La Ilíada – Homero
JUEGOS EN HONOR DE PATROCLO
Así gemían los teucros en la ciudad. Los aqueos, una vez llegados á las
naves y al Helesponto, se fueron á sus respectivos bajeles. Pero á los mirmidones
no les permitió Aquiles que se dispersaran; y puesto en medio de los
belicosos compañeros, les dijo:
«¡Mirmidones, de rápidos corceles, mis compañeros amados! No
desatemos del yugo los solípedos bridones; acerquémonos con ellos y los
carros á Patroclo, y llorémosle, que éste es el honor que á los muertos se les
debe. Y cuando nos hayamos saciado de triste llanto, desunciremos los caballos
y aquí mismo cenaremos todos.»
Así habló. Ellos seguían á Aquiles y gemían con frecuencia. Y sollozando
dieron tres vueltas alrededor del cadáver con los caballos de hermoso
pelo: Tetis se hallaba entre los guerreros y les excitaba el deseo de llorar.
Regadas de lágrimas quedaron las arenas, regadas de lágrimas se veían las
armaduras de los hombres. ¡Tal era el héroe, causa de fuga para los enemigos,
de quien entonces padecían soledad! Y el Pelida comenzó entre ellos el
funeral lamento colocando sus manos homicidas sobre el pecho del difunto:
«¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Orco! Ya voy á cumplirte cuanto
te prometiera: he traído arrastrando el cadáver de Héctor, que entregaré á
los perros para que lo despedacen cruelmente; y degollaré ante tu pira á
doce hijos de troyanos ilustres, por la cólera que me causó tu muerte.»
Dijo; y para tratar ignominiosamente al divino Héctor, lo tendió boca
abajo en el polvo, cabe al lecho del hijo de Menetio. Quitáronse todos la luciente
armadura de bronce, desuncieron los corceles, de sonoros relinchos,
y sentáronse en gran número cerca de la nave del Eácida, el de los pies ligeros,
que les dió un banquete funeral espléndido. Muchos bueyes blancos,
ovejas y balantes cabras palpitaban al ser degollados con el hierro; gran copia
de grasos puercos, de albos dientes, se asaban, extendidos sobre las brasas;
y en torno del cadáver, la sangre corría en abundancia por todas partes.
Los reyes aqueos llevaron al Pelida, de pies ligeros, que tenía el corazón
afligido por la muerte del compañero, á la tienda de Agamenón Atrida,
después de persuadirle con mucho trabajo; ya en ella, mandaron á los heraldos,
de voz sonora, que pusieran al fuego un gran trípode por si lograban
que aquél se lavase las manchas de sangre y polvo. Pero Aquiles se negó
obstinadamente, é hizo, además, un juramento:
«¡No, por Júpiter, que es el supremo y más poderoso de los dioses! No
es justo que el baño moje mi cabeza hasta que ponga á Patroclo en la pira,
le erija un túmulo y me corte la cabellera; porque un pesar tan grande jamás,
en la vida, volverá á sentirlo mi corazón. Ahora celebremos el triste
banquete; y cuando se descubra la aurora, manda, oh rey de hombres Agamenón,
que traigan leña y la coloquen como conviene á un muerto que baja
á la región sombría, para que pronto el fuego infatigable consuma y haga
desaparecer de nuestra vista el cadáver de Patroclo, y los guerreros vuelvan
á sus ocupaciones.»
Así se expresó; y ellos le escucharon y obedecieron. Dispuesta con
prontitud la cena, banquetearon, y nadie careció de su respectiva porción.
Mas después que hubieron satisfecho de comida y de bebida al apetito, se
fueron á dormir á sus tiendas. Quedóse el hijo de Peleo con muchos mirmidones,
dando profundos suspiros, á orillas del estruendoso mar, en un lugar
limpio donde las olas bañaban la playa; pero no tardó en vencerle el sueño,
que disipa los cuidados del ánimo, esparciéndose suave en torno suyo; pues
el héroe había fatigado mucho sus fornidos miembros persiguiendo á Héctor
alrededor de la ventosa Troya. Entonces vino á encontrarle el alma del
mísero Patroclo, semejante en un todo á éste cuando vivía, tanto por su estatura
y hermosos ojos, como por las vestiduras que llevaba; y poniéndose sobre
la cabeza de Aquiles, le dijo estas palabras:
«¿Duermes, Aquiles, y me tienes olvidado? Te cuidabas de mí mientras
vivía, y ahora que he muerto me abandonas. Entiérrame cuanto antes,
para que pueda pasar las puertas del Orco; pues las almas, que son imágenes
de los difuntos, me rechazan y no me permiten que atraviese el río y me
junte con ellas; y de este modo voy errante por los alrededores del palacio,
de anchas puertas, de Plutón. Dame la mano, te lo pido llorando; pues ya no
volveré del Orco cuando hayáis entregado mi cadáver al fuego. Ni ya, gozando
de vida, conversaremos separadamente de los amigos; pues me devoró
la odiosa muerte que el hado, cuando nací, me deparara. Y tu destino es
también, oh Aquiles, semejante á los dioses, morir al pie de los muros de
los nobles troyanos. Otra cosa te diré y encargaré; por si quieres complacerme.
No dejes mandado, oh Aquiles, que pongan tus huesos separados de los
míos: ya que juntos nos hemos criado en tu palacio, desde que Menetio me
llevó desde Opunte á vuestra casa por un deplorable homicidio—cuando
encolerizándome en el juego de la taba maté involuntariamente al hijo de
Anfidamante,—y el caballero Peleo me acogió en su morada, me crió con
regalo y me nombró tu escudero; así también, una misma urna, la ánfora de
oro que te dió tu veneranda madre, guarde nuestros huesos.»
Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros: «¿Por qué, caro amigo,
vienes á encargarme estas cosas? Te obedeceré y lo cumpliré todo como lo
mandas. Pero acércate y abracémonos, aunque sea por breves instantes, para
saciarnos de triste llanto.»
En diciendo esto, le tendió los brazos, pero no consiguió asirlo: disipóse
el alma cual si fuese humo y penetró en la tierra dando chillidos. Aquiles
se levantó atónito, dió una palmada y exclamó con voz lúgubre:
«¡Oh dioses! Cierto es que en la morada de Plutón queda el alma y la
imagen de los que mueren, pero la fuerza vital desaparece por completo.
Toda la noche ha estado cerca de mí el alma del mísero Patroclo, derramando
lágrimas y despidiendo suspiros, para encargarme lo que debo hacer; y
era muy semejante á él cuando vivía.»
Tal dijo, y á todos les excitó el deseo de llorar. Todavía se hallaban
alrededor del cadáver, sollozando lastimeramente, cuando despuntó
la Aurora de rosados dedos. Entonces el rey Agamenón mandó que de todas
las tiendas saliesen hombres con mulos para ir por leña; y á su frente se
puso Meriones, escudero del valeroso Idomeneo. Los mulos iban delante;
tras ellos caminaban los hombres, llevando en sus manos hachas de cortar
madera y sogas bien torcidas; y así subieron y bajaron cuestas, y recorrieron
atajos y veredas. Mas, cuando llegaron á los bosques del Ida, abundante en
manantiales, se apresuraron á cortar con el afilado bronce encinas de alta
copa que caían con estrépito. Los aqueos las partieron en rajas y las cargaron
sobre los mulos. En seguida éstos, batiendo con sus pies el suelo, volvieron
atrás por los espesos matorrales, deseosos de regresar á la llanura.
Todos los leñadores llevaban troncos, porque así lo había ordenado Meriones,
escudero del valeroso Idomeneo. Y los fueron dejando sucesivamente
en un sitio de la orilla del mar, que Aquiles indicó para que allí se erigiera el
gran túmulo de Patroclo y de sí mismo.
Después que hubieron descargado la inmensa cantidad de leña, se
sentaron todos juntos y aguardaron. Aquiles mandó á los belicosos mirmidones
que tomaran las armas y uncieran los caballos; y ellos se levantaron,
vistieron la armadura, y los caudillos y sus aurigas montaron en los carros.
Iban éstos al frente, seguíales la nube de la copiosa infantería y en medio
los amigos llevaban á Patroclo, cubierto de cabello que en su honor se habían
cortado. El divino Aquiles sosteníale la cabeza, y estaba triste porque
despedía para el Orco al eximio compañero.
Cuando llegaron al lugar que Aquiles les señaló, dejaron el cadáver
en el suelo, y en seguida amontonaron abundante leña. Entonces, el divino
Aquiles, el de los pies ligeros, tuvo otra idea: separándose de la pira, se cortó
la rubia cabellera, que conservaba espléndida para ofrecerla al río Esperquio;
y exclamó, apenado, fijando los ojos en el vinoso ponto:
«¡Oh Esperquio! En vano mi padre Peleo te hizo el voto de que yo,
al volver á la tierra patria, me cortaría la cabellera en tu honor y te inmolaría
una sacra hecatombe de cincuenta carneros cerca de tus fuentes, donde
están el bosque y el perfumado altar á ti consagrados. Tal voto hizo el anciano,
pero tú no has cumplido su deseo. Y ahora, como no he de volver á la
tierra patria, daré mi cabellera al héroe Patroclo para que se la lleve
consigo.»
En diciendo esto, puso la cabellera en las manos del amigo, y á todos
les excitó el deseo de llorar. Y entregados al llanto los dejara el sol al ponerse,
si Aquiles no se hubiese acercado á Agamenón para decirle:
«¡Oh Atrida! Puesto que los aquivos te obedecerán más que á nadie,
y tiempo habrá para saciarse de llanto, aparta de la pira á los guerreros y
mándales que preparen la cena; y de lo que resta nos cuidaremos nosotros, á
quienes corresponde de un modo especial honrar al muerto. Quédense tan
sólo los caudillos.»
Al oirlo, el rey de hombres Agamenón despidió la gente para que
volviera á las naves bien proporcionadas; y los que cuidaban del funeral
amontonaron leña, levantaron una pira de cien pies por lado, y, con el corazón
afligido, pusieron en ella el cuerpo de Patroclo. Delante de la pira mataron
y desollaron muchas pingües ovejas y bueyes de tornátiles pies y curvas
astas; y el magnánimo Aquiles tomó la grasa de aquéllas y de éstos, cubrió
con la misma el cadáver de pies á cabeza, y hacinó alrededor los cuerpos
desollados. Llevó también á la pira dos ánforas, llenas respectivamente de
miel y de aceite, y las abocó al lecho; y exhalando profundos suspiros, arrojó
á la hoguera cuatro corceles de erguido cuello. Nueve perros tenía el rey
que se alimentaban de su mesa, y degollando á dos, echólos igualmente en
la pira. Siguiéronles doce hijos valientes de troyanos ilustres, á quienes
mató con el bronce, pues el héroe meditaba en su corazón acciones crueles.
Y entregando la pira á la violencia indomable del fuego para que la devorara,
gimió y nombró al compañero amado:
«¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Orco! Ya te cumplo cuanto
te prometiera. El fuego devora contigo á doce hijos valientes de troyanos
ilustres; y á Héctor Priámida no le entregaré á la hoguera, sino á los perros
para que lo despedacen.»
Así dijo en son de amenaza. Pero los canes no se acercaron á Héctor.
La diosa Venus, hija de Júpiter, los apartó día y noche, y ungió el cadáver
con un divino aceite rosado para que Aquiles no lo lacerase al arrastrarlo. Y
Febo Apolo cubrió el espacio ocupado por el muerto con una sombría nube
que hizo pasar del cielo á la llanura, á fin de que el ardor del sol no secara el
cuerpo, con sus nervios y miembros.
En tanto, la pira en que se hallaba el cadáver de Patroclo no ardía.
Entonces el divino Aquiles, el de los pies ligeros, tuvo otra idea: apartóse de
la pira, oró á los vientos Bóreas y Céfiro y votó ofrecerles solemnes sacrificios;
y haciéndoles repetidas libaciones con una copa de oro, les rogó que
acudieran para que la leña ardiese bien y los cadáveres fueran consumidos
prestamente por el fuego. La veloz Iris oyó las súplicas, y fué á avisar á los
vientos, que estaban reunidos celebrando un banquete en la morada del impetuoso
Céfiro. Iris llegó corriendo y se detuvo en el umbral de piedra. Así
que la vieron, levantáronse todos, y cada uno la llamaba á su lado. Pero ella
no quiso sentarse, y pronunció estas palabras:
«No puedo sentarme; porque voy, por cima de la corriente del
Océano, á la tierra de los etíopes, que ahora ofrecen hecatombes á los inmortales,
para entrar á la parte en los sacrificios. Aquiles ruega al Bóreas y
al estruendoso Céfiro, prometiéndoles solemnes sacrificios, que vayan y hagan
arder la pira en que yace Patroclo, por el cual gimen los aqueos todos.»
Habló así y fuése. Los vientos se levantaron con inmenso ruido, esparciendo
las nubes; pasaron por cima del ponto, y las olas crecían al impulso
del sonoro soplo; llegaron, por fin, á la fértil Troya, cayeron en la pira
y el fuego abrasador bramó grandemente. Durante toda la noche, los dos
vientos, soplando con agudos silbidos, agitaron la llama de la pira; durante
toda la noche, el veloz Aquiles, sacando vino de una cratera de oro, con una
copa doble, lo vertió y regó la tierra, é invocó el alma del mísero Patroclo.
Como solloza un padre, quemando los huesos del hijo recién casado, cuya
muerte ha sumido en el dolor á sus progenitores; de igual modo sollozaba
Aquiles al quemar los huesos del amigo; y arrastrándose en torno de la hoguera,
gemía sin cesar.
Cuando el lucero de la mañana apareció sobre la tierra, anunciando
el día, y poco después la Aurora, de azafranado velo, se esparció por el mar,
apagábase la hoguera y moría la llama. Los vientos regresaron á su morada
por el ponto de Tracia, que gemía á causa de la hinchazón de las olas alborotadas,
y el hijo de Peleo, habiéndose separado un poco de la pira, acostóse,
rendido de cansancio, y el dulce sueño le venció. Pronto los caudillos se
reunieron en gran número alrededor del Atrida; y el alboroto y ruido que
hacían al llegar, despertaron á Aquiles. Incorporóse el héroe; y sentándose,
les dijo estas palabras:
«¡Atrida y demás príncipes de los aqueos todos! Primeramente, apagad
con negro vino cuanto de la pira alcanzó la violencia del fuego; recojamos
después los huesos de Patroclo Menetíada, distinguiéndolos bien—fácil
será reconocerlos, porque el cadáver estaba en medio de la pira y en los
extremos se quemaron confundidos hombres y caballos,—y pongámolos en
una urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa, donde se guarden hasta
que yo descienda al Orco. Quiero que le erijáis un túmulo no muy grande,
sino cual corresponde al muerto; y más adelante, aqueos, los que estéis vivos
en las naves de muchos bancos cuando yo muera, hacedlo anchuroso y
alto.»
Así dijo, y ellos obedecieron al Pelida, de pies ligeros. Primeramente,
apagaron con negro vino la parte de la pira á que alcanzó la llama y la
ceniza cayó en abundancia; después, recogieron, llorando, los blancos huesos
del dulce amigo y los encerraron en una urna de oro, cubiertos por doble
capa de grasa; dejaron la urna en la tienda, tendiendo sobre la misma un sutil
velo; trazaron el ámbito del túmulo en torno de la pira; echaron los cimientos,
é inmediatamente amontonaron la tierra que antes habían excavado.
Y, erigido el túmulo, volvieron á su sitio. Aquiles detuvo al pueblo y le
hizo sentar, formando un gran circo; y al momento sacó de las naves, para
premio de los que vencieren en los juegos, calderas, trípodes, caballos, mulos,
bueyes de robusta cabeza, mujeres de hermosa cintura, y luciente
hierro.
Empezó por exponer los premios destinados á los veloces aurigas: el
que primero llegara, se llevaría una mujer diestra en primorosas labores y
un trípode con asas, de veintidós medidas; para el segundo ofreció una yegua
de seis años, indómita, que llevaba en su vientre un feto de mulo; para
el tercero, una hermosa caldera no puesta al fuego y luciente aún, cuya capacidad
era de cuatro medidas; para el cuarto, dos talentos de oro; y para el
quinto, un vaso con dos asas que la llama no tocara todavía. Y estando en
pie, dijo á los argivos:
«¡Atrida y demás aqueos de hermosas grebas! Estos premios que en
medio he colocado, son para los aurigas. Si los juegos se celebraran en honor
de otro difunto, me llevaría á mi tienda los mejores. Ya sabéis cuánto
mis caballos aventajan en ligereza á los demás, porque son inmortales: Neptuno
se los regaló á Peleo, mi padre, y éste me los ha dado á mí. Pero yo
permaneceré quieto, y también los solípedos corceles, porque perdieron al
ilustre y benigno auriga que tantas veces derramó aceite sobre sus crines,
después de lavarlos con agua pura. ¡Adelantaos los aqueos que confiéis en
vuestros corceles y sólidos carros!»
Así habló el Pelida, y los veloces aurigas se reunieron. Levantóse
mucho antes que nadie el rey de hombres Eumelo, hijo amado de Admeto,
que descollaba en el arte de guiar el carro. Presentóse después el fuerte Diomedes
Tidida, el cual puso el yugo á los corceles de Tros que quitara á
Eneas cuando Apolo salvó á este héroe. Alzóse luego el rubio Menelao, noble
hijo de Atreo, y unció al carro la corredora yegua Eta, propia de Agamenón,
y su veloz caballo Podargo. Había dado la yegua á Agamenón, como
presente, Equépolo, hijo de Anquises, por no seguirle á la ventosa Ilión y
gozar tranquilo en la vasta Sición, donde moraba, de la abundante riqueza
que Júpiter le concediera; ésta fué la yegua que Menelao unció al yugo, la
cual estaba deseosa de correr.—Fué el cuarto en aparejar los corceles de
hermoso pelo Antíloco, hijo ilustre del magnánimo rey Néstor Nelida: de su
carro tiraban caballos de Pilos, de pies ligeros. Y su padre se le acercó y
empezó á darle buenos consejos, aunque no le faltaba inteligencia:
«¡Antíloco! Si bien eres joven, Júpiter y Neptuno te quieren y te han
enseñado todo el arte del auriga. No es preciso, por tanto, que yo te instruya.
Sabes perfectamente cómo los caballos deben dar la vuelta en torno de
la meta; pero tus corceles son los más lentos en correr, y temo que algún suceso
desagradable ha de ocurrirte. Empero, si otros caballos son más veloces,
sus conductores no te aventajan en obrar sagazmente. Ea, pues, querido,
piensa en emplear toda clase de habilidades para que los premios no se
te escapen. El leñador más hace con la habilidad que con la fuerza; con su
habilidad el piloto gobierna en el vinoso ponto la veloz nave combatida por
los vientos; y con su habilidad puede un auriga vencer á otro. El que confía
en sus caballos y en su carro, les hace dar vueltas imprudentemente acá y
allá, y luego los corceles divagan en la carrera y no los puede sujetar; mas
el que conoce los recursos del arte y guía caballos inferiores, clava los ojos
continuamente en la meta, da la vuelta cerca de la misma, y no le pasa inadvertido
cuándo debe aguijar á aquéllos con el látigo de piel de buey: así, los
domina siempre, á la vez que observa á quien le precede. La meta de ahora
es muy fácil de conocer, y voy á indicártela para que no dejes de verla. Un
tronco seco de encina ó de pino, que la lluvia no ha podrido aún, sobresale
un codo de la tierra; encuéntranse á uno y otro lado del mismo, cuando el
camino acaba, sendas piedras blancas; y luego el terreno es llano por todas
partes y propio para las carreras de carros: el tronco debe de haber pertenecido
á la tumba de un hombre que ha tiempo murió, ó fué puesto como mojón
por los antiguos; y ahora el divino Aquiles, el de los pies ligeros, lo ha
elegido por meta. Acércate á ésta y den la vuelta casi tocándola carro y caballos;
y tú inclínate en la fuerte silla hacia la izquierda y anima con imperiosas
voces al corcel del otro lado, aflojándole las riendas. El caballo izquierdo
se aproxime tanto á la meta, que parezca que el cubo de la bien
construída rueda haya de llegar al tronco, pero guárdate de chocar con la
piedra: no sea que hieras á los corceles, rompas el carro y causes el regocijo
de los demás y la confusión de ti mismo. Procura, oh querido, ser cauto y
prudente. Pero, si aguijando los caballos, logras dar la vuelta á la meta; ya
nadie se te podrá anticipar ni alcanzarte siquiera, aunque guíe al divino
Arión—el veloz caballo de Adrasto, que descendía de un dios—ó sea arrastrado
por los corceles de Laomedonte, que se criaron aquí tan excelentes.»
Así dijo Néstor Nelida, y volvió á sentarse cuando hubo enterado á
su hijo de lo más importante de cada cosa.
Meriones fue el quinto en aparejar los caballos de hermoso pelo.
Subieron los aurigas á los carros y echaron suertes en un casco que agitaba
Aquiles. Salió primero la de Antíloco Nestórida; después, la del rey Eumelo;
luego, la de Menelao Atrida, famoso por su lanza; en seguida, la de Meriones,
y por último, la del Tidida, que era el más hábil. Pusiéronse en fila, y
Aquiles les indicó la meta á lo lejos, en el terreno llano; y encargó á Fénix,
escudero de su padre, que se sentara cerca de aquélla como observador de la
carrera, á fin de que, reteniendo en la memoria cuanto ocurriese, la verdad
luego les contara.
Todos á un tiempo levantaron el látigo, dejáronlo caer sobre los caballos
y los animaron con ardientes voces. Y éstos, alejándose de las naves,
corrían por la llanura con suma rapidez; la polvareda que levantaban envolvíales
el pecho como una nube ó un torbellino, y las crines ondeaban al soplo
del viento. Los carros unas veces tocaban al fértil suelo y otras, daban
saltos en el aire; los aurigas permanecían en las sillas con el corazón palpitante
por el deseo de la victoria; cada cual animaba á sus corceles, y éstos
volaban, levantando polvo, por la llanura.
Mas, cuando los veloces caballos llegaron á la segunda mitad de la
carrera y ya volvían hacia el espumoso mar, entonces se mostró la pericia
de cada conductor, pues todos aquéllos empezaron á galopar. Venían delante
las yeguas, de pies ligeros, de Eumelo Feretíada. Seguíanlas los caballos de
Diomedes, procedentes de los de Tros; y estaban tan cerca del primer carro,
que parecía que iban á subir en él: con su aliento calentaban la espalda y anchos
hombros de Eumelo, y volaban poniendo la cabeza sobre el mismo.
Diomedes le hubiera pasado delante, ó por lo menos hubiera conseguido
que la victoria quedase indecisa si Febo Apolo, que estaba irritado con el
hijo de Tideo, no le hubiese hecho caer de las manos el lustroso látigo. Afligióse
el héroe, y las lágrimas humedecieron sus ojos al ver que las yeguas
corrían más que antes, y en cambio sus caballos aflojaban, porque ya no
sentían el azote. No le pasó inadvertido á Minerva que Apolo jugara esta
treta al Tidida; y corriendo hacia el pastor de hombres, devolvióle el látigo,
á la vez que daba nuevos bríos á sus caballos. Y la diosa, irritada, se encaminó
al momento hacia el hijo de Admeto y le rompió el yugo: cada yegua
se fué por su lado, fuera de camino; el timón cayó á tierra, y el héroe vino al
suelo, junto á una rueda, hirióse en los codos, boca y narices, se rompió la
frente por encima de las cejas, se le arrasaron los ojos de lágrimas y la voz,
vigorosa y sonora, se le cortó. El Tidida guió los solípedos caballos, desviándolos
un poco, y se adelantó un gran espacio á todos los demás; porque
Minerva vigorizó sus corceles y le concedió á él la gloria del triunfo. Seguíale
el rubio Menelao Atrida. É inmediato á él iba Antíloco, que animaba
á los caballos de su padre:
«Corred y alargad el paso cuanto podáis. No os mando que rivalicéis
con aquéllos, con los caballos del aguerrido Tidida; á los cuales Minerva
dió ligereza, concediéndole á él la gloria del triunfo. Mas alcanzad pronto á
los corceles del Atrida y no os quedéis rezagados para que no os avergüence
Eta con ser hembra. ¿Por qué os atrasáis, excelentes caballos? Lo que os
voy á decir se cumplirá: Se acabarán para vosotros los cuidados en el palacio
de Néstor, pastor de hombres, y éste os matará en seguida con el agudo
bronce si por vuestra desidia nos llevamos el peor premio. Seguid y apresuraos
cuanto podáis. Y yo pensaré cómo, valiéndome de la astucia, me adelanto
en el lugar donde se estrecha el camino; no se me escapará la
ocasión.»
Así dijo. Los corceles, temiendo la amenaza de su señor, corrieron
más diligentemente un breve rato. Pronto el belicoso Antíloco alcanzó á
descubrir el punto más estrecho del camino—había allí una hendedura de la
tierra, producida por el agua estancada durante el invierno, la cual robó parte
de la senda y cavó el suelo,—y por aquel sitio guiaba Menelao sus corceles,
procurando evitar el choque con los demás carros. Pero Antíloco, torciendo
la rienda á sus caballos, sacó el carro fuera del camino, y por un lado
y de cerca seguía á Menelao. El Atrida temió un choque, y le dijo gritando:
«¡Antíloco! De temerario modo guías el carro. Detén los corceles;
que ahora el camino es angosto, y en seguida, cuando sea más ancho, podrás
ganarme la delantera. No sea que choquen los carros y seas causa de
que recibamos daño.»
Así dijo. Pero Antíloco, como si no le oyese, hacía correr más á sus
caballos picándolos con el aguijón. Cuanto espacio recorre el disco que tira
un joven desde lo alto de su hombro para probar la fuerza, tanto aquéllos se
adelantaron. Las yeguas del Atrida cejaron, y él mismo, voluntariamente,
dejó de avivarlas; no fuera que los solípedos caballos, tropezando los unos
con los otros, volcaran los fuertes carros, y ellos cayeran en el polvo por el
anhelo de alcanzar la victoria. Y el rubio Menelao, reprendiendo á Antíloco,
exclamó:
«¡Antíloco! Ningún mortal es más funesto que tú. Ve enhoramala;
que los aqueos no estábamos en lo cierto cuando te teníamos por sensato.
Pero no te llevarás el premio sin que antes jures.»
En diciendo esto, animó á sus caballos con estas palabras: «No aflojéis
el paso, ni tengáis el corazón afligido. Á aquéllos se les cansarán los
pies y las rodillas antes que á vosotros, pues ya ambos pasaron de la edad
juvenil.»
Así dijo. Los corceles, temiendo la amenaza de su señor, corrieron
más diligentemente, y pronto se hallaron cerca de los otros.
Los argivos, sentados en el circo, no quitaban los ojos de los caballos;
y éstos volaban, levantando polvo por la llanura. Idomeneo, caudillo
de los cretenses, fué quien antes distinguió los primeros corceles que llegaban;
pues era el que estaba en el sitio más alto por haberse sentado en un
altozano, fuera del circo. Oyendo desde lejos la voz del auriga que animaba
á los corceles, la reconoció; y al momento vió que corría, adelantándose á
los demás, un caballo magnífico, todo bermejo, con una mancha en la frente,
blanca y redonda como la luna. Y poniéndose en pie, dijo estas palabras
á los argivos:
«¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! ¿Veo los caballos
yo solo ó también vosotros? Paréceme que no son los mismos de antes los
que vienen delanteros, ni el mismo el auriga: deben de haberse lastimado en
la llanura las yeguas que poco ha eran vencedoras. Las vi cuando doblaban
la meta; pero ahora no puedo distinguirlas, aunque registro con mis ojos
todo el campo troyano. Quizás las riendas se le fueron al auriga, y, siéndole
imposible gobernar las yeguas al llegar á la meta, no dió felizmente la vuelta:
me figuro que habrá caído, el carro estará roto y las yeguas, dejándose
llevar por su ánimo enardecido, se habrán echado fuera del camino. Pero
levantaos y mirad, pues yo no lo distingo bien: paréceme que el que viene
delante es un varón etolo, el fuerte Diomedes, hijo de Tideo, domador de
caballos, que reina sobre los argivos.»
Y el veloz Ayax de Oileo increpóle con injuriosas voces: «¡Idomeneo!
¿Por qué charlas antes de lo debido? Las voladoras yeguas vienen corriendo
á lo lejos por la llanura espaciosa. Tú no eres el más joven de los
argivos, ni tu vista es la mejor; pero siempre hablas mucho y sin substancia.
Preciso es que no seas tan gárrulo, estando presentes otros que te son superiores.
Esas yeguas que aparecen las primeras, son las de antes, las de Eumelo,
y él mismo viene en el carro y tiene las riendas.»
El caudillo de los cretenses le respondió enojado: «Ayax, valiente en
la injuria, detractor; pues en todo lo restante estás por debajo de los argivos
á causa de tu espíritu perverso. Apostemos un trípode ó una caldera y nombremos
árbitro á Agamenón Atrida, para que manifieste cuáles son las yeguas
que vienen delante y tú lo aprendas perdiendo la apuesta.»
Así habló. En seguida el veloz Ayax de Oileo se alzó colérico para
contestarle con palabras duras. Y la altercación se hubiera prolongado más,
si el propio Aquiles, levantándose, no les hubiese dicho:
«¡Ayax é Idomeneo! No alterquéis con palabras duras y pesadas, porque
no es decoroso; y vosotros mismos os irritaríais contra el que así lo hiciera.
Sentaos en el circo y fijad la vista en los caballos, que pronto vendrán
aquí por el anhelo de alcanzar la victoria, y sabréis cuáles corceles argivos
son los delanteros y cuáles los rezagados.»
Así dijo; el Tidida, que ya se había acercado un buen trecho, aguijaba
á los corceles, y constantemente les azotaba la espalda con el látigo, y
ellos, levantando en alto los pies, recorrían velozmente el camino y rociaban
de tierra al auriga. El carro, guarnecido de oro y estaño, corría arrastrado
por los veloces caballos y las llantas casi no dejaban huella en el tenue
polvo. ¡Con tal ligereza volaban los corceles! Cuando Diomedes llegó al
circo, detuvo el luciente carro; copioso sudor corría de la cerviz y del pecho
de los bridones hasta el suelo, y el héroe, saltando á tierra, dejó el látigo
colgado del yugo. Entonces no anduvo remiso el esforzado Esténelo, sino
que al instante tomó el premio y lo entregó á los magnánimos compañeros;
y mientras éstos conducían la cautiva á la tienda y se llevaban el trípode con
asas, desunció del carro á los corceles.
Después de Diomedes llegó Antíloco, descendiente de Neleo, el cual
se había anticipado á Menelao por haber usado de fraude y no por la mayor
ligereza de su carro; pero así y todo, Menelao guiaba muy cerca de él los
veloces caballos. Cuanto el corcel dista de las ruedas del carro en que lleva
á su señor por la llanura (las últimas cerdas de la cola tocan la llanta y un
corto espacio los separa mientras aquél corre por el campo inmenso): tan
rezagado estaba Menelao del eximio Antíloco; pues si bien al principio se
quedó á la distancia de un tiro de disco, pronto volvió á alcanzarle porque el
fuerte vigor de la yegua de Agamenón, de Eta, de hermoso pelo, iba aumentando.
Y si la carrera hubiese sido más larga, el Atrida se le habría adelantado,
sin dejar dudosa la victoria.—Meriones, el buen escudero de Idomeneo,
seguía al ínclito Menelao, como á un tiro de lanza; pues sus corceles, de
hermoso pelo, eran más tardos y él muy poco diestro en guiar el carro en un
certamen.—Presentóse, por último, el hijo de Admeto tirando de su hermoso
carro y conduciendo por delante los caballos. Al verle, el divino Aquiles,
el de los pies ligeros, se compadeció de él, y dirigió á los argivos estas aladas
palabras:
«Viene el último con los solípedos caballos el varón que más descuella
en guiarlos. Ea, démosle, como es justo, el segundo premio, y llévese el
primero el hijo de Tideo.»
Así habló y todos aplaudieron lo que proponía. Y le hubiese entregado
la yegua—pues los aqueos lo aprobaban,—si Antíloco, hijo del magnánimo
Néstor, no se hubiera levantado para decir con razón al Pelida
Aquiles:
«¡Oh Aquiles! Mucho me enfadaré contigo si llevas al cabo lo que
dices. Vas á quitarme el premio, atendiendo á que recibieron daño su carro y
los veloces corceles y él es esforzado; pero tenía que rogar á los inmortales
y no habría llegado el último de todos. Si le compadeces y es grato á tu corazón,
como hay en tu tienda abundante oro y posees bronce, rebaños, esclavas
y solípedos caballos, entrégale, tomándolo de estas cosas, un premio
aún mejor que éste, para que los aqueos te alaben. Pero la yegua no la daré,
y pruebe de quitármela quien desee llegar á las manos conmigo.»
Así habló. Sonrióse el divino Aquiles, el de los pies ligeros, holgándose
de que Antíloco se expresara en tales términos, porque era amigo
suyo; y en respuesta, díjole estas aladas palabras:
«¡Antíloco! Me ordenas que dé á Eumelo otro premio, sacándolo de
mi tienda, y así lo haré. Voy á entregarle la coraza de bronce que quité á Asteropeo,
la cual tiene en sus orillas una franja de luciente estaño, y constituirá
para él un valioso presente.»
Dijo, y mandó á Automedonte, el compañero querido, que la sacara
de la tienda; fué éste y llevósela; y Aquiles la puso en las manos de Eumelo,
que la recibió alegremente.
Pero levantóse Menelao, afligido en su corazón y muy irritado contra
Antíloco. El heraldo le dió el cetro, y ordenó á los argivos que callaran. Y el
varón igual á un dios, habló diciendo:
«¡Antíloco! Tú, que antes eras sensato, ¿qué has hecho? Desluciste
mi habilidad y atropellaste mis corceles, haciendo pasar delante á los tuyos,
que son mucho peores. ¡Ea, capitanes y príncipes de los argivos! Juzgadnos
imparcialmente á entrambos: no sea que alguno de los aqueos, de broncíneas
lorigas, exclame: Menelao, violentando con mentiras á Antíloco, ha
conseguido llevarse la yegua, á pesar de la inferioridad de sus corceles,
por ser más valiente y poderoso. Y si queréis, yo mismo lo decidiré; y creo
que ningún dánao me podrá reprender, porque el fallo será justo. Ea, Antíloco,
alumno de Júpiter, ven aquí y, puesto, como es costumbre, delante de los
caballos y el carro, teniendo en la mano el flexible látigo con que los guiabas
y tocando los corceles, jura por Neptuno, el que ciñe la tierra, que si detuviste
mi carro fué involuntariamente y sin dolo.»
Respondióle el prudente Antíloco: «Perdóname, oh rey Menelao,
pues soy más joven y tú eres mayor y más valiente. No te son desconocidas
las faltas que comete un mozo, porque su pensamiento es rápido y su juicio
escaso. Apacígüese, pues, tu corazón: yo mismo te cedo la yegua que he recibido;
y si de cuanto tengo me pidieras algo de más valor que este premio,
preferiría dártelo en seguida, á perder para siempre tu afecto y ser culpable
ante los dioses.»
Así habló el hijo del magnánimo Néstor, y conduciendo la yegua
adonde estaba el Atrida, se la puso en la mano. Á éste se le alegró el alma:
como el rocío cae en torno de las espigas cuando las mieses crecen y los
campos se erizan; del mismo modo, oh Menelao, tu espíritu se bañó en
gozo. Y respondiéndole, pronunció estas aladas palabras:
«¡Antíloco! Aunque estaba irritado, seré yo quien ceda; porque hasta
aquí no has sido imprudente ni ligero y ahora la juventud venció á la razón.
Abstente en lo sucesivo de suplantar á los que te son superiores. Ningún
otro aqueo me ablandaría tan pronto; pero has padecido y trabajado mucho
por mi causa, y tu padre y tu hermano también; accederé, pues, á tus súplicas
y te daré la yegua, que es mía, para que éstos sepan que mi corazón no
fué nunca ni soberbio ni cruel.»
Dijo; entregó á Noemón, compañero de Antíloco, la yegua para que
se la llevara, y tomó la reluciente caldera. Meriones, que había llegado el
cuarto, recogió los dos talentos de oro. Quedaba el quinto premio, el vaso
con dos asas; y Aquiles levantólo, atravesó el circo, y lo ofreció á Néstor
con estas palabras:
«Toma, anciano; sea tuyo este presente como recuerdo de los funerales
de Patroclo, á quien no volverás á ver entre los argivos. Te doy el premio
porque no podrás ser parte ni en el pugilato, ni en la lucha, ni en el certamen
de los dardos, ni en la carrera; que ya te abruma la vejez penosa.»
Así diciendo, se lo puso en las manos. Néstor recibiólo con alegría, y
respondió con estas aladas palabras:
«Sí, hijo, oportuno es cuanto acabas de decir. Ya mis miembros no
tienen el vigor de antes; ni mis pies, ni mis brazos que no se mueven ágiles
á partir de los hombros. Ojalá fuese tan joven y mis fuerzas tan robustas
como cuando los epeos enterraron en Buprasio al poderoso Amarinceo, y
los hijos de éste sacaron premios para los juegos que debían celebrarse en
honor del rey. Allí ninguno de los epeos, ni de los pilios, ni de los magnánimos
etolos, pudo igualarse conmigo. Vencí en el pugilato á Clitomedes, hijo
de Énope, y en la lucha á Anceo Pleuronio, que osó afrontarme; en la carrera
pasé delante de Ificlo, que era robusto; y en arrojar la lanza superé á Fileo
y á Polidoro. Sólo los hijos de Áctor me dejaron atrás con su carro porque
eran dos; y me disputaron la victoria á causa de haberse reservado los mejores
premios para este juego. Eran aquéllos hermanos gemelos, y el uno gobernaba
con firmeza los caballos, sí, gobernaba con firmeza los caballos,
mientras el otro con el látigo los aguijaba. Así era yo en aquel tiempo. Ahora
los más jóvenes entren en las luchas; que ya debo ceder á la triste senectud,
aunque entonces sobresaliera entre los héroes. Ve y continúa celebrando
los juegos fúnebres de tu amigo. Acepto gustoso el presente, y se me alegra
el corazón al ver que te acuerdas siempre del buen Néstor y no dejas de
advertir con qué honores he de ser honrado entre los aqueos. Las deidades
te concedan por ello abundantes gracias.»
Así habló; y el Pelida, oído todo el elogio que de él hiciera el hijo de
Neleo, fuése por entre la muchedumbre de los aqueos. En seguida sacó los
premios del duro pugilato: condujo al circo y ató en medio de él una mula
de seis años, cerril, difícil de domar, que había de ser sufridora del trabajo;
y puso para el vencido una copa doble. Y estando en pie, dijo á los argivos:
«¡Atrida y demás aqueos de hermosas grebas! Invitemos á los dos
varones que sean más diestros, á que levanten los brazos y combatan á puñadas
por estos premios. Aquél á quien Apolo conceda la victoria, reconociéndolo
así todos los aqueos, conduzca á su tienda la mula sufridora del
trabajo; el vencido se llevará la copa doble.»
Así habló. Levantóse al instante un varón fuerte, alto y experto en el
pugilato: Epeo, hijo de Panopeo. Y poniendo la mano sobre la mula paciente
en el trabajo, dijo:
«Acérquese el que haya de llevarse la copa doble; pues no creo que
ningún aqueo consiga la mula, si ha de vencerme en el pugilato. Me glorío
de mantenerlo mejor que nadie. ¿No basta acaso que sea inferior á otros en
la batalla? No es posible que un hombre sea diestro en todo. Lo que voy á
decir se cumplirá: al campeón que se me oponga, le rasgaré la piel y le
aplastaré los huesos; los que de él hayan de cuidar quédense aquí reunidos,
para llevárselo cuando sucumba á mis manos.»
Así se expresó. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y tan
sólo se levantó para luchar con él, Euríalo, varón igual á un dios, hijo del
rey Mecisteo Talayónida; el cual fué á Tebas cuando murió Edipo y en los
juegos fúnebres venció á todos los cadmeos. El Tidida, famoso por su lanza,
animaba á Euríalo con razones, pues tenía un gran deseo de que alcanzara la
victoria, y le ayudaba á disponerse para la lucha: atóle el cinturón y le dió
unas bien cortadas correas de piel de buey salvaje. Ceñidos ambos contendientes,
comparecieron en medio del circo, levantaron las robustas manos,
acometiéronse y los fornidos brazos se entrelazaron. Crujían de un modo
horrible las mandíbulas y el sudor brotaba de todos los miembros. El divino
Epeo, arremetiendo, dió un golpe en la mejilla de su rival que le espiaba; y
Euríalo no siguió en pie largo tiempo, porque sus hermosos miembros desfallecieron.
Como, encrespándose la mar al soplo del Bóreas, salta un pez
en la orilla poblada de algas y las negras olas lo cubren en seguida; así Euríalo,
al recibir el golpe, dió un salto hacia atrás. Pero el magnánimo Epeo,
cogiéndole por las manos, lo levantó; rodeáronle los compañeros y se lo llevaron
del circo—arrastraba los pies, escupía negra sangre y la cabeza se le
inclinaba á un lado;—sentáronle entre ellos, desvanecido, y fueron á recoger
la copa doble.
El Pelida sacó después otros premios para el tercer juego, la penosa
lucha, y se los mostró á los dánaos: para el vencedor un gran trípode, apto
para ponerlo al fuego, que los aqueos apreciaban en doce bueyes; para el
vencido, una mujer diestra en muchas labores y valorada en cuatro bueyes.
Y estando en pie, dijo á los argivos:
«Levantaos, los que hayáis de entrar en esta lucha.»
Así habló. Alzóse en seguida el gran Ayax Telamonio y luego el ingenioso
Ulises, fecundo en ardides. Puesto el ceñidor, fueron á encontrarse
en medio del circo y se cogieron con los robustos brazos como se enlazan
las vigas que un ilustre artífice une, al construir alto palacio, para que resistan
el embate de los vientos. Sus espaldas crujían, estrechadas fuertemente
por los vigorosos brazos; copioso sudor les brotaba de todo el cuerpo; muchos
cruentos cardenales iban apareciendo en los costados y en las espaldas;
y ambos contendientes anhelaban siempre alcanzar la victoria y con ella el
bien construído trípode. Pero ni Ulises lograba hacer caer y derribar por el
suelo á Ayax, ni éste á aquél porque la gran fuerza de Ulises se lo impedía.
Y cuando los aqueos de hermosas grebas ya empezaban á cansarse de la lucha,
dijo el gran Ayax Telamonio:
«¡Laertíada, descendiente de Júpiter, Ulises fecundo en recursos! Levántame,
ó te levantaré yo; y Jove se cuidará del resto.»
Dichas estas palabras, le hizo perder tierra; mas Ulises no se olvidó
de sus ardides, pues dándole por detrás un golpe en la corva, dejóle sin vigor
los miembros, le hizo venir al suelo, de espaldas, y cayó sobre su pecho:
la muchedumbre quedó admirada y atónita al contemplarlo. Luego, el divino
y paciente Ulises alzó un poco á Ayax, pero no consiguió sostenerlo en
vilo; porque se le doblaron las rodillas y ambos cayeron al suelo, el uno cerca
del otro, y se mancharon de polvo. Levantáronse, y hubieran luchado por
tercera vez, si Aquiles, poniéndose en pie, no los hubiese detenido:
«No luchéis ya, ni os hagáis más daño. La victoria quedó por ambos.
Recibid igual premio y retiraos para que entren en los juegos otros
aquivos.»
Así habló. Ellos le escucharon y obedecieron; pues en seguida, después
de haberse limpiado el polvo, vistieron la túnica.
El Pelida sacó otros premios para la velocidad en la carrera. Expuso
primero una cratera de plata labrada, que tenía seis medidas de capacidad y
superaba en hermosura á todas las de la tierra. Los sidonios, eximios artífices,
la fabricaron primorosa; los fenicios, después de llevarla por el sombrío
ponto de puerto en puerto, se la regalaron á Toante; más tarde, Euneo Jasónida
la dió al héroe Patroclo para rescatar á Licaón, hijo de Príamo; y entonces,
Aquiles la ofreció como premio, en honor del difunto amigo, al que
fuese más veloz en correr con los pies ligeros. Para el que llegase el segundo
señaló un buey corpulento y pingüe y para el último, medio talento de
oro. Y estando en pie, dijo á los argivos:
«Levantaos, los que hayáis de entrar en esta lucha.»
Así habló. Levantóse al instante el veloz Ayax de Oileo, después el
ingenioso Ulises, y por fin Antíloco, hijo de Néstor, que en la carrera vencía
á todos los jóvenes. Pusiéronse en fila y Aquiles les indicó la meta. Empezaron
á correr desde el sitio señalado, y el hijo de Oileo se adelantó á los
demás, aunque el divino Ulises le seguía de cerca. Cuanto dista del pecho el
huso que una mujer de hermosa cintura revuelve en su mano, mientras devana
el hilo de la trama, y tiene constantemente junto al seno; tan inmediato
á Ayax corría Ulises: pisaba las huellas de aquél antes de que el polvo cayera
en torno de las mismas y le echaba el aliento á la cabeza, corriendo siempre
con suma rapidez. Todos los aqueos aplaudían los esfuerzos que realizaba
Ulises por el deseo de alcanzar la victoria, y le animaban con sus voces.
Mas cuando les faltaba poco para terminar la carrera, Ulises oró en su corazón
á Minerva, la de los brillantes ojos:
«Óyeme, diosa, y ven á socorrerme propicia, dando á mis pies más
ligereza.»
Tal fué su plegaria. Palas Minerva le oyó, y agilitóle los miembros
todos y especialmente los pies y las manos. Ya iban á coger el premio,
cuando Ayax, corriendo, dió un resbalón—pues Minerva quiso perjudicarle
—en el lugar que habían llenado de estiércol los bueyes mugidores sacrificados
por Aquiles, el de los pies ligeros, en honor de Patroclo; y el héroe
llenóse de boñiga la boca y las narices. El divino y paciente Ulises, le pasó
delante y se llevó la cratera; y el preclaro Ayax se detuvo, tomó el buey silvestre,
y, asiéndolo por el asta, mientras escupía la bosta, habló así á los
argivos:
«¡Oh dioses! Una diosa me dañó los pies; aquella que desde antiguo
acorre y favorece á Ulises cual una madre.»
Así dijo, y todos rieron con gusto. Antíloco recibió, sonriente, el último
premio; y dirigió estas palabras á los argivos:
«Os diré, argivos, aunque todos lo sabéis, que los dioses honran á los
hombres de más edad, hasta en los juegos. Ayax es un poco mayor que yo;
Ulises pertenece á la generación precedente, á los hombres antiguos, es tenido
por un anciano vigoroso, y contender con él en la carrera es muy difícil
para cualquier aqueo que no sea Aquiles.»
Así dijo, ensalzando al Pelida, de pies ligeros. Aquiles respondióle
con estas palabras:
«¡Antíloco! No en balde me habrás elogiado, pues añado á tu premio
medio talento de oro.»
Dijo, se lo puso en la mano, y Antíloco lo recibió con alegría. Acto
continuo, el Pelida sacó y colocó en el circo una larga pica, un escudo y un
casco, que eran las armas que Patroclo quitara á Sarpedón. Y puesto en pie,
dijo á los argivos:
«Invitemos á los dos varones que sean más esforzados, á que, vistiendo
las armas y asiendo el tajante bronce, pongan á prueba su valor ante
el concurso. Al primero que logre tocar el cuerpo hermoso de su adversario,
le rasguñe el vientre á través de la armadura y le haga brotar la negra sangre,
daréle esta magnífica espada tracia, tachonada con clavos de plata, que
quité á Asteropeo. Ambos campeones se llevarán las restantes armas y serán
obsequiados con un espléndido banquete.»
811 Así habló. Levantóse en seguida el gran Ayax Telamonio y luego el
fuerte Diomedes Tidida. Tan pronto como se hubieron armado, separadamente
de la muchedumbre, fueron á encontrarse en medio del circo, deseosos
de combatir y mirándose con torva faz; y todos los aqueos se quedaron
atónitos. Cuando se hallaron frente á frente, tres veces se acometieron y tres
veces procuraron herirse de cerca. Ayax dió un bote en el escudo liso del
adversario, pero no pudo llegar á su cuerpo porque la coraza lo impidió. El
Tidida intentaba alcanzar con el hierro de la luciente lanza el cuello de
aquél, por cima del gran escudo. Y los aqueos, temiendo por Ayax, mandaron
que cesara la lucha y ambos contendientes se llevaran igual premio;
pero el héroe dió al Tidida la gran espada, ofreciéndosela con la vaina y el
bien cortado ceñidor.
Luego el Pelida sacó la bola de hierro sin bruñir que en otro tiempo
lanzaba el forzudo Eetión: el divino Aquiles, el de los pies ligeros, mató á
este príncipe y se llevó en las naves la bola con otras riquezas. Y puesto en
pie, dijo á los argivos:
«¡Levantaos los que hayáis de entrar en esta lucha! La presente bola
proporcionará al que venciere cuanto hierro necesite durante cinco años,
aunque sean muy extensos sus fértiles campos; y sus pastores y labradores
no tendrán que ir por hierro á la ciudad.»
Así habló. Levantóse en seguida el intrépido Polipetes; después, el
vigoroso Leonteo, igual á un dios; más tarde, Ayax Telamonio, y por fin, el
divino Epeo. Pusiéronse en fila, y el divino Epeo cogió la bola y la arrojó,
después de voltearla; y todos los aquivos se rieron. La tiró el segundo,
Leonteo, vástago de Marte. Ayax Telamonio la despidió también, con su robusta
mano, y logró pasar las señales de los anteriores tiros. Tomóla entonces
el intrépido Polipetes y cuanta es la distancia á que llega el cayado
cuando lo lanza el pastor y voltea por cima de la vacada, tanto pasó la bola
el espacio del circo; aplaudieron los aqueos, y los amigos de Polipetes, levantándose,
llevaron á las cóncavas naves el premio que su rey había
ganado.
Luego sacó Aquiles azulado hierro para los arqueros, colocando en
el circo diez hachas grandes y otras diez pequeñas. Clavó en la arena, á lo
lejos, un mástil de navío después de atar en su punta, por el pie y con delgado
cordel, una tímida paloma; é invitóles á tirarle saetas, diciendo: El que
hiera á la tímida paloma, llévese á su casa las hachas grandes; el que acierte
á dar en la cuerda sin tocar al ave, como más inferior, tomará las hachas
pequeñas.»
Así dijo. Levantóse en seguida el robusto Teucro y luego Meriones,
esforzado escudero de Idomeneo. Echaron dos suertes en un casco de bronce,
y, agitándolas, salió primero la de Teucro. Éste arrojó al momento y con
vigor una flecha, sin ofrecer á Apolo una hecatombe perfecta de corderos
primogénitos; y si bien no tocó al ave—negóselo Apolo,—la amarga saeta
rompió el cordel muy cerca de la pata por la cual se había atado á la paloma:
ésta voló al cielo, el cordel quedó colgando y los aqueos aplaudieron.
Meriones arrebató apresuradamente el arco de las manos de Teucro, acercó
á la cuerda la flecha que de antemano tenía preparada, votó á Apolo sacrificarle
una hecatombe de corderos primogénitos; y viendo á la tímida paloma
que daba vueltas allá en lo alto del aire, cerca de las nubes, disparó y le
atravesó una de las alas. La flecha vino al suelo, á los pies de Meriones; y el
ave, posándose en el mástil del navío de negra proa, inclinó el cuello y abatió
las tupidas alas, la vida huyó veloz de sus miembros y aquélla cayó del
mástil á lo lejos. La gente lo contemplaba con admiración y asombro. Meriones
tomó, por tanto, las diez hachas grandes, y Teucro se llevó á las cóncavas
naves las pequeñas.
Luego el Pelida sacó y colocó en el circo una larga pica y una caldera
no puesta aún al fuego, que era del valor de un buey y estaba decorada
con flores. Dos hombres diestros en arrojar la lanza se levantaron: el poderoso
Agamenón Atrida, y Meriones, escudero esforzado de Idomeneo. Y el
divino Aquiles, el de los pies ligeros, les dijo:
«¡Atrida! Pues sabemos cuánto aventajas á todos y que así en la fuerza
como en arrojar la lanza eres el más señalado, toma este premio y vuelve
á las cóncavas naves. Y entregaremos la pica al héroe Meriones, si te place
lo que te propongo.»
Así habló. Agamenón, rey de hombres, no dejó de obedecerle. Aquiles
dió á Meriones la pica de bronce, y el héroe Atrida tomó el magnífico
premio y se lo entregó al heraldo Taltibio.