La Ilíada – Homero
BATALLA JUNTO AL RÍO
Así que los teucros llegaron al vado del voraginoso Janto, río de hermosa
corriente á quien el inmortal Júpiter engendrara, Aquiles los dividió en dos
grupos. Á los del primero, echólos el héroe por la llanura hacia la ciudad,
por donde los aqueos huían espantados el día anterior, cuando el esclarecido
Héctor se mostraba furioso; por allí derramáronse entonces los teucros en su
fuga, y Juno, para detenerlos, los envolvió en una densa niebla. Los otros
rodaron al caudaloso río de argentados vórtices, y cayeron en él con gran
estrépito: resonaba la corriente, retumbaban ambas orillas y los teucros nadaban
acá y allá, gritando, mientras eran arrastrados en torno de los remolinos.
Como las langostas, acosadas por la violencia de un fuego que estalla
de repente, vuelan hacia el río y se echan medrosas en el agua; de la misma
manera, la corriente sonora del Janto de profundos vórtices, se llenó, por la
persecución de Aquiles, de hombres y caballos que en el mismo caían
confundidos.
Aquiles, vástago de Jove, dejó su lanza arrimada á un tamariz de la
orilla; saltó al río, cual si fuese una deidad, con sólo la espada y meditando
en su corazón acciones crueles; y comenzó á herir á diestro y á siniestro: al
punto levantóse un horrible clamoreo de los que recibían los golpes, y el
agua bermejeó con la sangre. Como los peces huyen del ingente delfín, y,
temerosos, llenan los senos del hondo puerto, porque aquél devora á cuantos
coge; de la misma manera, los teucros iban por la impetuosa corriente
del río y se refugiaban, temblando, debajo de las rocas. Cuando Aquiles
tuvo las manos cansadas de matar, cogió vivos, dentro del río, á doce mancebos
para inmolarlos más tarde en expiación de la muerte de Patroclo Menetíada.
Sacólos atónitos como cervatos, les ató las manos por detrás con
las correas bien cortadas que llevaban en las flexibles túnicas y encargó á
los amigos que los condujeran á las cóncavas naves. Y el héroe acometió de
nuevo á los teucros, para hacer en ellos gran destrozo.
Allí se encontró Aquiles con Licaón, hijo de Príamo Dardánida; el
cual, huyendo, iba á salir del río. Ya anteriormente habíale hecho prisionero
encaminándose de noche á un campo de Príamo: Licaón cortaba con el agudo
bronce los ramos nuevos de un cabrahigo para hacer los barandales de
un carro, cuando Aquiles, presentándose cual imprevista calamidad, se lo
llevó mal de su grado. Trasportóle luego en una nave á la bien construída
Lemnos, y allí lo puso en venta: el hijo de Jasón pagó el precio. Después
Eetión de Imbros, que era huésped del troyano, dió por él un cuantioso rescate
y enviólo á la divina Arisbe. Escapóse Licaón, y volviendo á la casa
paterna, estuvo celebrando con sus amigos durante once días su regreso de
Lemnos; mas, al duodécimo, un dios le hizo caer nuevamente en manos de
Aquiles, que debía mandarle al Orco, sin que Licaón lo deseara. Como el
divino Aquiles, el de los pies ligeros, le viera inerme—sin casco, escudo ni
lanza, porque todo lo había tirado al suelo—y que salía del río con el cuerpo
abatido por el sudor y las rodillas vencidas por el cansancio; sorprendióse, y
á su magnánimo espíritu así le habló:
«¡Oh dioses! Grande es el prodigio que á mi vista se ofrece. Ya es posible
que los teucros á quienes maté resuciten de las sombrías tinieblas;
cuando éste, librándose del día cruel, ha vuelto de la divina Lemnos donde
fué vendido, y las olas del espumoso mar que á tantos detienen no han impedido
su regreso. Mas, ea, haré que pruebe la punta de mi lanza para ver y
averiguar si volverá nuevamente ó se quedará en el seno de la fértil tierra
que hasta á los fuertes retiene.»
Pensando en tales cosas, Aquiles continuaba inmóvil. Licaón, asustado,
se le acercó á tocarle las rodillas; pues en su ánimo sentía vivo deseo de
librarse de la triste muerte y de su negro destino. El divino Aquiles levantó
en seguida la enorme lanza con intención de herirle, pero Licaón se encogió
y corriendo le abrazó las rodillas; y aquélla, pasándole por cima del dorso,
se clavó en el suelo, codiciosa de cebarse en el cuerpo de un hombre. En
tanto Licaón suplicaba á Aquiles; y abrazando con una mano sus rodillas y
sujetando con la otra la aguda lanza, estas aladas palabras le decía:
«Te lo ruego abrazado á tus rodillas, Aquiles: respétame y apiádate de
mí. Has de tenerme, oh alumno de Júpiter, por un suplicante digno de consideración;
pues comí en tu tienda el fruto de Ceres el día en que me hiciste
prisionero en el campo bien cultivado, y llevándome lejos de mi padre y de
mis amigos, me vendiste en Lemnos: cien bueyes te valió mi persona. Ahora
te daría el triple para rescatarme. Doce días ha que, habiendo padecido
mucho, volví á Ilión; y otra vez el hado funesto me pone en tus manos.
Debo de ser odioso al padre Júpiter, cuando nuevamente me entrega á ti.
Para darme una vida corta, me parió Laótoe, hija del anciano Altes que
reina sobre los belicosos léleges y posee la excelsa Pédaso junto al Sátniois.
Á la hija de aquél la tuvo Príamo por esposa con otras muchas; de la misma
nacimos dos varones y á entrambos nos habrás dado muerte. Ya hiciste sucumbir
entre los infantes delanteros á Polidoro, hiriéndole con la aguda
pica; y ahora la desgracia llegó para mí, pues no espero escapar de tus manos
después que un dios me ha echado en ellas. Otra cosa te diré que fijarás
en la memoria: No me mates; pues no nací del mismo vientre que Héctor, el
que dió muerte á tu dulce y valiente amigo.»
Con tales palabras el preclaro hijo de Príamo suplicaba á Aquiles;
pero fué amarga la respuesta que escuchó:
«¡Insensato! No me hables del rescate, ni lo menciones siquiera. Antes
que á Patroclo le llegara el día fatal, me era grato abstenerme de matar á los
teucros y fueron muchos los que cogí vivos y vendí luego; mas ahora ninguno
escapará de la muerte, si un dios lo pone en mis manos delante de
Ilión y especialmente si es hijo de Príamo. Por tanto, amigo, muere tú también.
¿Por qué te lamentas de este modo? Murió Patroclo, que tanto te aventajaba.
¿No ves cuán gallardo y alto de cuerpo soy yo, á quien engendró un
padre ilustre y dió á luz una diosa? Pues también me aguardan la muerte y
el hado cruel. Vendrá una mañana, una tarde ó un mediodía en que alguien
me quitará la vida en el combate, hiriéndome con la lanza ó con una flecha
despedida por el arco.»
Así dijo. Desfallecieron las rodillas y el corazón del teucro que, soltando
la lanza, se sentó y tendió ambos brazos. Aquiles puso mano á la tajante
espada é hirió á Licaón en la clavícula, junto al cuello: metióle dentro
toda la hoja de dos filos, el troyano dió de ojos por el suelo y su sangre fluía
y mojaba la tierra. El héroe cogió el cadáver por el pie, arrojólo al río para
que la corriente se lo llevara, y profirió con jactancia estas aladas palabras:
«Yaz ahí entre los peces que tranquilos te lamerán la sangre de la herida.
No te colocará tu madre en un lecho para llorarte; sino que serás llevado
por el voraginoso Escamandro al vasto seno del mar. Y algún pez, saliendo
de las olas á la negruzca y encrespada superficie, comerá la blanca
grasa de Licaón. Así perezcáis los demás teucros hasta que lleguemos á la
sacra ciudad de Ilión, vosotros huyendo y yo detrás haciendo gran riza. No
os salvará ni siquiera el río de hermosa corriente y argénteos remolinos, á
quien desde antiguo sacrificáis muchos toros y en cuyos vórtices echáis solípedos
caballos. Así y todo, pereceréis miserablemente unos en pos de
otros, hasta que hayáis expiado la muerte de Patroclo y el estrago y la matanza
que hicisteis en los aqueos junto á las naves, mientras estuve alejado
de la lucha.»
Habló de esta manera. El río, con el corazón irritado, revolvía en su
mente cómo haría cesar á Aquiles de combatir y libraría de la muerte á los
troyanos. En tanto, el hijo de Peleo dirigió su ingente lanza á Asteropeo,
hijo de Pelegón, con ánimo de matarle. Á Pelegón le habían engendrado el
Axio, de ancha corriente, y Peribea, la hija mayor de Acesameno; que con
ésta se unió aquel río de profundos remolinos. Encaminóse, pues, Aquiles
hacia Asteropeo, el cual salió á su encuentro llevando dos lanzas; y el Janto,
irritado por la muerte de los jóvenes á quienes Aquiles había hecho perecer
sin compasión en la misma corriente, infundió valor en el pecho del troyano.
Cuando ambos guerreros se hallaron frente á frente, el divino Aquiles,
el de los pies ligeros, fué el primero en hablar, y dijo:
«¿Quién eres tú y de dónde, que osas salirme al encuentro? Infelices
de aquéllos cuyos hijos se oponen á mi furor.»
Respondióle el preclaro hijo de Pelegón: «¡Magnánimo Pelida! ¿Por
qué sobre el abolengo me interrogas? Soy de la fértil Peonia, que está lejos;
vine mandando á los peonios, que combaten con largas picas, y hace once
días que llegué á Ilión. Mi linaje trae su origen del anchuroso Axio, que esparce
su hermosísimo raudal sobre la tierra: Axio engendró á Pelegón, famoso
por su lanza, y de éste dicen que he nacido. Pero peleemos ya, esclarecido
Aquiles.»
De tal modo habló, en son de amenaza. El divino Aquiles levantó el
fresno del Pelión, y el héroe Asteropeo, que era ambidextro, tiróle á un
tiempo las dos lanzas: la una dió en el escudo, pero no lo atravesó porque la
lámina de oro que el dios puso en el mismo la detuvo; la otra rasguñó el
brazo derecho del héroe, junto al codo, del cual brotó negra sangre; mas el
arma pasó por encima y se clavó en el suelo, codiciosa de la carne. Aquiles
arrojó entonces la lanza, de recto vuelo, á Asteropeo con intención de matarle,
y erró el tiro: aquélla cayó en la elevada orilla y se hundió hasta la mitad
del palo. El Pelida, desnudando la aguda espada que llevaba junto al
muslo, arremetió enardecido á Asteropeo, quien con la mano robusta intentaba
arrancar del escarpado borde la lanza de Aquiles: tres veces la meneó
para arrancarla, y otras tantas tuvo que desistir de su propósito. Y cuando, á
la cuarta vez, quiso doblar y romper la lanza de fresno del Eácida, acercósele
Aquiles y con la espada le quitó la vida: hirióle en el vientre, junto al ombligo;
derramáronse los intestinos, y las tinieblas cubrieron los ojos del teucro,
que cayó anhelante. Aquiles se abalanzó á su pecho, le quitó la armadura;
y blasonando del triunfo, dijo estas palabras:
«Yaz ahí. Difícil era que tú, aunque engendrado por un río, pudieses
disputar la victoria á los hijos del prepotente Saturnio. Dijiste que tu linaje
procede de un anchuroso río; mas yo me jacto de pertenecer al del gran Júpiter.
Engendróme un varón que reina sobre muchos mirmidones, Peleo,
hijo de Éaco; y este último era hijo de Jove. Y como Júpiter es más poderoso
que los ríos, que corren al mar, así también los descendientes de Júpiter
son más fuertes que los de los ríos. Á tu lado tienes uno grande, si es que
puede auxiliarte. Mas no es posible combatir con Júpiter Saturnio. Á éste no
le igualan ni el fuerte Aqueloo, ni el grande y poderoso Océano de profunda
corriente, del que nacen todos los ríos, mares, fuentes y pozos; pues también
el Océano teme el rayo del gran Jove y el espantoso trueno, que hace
retumbar el cielo.»
Dijo; arrancó del escarpado borde la broncínea lanza y abandonó á
Asteropeo allí, tendido en la arena, tan pronto como le hubo quitado la vida:
el agua turbia bañaba el cadáver, y anguilas y peces acudieron á comer la
grasa que cubría los riñones. Aquiles se fué para los peonios que peleaban
en carros; los cuales huían por las márgenes del voraginoso río, desde que
vieron que el más fuerte caía en el duro combate, vencido por las manos y
la espada del Pelida. Éste mató entonces á Tersíloco, Midón, Astípilo, Mneso,
Trasio, Enio y Ofelestes. Y á más peonios diera muerte el veloz Aquiles,
si el río de profundos remolinos, irritado y transfigurado en hombre, no le
hubiese dicho desde uno de los vórtices:
«¡Oh Aquiles! Superas á los demás hombres, lo mismo en el valor
que en la comisión de acciones nefandas; porque los propios dioses te prestan
constantemente su auxilio. Si el hijo de Saturno te ha concedido que
destruyas á todos los teucros, apártalos de mí y ejecuta en el llano tus
proezas. Mi hermosa corriente está llena de cadáveres que obstruyen el cauce
y no me dejan verter el agua en la mar divina; y tú sigues matando de un
modo atroz. Pero, ea, cesa ya; pues me tienes asombrado, oh príncipe de
hombres.»
Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros: «Se hará, oh Escamandro,
alumno de Júpiter, como tú lo ordenas; pero no me abstendré de matar
á los altivos teucros hasta que los encierre en la ciudad y peleando con Héctor,
él me mate á mí ó yo acabe con él.»
Esto dicho, arremetió á los teucros, cual si fuese un dios. Y entonces
el río de profundos remolinos dirigióse á Apolo:
«¡Oh dioses! Tú, el del arco de plata, hijo de Júpiter, no cumples las
órdenes del Saturnio, el cual te encargó muy mucho que socorrieras á los
teucros y les prestaras tu auxilio hasta que, llegada la tarde, se pusiera el sol
y quedara á obscuras el fértil campo.»
Dijo. Aquiles, famoso por su lanza, saltó desde la escarpada orilla al
centro del río. Pero éste le atacó enfurecido: hinchó sus aguas, revolvió la
corriente, y arrastrando muchos cadáveres de hombres muertos por Aquiles,
que había en el cauce, arrojólos á la orilla mugiendo como un toro; y en tanto
salvaba á los vivos dentro de la corriente, ocultándolos en los profundos
y anchos remolinos. Las turbias olas rodeaban á Aquiles, la corriente caía
sobre su escudo y le empujaba, y el héroe ya no se podía tener en pie. Asióse
entonces con ambas manos á un olmo corpulento y frondoso; pero éste,
arrancado de raíz, rompió el borde escarpado, oprimió la corriente con sus
muchas ramas, cayó entero al río y se convirtió en un puente. Aquiles, amedrentado,
dió un salto, salió del abismo y voló con pie ligero por la llanura.
Mas no por esto el gran dios desistió de perseguirle, sino que lanzó tras él
olas de sombría cima con el propósito de hacer cesar al divino Aquiles de
combatir y librar de la muerte á los troyanos. El Pelida salvó cerca de un
tiro de lanza, dando un brinco con la impetuosidad de la rapaz águila negra,
que es la más forzuda y veloz de las aves; parecido á ella, el héroe corría y
el bronce resonaba horriblemente sobre su pecho. Aquiles procuraba huir,
desviándose á un lado; pero la corriente se iba tras él y le perseguía con
gran ruido. Como el fontanero conduce el agua desde el profundo manantial
por entre las plantas de un huerto y con un azadón en la mano quita de la
reguera los estorbos; y la corriente sigue su curso, y mueve las piedrecitas,
pero al llegar á un declive murmura, acelera la marcha y pasa delante del
que la guía; de igual modo, la corriente del río alcanzaba continuamente á
Aquiles, porque los dioses son más poderosos que los hombres. Cuantas veces
el divino Aquiles, el de los pies ligeros, intentaba esperarla, para ver si
le perseguían todos los inmortales que tienen su morada en el espacioso cielo;
otras tantas, las grandes olas del río le azotaban los hombros. El héroe,
afligido en su corazón, saltaba; pero el río, siguiéndole con la rápida y tortuosa
corriente, le cansaba las rodillas y le robaba el suelo allí donde ponía
los pies. Y el Pelida, levantando los ojos al vasto cielo, gimió y dijo:
«¡Padre Júpiter! ¿Cómo no viene ningún dios á salvarme á mí, miserando,
de la persecución del río; y luego sufriré cuanto sea preciso? Ninguna
de las deidades del cielo tiene tanta culpa como mi madre, que me halagó
con falsas predicciones: dijo que me matarían al pie del muro de los troyanos,
armados de coraza, las veloces flechas de Apolo. ¡Ojalá me hubiese
muerto Héctor, que es aquí el más bravo! Entonces un valiente hubiera
muerto y despojado á otro valiente. Mas ahora quiere el destino que yo perezca
de miserable muerte, cercado por un gran río; como el niño porquerizo
á quien arrastran las aguas invernales del torrente que intentaba
atravesar.»
Así se expresó. En seguida Neptuno y Minerva, con figura humana,
cogiéronle en medio y le asieron de las manos mientras le animaban con palabras.
Neptuno, que sacude la tierra, fué el primero en hablar y dijo:
«¡Pelida! No tiembles, ni te asustes. ¡De tal manera vamos á ayudarte,
con la venia de Júpiter, yo y Palas Minerva! Porque no dispone el hado
que seas muerto por el río, y éste dejará pronto de perseguirte, como verás
tú mismo. Te daremos un prudente consejo, por si quieres obedecer: No
descanse tu brazo en la batalla funesta hasta haber encerrado dentro de los
ínclitos muros de Ilión á cuantos teucros logren escapar. Y cuando hayas
privado de la vida á Héctor, vuelve á las naves; que nosotros te concedemos
que alcances gloria.»
Dichas estas palabras, ambas deidades fueron á reunirse con los demás
inmortales. Aquiles, impelido por el mandato de los dioses, enderezó
sus pasos á la llanura inundada por el agua del río, en la cual flotaban cadáveres
y hermosas armas de jóvenes muertos en la pelea. El héroe caminaba
derechamente, saltando por el agua, sin que el anchuroso río lograse detenerlo;
pues Minerva le había dado muchos bríos. Pero el Escamandro no
cedía en su furor; sino que, irritándose aún más contra el Pelida, hinchaba y
levantaba á lo alto sus olas y á gritos llamaba al Símois:
«¡Hermano querido! Juntémonos para contener la fuerza de ese hombre,
que pronto tomará la gran ciudad del rey Príamo, pues los teucros no le
resistirán en la batalla. Ven al momento en mi auxilio: aumenta tu caudal
con el agua de las fuentes, concita á todos los arroyos, levanta grandes olas
y arrastra con estrépito troncos y piedras, para que anonademos á ese feroz
guerrero que ahora triunfa y piensa en hazañas propias de los dioses. Creo
que no le valdrán ni su fuerza, ni su hermosura, ni sus magníficas armas,
que han de quedar en el fondo de este lago cubiertas de cieno. Á él le envolveré
en abundante arena, derramando en torno suyo mucho cascajo; y ni siquiera
sus huesos podrán ser recogidos por los aquivos: tanto limo amontonaré
encima. Y tendrá su túmulo allí mismo, y no necesitará que los aqueos
se lo erijan cuando le hagan las exequias.»
Dijo; y, revuelto, arremetió contra Aquiles, alzándose furioso y mugiendo
con la espuma, la sangre y los cadáveres. Las purpúreas ondas del
río, que las celestiales lluvias alimentan, se mantenían levantadas y arrastraban
al Pelida. Pero Juno, temiendo que el gran río derribara á Aquiles, gritó,
y dijo en seguida á Vulcano, su hijo amado:
«¡Sus, Vulcano, hijo querido!; pues creemos que el Janto voraginoso
es tu igual en el combate. Socorre pronto á Aquiles, haciendo aparecer inmensa
llama. Voy á suscitar con el Céfiro y el veloz Noto una gran borrasca,
para que viniendo del mar extienda el destructor incendio y se quemen las
cabezas y las armas de los teucros. Tú abrasa los árboles de las orillas del
Janto, haz que arda el mismo río y no te dejes persuadir ni con palabras dulces
ni con amenazas. No cese tu furia hasta que yo te lo diga gritando; y entonces
apaga el fuego infatigable.»
Tal fué su orden. Vulcano, arrojando una abrasadora llama, incendió
primeramente la llanura y quemó muchos cadáveres de guerreros á quienes
había muerto Aquiles; secóse el campo, y el agua cristalina dejó de correr.
Como el Bóreas seca en el otoño un campo recién inundado y se alegra el
que lo cultiva; de la misma suerte, el fuego secó la llanura entera y quemó
los cadáveres. Luego Vulcano dirigió al río la resplandeciente llama y ardieron,
así los olmos, los sauces y los tamariscos, como el loto, el junco y la
juncia que en abundancia habían crecido junto á la corriente hermosa. Anguilas
y peces padecían y saltaban acá y allá, en los remolinos ó en la corriente,
oprimidos por el soplo del ingenioso Vulcano. Y el río, quemándose
también, así hablaba:
«¡Vulcano! Ninguno de los dioses te iguala y no quiero luchar contigo
ni con tu llama ardiente. Cesa de perseguirme y en seguida el divino
Aquiles arroje de la ciudad á los troyanos. ¿Qué interés tengo en la contienda
ni en auxiliar á nadie?»
Así habló, abrasado por el fuego; y la hermosa corriente hervía.
Como en una caldera puesta sobre un gran fuego, la grasa de un puerco cebado
se funde, hierve y rebosa por todas partes, mientras la leña seca arde
debajo; así la hermosa corriente se quemaba con el fuego y el agua hervía, y
no pudiendo ir hacia adelante, paraba su curso oprimida por el vapor que
con su arte produjera el ingenioso Vulcano. Y el río, dirigiendo muchas súplicas
á Juno, estas aladas palabras le decía:
«¡Juno! ¿Por qué tu hijo maltrata mi corriente, atacándome á mí solo
entre los dioses? No debo de ser para ti tan culpable como todos los demás
que favorecen á los teucros. Yo desistiré de ayudarlos, si tú lo mandas; pero
que éste cese también. Y juraré no librar á los troyanos del día fatal, aunque
Troya entera llegue á ser pasto de las voraces llamas por haberla incendiado
los belicosos aqueos.»
Cuando Juno, la diosa de los níveos brazos, oyó estas palabras, dijo
en seguida á Vulcano, su hijo amado:
«¡Vulcano, hijo ilustre! Cesa ya, pues no conviene que á causa de los
mortales, á un dios inmortal atormentemos.»
Tal dijo. Vulcano apagó la abrasadora llama, y las olas retrocedieron
á la hermosa corriente. Y tan pronto como el Janto fué vencido, él y Vulcano
cesaron de luchar; porque Juno, aunque irritada, los contuvo.
Pero una reñida y espantosa pelea se suscitó entonces entre los demás
dioses: divididos en dos bandos, vinieron á las manos con fuerte estrépito;
bramó la vasta tierra, y el gran cielo resonó como una trompeta. Oyólo
Júpiter, sentado en el Olimpo, y con el corazón alegre reía al ver que los
dioses iban á embestirse. Y ya no estuvieron separados largo tiempo; pues
el primero Marte, que horada los escudos, acometiendo á Minerva con la
broncínea lanza, estas injuriosas palabras le decía:
«¿Por qué de nuevo, oh desvergonzada, promueves la contienda entre
los dioses con insaciable audacia? ¿Qué poderoso afecto te mueve?
¿Acaso no te acuerdas de cuando incitabas á Diomedes Tidida á que me hiriese,
y cogiendo tú misma la reluciente pica la enderezaste contra mí y me
desgarraste el hermoso cutis? Pues me figuro que ahora pagarás cuanto me
hiciste.»
Apenas acabó de hablar, dió un bote en el escudo floqueado, horrendo,
que ni el rayo de Júpiter rompería; allí acertó á dar Marte, manchado de
homicidios, con la ingente lanza. Pero la diosa, volviéndose, aferró con su
robusta mano una gran piedra negra y erizada de puntas que estaba en la llanura
y había sido puesta por los antiguos como linde de un campo; é hiriendo
con ella al furibundo Marte, dejóle sin vigor los miembros. Vino á tierra
el dios y ocupó siete yugadas, el polvo manchó su cabellera y las armas resonaron.
Rióse Palas Minerva; y gloriándose de la victoria, profirió estas
aladas palabras:
«¡Necio! Aún no has comprendido que me jacto de ser mucho más
fuerte y osas oponer tu furor al mío. Así padecerás, cumpliéndose las imprecaciones
de tu airada madre que maquina males contra ti porque abandonaste
á los aqueos y favoreces á los orgullosos teucros.»
Cuando esto hubo dicho, volvió á otra parte los ojos refulgentes. Venus,
hija de Júpiter, asió por la mano á Marte y le acompañaba; mientras el
dios daba muchos suspiros y apenas podía recobrar el aliento. Pero la vió
Juno, la diosa de los níveos brazos, y al punto dijo á Minerva estas aladas
palabras:
«¡Oh dioses! ¡Hija de Júpiter que lleva la égida! ¡Indómita deidad!
Aquella desvergonzada vuelve á sacar del dañoso combate, por entre el tumulto,
á Marte, funesto á los mortales. ¡Anda tras ella!»
De tal modo habló. Alegrósele el alma á Minerva, que corrió hacia
Venus, y alzando la robusta mano descargóle un golpe sobre el pecho. Desfallecieron
las rodillas y el corazón de la diosa, y ella y Marte quedaron tendidos
en la fértil tierra. Y Minerva, vanagloriándose, pronunció estas aladas
palabras:
«¡Ojalá fuesen tales cuantos auxilian á los teucros en las batallas
contra los argivos, armados de coraza; así, tan audaces y atrevidos como
Venus que vino á socorrer á Marte desafiando mi furor; y tiempo ha que habríamos
puesto fin á la guerra, con la toma de la bien construída ciudad de
Ilión!»
Así se expresó. Sonrióse Juno, la diosa de los níveos brazos. Y el soberano
Neptuno, que sacude la tierra, dijo entonces á Apolo:
«¡Febo! ¿Por qué nosotros no luchamos también? No conviene abstenerse,
una vez que los demás han dado principio á la pelea. Vergonzoso
fuera que volviésemos al Olimpo, á la morada de Júpiter erigida sobre bronce,
sin haber combatido. Empieza tú, pues eres el menor en edad y no parecería
decoroso que comenzara yo que nací primero y tengo más experiencia.
¡Oh necio, y cuán irreflexivo es tu corazón! Ya no te acuerdas de los
muchos males que en torno de Ilión padecimos los dos, solos entre los dioses,
cuando enviados por Júpiter trabajamos un año entero para el soberbio
Laomedonte; el cual, con la promesa de darnos el salario convenido, nos
mandaba como señor. Yo cerqué la ciudad de los troyanos con un muro ancho
y hermosísimo, para hacerla inexpugnable; y tú, Febo, pastoreabas los
bueyes de tornátiles pies y curvas astas en los bosques y selvas del Ida, en
valles abundoso. Mas cuando las alegres Horas trajeron el término del ajuste,
el soberbio Laomedonte se negó á pagarnos el salario y nos despidió con
amenazas. Á ti te amenazó con venderte, atado de pies y manos, en lejanas
islas; aseguraba además que con el bronce nos cortaría á entrambos las orejas;
y nosotros nos fuimos pesarosos y con el ánimo irritado porque no nos
dió la paga que había prometido. ¡Y todavía se lo agradeces, favoreciendo á
su pueblo, en vez de procurar con nosotros que todos los troyanos perezcan
de mala muerte con sus hijos y sus castas esposas!»
Contestó el soberano flechador Apolo: «¡Batidor de la tierra! No me
tendrías por sensato si combatiera contigo por los míseros mortales que, semejantes
á las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los frutos
de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren. Abstengámonos, pues, de
combatir y peleen ellos entre sí.»
Así dijo, y le volvió la espalda; pues por respeto no quería llegar á
las manos con el tío paterno. Y su hermana, la campestre Diana, que de las
fieras es señora, lo increpó duramente con injuriosas voces:
«¿Huyes ya, Flechador, y das la victoria á Neptuno, concediéndole
inmerecida gloria? ¡Necio! ¿Por qué llevas ese arco inútil? No oiga yo que
te jactes en el palacio de mi padre, como hasta aquí lo hiciste ante los inmortales
dioses, de luchar cuerpo á cuerpo con Neptuno.»
Tales fueron sus palabras, y el flechador Apolo nada respondió. Pero
la venerable esposa de Júpiter, irritada, increpó á Diana, que se complace en
tirar flechas, con injuriosas voces:
«¿Cómo es que pretendes, perra atrevida, oponerte á mí? Difícil te
será resistir mi fortaleza, aunque lleves arco y Júpiter te haya hecho leona
entre las mujeres y te permita matar á la que te plazca. Mejor es cazar en el
monte fieras agrestes ó ciervos, que luchar denodadamente con quienes son
más poderosos. Y si quieres probar el combate, empieza, para que sepas
bien cuanto más fuerte soy que tú; ya que contra mí quieres emplear tus
fuerzas.»
Dijo; asióla con la mano izquierda por ambas muñecas, quitóle de los
hombros, con la derecha, el arco y el carcaj, y riendo se puso á golpear con
éstos las orejas de Diana, que volvía la cabeza, ora á un lado, ora á otro,
mientras las veloces flechas se esparcían por el suelo. Diana huyó llorando,
como la paloma que perseguida por el gavilán vuela á refugiarse en el hueco
de excavada roca, porque no había dispuesto el hado que aquél la cogiese.
De igual manera huyó la diosa, vertiendo lágrimas y dejando allí arco y
aljaba. Y el mensajero Argicida, dijo á Latona:
«¡Latona! Yo no pelearé contigo, porque es arriesgado luchar con las
esposas de Júpiter, que amontona las nubes. Jáctate muy satisfecha, ante los
inmortales dioses, de que me venciste con tu poderosa fuerza.»
Tal dijo. Latona recogió el corvo arco y las saetas que habían caído
acá y allá, en medio de un torbellino de polvo; y se fué en pos de la hija.
Llegó ésta al Olimpo, á la morada de Jove erigida sobre bronce; sentóse llorando
en las rodillas de su padre, y el divino velo temblaba alrededor de su
cuerpo. El padre Saturnio cogióla en el regazo; y sonriendo dulcemente, le
preguntó:
«¿Cuál de los celestes dioses, hija querida, de tal modo te ha maltratado,
como si en su presencia hubieses cometido alguna falta?»
Respondióle Diana, que se recrea con el bullicio de la caza y lleva en
las sienes hermosa diadema: «Tu esposa Juno, la de los níveos brazos, me
ha maltratado, padre; por ella la discordia y la contienda han surgido entre
los inmortales.»
Así éstos conversaban. En tanto, Febo Apolo entró en la sagrada
Ilión, temiendo por el muro de la bien edificada ciudad: no fuera que en
aquella ocasión lo destruyesen los dánaos, contra lo ordenado por el destino.
Los demás dioses sempiternos volvieron al Olimpo, irritados unos y
envanecidos otros por el triunfo; y se sentaron á la vera de Júpiter, el de las
sombrías nubes. Aquiles, persiguiendo á los teucros, mataba hombres y caballos.
De la suerte que cuando una ciudad es presa de las llamas y llega el
humo al anchuroso cielo, porque los dioses se irritaron contra ella, todos los
habitantes trabajan y muchos padecen grandes males; de igual modo, Aquiles
causaba á los teucros fatigas y daños.
El anciano Príamo estaba en la sagrada torre; y como viera al ingente
Aquiles, y á los teucros puestos en confusión, huyendo espantados y sin
fuerzas para resistirle, empezó á gemir y bajó de aquélla para dar órdenes á
los ínclitos varones que custodiaban las puertas de la muralla:
«Abrid las puertas y sujetadlas con la mano, hasta que lleguen á la
ciudad los guerreros que huyen espantados. Aquiles es quien los estrecha y
pone en desorden, y temo que han de ocurrir desgracias. Mas, tan pronto
como aquéllos respiren, refugiados dentro del muro, entornad las hojas
fuertemente unidas; pues estoy con miedo de que ese hombre funesto entre
por el muro.»
Tal fué su mandato. Abrieron las puertas, quitando los cerrojos, y á
esto se debió la salvación de las tropas. Apolo saltó fuera del muro para librar
de la ruina á los teucros. Éstos, acosados por la sed y llenos de polvo,
huían por el campo en derechura á la ciudad y su alta muralla. Y Aquiles
los perseguía impetuosamente con la lanza, teniendo el corazón poseído de
violenta rabia y deseando alcanzar gloria.
Entonces los aqueos hubieran tomado á Troya, la de altas puertas, si
Febo Apolo no hubiese incitado al divino Agenor, hijo ilustre y valiente de
Antenor, á esperar á Aquiles. El dios infundióle audacia en el corazón, y
para apartar de él á las crueles Parcas, se quedó á su vera, recostado en una
encina y cubierto de espesa niebla. Cuando Agenor vió llegar á Aquiles,
asolador de ciudades, se detuvo, y en su agitado corazón vacilaba sobre el
partido que debería tomar. Y gimiendo, á su magnánimo espíritu le decía:
«¡Ay de mí! Si huyo del valiente Aquiles por donde los demás corren
espantados y en desorden, me cogerá también y me matará sin que me pueda
defender. Si dejando que éstos sean derrotados por el Pelida, me fuese
por la llanura troyana, lejos del muro, hasta llegar á los bosques del Ida y
me escondiera en los matorrales, podría volver á Ilión por la tarde, después
de tomar un baño en el río para refrescarme y quitarme el sudor. Mas ¿por
qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No sea que aquél advierta
que me alejo de la ciudad por la llanura, y persiguiéndome con ligera planta
me dé alcance; y ya no podré evitar la muerte y el destino, porque Aquiles
es el más fuerte de los hombres. Y si delante de la ciudad le salgo al encuentro…
Vulnerable es su cuerpo por el agudo bronce, hay en él una sola
alma y dicen los hombres que el héroe es mortal; pero Júpiter Saturnio le da
gloria.»
Esto, pues, se decía; y encogiéndose, aguardó á Aquiles, porque su
corazón esforzado estaba impaciente por luchar y combatir. Como la pantera,
cuando oye el ladrido de los perros, sale de la poblada selva y va al encuentro
del cazador, sin que arrebaten su ánimo ni el miedo ni el espanto; y
si aquel se le adelanta y la hiere, no deja de pugnar, aunque esté atravesada
por la jabalina, hasta venir con él á las manos ó sucumbir; de la misma suerte,
el divino Agenor, hijo del preclaro Antenor, no quería huir antes de entrar
en combate con Aquiles. Y cubriéndose con el liso escudo, le apuntaba
la lanza, mientras decía con fuertes voces:
«Grandes esperanzas concibe tu ánimo, esclarecido Aquiles, de tomar
en el día de hoy la ciudad de los altivos troyanos. ¡Insensato! Buen número
de males habrán de padecerse todavía por causa de ella. Estamos dentro
muchos y fuertes varones que, peleando por nuestros padres, esposas é
hijos, salvaremos á Troya; y tú recibirás aquí mismo la muerte, á pesar de
ser un terrible y audaz guerrero.»
Dijo. Con la robusta mano arrojó el agudo dardo, y no erró el tiro;
pues acertó á dar en la pierna del héroe, debajo de la rodilla. La greba de
estaño recién construída resonó horriblemente, y el bronce fué rechazado
sin que lograra penetrar, porque lo impidió la armadura, regalo del dios. El
Pelida arremetió á su vez con Agenor, igual á una deidad; pero Apolo no le
dejó alcanzar gloria, pues arrebatando al teucro, le cubrió de espesa niebla y
le mandó á la ciudad para que saliera tranquilo de la batalla.
Luego el Flechador apartó á Aquiles del ejército, valiéndose de un
engaño. Tomó la figura de Agenor, y se puso delante del héroe, que se lanzó
á perseguirle. Mientras Aquiles iba tras de Apolo, por un campo paniego,
hacia el río Escamandro, de profundos vórtices, y corría muy cerca de él,
pues el dios le engañaba con esta astucia á fin de que tuviera siempre la esperanza
de darle alcance en la carrera, los demás teucros, huyendo en tropel,
llegaron alegres á la ciudad, que se llenó con los que allí se refugiaron.
Ni siquiera se atrevieron á esperarse los unos á los otros, fuera de la ciudad
y del muro, para saber quiénes habían escapado y quiénes habían muerto en
la batalla, sino que se entraron presurosos por la ciudad, cuantos, merced á
sus pies y á sus rodillas, lograron salvarse.