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Canto III

La Ilíada – Homero
JURAMENTOS — DESDE LA MURALLA — COMBATE SINGULAR DE ALEJANDRO Y MENELAO

Puestos en orden de batalla con sus respectivos jefes, los teucros avanzaban
chillando y gritando como aves—así profieren sus voces las grullas en
el cielo, cuando, para huir del frío y de las lluvias torrenciales, vuelan gruyendo
sobre la corriente del Océano y llevan la ruina y la muerte á los pigmeos,
moviéndoles desde el aire cruda guerra—y los aqueos marchaban silenciosos,
respirando valor y dispuestos á ayudarse mutuamente.
Así como el Noto derrama en las cumbres de un monte la niebla tan
poco grata al pastor y más favorable que la noche para el ladrón, y sólo se
ve el espacio á que alcanza un tiro de piedra; así también, una densa polvareda
se levantaba bajo los pies de los que se ponían en marcha y atravesaban
con gran presteza la llanura.
Cuando ambos ejércitos se hubieron acercado el uno al otro, apareció
en la primera fila de los teucros Alejandro, semejante á un dios, con una
piel de leopardo en los hombros, el corvo arco y la espada; y blandiendo
dos lanzas de broncínea punta, desafiaba á los más valientes argivos á que
con él sostuvieran terrible combate.
Menelao, caro á Marte, vióle venir con arrogante paso al frente de la
tropa, y como el león hambriento que ha encontrado un gran cuerpo de cornígero
ciervo ó de cabra montés, se alegra y lo devora, aunque lo persigan
ágiles perros y robustos mozos; así Menelao se holgó de ver con sus propios
ojos al deiforme Alejandro—figuróse que podría castigar al culpable—y al
momento saltó del carro al suelo sin dejar las armas.
Pero Alejandro, semejante á un dios, apenas distinguió á Menelao entre
los combatientes delanteros, sintió que se le cubría el corazón, y para librarse
de la muerte, retrocedió al grupo de sus amigos. Como el que descubre
un dragón en la espesura de un monte, se echa con prontitud hacia atrás,
tiémblanle las carnes y se aleja con la palidez pintada en sus mejillas; así el
deiforme Alejandro, temiendo al hijo de Atreo, desapareció en la turba de
los altivos teucros.
Advirtiólo Héctor y le reprendió con injuriosas palabras: «¡Miserable
Paris, el de más hermosa figura, mujeriego, seductor! Ojalá no te contaras
en el número de los nacidos ó hubieses muerto célibe. Yo así lo quisiera y te
valdría más que no ser la vergüenza y el oprobio de los tuyos. Los aqueos
de larga cabellera se ríen de haberte considerado como un bravo campeón
por tu bella figura, cuando no hay en tu pecho ni fuerza ni valor. Y siendo
cual eres, ¿reuniste á tus amigos, surcaste los mares en ligeros buques, visitaste
á extranjeros, y trajiste de remota tierra una mujer linda, esposa y cuñada
de hombres belicosos, que es una gran plaga para tu padre, la ciudad y
el pueblo todo, causa de gozo para los enemigos y una vergüenza para ti
mismo? ¿No esperas á Menelao, caro á Marte? Conocerías al varón de
quien tienes la floreciente esposa, y no te valdrían la cítara, los dones de Venus,
la cabellera y la hermosura, cuando rodaras por el polvo. Los troyanos
son muy tímidos; pues si no, ya estarías revestido de una túnica de piedras
por los males que les has causado.»
Respondióle el deiforme Alejandro: «¡Héctor! Con motivo me increpas
y no más de lo justo; pero tu corazón es inflexible como el hacha que
hiende un leño y multiplica la fuerza de quien la maneja hábilmente para
cortar maderos de navío: tan intrépido es el ánimo que en tu pecho se encierra.
No me reproches los amables dones de la dorada Venus, que no son
despreciables los eximios presentes de los dioses y nadie puede escogerlos á
su gusto. Y si ahora quieres que luche y combata, detén á los demás teucros
y á los aqueos todos, y dejadnos en medio á Menelao, caro á Marte, y á mí
para que peleemos por Helena y sus riquezas: el que venza, por ser más valiente,
lleve á su casa mujer y riquezas; y después de jurar paz y amistad,
seguid vosotros en la fértil Troya y vuelvan aquéllos á la Argólide, criadora
de caballos, y á la Acaya, de lindas mujeres.»
Así habló. Oyóle Héctor con intenso placer, y corriendo al centro de
ambos ejércitos con la lanza cogida por el medio, detuvo las falanges troyanas,
que al momento se quedaron quietas. Los aqueos, de larga cabellera, le
arrojaban flechas, dardos y piedras. Pero Agamenón, rey de hombres, gritóles
con recias voces:
«Deteneos, argivos; no tiréis, jóvenes aqueos; pues Héctor, de tremolante
casco, quiere decirnos algo.»
Así se expresó. Abstuviéronse de combatir y pronto quedaron silenciosos.
Y Héctor, colocándose entre unos y otros, dijo:
«Oíd de mis labios, teucros y aqueos, de hermosas grebas, el ofrecimiento
de Alejandro por quien se suscitó la contienda. Propone que teucros
y aqueos dejemos las bellas armas en el fértil suelo, y él y Menelao, caro á
Marte, peleen en medio por Helena y sus riquezas todas: el que venza, por
ser más valiente, llevará á su casa mujer y riquezas, y los demás juraremos
paz y amistad.»
Así dijo. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y Menelao, valiente
en la pelea, les habló de este modo:
«Ahora, oídme también á mí. Tengo el corazón traspasado de dolor, y
creo que ya, argivos y teucros, debéis separaros, pues padecisteis muchos
males por mi contienda que Alejandro originó. Aquél de nosotros para
quien se hallen aparejados el destino y la muerte, perezca; y los demás separaos
cuanto antes. Traed un cordero blanco y una cordera negra para la
Tierra y el Sol; nosotros traeremos otro para Júpiter. Conducid acá á Príamo
para que en persona sancione los juramentos, pues sus hijos son soberbios y
fementidos: no sea que alguien cometa una transgresión y quebrante los juramentos
prestados invocando á Júpiter. El alma de los jóvenes es voluble,
y el viejo, cuando interviene en algo, tiene en cuenta lo pasado y lo futuro á
fin de que se haga lo más conveniente para ambas partes.»
Tal dijo. Gozáronse aqueos y teucros con la esperanza de que iba á terminar
la calamitosa guerra. Detuvieron los corceles en las
filas, bajaron de los carros y, dejando la armadura en el suelo, se pusieron
muy cerca los unos de los otros. Un corto espacio mediaba entre ambos
ejércitos.
Héctor despachó dos heraldos á la ciudad, para que en seguida le trajeran
las víctimas y llamasen á Príamo. El rey Agamenón, por su parte,
mandó á Taltibio que se llegara á las cóncavas naves por un cordero. El heraldo
no desobedeció al divino Agamenón.
Entonces la mensajera Iris fué en busca de Helena, la de níveos brazos,
tomando la figura de su cuñada Laódice, mujer del rey Helicaón Antenórida,
que era la más hermosa de las hijas de Príamo. Hallóla en el palacio
tejiendo una gran tela doble, purpúrea, en la cual entretejía muchos trabajos
que los teucros, domadores de caballos, y los aqueos, de broncíneas lorigas,
habían padecido por ella en la marcial contienda. Paróse Iris, la de los pies
ligeros, junto á Helena, y así le dijo:
«Ven, ninfa querida, para que presencies los admirables hechos de
los teucros, domadores de caballos, y de los aqueos, de broncíneas lorigas.
Los que antes, ávidos del funesto combate, llevaban por la llanura al luctuoso
Marte unos contra otros, se sentaron—pues la batalla se ha suspendido—
y permanecen silenciosos, reclinados en los escudos, con las luengas picas
clavadas en el suelo. Alejandro y Menelao, caro á Marte, lucharán por ti
con ingentes lanzas, y el que venza te llamará su amada esposa.»
Cuando así hubo hablado, le infundió en el corazón dulce deseo de
su anterior marido, de su ciudad y de sus padres. Y Helena salió al momento
de la habitación, cubierta con blanco velo, derramando tiernas lágrimas;
sin que fuera sola, pues la acompañaban dos doncellas, Etra, hija de Piteo, y
Climene, la de los grandes ojos. Pronto llegaron á las puertas Esceas.
Allí estaban Príamo, Pántoo, Timetes, Lampo, Clitio, Hicetaón, vástago
de Marte, y los prudentes Ucalegonte y Antenor, ancianos del pueblo;
los cuales á causa de su vejez no combatían, pero eran buenos arengadores,
semejantes á las cigarras que, posadas en los árboles de la selva, dejan oir
su aguda voz. Tales próceres troyanos había en la torre. Cuando vieron á
Helena, que hacia ellos se encaminaba, dijéronse unos á otros, hablando
quedo, estas aladas palabras:
«No es reprensible que los troyanos y los aqueos, de hermosas grebas,
sufran prolijos males por una mujer como ésta, cuyo rostro tanto se parece
al de las diosas inmortales. Pero, aun siendo así, váyase en las naves,
antes de que llegue á convertirse en una plaga para nosotros y para nuestros
hijos.»
En tales términos hablaban. Príamo llamó á Helena y le dijo: «Ven
acá, hija querida; siéntate á mi lado para que veas á tu anterior marido y á
sus parientes y amigos—pues á ti no te considero culpable, sino á los dioses
que promovieron contra nosotros la luctuosa guerra de los aqueos—y me
digas cómo se llama ese ingente varón, quién es ese aqueo gallardo y alto
de cuerpo. Otros hay de mayor estatura, pero jamás vieron mis ojos un
hombre tan hermoso y venerable. Parece un rey.»
Contestó Helena, divina entre las mujeres: «Me inspiras, suegro
amado, respeto y temor. ¡Ojalá la muerte me hubiese sido grata cuando vine
con tu hijo, dejando á la vez que el tálamo, á mis hermanos, mi hija querida
y mis amables compañeras! Pero no sucedió así, y ahora me consumo llorando.
Voy á responder á tu pregunta: Ése es el poderosísimo Agamenón
Atrida, buen rey y esforzado combatiente, que fué cuñado de esta desvergonzada,
si todo no ha sido un sueño.»
Así dijo. El anciano contemplóle con admiración y exclamó: «¡Atrida
feliz, nacido con suerte, afortunado! Muchos son los aqueos que te obedecen.
En otro tiempo fuí á la Frigia, en viñas abundosa, y vi á muchos de
sus naturales—los pueblos de Otreo y de Migdón, igual á un dios—que con
los ágiles corceles acampaban á orillas del Sangario. Entre ellos me hallaba
á fuer de aliado, el día en que llegaron las varoniles amazonas. Pero no eran
tantos como los aqueos de ojos vivos.»
Fijando la vista en Ulises, el anciano volvió á preguntar: «Ea, dime
también, hija querida, quién es aquél, menor en estatura que Agamenón
Atrida, pero más espacioso de espaldas y de pecho. Ha dejado en el fértil
suelo las armas y recorre las filas como un carnero. Parece un velloso carnero
que atraviesa un gran rebaño de cándidas ovejas.»
Respondióle Helena, hija de Júpiter: «Aquél es el hijo de Laertes, el
ingenioso Ulises, que se crió en la áspera Ítaca; tan hábil en urdir engaños
de toda especie, como en dar prudentes consejos.»
El sensato Antenor replicó al momento: «Mujer, mucha verdad es lo
que dices. Ulises vino por ti, como embajador, con Menelao, caro á Marte;
yo los hospedé y agasajé en mi palacio y pude conocer el carácter y los prudentes
consejos de ambos. Entre los troyanos reunidos, de pie, sobresalía
Menelao por sus anchas espaldas; sentados, era Ulises más majestuoso.
Cuando hilvanaban razones y consejos para todos nosotros, Menelao hablaba
de prisa, poco, pero muy claramente: pues no era verboso, ni, con ser el
más joven, se apartaba del asunto; el ingenioso Ulises, después de levantarse,
permanecía en pie con la vista baja y los ojos clavados en el suelo, no
meneaba el cetro que tenía inmóvil en la mano, y parecía un ignorante: lo
hubieras tomado por un iracundo ó por un estólido. Mas tan pronto como
salían de su pecho las palabras pronunciadas con voz sonora, como caen en
invierno los copos de nieve, ningún mortal hubiese disputado con Ulises. Y
entonces ya no admirábamos tanto la figura del héroe.»
Reparando la tercera vez en Ayax, dijo el anciano: «¿Quién es esotro
aqueo gallardo y alto, que descuella entre los argivos por su cabeza y anchas
espaldas?»
Respondió Helena, la de largo peplo, divina entre las mujeres: «Ése
es el ingente Ayax, antemural de los aqueos. Al otro lado está Idomeneo,
como un dios, entre los cretenses; rodéanle los capitanes de sus tropas. Muchas
veces Menelao, caro á Marte, le hospedó en nuestro palacio cuando
venía de Creta. Distingo á los demás aqueos de ojos vivos, y me sería fácil
reconocerlos y nombrarlos; mas no veo á dos caudillos de hombres, Cástor,
domador de caballos, y Pólux, excelente púgil, hermanos carnales que me
dió mi madre. ¿Acaso no han venido de la amena Lacedemonia? ¿Ó llegaron
en las naves, que atraviesan el ponto, y no quieren entrar en combate
para no hacerse partícipes de mi deshonra y múltiples oprobios?»
De este modo habló. Á ellos la fértil tierra los tenía ya en su seno, en
Lacedemonia, en su misma patria.
Los heraldos atravesaban la ciudad con las víctimas para los divinos
juramentos, los dos corderos, y el regocijador vino, fruto de la tierra, encerrado
en un odre de piel de cabra. El heraldo Ideo llevaba además una reluciente
cratera y copas de oro; y acercándose al anciano, invitóle diciendo:
«¡Levántate, hijo de Laomedonte! Los próceres de los teucros, domadores
de caballos, y de los aqueos, de broncíneas lorigas, te piden que
bajes á la llanura y sanciones los fieles juramentos; pues Alejandro y Menelao,
caro á Marte, combatirán con luengas lanzas por la esposa: mujer y riquezas
serán del que venza, y después de pactar amistad con fieles juramentos,
nosotros seguiremos habitando la fértil Troya, y aquéllos volverán á Argos,
criador de caballos, y á la Acaya de lindas mujeres.»
Así dijo. Estremecióse el anciano y mandó á los amigos que engancharan
los caballos. Obedeciéronle solícitos. Subió Príamo y cogió las riendas;
á su lado, en el magnífico carro, se puso Antenor. É inmediatamente
guiaron los ligeros corceles hacia la llanura por las puertas Esceas.
Cuando hubieron llegado al campo, descendieron del carro al almo
suelo y se encaminaron al espacio que mediaba entre los teucros y los
aqueos. Levantóse al punto el rey de hombres Agamenón, levantóse también
el ingenioso Ulises; y los heraldos conspicuos juntaron las víctimas
que debían inmolarse para los sagrados juramentos, mezclaron vinos en la
cratera y dieron aguamanos á los reyes. El Atrida, con la daga que llevaba
junto á la espada, cortó pelo de la cabeza de los corderos, y los heraldos lo
repartieron á los próceres teucros y aquivos. Y, colocándose el Atrida en
medio de todos, oró en alta voz con las manos levantadas:
«¡Padre Júpiter, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! ¡Sol,
que todo lo ves y todo lo oyes! ¡Ríos! ¡Tierra! ¡Y vosotros que en lo profundo
castigáis á los muertos que fueron perjuros! Sed todos testigos y guardad
los fieles juramentos: Si Alejandro mata á Menelao, sea suya Helena con
todas las riquezas y nosotros volvámonos en las naves, que atraviesan el
ponto; mas si el rubio Menelao mata á Alejandro, devuélvannos los troyanos
á Helena y las riquezas todas, y paguen la indemnización que sea justa
para que llegue á conocimiento de los hombres venideros. Y si, vencido
Alejandro, Príamo y sus hijos se negaren á pagar la indemnización, me quedaré
á combatir por ella hasta que termine la guerra.»
Dijo, cortó el cuello á los corderos y los puso palpitantes, pero sin
vida, en el suelo; el cruel bronce les había quitado el vigor. Llenaron las copas
en la cratera, y derramando el vino oraban á los sempiternos dioses. Y
algunos de los aqueos y de los teucros exclamaron:
«¡Júpiter gloriosísimo, máximo! ¡Dioses inmortales! Los primeros
que obren contra lo jurado, vean derramárseles á tierra, como este vino, sus
sesos y los de sus hijos, y sus esposas caigan en poder de extraños.»
De esta manera hablaban, pero el Saturnio no ratificó el voto. Y Príamo
Dardánida les dijo:
«¡Oídme, teucros y aqueos, de hermosas grebas! Yo regresaré á la
ventosa Ilión, pues no podría ver con estos ojos á mi hijo combatiendo con
Menelao, caro á Marte. Júpiter y los demás dioses inmortales saben para
cuál de ellos tiene el destino preparada la muerte.»
Dijo, y el varón igual á un dios colocó los corderos en el carro, subió
al mismo y tomó las riendas; á su lado, en el magnífico carro, se puso Antenor.
Y al instante volvieron á Ilión.
Héctor, hijo de Príamo, y el divino Ulises midieron el campo, y
echando dos suertes en un casco de bronce, lo meneaban para decidir quién
sería el primero en arrojar la broncínea lanza. Los hombres oraban y levantaban
las manos á los dioses. Y algunos de los aqueos y de los teucros
exclamaron:
«¡Padre Júpiter, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concede
que quien tantos males nos causó á unos y á otros, muera y descienda
á la morada de Plutón, y nosotros disfrutemos de la jurada amistad.»
Así decían. El gran Héctor, de tremolante casco, agitaba las suertes
volviendo el rostro atrás: pronto saltó la de Paris. Sentáronse los guerreros,
sin romper las filas, donde cada uno tenía los briosos corceles y las labradas
armas. El divino Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, vistió
una magnífica armadura: púsose en las piernas elegantes grebas ajustadas
con broches de plata; protegió el pecho con la coraza de su hermano Licaón,
que se le acomodaba bien; colgó del hombro una espada de bronce
guarnecida con clavos de plata; embrazó el grande y fuerte escudo; cubrió
la robusta cabeza con un hermoso casco, cuyo terrible penacho de crines de
caballo ondeaba en la cimera, y asió una fornida lanza que su mano pudiera
manejar. De igual manera vistió las armas el aguerrido Menelao.
Cuando hubieron acabado de armarse separadamente de la muchedumbre,
aparecieron en el lugar que mediaba entre ambos ejércitos, mirándose
de un modo terrible; y así los teucros, domadores de caballos, como
los aqueos, de hermosas grebas, se quedaron atónitos al contemplarlos. Encontráronse
aquéllos en el medido campo, y se detuvieron blandiendo las
lanzas y mostrando el odio que recíprocamente se tenían. Alejandro arrojó
el primero la luenga lanza y dió un bote en el escudo liso del Atrida, sin que
el bronce lo rompiera: la punta se torció al chocar con el fuerte escudo. Y
Menelao Atrida, disponiéndose á acometer con la suya, oró al padre Júpiter:
«¡Júpiter soberano! Permíteme castigar al divino Alejandro que me
ofendió primero, y hazle sucumbir á mis manos, para que los hombres venideros
teman ultrajar á quien los hospedare y les ofreciere su amistad.»
Dijo, y blandiendo la luenga lanza, acertó á dar en el escudo liso del
Priámida. La ingente lanza atravesó el terso escudo, se clavó en la labrada
coraza y rasgó la túnica sobre el ijar. Inclinóse el troyano y evitó la negra
muerte. El Atrida desenvainó entonces la espada guarnecida de argénteos
clavos; pero al herir al enemigo en la cimera del casco, se le cae de la mano,
rota en tres ó cuatro pedazos. Suspira el héroe, y alzando los ojos al anchuroso
cielo, exclama:
«¡Padre Júpiter, no hay dios más funesto que tú! Esperaba castigar la
perfidia de Alejandro, y la espada se quiebra en mis manos, la lanza resulta
inútil y no consigo vencerle.»
Dice, y arremetiendo á Paris, cógele por el casco adornado con espesas
crines de caballo y le arrastra hacia los aqueos de hermosas grebas, medio
ahogado por la bordada correa que, atada por debajo de la barba para
asegurar el casco, le apretaba el delicado cuello. Y se lo hubiera llevado,
consiguiendo inmensa gloria, si al punto no lo hubiese advertido Venus, hija
de Júpiter, que rompió la correa hecha del cuero de un buey degollado: el
casco vacío siguió á la robusta mano, el héroe lo volteó y arrojó á los
aqueos, de hermosas grebas, y sus fieles compañeros lo recogieron. De nuevo
asaltó Menelao á Paris para matarle con la broncínea lanza; pero Venus
arrebató á su hijo con gran facilidad, por ser diosa, y llevóle, envuelto en
densa niebla, al oloroso y perfumado tálamo. Luego fué á llamar á Helena,
hallándola en la alta torre con muchas troyanas; tiró suavemente de su perfumado
velo, y tomando la figura de una anciana cardadora que allá en Lacedemonia
le preparaba á Helena hermosas lanas y era muy querida de ésta,
dijo la diosa Venus:
«Ven. Te llama Alejandro para que vuelvas á tu casa. Hállase, esplendente
por su belleza y sus vestidos, en el torneado lecho de la cámara
nupcial. No dirías que viene de combatir, sino que va al baile ó que reposa
de reciente danza.»
En tales términos habló. Helena sintió que en el pecho le palpitaba el
corazón; pero al ver el hermosísimo cuello, los lindos pechos y los refulgentes
ojos de la diosa, se asombró y dijo:
«¡Cruel! ¿Por qué quieres engañarme? ¿Me llevarás acaso más allá, á
cualquier populosa ciudad de la Frigia ó de la Meonia amena donde algún
hombre dotado de palabra te sea querido? ¿Vienes con engaños porque Menelao
ha vencido á Alejandro, y quiere que yo, la odiosa, vuelva á su casa?
Ve, siéntate al lado de Paris, deja el camino de las diosas, no te conduzcan
tus pies al Olimpo; y llora, y vela por él, hasta que te haga su esposa ó su
esclava. No iré allá, ¡vergonzoso fuera!, á compartir su lecho; todas las troyanas
me lo vituperarían, y ya son muchos los pesares que conturban mi
corazón.»
La diosa Venus le respondió colérica: «¡No me irrites, desgraciada!
No sea que, enojándome, te abandone; te aborrezca de modo tan extraordinario
como hasta aquí te amé; ponga funestos odios entre teucros y dánaos,
y tú perezcas de mala muerte.»
Así habló. Helena, hija de Júpiter, tuvo miedo; y echándose el blanco
y espléndido velo, salió en silencio tras de la diosa, sin que ninguna de las
troyanas lo advirtiera.
Tan pronto como llegaron al magnífico palacio de Alejandro, las esclavas
volvieron á sus labores, y la divina entre las mujeres se fué derecha á
la cámara nupcial de elevado techo. La risueña Venus colocó una silla delante
de Alejandro; sentóse Helena, hija de Júpiter, que lleva la égida, y
apartando la vista de su esposo, le increpó con estas palabras:
«¡Vienes de la lucha… y hubieras debido perecer á manos del esforzado
varón que fué mi anterior marido! Blasonabas de ser superior á Menelao,
caro á Marte, en fuerza, en puños y en el manejo de la lanza; pues provócale
de nuevo á singular combate. Pero no: te aconsejo que desistas, y no
quieras pelear ni contender temerariamente con el rubio Menelao; no sea
que en seguida sucumbas, herido por su lanza.»
Contestó Paris: «Mujer, no me zahieras con amargos reproches. Hoy
ha vencido Menelao con el auxilio de Minerva; otro día le venceré yo, pues
también tenemos dioses que nos protegen. Mas, ea, acostémonos y volvamos
á ser amigos. Jamás la pasión se apoderó de mi espíritu como ahora; ni
cuando, después de robarte, partimos de la amena Lacedemonia en las naves
que atraviesan el ponto y llegamos á la isla de Cránae, donde me unió
contigo amoroso consorcio: con tal ansia te amo en este momento y tan dulce
es el deseo que de mí se apodera.»
Dijo, y se encaminó al tálamo; la esposa le siguió, y ambos se acostaron
en el torneado lecho.
El Atrida se revolvía entre la muchedumbre, como una fiera, buscando
al deiforme Alejandro. Pero ningún troyano ni aliado ilustre pudo mostrárselo
á Menelao, caro á Marte; que no por amistad le hubiesen ocultado,
pues á todos se les había hecho tan odioso como la negra muerte. Y Agamenón,
rey de hombres, les dijo:
«¡Oíd, troyanos, dárdanos y aliados! Es evidente que la victoria quedó
por Menelao, caro á Marte; entregadnos la argiva Helena con sus riquezas
y pagad una indemnización, la que sea justa, para que llegue á conocimiento
de los hombres venideros.»
Así dijo el Atrida, y los demás aqueos aplaudieron.

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