies, fué en busca de Aquiles. Hallóle
junto á las naves, de altas popas, y ya el héroe presentía lo ocurrido; pues,
gimiendo, á su magnánimo espíritu así le hablaba:
«¡Ay de mí! ¿Por qué los aqueos, de larga cabellera, vuelven á ser derrotados,
y corren aturdidos por la llanura con dirección á las naves? Temo
que los dioses me hayan causado la desgracia cruel para mi corazón, que
me anunció mi madre diciendo que el más valiente de los mirmidones dejaría
de ver la luz del sol, á manos de los teucros, antes de que yo falleciera.
Sin duda ha muerto el esforzado hijo de Menetio. ¡Infeliz! Yo le mandé que
tan pronto como apartase el fuego enemigo, regresara á los bajeles y no quisiera
pelear valerosamente con Héctor.»
Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón, llegó
el hijo del ilustre Néstor; y derramando ardientes lágrimas, dióle la triste
noticia:
«¡Ay de mí, hijo del aguerrido Peleo! Sabrás una infausta nueva, una
cosa que no hubiera de haber ocurrido. Patroclo yace en el suelo, y teucros
y aqueos combaten en torno del cadáver desnudo, pues Héctor, el de tremolante
casco, tiene la armadura.»
Así dijo; y negra nube de pesar envolvió á Aquiles. El héroe cogió ceniza
con ambas manos y derramándola sobre su cabeza, afeó el gracioso
rostro y manchó la divina túnica; después se tendió en el polvo, ocupando
un gran espacio, y con las manos se arrancaba los cabellos. Las esclavas
que Aquiles y Patroclo cautivaran salieron afligidas; y dando agudos gritos,
rodearon á Aquiles; todas se golpeaban el pecho y sentían desfallecer sus
miembros. Antíloco también se lamentaba, vertía lágrimas y tenía de las
manos á Aquiles, cuyo gran corazón deshacíase en suspiros, por el temor de
que se cortase la garganta con el hierro. Dió Aquiles un horrendo gemido;
oyóle su veneranda madre, que se hallaba en el fondo del mar, junto al padre
anciano, y prorrumpió en sollozos; y cuantas diosas nereidas había en
aquellas profundidades, todas se congregaron á su alrededor. Allí estaban
Glauce, Talía, Cimodoce, Nesea, Espío, Toe, Halia, la de los grandes ojos,
Cimotoe, Actea, Limnorea, Melita, Yera, Anfitoe, Agave, Doto, Proto, Ferusa,
Dinámene, Dexámene, Anfínome, Calianira, Doris, Pánope, la célebre
Galatea, Nemertes, Apseudes, Calianasa, Climene, Yanira, Yanasa, Mera,
Oritía, Amatía, la de hermosas trenzas, y las restantes nereidas que habitan
en lo hondo del mar. La blanquecina gruta se llenó de ninfas, y todas se golpeaban
el pecho. Y Tetis, dando principio á los lamentos, exclamó:
«Oíd, hermanas nereidas, para que sepáis cuántas penas sufre mi corazón.
¡Ay de mí, desgraciada! ¡Ay de mí, madre infeliz de un valiente! Parí
un hijo ilustre, fuerte é insigne entre los héroes, que creció semejante á un
árbol; le crié como á una planta en terreno fértil y lo mandé á Ilión en las
corvas naves para que combatiera con los teucros; y ya no le recibiré otra
vez, porque no volverá á mi casa, á la mansión de Peleo. Mientras vive y ve
la luz del Sol está angustiado, y no puedo, aunque á él me acerque, llevarle
socorro. Iré á verle y me dirá qué pesar le aflige ahora que no interviene en
las batallas.»
Dijo, y salió de la gruta; las nereidas la acompañaron llorosas, y las
olas del mar se rompían en torno de ellas. Cuando llegaron á la fértil Troya,
subieron todas á la playa donde las muchas naves de los mirmidones habían
sido colocadas á ambos lados de la del veloz Aquiles. La veneranda madre
se acercó al héroe, que suspiraba profundamente; y rompiendo el aire con
agudos clamores abrazóle la cabeza, y en tono lastimero pronunció estas
aladas palabras:
«¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no
me lo ocultes. Júpiter ha cumplido lo que tú, levantando las manos, le pediste:
que los aqueos fueran acorralados junto á los navíos y padecieran vergonzosos
desastres.»
Exhalando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies ligeros:
«¡Madre mía! El Olímpico, efectivamente, lo ha cumplido; pero ¿qué placer
puede producirme, habiendo muerto Patroclo, el fiel amigo á quien apreciaba
sobre todos los compañeros y tanto como á mi propia cabeza? Lo he perdido,
y Héctor, después de matarlo, le despojó de las armas prodigiosas, admirables,
magníficas que los dioses regalaron á Peleo, como espléndido presente,
el día en que te colocaron en el tálamo de un hombre mortal. Ojalá
hubieras seguido habitando en el mar con las inmortales ninfas, y Peleo hubiese
tomado esposa mortal. Mas no sucedió así, para que sea inmenso el
dolor de tu alma cuando muera tu hijo, á quien ya no recibirás en tu casa, de
vuelta de Troya; pues mi ánimo no me incita á vivir, ni á permanecer entre
los hombres, si Héctor no pierde la vida, atravesado por mi lanza, y recibe
de este modo la condigna pena por la muerte de Patroclo Menetíada.»
Respondióle Tetis, derramando lágrimas: «Breve será tu existencia, á
juzgar por lo que dices; pues la muerte te aguarda así que Héctor perezca.»
Contestó muy afligido Aquiles, el de los pies ligeros: «Muera yo en el
acto, ya que no pude socorrer al amigo cuando le mataron: ha perecido lejos
de su país y sin tenerme al lado para que le librara de la desgracia. Ahora,
puesto que no he de volver á la patria, ni he salvado á Patroclo ni á los muchos
amigos que murieron á manos del divino Héctor, permanezco en las
naves cual inútil peso de la tierra; siendo tal en la batalla como ninguno de
los aqueos, de broncíneas lorigas, pues en la junta otros me superan. Ojalá
pereciera la discordia para los dioses y para los hombres, y con ella la ira,
que encruelece hasta al hombre sensato cuando más dulce que la miel se introduce
en el pecho y va creciendo como el humo. Así me irritó el rey de
hombres Agamenón. Pero dejemos lo pasado, aunque afligidos, pues es preciso
refrenar el furor del pecho. Iré á buscar al matador del amigo querido, á
Héctor; y sufriré la muerte cuando lo dispongan Júpiter y los demás dioses
inmortales. Pues ni el fornido Hércules pudo librarse de ella, con ser carísimo
al soberano Jove Saturnio, sino que el hado y la cólera funesta de Juno
le hicieron sucumbir. Así yo, si he de tener igual suerte, yaceré en la tumba
cuando muera; mas ahora ganaré gloriosa fama y haré que algunas de las
matronas troyanas ó dardanias, de profundo seno, den fuertes suspiros y con
ambas manos se enjuguen las lágrimas de sus tiernas mejillas. Conozcan
que hace días que me abstengo de combatir. Y tú, aunque me ames, no me
prohibas que pelee, pues no lograrás persuadirme.»
Respondióle Tetis, la de los argentados pies: «Sí, hijo, es justo, y no
puede reprobarse que libres á los afligidos compañeros de una muerte terrible;
pero tu magnífica armadura de luciente bronce la tienen los teucros, y
Héctor, el de tremolante casco, se vanagloria de cubrir con ella sus hombros.
Con todo eso, me figuro que no durará mucho su jactancia, pues ya la
muerte se le avecina. Tú no entres en combate hasta que con tus ojos me
veas volver; y mañana, al romper el alba, vendré á traerte una hermosa armadura
fabricada por Vulcano.»
Cuando así hubo hablado, dejó á su hijo; y volviéndose á las nereidas,
sus hermanas, les dijo:
«Bajad vosotras al anchuroso seno del mar, id al alcázar del anciano
padre y contádselo todo; y yo subiré al elevado Olimpo para que Vulcano,
el ilustre artífice, dé á mi hijo una magnífica y reluciente armadura.»
Así habló. Las nereidas se sumergieron prestamente en las olas del
mar, y Tetis, la diosa de los argentados pies, enderezó sus pasos al Olimpo
para proporcionar á su hijo las magníficas armas.
Mientras la diosa se encaminaba al Olimpo, los aqueos, de hermosas
grebas, huyendo con gritería inmensa ante Héctor, matador de hombres, llegaron
á las naves y al Helesponto; y ya no podían sacar fuera de los tiros el
cadáver de Patroclo, escudero de Aquiles, porque de nuevo los alcanzaron
los teucros con sus carros y Héctor, hijo de Príamo, que por su vigor parecía
una llama. Tres veces el esclarecido Héctor asió á Patroclo por los pies é
intentó arrastrarlo, exhortando con horrendos gritos á los teucros; tres veces
los Ayaces, revestidos de impetuoso valor, le rechazaron. Héctor, confiando
en su fuerza, unas veces se arrojaba á la pelea, otras se detenía y daba grandes
voces; pero nunca se retiraba por completo. Como los pastores pasan la
noche en el campo y no consiguen apartar de la presa á un fogoso león muy
hambriento; de semejante modo, los belicosos Ayaces no lograban ahuyentar
del cadáver á Héctor Priámida. Y éste lo arrastrara, consiguiendo inmensa
gloria, si no se hubiese presentado al Pelida, para aconsejarle que tomase
las armas, la veloz Iris, de pies ligeros como el viento; á la cual enviaba
Juno, sin que lo supieran Júpiter ni los demás dioses. Colocóse la diosa cerca
de Aquiles y pronunció estas aladas palabras:
«¡Sus, Pelida, el más portentoso de los hombres! Ve á defender á Patroclo,
por cuyo cuerpo se ha trabado un vivo combate cerca de las naves.
Mátanse allí, los aqueos defendiendo el cadáver, y los teucros, acometiendo
con el fin de arrastrarlo á la ventosa Ilión. Y el que más empeño tiene en llevárselo
es el esclarecido Héctor, porque su ánimo le incita á cortarle la cabeza
del tierno cuello para clavarla en una estaca. Levántate, no yazgas
más; avergüéncese tu corazón de que Patroclo llegue á ser juguete de los
perros troyanos; pues será para ti motivo de afrenta que el cadáver reciba
algún ultraje.»
Respondióle el divino Aquiles, el de los pies ligeros: «¡Diosa Iris!
¿Cuál de las deidades te envía como mensajera?»
Díjole la veloz Iris, de pies ligeros como el viento: «Me manda Juno,
la ilustre esposa de Júpiter, sin que lo sepan el excelso Saturnio ni los demás
dioses inmortales que habitan el nevado Olimpo.»
Replicóle Aquiles, el de los pies ligeros: «¿Cómo puedo ir á la batalla?
Los teucros tienen mis armas, y mi madre no me permite entrar en combate
hasta que con estos ojos la vea volver, pues aseguró que me traería una
hermosa armadura fabricada por Vulcano. Y en tanto, no sé de cuál guerrero
podría vestir las armas, á no ser que tomase el escudo de Ayax Telamonio;
pero creo que éste se encuentra entre los combatientes delanteros y pelea
con la lanza por el cadáver de Patroclo.»
Contestóle la veloz Iris, de pies ligeros como el viento: «Bien sabemos
nosotros que aquéllos tienen tu magnífica armadura; pero muéstrate á
los teucros en la orilla del foso para que, temiéndote, cesen de pelear; los
belicosos aqueos, que tan abatidos están, se reanimen, y la batalla tenga su
tregua, aunque sea por breve tiempo.»
En diciendo esto, fuése Iris, ligera de pies. Aquiles, caro á Júpiter, se
levantó, y Minerva cubrióle los fornidos hombros con la égida floqueada y
circundóle la cabeza con áurea nube, en la cual
ardía resplandeciente llama. Como se ve desde lejos el humo que saliendo
de una isla donde se halla una ciudad sitiada por los enemigos, llega al éter,
cuando sus habitantes, después de combatir todo el día en horrenda batalla,
al ponerse el sol encienden muchos fuegos, cuyo resplandor sube á lo alto,
para que los vecinos los vean, se embarquen y les libren del apuro; de igual
modo el resplandor de la cabeza de Aquiles llegaba al éter. Y acercándose á
la orilla del foso, fuera de la muralla, se detuvo, sin mezclarse con los
aqueos, porque respetaba el prudente mandato de su madre. Allí dió recias
voces y á alguna distancia Palas Minerva vociferó también y suscitó un inmenso
tumulto entre los teucros. Como se oye la voz sonora de la trompeta
cuando vienen á cercar la ciudad enemigos que la vida quitan; tan sonora
fué entonces la voz del Eácida. Cuando se dejó oir la voz de bronce del héroe,
á todos se les conturbó el corazón, y los caballos, de hermosas crines,
volvíanse hacia atrás con los carros porque en su ánimo presentían desgracias.
Los aurigas se quedaron atónitos al ver el terrible é incesante fuego
que en la cabeza del magnánimo Pelida hacía arder Minerva, la diosa de los
brillantes ojos. Tres veces el divino Aquiles gritó á orillas del foso, y tres
veces se turbaron los troyanos y sus ínclitos auxiliares; y doce de los más
valientes guerreros murieron atropellados por sus carros y heridos por sus
propias lanzas. Y los aqueos, muy alegres, sacaron á Patroclo fuera del alcance
de los tiros y colocáronlo en un lecho. Los amigos le rodearon llorosos,
y con ellos iba Aquiles, el de los pies ligeros, derramando ardientes lágrimas,
desde que vió al fiel compañero desgarrado por el agudo bronce y
tendido en el féretro. Habíale mandado á la batalla con su carro y sus corceles,
y ya no podía recibirle, porque de ella no tornaba vivo.
Juno veneranda, la de los grandes ojos, obligó al Sol infatigable á
hundirse, mal de su grado, en la corriente del Océano. Y una vez puesto, los
divinos aqueos suspendieron la enconada pelea y el general combate.
Los teucros, por su parte, retirándose de la dura contienda, desuncieron
de los carros los veloces corceles y celebraron junta antes de preparar la
cena. En ella estuvieron de pie y nadie osó sentarse; pues á todos les hacía
temblar el que Aquiles se presentara después de haber permanecido tanto
tiempo apartado del funesto combate. Fué el primero en arengarles Polidamante
Pantoida, el único que conocía lo futuro y lo pasado: era amigo de
Héctor, y ambos nacieron en la misma noche; pero Polidamante superaba á
Héctor en la elocuencia, y éste descollaba mucho más en el manejo de la
lanza. Y dirigiéndoles, benévolo, la palabra, así les dijo:
«Pensadlo bien, amigos, pues yo os exhorto á volver á la ciudad en
vez de aguardar á la divinal Aurora en la llanura, junto á las naves, y tan lejos
del muro como al presente nos hallamos. Mientras ese hombre estuvo
irritado con el divino Agamenón, fué más fácil combatir contra los aqueos;
y también yo gustaba de pernoctar junto á las veleras naves, esperando que
acabaríamos por tomarlas. Ahora temo mucho al Pelida, de pies ligeros, que
con su ánimo arrogante no se contentará con quedarse en la llanura, donde
teucros y aqueos sostienen el furor de Marte, sino que batallará para apoderarse
de la ciudad y de las mujeres. Volvamos á la población; seguid mi
consejo, antes de que ocurra lo que voy á decir. La noche inmortal ha detenido
al Pelida, de pies ligeros; pero si mañana nos acomete armado y nos
encuentra aquí, conoceréis quién es, y llegará gozoso á la sagrada Ilión el
que logre escapar, pues á muchos se los comerán los perros y los buitres.
¡Ojalá que tal noticia nunca llegue á mis oídos! Si, aunque estéis afligidos,
seguís mi consejo, tendremos el ejército reunido en el ágora durante la noche,
pues la ciudad queda defendida por las torres y las altas puertas con sus
tablas grandes, labradas, sólidamente unidas. Por la mañana, al apuntar la
aurora, subiremos armados á las torres; y si aquél viniere de las naves á
combatir con nosotros al pie del muro, peor para él; pues habrá de volverse
después de cansar á los caballos, de erguido cuello, con carreras de todas
clases, llevándolos errantes en torno de la ciudad. Pero no tendrá ánimo
para entrar en ella, y nunca podrá destruirla; antes se lo comerán los veloces
perros.»
Mirándole con torva faz, exclamó Héctor, el de tremolante casco:
«¡Polidamante! No me place lo que propones de volver á la ciudad y encerrarnos
en ella. ¿Aún no os cansáis de vivir dentro de los muros? Antes todos
los hombres dotados de palabra llamaban á la ciudad de Príamo rica en
oro y en bronce, pero ya las hermosas joyas desaparecieron de las casas:
muchas riquezas han sido llevadas á la Frigia y á la Meonia para ser vendidas,
desde que Júpiter se irritó contra nosotros. Y ahora que el hijo del artero
Saturno me ha concedido alcanzar gloria junto á las naves y acorralar
contra el mar á los aqueos, no des, ¡oh necio!, tales consejos al pueblo. Ningún
troyano te obedecerá, porque no lo permitiré. Ea, obremos todos como
voy á decir. Cenad en el campamento, sin romper las filas; acordaos de la
guardia y vigilad todos. Y el troyano que sienta gran temor por sus bienes,
júntelos y entréguelos al pueblo para que en común se consuman; pues es
mejor que los disfrute éste que no los aquivos. Mañana, al apuntar la aurora,
vestiremos la armadura y suscitaremos un reñido combate junto á las cóncavas
naves. Y si verdaderamente el divino Aquiles se propone salir del campamento,
le pesará tanto más, cuanto más se arriesgue. Porque me propongo
no huir de él, sino afrontarle en la batalla horrísona; y alcanzará una gran
victoria, ó seré yo quien la consiga. Que Marte es á todos común y suele
causar la muerte del que matar deseaba.»
Así se expresó Héctor, y los teucros le aclamaron, ¡oh necios! porque
Palas Minerva les quitó el juicio. ¡Aplaudían todos á Héctor por sus funestos
propósitos y ni uno siquiera á Polidamante, que les daba un buen consejo!
Tomaron, pues, la cena en el campamento; y los aquivos pasaron la noche
dando gemidos y llorando á Patroclo. El Pelida, poniendo sus manos
homicidas sobre el pecho del amigo, dió comienzo á las sentidas lamentaciones,
mezcladas con frecuentes sollozos. Como el melenudo león á quien
un cazador ha quitado los cachorros en la poblada selva, cuando vuelve á su
madriguera se aflige y, poseído de vehemente cólera, recorre los valles en
busca de aquel hombre; de igual modo, y despidiendo profundos suspiros,
dijo Aquiles entre los mirmidones:
«¡Oh dioses! Vanas fueron las palabras que pronuncié en el palacio
para tranquilizar al héroe Menetio, diciendo que á su ilustre hijo le llevaría
otra vez á Opunte tan pronto como, tomada Ilión, recibiera su parte de botín.
Júpiter no les cumple á los hombres todos sus deseos; y el hado ha dispuesto
que nuestra sangre enrojezca una misma tierra, aquí en Troya; porque
ya no me recibirán en su palacio ni el anciano caballero Peleo, ni Tetis,
mi madre; sino que esta tierra me contendrá en su seno. Ya que he de morir,
oh Patroclo, después que tú, no te haré las honras fúnebres hasta que traiga
las armas y la cabeza de Héctor, tu magnánimo matador. Degollaré ante la
pira, para vengar tu muerte, doce hijos de ilustres troyanos. Y en tanto permanezcas
tendido junto á las corvas naves, te rodearán, llorando noche y
día, las troyanas y dardanias de profundo seno que conquistamos con nuestro
valor y la ingente lanza, al entrar á saco opulentas ciudades de hombres
de voz articulada.»
Cuando esto hubo dicho, el divino Aquiles mandó á sus compañeros
que pusieran al fuego un gran trípode para que cuanto antes le lavaran á Patroclo
las manchas de sangre. Y ellos colocaron sobre el ardiente fuego una
caldera propia para baños, sostenida por un trípode; llenáronla de agua, y
metiendo leña debajo la encendieron: el fuego rodeó la caldera y calentó el
agua. Cuando ésta hirvió en la caldera de bronce reluciente, lavaron el cadáver,
ungiéronlo con pingüe aceite y taparon las heridas con un ungüento que
tenía nueve años; después, colocándolo en el lecho, lo envolvieron desde la
cabeza hasta los pies en fina tela de lino y lo cubrieron con un velo blanco.
Los mirmidones pasaron la noche alrededor de Aquiles, el de los pies ligeros,
dando gemidos y llorando á Patroclo. Y Júpiter habló de este modo á
Juno, su hermana y esposa:
«Lograste al fin, Juno veneranda, la de los grandes ojos, que Aquiles,
ligero de pies, volviera á la batalla. Sin duda nacieron de ti los aqueos de
larga cabellera.»
Respondió Juno veneranda, la de los grandes ojos: «¡Terribilísimo
Saturnio! ¡Qué palabras proferiste! Si un hombre, no obstante su condición
de mortal y no saber tanto, puede realizar su propósito contra otro hombre,
¿cómo yo, que me considero la primera de las diosas por mi abolengo y por
llevar el nombre de esposa tuya, de ti que reinas sobre los inmortales todos,
no había de causar males á los teucros estando irritada contra ellos?»
Así éstos conversaban. Tetis, la de los argentados pies, llegó al palacio
imperecedero de Vulcano, que brillaba como una estrella, lucía entre los
de las deidades, era de bronce y habíalo edificado el Cojo en persona. Halló
al dios bañado en sudor y moviéndose en torno de los fuelles, pues fabricaba
veinte trípodes que debían permanecer arrimados á la pared del bien
construído palacio y tenían ruedas de oro en los pies para que de propio impulso
pudieran entrar donde los dioses se congregaban y volver á la casa.
¡Cosa admirable! Estaban casi terminados, faltándoles tan sólo las labradas
asas, y el dios preparaba los clavos para pegárselas. Mientras hacía tales
obras con sabia inteligencia, llegó Tetis, la diosa de los argentados pies. La
bella Caris, que llevaba luciente diadema y era esposa del ilustre Cojo, vióla
venir, salió á recibirla, y, asiéndola por la mano, le dijo:
«¿Por qué, oh Tetis la de largo peplo, venerable y cara, vienes á
nuestro palacio? Antes no solías frecuentarlo. Pero, sígueme, y te ofreceré
los dones de la hospitalidad.»
Dichas estas palabras, la divina entre las diosas introdujo á Tetis y la
hizo sentar en un hermoso trono labrado, tachonado con clavos de plata y
provisto de un escabel para los pies. Y llamando á Vulcano, ilustre artífice,
le dijo: «¡Vulcano! Ven acá, pues Tetis te necesita.»
Respondió el ilustre cojo de ambos pies: «Respetable y veneranda es
la diosa que ha venido á este palacio. Fué mi salvadora cuando me tocó padecer,
pues vime arrojado del cielo y caí á lo lejos por la voluntad de mi insolente
madre, que me quería ocultar á causa de la cojera. Entonces mi corazón
hubiera tenido que soportar terribles penas, si no me hubiesen acogido
en el seno del mar Tetis y Eurínome, hija del refluente Océano. Nueve
años viví con ellas fabricando muchas piezas de bronce—broches, redondos
brazaletes, sortijas y collares—en una cueva profunda rodeada por la inmensa,
murmurante y espumosa corriente del Océano. De todos los dioses y
los mortales hombres, sólo lo sabían Tetis y Eurínome, las mismas que antes
me salvaran. Hoy que Tetis, la de hermosas trenzas, viene á mi casa, tengo
que pagarle el beneficio de haberme conservado la vida. Sírvele hermosos
presentes de hospitalidad, ínterin yo recojo los fuelles y demás
herramientas.»
Dijo; y levantóse de cabe al yunque el gigantesco é infatigable numen
que al andar cojeaba arrastrando sus gráciles piernas. Apartó de la llama
los fuelles y puso en un arcón de plata las herramientas con que trabajaba;
enjugóse con una esponja el sudor del rostro, de las manos, del vigoroso
cuello y del velludo pecho; vistió la túnica; tomó el fornido cetro, y salió
cojeando, apoyado en dos estatuas de oro que eran semejantes á vivientes
jóvenes, pues tenían inteligencia, voz y fuerza, y hallábanse ejercitadas en
las obras propias de los inmortales dioses. Ambas sostenían cuidadosamente
á su señor, y éste, andando, se sentó en un trono reluciente cerca de Tetis,
asió la mano de la deidad, y le dijo:
«¿Por qué, oh Tetis, la de largo peplo, venerable y cara, vienes á
nuestro palacio? Antes no solías frecuentarlo. Di qué deseas; mi corazón me
impulsa á realizarlo, si puedo y es hacedero.»
Respondióle Tetis, derramando lágrimas: «¡Oh Vulcano! ¿Hay alguna
entre las diosas del Olimpo que haya sufrido en su ánimo tantos y tan
graves pesares como á mí me ha enviado el Saturnio Jove? De las ninfas del
mar, únicamente á mí me sujetó á un hombre, á Peleo Eácida, y tuve que
tolerar, contra toda mi voluntad, el tálamo de un mortal que yace en el palacio,
rendido á la triste vejez. Ahora me envía otros males: concedióme que
pariera y alimentara á un hijo insigne entre los héroes, que creció semejante
á un árbol, le crié como á una planta en terreno fértil y lo mandé á Ilión en
las corvas naves, para que combatiera con los teucros; y ya no le recibiré
otra vez, porque no volverá á mi casa, á la mansión de Peleo. Mientras vive
y ve la luz del sol está angustiado, y no puedo, aunque á él me acerque, llevarle
socorro. Los aqueos le habían asignado, como recompensa, una moza,
y el rey Agamenón se la quitó de las manos. Apesadumbrado por tal motivo,
consumía su corazón; pero los teucros acorralaron á los aqueos junto á
los bajeles y no les dejaban salir del campamento, y los próceres argivos intercedieron
con Aquiles y le ofrecieron espléndidos regalos. Entonces, aunque
se negó á librarles de la ruina, hizo que vistiera sus armas Patroclo y
envióle á la batalla con muchos hombres. Combatieron todo el día en las
puertas Esceas; y los aqueos hubieran tomado la ciudad, á no haber sido por
Apolo, el cual mató entre los combatientes delanteros al esforzado hijo de
Menetio, que tanto estrago causara, y dió gloria á Héctor. Y yo vengo á
abrazar tus rodillas por si quieres dar á mi hijo, cuya vida ha de ser breve,
escudo, casco, hermosas grebas ajustadas con broches, y coraza; pues las
armas que tenía las perdió su fiel amigo al morir á manos de los teucros, y
Aquiles yace en tierra con el corazón afligido.»
Contestóle el ilustre cojo de ambos pies: «Cobra ánimo y no te preocupes
por las armas. Ojalá pudiera ocultarlo á la muerte horrísona cuando la
terrible Parca se le presente, como tendrá una hermosa armadura que admirarán
cuantos la vean.»
Así habló; y dejando á la diosa, encaminóse á los fuelles, los volvió
hacia la llama y les mandó que trabajasen. Éstos soplaban en veinte hornos,
despidiendo un aire que avivaba el fuego y era de varias clases: unas veces
fuerte, como lo necesita el que trabaja de prisa, y otras al contrario, según
Vulcano lo deseaba y la obra lo requería. El dios puso al fuego duro bronce,
estaño, oro precioso y plata; colocó en el tajo el gran yunque, y cogió con
una mano el pesado martillo y con la otra las tenazas.
Hizo lo primero de todo un escudo grande y fuerte, de variada labor,
con triple cenefa brillante y reluciente, provisto de una abrazadera de plata.
Cinco capas tenía el escudo, y en la superior grabó el dios muchas artísticas
figuras, con sabia inteligencia.
Allí puso la tierra, el cielo, el mar, el sol infatigable y la luna llena;
allí, las estrellas que el cielo coronan, las Pléyades, las Híades, el robusto
Orión y la Osa, llamada por sobrenombre el Carro, la cual gira siempre en
el mismo sitio, mira á Orión y es la única que deja de bañarse en el Océano.
Allí representó también dos ciudades de hombres dotados de palabra.
En la una se celebraban bodas y festines: las novias salían de sus habitaciones
y eran acompañadas por la ciudad á la luz de antorchas encendidas,
oíanse repetidos cantos de himeneo, jóvenes danzantes formaban ruedos,
dentro de los cuales sonaban flautas y cítaras, y las matronas admiraban el
espectáculo desde los vestíbulos de las casas.—Los hombres estaban reunidos
en el foro, pues se había suscitado una contienda entre dos varones
acerca de la multa que debía pagarse por un homicidio: el uno, declarando
ante el pueblo, afirmaba que ya la tenía satisfecha; el otro negaba haberla
recibido, y ambos deseaban terminar el pleito presentando testigos. El pueblo
se hallaba dividido en dos bandos que aplaudían sucesivamente á cada
litigante; los heraldos aquietaban á la muchedumbre, y los ancianos, sentados
sobre pulimentadas piedras en sagrado círculo, tenían en las manos los
cetros de los heraldos, de voz potente, y levantándose uno tras otro publicaban
el juicio que habían formado. En el centro estaban los dos talentos de
oro que debían darse al que mejor demostrara la justicia de su causa.
La otra ciudad aparecía cercada por dos ejércitos cuyos individuos,
revestidos de lucientes armaduras, no estaban acordes: los del primero
deseaban arruinar la plaza, y los otros querían dividir en dos partes cuantas
riquezas encerraba la hermosa población. Pero los ciudadanos aún no se
rendían, y preparaban secretamente una emboscada. Mujeres, niños y ancianos,
subidos en la muralla, la defendían. Los sitiados marchaban, llevando
al frente á Marte y á Palas Minerva, ambos de oro y con áureas vestiduras,
hermosos, grandes, armados y distinguidos, como dioses; pues los hombres
eran de estatura menor. Luego, en el lugar escogido para la emboscada, que
era á orillas de un río y cerca de un abrevadero que utilizaba todo el ganado,
sentábanse, cubiertos de reluciente bronce, y ponían dos centinelas avanzados
para que les avisaran la llegada de las ovejas y de los bueyes de retorcidos
cuernos. Pronto se presentaban los rebaños con dos pastores que se recreaban
tocando la zampoña, sin presentir la asechanza. Cuando los emboscados
los veían venir, corrían á su encuentro, se apoderaban de los rebaños
de bueyes y de los magníficos hatos de blancas ovejas y mataban á los guardianes.
Los sitiadores, que se hallaban reunidos en junta, oían el vocerío
que se alzaba en torno de los bueyes, y montando ágiles corceles, acudían
presurosos. Pronto se trababa á orillas del río una batalla en la cual heríanse
unos á otros con broncíneas lanzas. Allí se agitaban la Discordia, el Tumulto
y la funesta Parca, que á un tiempo cogía á un guerrero con vida aún,
pero recientemente herido, dejaba ileso á otro y arrastraba, asiéndolo de los
pies, por el campo de la batalla á un tercero que la muerte recibiera; y el ropaje
que cubría su espalda estaba teñido de sangre humana. Movíanse todos
como hombres vivos, peleaban y retiraban los muertos.
Representó también una blanda tierra noval, un campo fértil y vasto
que se labraba por tercera vez: acá y allá muchos labradores guiaban las
yuntas, y al llegar al confín del campo, un hombre les salía al encuentro y
les daba una copa de dulce vino; y ellos volvían atrás, abriendo nuevos surcos,
y deseaban llegar al otro extremo del noval profundo. Y la tierra que
dejaban á su espalda negreaba y parecía labrada, siendo toda de oro; lo cual
constituía una singular maravilla.
Grabó asimismo un campo de crecidas mieses que los jóvenes segaban
con hoces afiladas: muchos manojos caían al suelo á lo largo del surco,
y con ellos formaban gavillas los atadores. Tres eran éstos, y unos rapaces
cogían los manojos y se los llevaban á brazados. En medio, de pie en un
surco, estaba el rey sin desplegar los labios, con el corazón alegre y el cetro
en la mano. Debajo de una encina, los heraldos preparaban para el banquete
un corpulento buey que habían matado. Y las mujeres aparejaban la comida
de los trabajadores, haciendo abundantes puches de blanca harina.
También entalló una hermosa viña de oro cuyas cepas, cargadas de
negros racimos, estaban sostenidas por rodrigones de plata. Rodeábanla un
foso de negruzco acero y un seto de estaño, y conducía á ella un solo camino
por donde pasaban los acarreadores ocupados en la vendimia. Doncellas
y mancebos, pensando en cosas tiernas, llevaban el dulce fruto en cestos
de mimbre; un muchacho tañía suavemente la harmoniosa cítara y entonaba
con tenue voz un hermoso lino, y todos le acompañaban cantando,
profiriendo voces de júbilo y golpeando con los pies el suelo.
Representó luego un rebaño de vacas de erguida cornamenta: los animales
eran de oro y estaño, y salían del establo, mugiendo, para pastar á orillas
de un sonoro río, junto á un flexible cañaveral. Cuatro pastores de oro
guiaban á las vacas y nueve canes de pies ligeros los seguían. Entre las primeras
vacas, dos terribles leones habían sujetado y conducían á un toro que
daba fuertes mugidos. Perseguíanlos mancebos y perros. Pero los leones lograban
desgarrar la piel del animal y tragaban los intestinos y la negra sangre;
mientras los pastores intentaban, aunque inútilmente, estorbarlo, y azuzaban
á los ágiles canes: éstos se apartaban de los leones sin morderlos, ladraban
desde cerca y rehuían el encuentro de las fieras.
Hizo también el ilustre cojo de ambos pies un gran prado en hermoso
valle, donde pacían las cándidas ovejas, con establos, chozas techadas y
apriscos.
El ilustre cojo de ambos pies puso luego una danza como la que Dédalo
concertó en la vasta Cnoso en obsequio de Ariadna, la de lindas trenzas.
Mancebos y doncellas hermosas, cogidos de las manos, se divertían
bailando: éstas llevaban vestidos de sutil lino y bonitas guirnaldas, y aquéllos,
túnicas bien tejidas y algo lustrosas, como frotadas con aceite, y sables
de oro suspendidos de argénteos tahalíes. Unas veces, moviendo los diestros
pies, daban vueltas á la redonda con la misma facilidad con que el alfarero
aplica su mano al torno y lo prueba para ver si corre, y en otras ocasiones se
colocaban por hileras y bailaban separadamente. Gentío inmenso rodeaba el
baile y se holgaba en contemplarlo. Un divino aedo cantaba, acompañándose
con la cítara; y en cuanto se oía el preludio, dos saltadores hacían cabriolas
en medio de la muchedumbre.
En la orla del sólido escudo representó la poderosa corriente del río
Océano.
Después que construyó el grande y fuerte escudo, hizo para Aquiles
una coraza más reluciente que el resplandor del fuego; un sólido casco, hermoso,
labrado, de áurea cimera, que á sus sienes se adaptara, y unas grebas
de dúctil estaño.
Cuando el ilustre cojo de ambos pies hubo fabricado las armas, entrególas
á la madre de Aquiles. Y Tetis saltó, como un gavilán, desde el nevado
Olimpo, llevando la reluciente armadura que Vulcano había
construído.

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