La Ilíada – Homero
BATALLA INTERRUMPIDA
La Aurora, de azafranado velo, se esparcía por toda la tierra, cuando Júpiter,
que se complace en lanzar rayos, reunió la junta de los dioses en la más
alta de las muchas cumbres del Olimpo. Y así les habló, mientras ellos atentamente
le escuchaban:
«¡Oídme todos, dioses y diosas, para que os manifieste lo que en el pecho
mi corazón me dicta! Ninguno de vosotros, sea varón ó hembra, se atreva
á transgredir mi mandato; antes bien, asentid todos, á fin de que cuanto
antes lleve al cabo lo que me propongo. El dios que intente separarse de los
demás y socorrer á los teucros ó á los dánaos, como yo le vea, volverá
afrentosamente golpeado al Olimpo; ó cogiéndole, lo arrojaré al tenebroso
Tártaro, muy lejos, en lo más profundo del báratro debajo de la tierra—sus
puertas son de hierro, y el umbral, de bronce, y su profundidad desde el
Orco como del cielo á la tierra—y conocerá en seguida cuánto aventaja mi
poder al de las demás deidades. Y si queréis, haced esta prueba, oh dioses,
para que os convenzáis. Suspended del cielo áurea cadena, asíos todos, dioses
y diosas, de la misma, y no os será posible arrastrar del cielo á la tierra á
Júpiter, árbitro supremo, por mucho que os fatiguéis; mas si yo me resolviese
á tirar de aquélla, os levantaría con la tierra y el mar, ataría un cabo de la
cadena en la cumbre del Olimpo, y todo quedaría en el aire. Tan superior
soy á los dioses y á los hombres.»
Así habló; y todos callaron, asombrados de sus palabras, pues fué mucha
la vehemencia con que se expresara. Al fin, Minerva, la diosa de los brillantes
ojos, dijo:
«¡Padre nuestro, Saturnio, el más excelso de los soberanos! Bien sabemos
que es incontrastable tu poder; pero tenemos lástima de los belicosos
dánaos, que morirán, y se cumplirá su aciago destino. Nos abstendremos de
intervenir en el combate, si nos lo mandas; pero sugeriremos á los argivos
consejos saludables, á fin de que no perezcan todos, víctimas de tu cólera.»
Sonriéndose, le contestó Júpiter, que amontona las nubes: «Tranquilízate,
Tritogenia, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo
quiero ser complaciente.»
Esto dicho, unció los corceles de pies de bronce y áureas crines, que
volaban ligeros; vistió la dorada túnica, tomó el látigo de oro y fina labor, y
subió al carro. Picó á los caballos para que arrancaran; y éstos, gozosos,
emprendieron el vuelo entre la tierra y el estrellado cielo. Pronto llegó al
Ida, abundante en fuentes y criador de fieras, al Gárgaro, donde tenía un
bosque sagrado y un perfumado altar; allí el padre de los hombres y de los
dioses detuvo los bridones, los desenganchó del carro y los cubrió de espesa
niebla. Sentóse luego en la cima, ufano de su gloria, y se puso á contemplar
la ciudad troyana y las naves aqueas.
Los aqueos, de larga cabellera, se desayunaron apresuradamente en las
tiendas, y en seguida tomaron las armas. También los teucros se armaron
dentro de la ciudad; y aunque eran menos, estaban dispuestos á combatir,
obligados por la cruel necesidad de proteger á sus hijos y mujeres: abriéronse
todas las puertas, salió el ejército de infantes y de los que peleaban en
carros, y se produjo un gran tumulto.
Cuando los dos ejércitos llegaron á juntarse, chocaron entre sí los escudos,
las lanzas y el valor de los guerreros armados de broncíneas corazas,
y al aproximarse las abollonadas rodelas se produjo un gran tumulto. Allí se
oían simultáneamente los lamentos de los moribundos y los gritos jactanciosos
de los matadores, y la tierra manaba sangre.
Al amanecer y mientras iba aumentando la luz del sagrado día, los tiros
alcanzaban por igual á unos y á otros, y los hombres caían. Cuando el
sol hubo recorrido la mitad del cielo, el padre Jove tomó la balanza de oro,
puso en ella dos suertes—la de los teucros, domadores de caballos, y la de
los aqueos, de broncíneas lorigas—para saber á quiénes estaba reservada la
dolorosa muerte; cogió por el medio la balanza, la desplegó y tuvo más
peso el día fatal de los aqueos. La suerte de éstos bajó hasta llegar á la fértil
tierra, mientras la de los teucros subía al cielo. Júpiter, entonces, truena
fuerte desde el Ida y envía una ardiente centella á los aqueos, quienes, al
verla, se pasman, sobrecogidos de pálido temor; ya no se atreven á permanecer
en el campo ni Idomeneo, ni Agamenón, ni los dos Ayaces, ministros
de Marte; y sólo se queda Néstor gerenio, protector de los aqueos, contra su
voluntad, por tener malparado uno de los corceles, al cual el divino Alejandro,
esposo de Helena, la de hermosa cabellera, flechara en lo alto de la cabeza,
donde las crines empiezan á crecer y las heridas son mortales. El caballo,
al sentir el dolor, se encabrita, y la flecha le penetra el cerebro; y revolcándose
para sacudir el bronce, espanta á los demás caballos. Mientras el
anciano se daba prisa á cortar con la espada las correas del caído corcel,
vienen á través de la muchedumbre los veloces caballos de Héctor, tirando
del carro en que iba tan audaz guerrero. Y el anciano perdiera allí la vida, si
al punto no lo hubiese advertido Diomedes, valiente en la pelea; el cual, vociferando
de un modo horrible, dijo á Ulises:
«¡Laertíada, de jovial linaje! ¡Ulises, fecundo en recursos! ¿Adónde
huyes, confundido con la turba y volviendo la espalda como un cobarde?
Que alguien no te clave la pica en el dorso, mientras pones los pies en polvorosa.
Pero aguarda y apartaremos del anciano al feroz guerrero.»
Así dijo, y el paciente divino Ulises pasó sin oirle, corriendo hacia las
cóncavas naves de los aqueos. El hijo de Tideo, aunque estaba solo, se abrió
paso por las primeras filas; y deteniéndose ante el carro del viejo Nelida,
pronunció estas aladas palabras:
«¡Oh anciano! Los guerreros mozos te acosan y te hallas sin fuerzas,
abrumado por la molesta senectud; tu escudero tiene poco vigor y tus caballos
son tardos. Sube á mi carro para que veas cuáles son los corceles de
Tros que quité á Eneas, el que pone en fuga á sus enemigos, y cómo saben
lo mismo perseguir acá y allá de la llanura, que huir ligeros. De los tuyos
cuiden los servidores; y nosotros dirijamos éstos hacia los teucros, domadores
de caballos, para que Héctor sepa con qué furia se mueve la lanza que
mi mano blande.»
Dijo; y Néstor, caballero gerenio, no desobedeció. Encargáronse de
sus yeguas los bravos escuderos Esténelo y Eurimedonte valeroso; y habiendo
subido ambos héroes al carro de Diomedes, Néstor cogió las lustrosas
riendas y avispó á los caballos, y pronto se hallaron cerca de Héctor, que
cerró con ellos. El hijo de Tideo arrojóle un dardo, y si bien erró el tiro, hirió
en el pecho cerca de la tetilla á Eniopeo, hijo del animoso Tebeo, que,
como auriga, gobernaba las riendas: Eniopeo cayó del carro, cejaron los
corceles y allí terminaron la vida y el valor del guerrero. Hondo pesar sintió
el espíritu de Héctor por tal muerte; pero, aunque condolido del compañero,
dejóle en el suelo y buscó otro auriga que fuese osado. Poco tiempo estuvieron
los veloces caballos sin conductor, pues Héctor encontróse con el ardido
Arqueptólemo Ifítida, y haciéndole subir, le puso las riendas en la mano.
Entonces gran estrago é irreparables males se hubieran producido y
los teucros habrían sido encerrados en Ilión como corderos, si al punto no lo
hubiese advertido el padre de los hombres y de los dioses. Tronando de un
modo espantoso, despidió un ardiente rayo para que cayera en el suelo delante
de los caballos de Diomedes; el azufre encendido produjo una terrible
llama; los corceles, asustados, acurrucáronse debajo del carro; las lustrosas
riendas cayeron de las manos de Néstor, y éste, con miedo en el corazón,
dijo á Diomedes:
«¡Tidida! Tuerce la rienda á los solípedos caballos y huyamos. ¿No
conoces que la protección de Júpiter ya no te acompaña? Hoy Jove Saturnio
otorga á ése la victoria; otro día, si le place, nos la dará á nosotros. Ningún
hombre, por fuerte que sea, puede impedir los propósitos de Júpiter, porque
el dios es mucho más poderoso.»
Respondióle Diomedes, valiente en la pelea: «Sí, anciano, oportuno
es cuanto acabas de decir, pero un terrible pesar me llega al corazón y al
alma. Quizás diga Héctor, arengando á los teucros: El Tidida llegó á las naves,
puesto en fuga por mi lanza. Así se jactará; y entonces ábraseme la vasta
tierra.»
Replicóle Néstor, caballero gerenio: «¡Ay de mí! ¡Qué dijiste, hijo
del belicoso Tideo! Si Héctor te llamare cobarde y débil, no le creerán ni los
troyanos, ni los dardanios, ni las mujeres de los teucros magnánimos, escudados,
cuyos esposos florecientes en el polvo derribaste.»
Dichas estas palabras, volvió la rienda á los solípedos caballos, y
empezaron á huir por entre la turba. Los teucros y Héctor, promoviendo inmenso
alboroto, hacían llover sobre ellos dañosos tiros. Y el gran Héctor, de
tremolante casco, gritaba con voz recia:
«¡Tidida! Los dánaos, de ágiles corceles, te cedían la preferencia en
el asiento y te obsequiaban con carne y copas de vino; mas ahora te despreciarán,
porque te has vuelto como una mujer. Anda, tímida doncella; ya no
escalarás nuestras torres, venciéndome á mí, ni te llevarás nuestras mujeres
en las naves, porque antes te daré la muerte.»
Tal dijo. El Tidida estaba indeciso entre seguir huyendo ó torcer la
rienda á los corceles y volver á pelear. Tres veces se le presentó la duda en
la mente y en el corazón, y tres veces el próvido Júpiter tronó desde los
montes ideos para anunciar á los teucros que suya sería en aquel combate la
inconstante victoria. Y Héctor los animaba, diciendo á voz en grito:
«¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo á cuerpo combatís! Sed
hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor. Conozco que el Saturnio
me concede, benévolo, la victoria y gloria inmensa y envía la perdición
á los dánaos; quienes, oh necios, construyeron esos muros débiles y
despreciables que no podrán contener mi arrojo, pues los caballos salvarán
fácilmente el cavado foso. Cuando llegue á las cóncavas naves, acordaos de
traerme el voraz fuego, para que las incendie y mate junto á ellas á los argivos
aturdidos por el humo.»
Dijo, y exhortó á sus caballos con estas palabras: «¡Janto, Podargo,
Etón, divino Lampo! Ahora debéis pagarme el exquisito cuidado con que
Andrómaca, hija del magnánimo Eetión, os ofrecía el regalado trigo y os
mezclaba vinos para que pudieseis, bebiendo, satisfacer vuestro apetito; antes
que á mí, que me glorío de ser su floreciente esposo. Seguid el alcance,
esforzaos, para ver si nos apoderamos del escudo de Néstor, cuya fama llega
hasta el cielo por ser de oro, sin exceptuar las abrazaderas, y le quitamos
de los hombros á Diomedes, domador de caballos, la labrada coraza que
Vulcano fabricara. Creo que si ambas cosas consiguiéramos, los aqueos se
embarcarían esta misma noche en las veleras naves.»
Así habló, vanagloriándose. La veneranda Juno, indignada, se agitó
en su trono, haciendo estremecer el espacioso Olimpo, y dijo al gran dios
Neptuno:
«¡Oh dioses! ¡Prepotente Neptuno que bates la tierra! ¿Tu corazón
no se compadece de los dánaos moribundos, que tantos y tan lindos presentes
te llevaban á Hélice y á Egas? Decídete á darles la victoria. Si cuantos
protegemos á los dánaos quisiéramos rechazar á los teucros y contener al
longividente Júpiter, éste se aburriría sentado solo allá en el Ida.»
Respondióle muy indignado el poderoso dios que sacude la tierra:
«¿Qué palabras proferiste, audaz Juno? Yo no quisiera que los demás dioses
lucháramos con el Saturnio Jove, porque nos aventaja mucho en poder.»
Así éstos conversaban. Cuanto espacio había desde los bajeles al fosado
muro, llenóse de carros y hombres escudados que allí acorraló Héctor
Priámida, igual al impetuoso Marte, cuando Júpiter le dió gloria. Y el héroe
hubiese pegado ardiente fuego á las naves bien proporcionadas, de no haber
sugerido la venerable Juno á Agamenón que animara pronto á los aqueos.
Fuése el Atrida hacia las tiendas y las naves aqueas con el grande purpúreo
manto en el robusto brazo, y subió á la ingente nave negra de Ulises, que
estaba en el centro, para que le oyeran por ambos lados hasta las tiendas de
Ayax Telamonio y de Aquiles, los cuales habían puesto sus bajeles en los
extremos porque confiaban en su valor y en la fuerza de sus brazos. Y con
voz penetrante gritaba á los dánaos:
«¡Qué vergüenza, argivos, hombres sin dignidad, admirables sólo por
la figura! ¿Qué es de la jactancia con que nos gloriábamos de ser valentísimos,
y con que decíais presuntuosamente en Lemnos, comiendo abundante
carne de bueyes de erguida cornamenta y bebiendo crateras de vino, que
cada uno haría frente en la batalla á ciento y á doscientos troyanos? Ahora
ni con uno podemos, con Héctor, que pronto pegará ardiente fuego á las naves.
¡Padre Júpiter! ¿Hiciste sufrir tamaña desgracia y privaste de una gloria
tan grande á algún otro de los prepotentes reyes? Cuando vine, no pasé de
largo en la nave de muchos bancos por ninguno de tus bellos altares, sino
que en todos quemé grasa y muslos de buey, deseoso de asolar la bien murada
Troya. Por tanto, oh Júpiter, cúmpleme este voto: déjanos escapar y
librarnos de este peligro, y no permitas que los teucros maten á los
argivos.»
Así se expresó. El padre, compadecido de verle derramar lágrimas, le
concedió que su pueblo se salvara y no pereciese; y en seguida mandó un
águila, la mejor de las aves agoreras, que tenía en las garras el hijuelo de
una veloz cierva y lo dejó caer al pie del ara hermosa de Júpiter, donde los
aqueos ofrecían sacrificios al dios, como autor de los presagios todos. Cuando
los argivos vieron que el ave había sido enviada por Júpiter, arremetieron
contra los teucros y sólo en combatir pensaron.
Entonces ninguno de los dánaos, aunque eran muchos, pudo gloriarse
de haber revuelto sus veloces caballos para pasar el foso y resistir el ataque,
antes que el Tidida. Fué éste el primero que mató á un guerrero teucro,
á Agelao Fradmónida, que, subido en el carro, emprendía la fuga: hundióle
la pica en la espalda, entre los hombros, y la punta salió por el pecho; Agelao
cayó del carro y sus armas resonaron.
Siguieron á Diomedes, los Atridas Agamenón y Menelao; los Ayaces,
revestidos de impetuoso valor; Idomeneo y su servidor Meriones, igual
al homicida Marte; Eurípilo, hijo ilustre de Evemón; y en noveno lugar,
Teucro, que, con el flexible arco en la mano, se escondía detrás del escudo
de Ayax Telamonio. Éste levantaba la rodela; y Teucro, volviendo el rostro
á todos lados, flechaba á un troyano que caía mortalmente herido, y al momento
tornaba á refugiarse en Ayax (como un niño en su madre), quien le
cubría otra vez con el refulgente escudo.
¿Cuál fué el primero, cuál el último de los que entonces mató el eximio
Teucro? Orsíloco el primero, Órmeno, Ofelestes, Détor, Cromio, Licofontes
igual á un dios, Amopaón Poliemónida y Melanipo. Á tantos derribó
sucesivamente al almo suelo. El rey de hombres Agamenón se holgó de ver
que Teucro destruía las falanges troyanas, disparando el fuerte arco; y poniéndose
á su lado, le dijo:
«¡Caro Teucro Telamonio, príncipe de hombres! Sigue tirando flechas,
por si acaso llegas á ser la aurora de salvación de los dánaos y honras
á tu padre Telamón, que te crió cuando eras niño y te educó en su casa, á
pesar de tu condición de bastardo; ya que está lejos de aquí, cúbrele de gloria.
Lo que voy á decir, se cumplirá: Si Júpiter, que lleva la égida, y Minerva
me permiten destruir la bien edificada ciudad de Ilión, te pondré en la
mano, como premio de honor únicamente inferior al mío, ó un trípode, ó
dos corceles con su correspondiente carro, ó una mujer que comparta contigo
el lecho.»
Respondióle el eximio Teucro: «¡Gloriosísimo Atrida! ¿Por qué me
instigas cuando ya, solícito, hago lo que puedo? Desde que los rechazamos
hacia Ilión mato hombres, valiéndome del arco. Ocho flechas de larga punta
tiré, y todas se clavaron en el cuerpo de jóvenes llenos de marcial furor;
pero no consigo herir á ese perro rabioso.»
Dijo; y apercibiendo el arco, envió otra flecha á Héctor con intención
de herirle. Tampoco acertó; pero la saeta clavóse en el pecho del eximio
Gorgitión, valeroso hijo de Príamo y de la bella Castianira, oriunda de Esima,
cuyo cuerpo al de una diosa semejaba. Como en un jardín inclina la
amapola su tallo, combándose al peso del fruto ó de los aguaceros primaverales;
de semejante modo inclinó el guerrero la cabeza que el casco hacía
ponderosa.
Teucro armó nuevamente el arco, envió otra saeta á Héctor, con ánimo
de herirle, y también erró el tiro, por haberlo desviado Apolo; pero hirió
en el pecho cerca de la tetilla á Arqueptólemo, osado auriga de Héctor,
cuando se lanzaba á la pelea. Arqueptólemo cayó del carro, cejaron los corceles
de pies ligeros, y allí terminaron la vida y el valor del guerrero. Hondo
pesar sintió el espíritu de Héctor por tal muerte; pero, aunque condolido del
compañero, dejóle y mandó á su propio hermano Cebrión, que se hallaba
cerca, que tomara las riendas de los caballos. Oyóle Cebrión y no desobedeció.
Héctor saltó del refulgente carro al suelo, y vociferando de un modo
espantoso, cogió una piedra y encaminóse hacia Teucro con el propósito de
herirle. Teucro, á su vez, sacó del carcaj una acerba flecha, y ya estiraba la
cuerda del arco, cuando Héctor, de tremolante casco, acertó á darle con la
áspera piedra cerca del hombro, donde la clavícula separa el cuello del pecho
y las heridas son mortales, y le rompió el nervio: entorpecióse el brazo,
Teucro cayó de hinojos y el arco se le fué de las manos. Ayax no abandonó
al hermano caído en el suelo, sino que corriendo á defenderle, le resguardó
con el escudo. Acudieron dos compañeros, Mecisteo, hijo de Equio, y el divino
Alástor; y cogiendo á Teucro, que daba grandes suspiros, lo llevaron á
las cóncavas naves.
El Olímpico volvió á excitar el valor de los teucros, los cuales hicieron
arredrar á los aqueos en derechura al profundo foso. Héctor iba con los
delanteros, haciendo gala de su fuerza. Como el perro que acosa con ágiles
pies á un jabalí ó á un león, le muerde, ya los muslos, ya las nalgas, y observa
si vuelve la cara; de igual modo perseguía Héctor á los aqueos de larga
cabellera, matando al que se rezagaba, y ellos huían espantados. Cuando
atravesaron la empalizada y el foso, muchos sucumbieron á manos de los
teucros; los demás no pararon hasta las naves, y allí se animaban los unos á
los otros, y con los brazos levantados oraban á todas las deidades. Héctor
hacía girar por todas partes los corceles de hermosas crines; y sus ojos parecían
los de la Gorgona ó los de Marte, peste de los hombres.
Juno, la diosa de los níveos brazos, al ver á los aqueos compadeciólos,
y dirigió á Minerva estas aladas palabras:
«¡Oh dioses! ¡Hija de Júpiter, que lleva la égida! ¿No nos cuidaremos
de socorrer, aunque tarde, á los dánaos moribundos? Perecerán, cumpliéndose
su aciago destino, por el arrojo de un solo hombre, de Héctor
Priámida, que se enfurece de intolerable modo y ha causado ya gran
estrago.»
Respondióle Minerva, la diosa de los brillantes ojos: «Tiempo ha que
ése hubiera perdido fuerza y vida, muerto en su misma patria por los
aqueos; pero mi padre revuelve en su mente funestos propósitos, ¡cruel,
siempre injusto, desbaratador de mis planes!, y no recuerda cuántas veces
salvé á su hijo abrumado por los trabajos que Euristeo le impusiera. Hércules
clamaba al cielo, llorando, y Júpiter me enviaba á socorrerle. Si mi sabia
mente hubiese presentido lo de ahora, no hubiera escapado el hijo de Júpiter
de las hondas corrientes de la Estigia, cuando aquél le mandó que fuera al
Orco, de sólidas puertas, y sacara del Érebo el horrendo can de Plutón. Al
presente Jove me aborrece y cumple los deseos de Tetis, que besó sus rodillas
y le tocó la barba, suplicándole que honrase á Aquiles, asolador de ciudades.
Día vendrá en que me llame nuevamente su amada hija, la de los brillantes
ojos. Pero unce los solípedos corceles, mientras yo, entrando en el
palacio de Júpiter, me armo para la guerra; quiero ver si el hijo de Príamo,
Héctor, de tremolante casco, se alegrará cuando aparezcamos en el campo
de la batalla. Alguno de los teucros, cayendo junto á las naves aqueas, saciará
con su grasa y con su carne á los perros y á las aves.»
Dijo; y Juno, la diosa de los níveos brazos, no fué desobediente. La
venerable diosa Juno, hija del gran Saturno, aprestó solícita los caballos de
áureos jaeces. Y Minerva, hija de Júpiter, que lleva la égida, dejó caer al
suelo el hermoso peplo bordado que ella misma tejiera y labrara con sus
manos; vistió la loriga de Jove, que amontona las nubes, y se armó para la
luctuosa guerra. Y subiendo al flamante carro, asió la lanza ponderosa, larga,
fornida, con que la hija del prepotente padre destruye filas enteras de héroes
cuando contra ellos monta en cólera. Juno picó con el látigo á los bridones,
y abriéronse de propio impulso, rechinando, las puertas del cielo de
que cuidan las Horas—á ellas está confiado el espacioso cielo y el Olimpo
—para remover ó colocar delante la densa nube. Por allí, á través de las
puertas, dirigieron aquellas deidades los corceles, dóciles al látigo.
El padre Júpiter, apenas las vió desde el Ida, se encendió en cólera; y
al punto llamó á Iris, la de doradas alas, para que le sirviese de mensajera:
«¡Anda, ve, rápida Iris! Haz que se vuelvan y no les dejes llegar á mi
presencia, porque ningún beneficio les reportará luchar conmigo. Lo que
voy á decir, se cumplirá: Encojaréles los briosos corceles; las derribaré del
carro, que romperé luego, y ni en diez años cumplidos sanarán de las heridas
que les produzca el rayo, para que conozca la de los brillantes ojos que
es con su padre contra quien combate. Con Juno no me irrito ni me encolerizo
tanto, porque siempre ha solido oponerse á mis proyectos.»
De tal modo habló. Iris, la de los pies rápidos como el huracán, se
levantó para llevar el mensaje; descendió de los montes ideos; y alcanzando
á las diosas en la entrada del Olimpo, en valles abundoso, hizo que se detuviesen,
y les transmitió la orden de Júpiter:
«¿Adónde corréis? ¿Por qué en vuestro pecho el corazón se enfurece?
No consiente el Saturnio que se socorra á los argivos. Ved aquí lo que
hará el hijo de Saturno, si cumple su amenaza: Os encojará los briosos caballos,
os derribará del carro, que romperá luego, y ni en diez años cumplidos
sanaréis de las heridas que os produzca el rayo; para que conozcas tú, la
de los brillantes ojos, que es con tu padre contra quien combates. Con Juno
no se irrita ni se encoleriza tanto, porque siempre ha solido oponerse á sus
proyectos. Pero tú, temeraria, perra desvergonzada, si realmente te atrevieras
á levantar contra Júpiter la formidable lanza…»
Cuando esto hubo dicho, fuése Iris, la de los pies ligeros; y Juno dirigió
á Minerva estas palabras:
«¡Oh dioses! ¡Hija de Júpiter, que lleva la égida! Ya no permito que
por los mortales peleemos con Jove. Mueran unos y vivan otros, cualesquiera
que fueren; y aquél sea juez, como le corresponde, y dé á los teucros y á
los dánaos lo que su espíritu acuerde.»
Esto dicho, torció la rienda á los solípedos caballos. Las Horas
desuncieron los corceles de hermosas crines, los ataron á los pesebres divinos
y apoyaron el carro en el reluciente muro. Y las diosas, que tenían el
corazón afligido, se sentaron en áureos tronos entre las demás deidades.
El padre Jove, subiendo al carro de hermosas ruedas, guió los caballos
desde el Ida al Olimpo y llegó á la mansión de los dioses; y allí el ínclito
Neptuno, que sacude la tierra, desunció los corceles,
puso el carro en su sitio y lo cubrió con un velo de lino. El longividente Júpiter
tomó asiento en el áureo trono y el inmenso Olimpo tembló bajo sus
pies. Minerva y Juno, sentadas aparte y á distancia de Júpiter, nada le dijeron
ni preguntaron; mas él comprendió en su mente lo que pensaban, y dijo:
«¿Por qué os halláis tan abatidas, Minerva y Juno? No os habréis fatigado
mucho en la batalla, donde los varones adquieren gloria, matando
teucros, contra quienes sentís vehemente rencor. Son tales mi fuerza y mis
manos invictas, que no me harían cambiar de resolución cuantos dioses hay
en el Olimpo. Pero os temblaron los hermosos miembros antes que llegarais
á ver el combate y sus terribles hechos. Diré lo que en otro caso hubiera
ocurrido: Heridas por el rayo, no hubieseis vuelto en vuestro carro al Olimpo,
donde se halla la mansión de los inmortales.»
Así habló. Minerva y Juno, que tenían los asientos contiguos y pensaban
en causar daño á los teucros, mordiéronse los labios. Minerva, aunque
airada contra su padre y poseída de feroz cólera, guardó silencio y nada
dijo; pero á Juno la ira no le cupo en el pecho, y exclamó:
«¡Crudelísimo Saturnio! ¡Qué palabras proferiste! Bien sabemos que
es incontrastable tu poder; pero tenemos lástima de los belicosos dánaos,
que morirán, y se cumplirá su aciago destino. Nos abstendremos de intervenir
en la lucha, si nos lo mandas, pero sugeriremos á los argivos consejos
saludables para que no perezcan todos víctimas de tu cólera.»
Respondióle Júpiter, que amontona las nubes: «En la próxima mañana
verás si quieres, Juno veneranda, la de los grandes ojos, cómo el prepotente
Saturnio hace gran riza en el ejército de los belicosos argivos. Y el impetuoso
Héctor no dejará de pelear, hasta que junto á las naves se levante el
Pelida, el de los pies ligeros, el día aquel en que combatirán cerca de los bajeles
y en estrecho espacio por el cadáver de Patroclo. Así decretólo el
hado, y no me importa que te irrites. Aunque te vayas á los confines de la
tierra y del mar, donde moran Japeto y Saturno, que no disfrutan de los rayos
del sol excelso ni de los vientos, y se hallan rodeados por el profundo
Tártaro; aunque, errante, llegues hasta allí, no me preocupará verte enojada,
porque no hay quien sea más desvergonzado que tú.»
Así dijo; y Juno, la de los níveos brazos, nada respondió. La brillante
luz del sol se hundió en el Océano, trayendo sobre la alma tierra la noche
obscura. Contrarió á los teucros la desaparición de la luz; mas para los
aqueos llegó grata, muy deseada, la tenebrosa noche.
El esclarecido Héctor reunió á los teucros en la ribera del voraginoso
Janto, lejos de las naves, en un lugar limpio donde el suelo no aparecía cubierto
de cadáveres. Aquéllos descendieron de los carros y escucharon á
Héctor, caro á Júpiter, que arrimado á su lanza de once codos, cuya reluciente
broncínea punta estaba sujeta por áureo anillo, así les arengaba:
«¡Oídme, troyanos, dárdanos y aliados! En el día de hoy esperaba
volver á la ventosa Ilión después de destruir las naves y acabar con todos
los aqueos; pero nos quedamos á obscuras, y esto ha salvado á los argivos y
á los buques que tienen en la playa. Obedezcamos ahora á la noche sombría
y ocupémonos en preparar la cena; desuncid de los carros á los corceles de
hermosas crines y echadles el pasto; traed de la ciudad bueyes y pingües
ovejas, y de vuestras casas pan y vino, que alegra el corazón; amontonad
abundante leña y encendamos muchas hogueras que ardan hasta que despunte
la aurora, hija de la mañana, y cuyo resplandor llegue al cielo: no sea
que los aqueos, de larga cabellera, intenten huir esta noche por el ancho
dorso del mar. Que no se embarquen tranquilos y sin ser molestados; que
alguno tenga que curarse en su casa una lanzada ó un flechazo recibido al
subir á la nave, para que tema quien ose mover la luctuosa guerra á los teucros,
domadores de caballos. Los heraldos, caros á Júpiter, vayan á la población
y pregonen que los adolescentes y los ancianos de canosas sienes se
reunan en las torres que fueron construídas por las deidades y circundan la
ciudad; que las tímidas mujeres enciendan grandes fogatas en sus respectivas
casas, y que la guardia sea continua para que los enemigos no entren
insidiosamente en la ciudad mientras los hombres estén fuera. Hágase como
os lo encargo, magnánimos teucros. Dichas quedan las palabras que al presente
convienen; mañana os arengaré de nuevo, troyanos domadores de caballos;
y espero que, con la protección de Júpiter y de las otras deidades,
echaré de aquí á esos perros rabiosos, traídos por el hado en los negros bajeles.
Durante la noche hagamos guardia nosotros mismos; y mañana, al comenzar
del día, tomaremos las armas para trabar vivo combate junto á las
cóncavas naves. Veré si el fuerte Diomedes Tidida me hace retroceder de
los bajeles al muro, ó si le mato con el bronce y me llevo sus cruentos despojos.
Mañana probará su valor, si me aguarda cuando le acometa con la
lanza; mas confío en que, así que salga el sol, caerá herido entre los combatientes
delanteros y con él muchos de sus camaradas. Así fuera yo inmortal,
no tuviera que envejecer y gozara de los mismos honores que Minerva ó
Apolo, como este día será funesto para los aquivos.»
De este modo arengó Héctor, y los teucros le aclamaron. Desuncieron
de los carros los sudosos corceles y atáronlos con correas; sacaron de la
ciudad bueyes y pingües ovejas, y de las casas pan y vino, que alegra el corazón,
y amontonaron abundante leña. Después ofrecieron hecatombes perfectas
á los inmortales, y los vientos llevaban de la llanura al cielo el suave
olor de la grasa quemada; pero los bienaventurados dioses no quisieron
aceptar la ofrenda, porque se les había hecho odiosa la sagrada Ilión y Príamo
y su pueblo armado con lanzas de fresno.
Así, tan alentados, permanecieron toda la noche en el campo, donde
ardían numerosos fuegos. Como en noche de calma aparecen las radiantes
estrellas en torno de la fulgente luna, y se descubren los promontorios, cimas
y valles, porque en el cielo se ha abierto la vasta región etérea, vense
todos los astros, y al pastor se le alegra el corazón: en tan gran número eran
las hogueras que, encendidas por los teucros, quemaban ante Ilión entre las
naves y la corriente del Janto. Mil fuegos ardían en la llanura, y en cada uno
se agrupaban cincuenta hombres á la luz de la ardiente llama. Y los caballos,
comiendo cerca de los carros avena y blanca cebada, esperaban la llegada
de la Aurora, la de hermoso trono.