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Capítulo 17

Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
El matrimonio Bonacieux

Era la segunda vez que el cardenal insistía en ese punto de los herretes de diamantes con el
rey. Luis XIII quedó sorprendido, pues, por aquella insistencia, y pensó que tal recomendación
ocultaba algún misterio.
Más de una vez el rey había sido humillado porque el cardenal -cuya policía, sin haber
alcanzado la perfección de la policía moderna, era excelente- estuviese mejor informado que él
mismo de lo que pasaba en su propio matrimonio. Esperó, pues, sacar, de un encuentro con Ana
de Austria, alguna luz de aquella conversación y volver luego junto a Su Eminencia con algún
secreto que el cardenal supiese o no supiese, lo cual, tanto en un caso como en otro, le realzaba
infinitamente a los ojos de su ministro.
Fue, pues, en busca de la reina y, según su costumbre, la abordó con nuevas amenazas contra
quienes la rodeaban. Ana de Austria bajó la cabeza y dejó pasar el torrente sin responder,
esperando que terminaría por detenerse; pero no era eso lo que quería Luis XIII; Luis XIII quería
una discusión de la que saliese alguna luz nueva, convencido como estaba de que el cardenal
tenía alguna segunda intención y maquinaba una sorpresa terrible como sabía hacer Su Eminencia.
Y llegó a esa meta con su persistencia en acusar.
-Pero -exclamó Ana de Austria, cansada de aquellos vagos ataques-, pero sire, no me decís
todo lo que tenéis en el corazón. ¿Qué he hecho yo? Veamos, ¿qué nuevo crimen he cometido?
Es posible que Vuestra Majestad haga todo este escándalo por una carta escrita a mi hermano.
El rey, atacado a su vez de una manera tan directa, no supo qué responder; pensó que aquel
era el momento de colocar la recomendación que no debía hacer más que la víspera de la fiesta.
-Señora -dijo con majestad-, habrá dentro de poco un baile en el Ayuntamiento; espero que
para honrar a nuestros valientes regidores aparezcáis en traje de ceremonia y sobre todo
adornada con los herretes de diamantes que os he dado por vuestro cumpleaños. Esa es mi respuesta.
La respuesta era terrible. Ana de Austria creyó que Luis XIII lo sabía todo, y que el cardenal
había conseguido de él ese largo disimulo de siete a ocho días, que cuadraba por lo demas con
su carácter. Se puso excesivamente pálida, apoyó sobre una consola su mano de admirable
belleza y que parecía en ese momento una mano de cera y, mirando al rey con los ojos
espantados, no respondió ni una sola sílaba.
-¿Habéis oído, señora? -dijo el rey, que gozaba con aquel embarazo en toda su extensión, pero
sin adivinar la causa-. ¿Habéis oído?
-Sí, sire, he oído -balbuceó la reina.
-¿Iréis a ese baile?
-Sí.
-Con vuestros herretes?
La palidez de la reina aumentó aún más, si es que era posible; el rey se percató de ello, y lo
disfrutó con esa fría crueldad que era una de las partes malas de su carácter.
-Entonces, convenido -dijo el rey-. Eso era todo lo que tenía que deciros.
-Pero ¿qué día tendrá lugar el baile? -preguntó Ana de Austria. Luis XIII sintió instintivamente
que no debía responder a aquella pregunta, pues la reina la había hecho con una voz casi moribunda.
-Muy pronto, señora -dijo-; pero no me acuerdo con precisión de la fecha del día, se la preguntaré al cardenal.
-¿Ha sido el cardenal quien os ha anunciado esa fiesta? -exclamó la reina.
-Sí, señora -respondió el rey asombrado-. Pero ¿por qué?
-¿Ha sido él quien os ha dicho que me invitéis a aparecer con los herretes?
-Es decir, señora…
-¡Ha sido él, sire, ha sido él!
-¡Y bien! ¿Qué importa que haya sido él o yo? ¿Hay algún crimen en esa invitación?
-No, sire.
-Entonces, ¿os presentaréis?
-Sí, sire.
-Está bien -dijo el rey, retirándose-. Está bien, cuento con ello.
La reina hizo una reverencia, menos por etiqueta que porque sus rodillas flaqueaban bajo ella.
El rey partió encantado.
-Estoy perdida -murmuró la reina-. Perdida porque el cardenal lo sabe todo, y es él quien
empuja al rey, que todavía no sabe nada, pero que sabrá todo muy pronto. ¡Estoy perdida! ¡Dios
mío, Dios mío Dios mío!
Se arrodilló sobre un cojín y rezó con la cabeza hundida entre sus brazos palpitantes.
En efecto, la posición era terrible. Buckingham había vuelto a Londres, la señora de Chevreuse
estaba en Tours. Más vigilada que nunca, la reina sentía sordamente que una de sus mujeres la
traicionaba, sin saber decir cuál. La Porte no podía abandonar el Louvre. No tenía a nadie en el mundo en quien fiarse.
Por eso, en presencia de la desgracia que la amenazaba y del abandono que era el suyo, estalló en sollozos.
-¿No puedo yo servir para nada a Vuestra Majestad? -dijo de pronto una voz llena de dulzura y de piedad.
La reina se volvió vivamente, porque no había motivo para equivocarse en la expresión de
aquella voz: era una amiga quien así hablaba.
En efecto, en una de las puertas que daban a la habitación de la reina apareció la bonita
señora Bonacieux; estaba ocupada en colocar los vestidos y la ropa en un gabinete cuando el rey
había entrado; no había podido salir, y había oído todo.
La reina lanzó un grito agudo al verse sorprendida, porque en su turbación no reconoció al
principio a la joven que le había sido dada por La Porte.
-¡Oh, no temáis nada, señora! -dijo la joven juntando las manos y llorando ella misma las
angustias de la reina-. Pertenezco a Vuestra Majestad en cuerpo y alma, y por lejos que esté de
ella, por inferior que sea mi posición, creo que he encontrado un medio para librar a Vuestra
Majestad de preocupaciones.
-¡Vos! ¡Oh, cielos! ¡Vos! -exclamó la reina-. Pero veamos, miradme a la cara. Me traicionan por
todas partes, ¿puedo fiarme de vos?
-¡Oh, señora! -exclamó la joven cayendo de rodillas-. Por mi alma, ¡estoy dispuesta a morir por Vuestra Majestad!
Esta exclamación había salido del fondo del corazón y, como el primero, no podía engañar.
-Sí -continuó la señora Bonacieux-. Sí, aquí hay traidores; pero por el santo nombre de la
Virgen, os juro que nadie es más adicta que yo a Vuestra Majestad. Esos herretes que el rey pide
de nuevo se los habéis dado al duque de Buckingham, ¿no es así? ¿Esos herretes estaban
guardados en una cajita de palo de rosa que él llevaba bajo el brazo? ¿Me equivoco acaso? ¿No es así?
-¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -murmuró la reina cuyos dientes castañeaban de terror.
-Pues bien, esos herretes -prosiguió la señora Bonacieux- hay que recuperarlos.
-Sí, sin duda, hay que hacerlo -exclamó la reina-. Pero ¿cómo, cómo conseguirlo?
-Hay que enviar a alguien al duque.
-Pero ¿quién…? ¿Quién…? ¿De quién fiarme?
-Tened confianza en mí, señora; hacedme ese honor, mi reina, y yo encontraré el mensajero.
-¡Pero será preciso escribir!
-¡Oh, sí! Es indispensable. Dos palabras de mano de Vuestra Majestady vuestro sello particular.
-Pero esas dos palabras, ¡son mi condena, son el divorcio, el exilio!
-¡Sí, si caen en manos infames! Pero yo respondo de que esas dos palabras sean remitidas a su destinatario.
-¡Oh, Dios mío! ¡Es preciso, pues, que yo ponga mi vida, mi honor, mi reputación en vuestras manos!
-¡Sí, sí, señora, lo es, y yo salvaré todo esto!
-Pero ¿cómo? Decídmelo al menos.
-Mi marido ha sido puesto en libertad hace tres días; aún no he tenido tiempo de volverlo a
ver. Es un hombre bueno y honesto que no tiene odio ni amor por nadie. Hará lo que yo quiera;
partirá a una orden mía, sin saber lo que lleva, y entregará la carta de Vuestra Majestad, sin
saber siquiera que es de Vuestra Majestad, al destinatario que se le indique.
La reina tomó las dos manos de la joven en un arrebato apasionado, la miró como para leer en
el fondo de su corazón, y al no ver más que sinceridad en sus bellos ojos la abrazó tiernamente.
-¡Haz eso -exclamó-, y me habrás salvado la vida, habrás salvado mi honor!
-¡Oh! No exageréis el servicio que yo tengo la dicha de haceros; yo no tengo que salvar de
nada a Vuestra Majestad, que es solamente víctima de pérfidas conspiraciones.
-Es cierto, es cierto, hija mía -dijo la reina-. Y tienes razón.
-Dadme, pues, esa carta, señora, el tiempo apremia.
La reina corrió a una pequeña mesa sobre la que había tinta, papel y plumas; escribió dos
líneas, selló la carta con su sello y la entregó a la señora Bonacieux.
-Y ahora -dijo la reina-, nos olvidamos de una cosa muy necesaria. . .
-¿Cuál?
-El dinero.
La señora Bonacieux se ruborizó.
-Sí, es cierto -dijo-. Confesaré a Vuestra Majestad que mi marido. . .
-Tu marido no lo tiene, es eso lo que quieres decir.
-Claro que sí, lo tiene pero es muy avaro, es su defecto. Sin embargo que Vuestra Majestad no
se inquiete, encontraremos el medio…
-Es que yo tampoco tengo -dijo la reina (quienes lean las Memorias de la señora de Motteville
no se extrañarán de esta respuesta)-. Pero espera.
Ana de Austria corrió a su escriño.
-Toma -dijo-. Ahí tienes un anillo de gran precio, según aseguran; procede de mi hermano el
rey de España, es mío y puedo disponer de él. Toma ese anillo y hazlo dinero, y que tu marido parta.
-Dentro de una hora seréis obedecida.
-Ya ves el destinatario -añadió la reina hablando tan bajo que apenas podía oírse lo que decía:
A Milord el duque de Buckingham, en Londres.
-La carta le será entregada personalmente.
-¡Muchacha generosa! -exclamó Ana de Austria.
La señora Bonacieux besó las manos de la reina, ocultó el papel en su blusa y desapareció con la ligereza de un pájaro.
Diez minutos más tarde estaba en su casa; como le había dicho a la reina no había vuelto a ver
a su marido desde su puesta en libertad; por tanto ignoraba el cambio que se había operado en
él respecto del cardenal, cambio que habían logrado la lisonja y el dinero de Su Eminencia y que
habían corroborado, luego, dos o tres visitas del conde de Rochefort, convertido en el mejor
amigo de Bonacieux, al que había hecho creer sin mucho esfuerzo que ningún sentimiento
culpable le había llevado al rapto de su mujer, sino que era solamente una precaución política.
Encontró al señor Bonacieux solo; el pobre hombre ponía a duras penas orden en la casa,
cuyos muebles había encontrado casi rotos y cuyos armarios casi vacíos, pues no es la justicia
ninguna de las tres cosas que el rey Salomón indica que no dejan huellas de su paso. En cuanto
a la criada, había huido cuando el arresto de su amo. El terror había ganado a la pobre
muchacha hasta el punto de que no había dejado de andar desde Paris hasta Bourgogne, su país natal.
El digno mercero había participado a su mujer, tan pronto como estuvo de vuelta en casa, su
feliz retorno, y su mujer le había respondido para felicitarle y para decirle que el primer momento
que pudiera escamotear a sus deberes sería consagrado por entero a visitarle.
Aquel primer momento se había hecho esperar cinco días, lo cual en cualquier otra
circunstancia hubiera parecido algo largo a maese Bonacieux; pero en la visita que había hecho
al cardenal y en las visitas que le hacía Rochefort, había amplio tema de reflexión, y como se sabe,
nada hace pasar el tiempo como reflexionar.
Tanto más cuanto que las reflexiones de Bonacieux eran todas color de rosa. Rochefort le
llamaba su amigo, su querido Bonacieux, y no cesaba de decirle que el cardenal le hacía el mayor
caso. El mercero se veía ya en el camino de los honores y de la fortuna.
Por su parte, la señora Bonacieux había reflexionado, pero hay que decirlo, por otro motivo
muy distinto que la ambición; a pesar suyo, sus pensamientos habían tenido por móvil constante
aquel hermoso joven tan valiente y que parecía tan amoroso. Casada a los dieciocho años con el
señor Bonacieux, habiendo vivido siempre en medio de los amigos de su marido, poco
susceptibles de inspirar un sentimiento cualquiera a una joven cuyo corazón era más elevado que
su posición, la señora Bonacieux había permanecido insensible a las seducciones vulgares; pero,
en esa época sobre todo, el título de gentilhombre te nía gran influencia sobre la burguesía y
D’Artagnan era geltihombre; además, llevaba el uniforme de los guardias que después del
uniforme de los mosqueteros era el más apreciado de las damas. Era, lo repetimos, hermoso,
joven, aventurero; hablaba de amor como hombre que ama y que tiene sed de ser amado; tenía
más de lo que es preciso para enloquecer a una cabeza de veintitrés años y la señora Bonacieux
había llegado precisamente a esa dichosa edad de la vida.
Aunque los dos esposos no se hubieran visto desde hacía más de ocho días, y aunque graves
acontecimientos habían pasado entre ellos, se abordaron, pues, con cierta preocupación; sin
embargo, el señor Bo nacieux manifestó una alegría real y avanzó hacia su mujer con los brazos abiertos.
La señora Bonacieux le presentó la frente.
-Hablemos un poco -dijo ella.
-¿Cómo? -dijo Bonacieux, extrañado.
-Sí, tengo una cosa de la mayor importancia que deciros.
-Por cierto, que yo también tengo que haceros algunas preguntas bastante serias. Explicadme
un poco vuestro rapto, por favor.
-Por el momento no se trata de eso -dijo la señora Bonacieux.
-¿Y de qué se trata entonces? ¿De mi cautividad?
-Me enteré de ella el mismo día; pero como no erais culpable de ningún crimen, como no erais
cómplice de ninguna intriga, como no sabíais nada, en fin, que pudiera comprometeros, ni a vos
ni a nadie, no he dado a ese suceso más importancia de la que merecía.
-¡Habláis muy a vuestro gusto señora! -prosiguió Bonacieux, herido por el poco interés que le
testimoniaba su mujer-. ¿Sabéis que he estado metido un día y una noche en un calabozo de la Bastilla?
-Un día y una noche que pasan muy pronto; dejemos, pues, vuestra cautividad, y volvamos a
lo que me ha traído a vuestro lado.
-¿Cómo? ¡Lo que os trae a mi lado! ¿No es, pues, el deseo de volver a ver a un marido del que
estáis separada desde hace ocho días? -pregunto el mercero picado en lo más vivo.
-Es eso en primer lugar, y además otra cosa.
-¡Hablad!
-Una cosa del mayor interés y de la que depende nuestra fortuna futura quizá.
-Nuestra fortuna ha cambiado mucho de cara desde que os vi, señora Bonacieux, y no me
extrañaría que de aquí a algunos meses causara la envidia de mucha gente.
-Sí, sobre todo si queréis seguir las instrucciones que voy a daros.
-¿A mî?
-Sí, a vos. Hay una buena y santa acción que hacer, señor, y mucho dinero que ganar al mismo tiempo.
La señora Bonacieux sabía que hablando de dinero a su marido le cogía por el lado débil.
Pero aunque un hombre sea mercero, cuando ha hablado diez minutos con el cardenal
Richelieu, no es el mismo hombre.
-¡Mucho dinero que ganar! -dijo Bonacieux estirando los labios.
-Sí, mucho.
-¿Cuánto, más o menos?
-Quizá mil pistolas.
-¿Lo que vais a pedirme es, pues, muy grave?
-Sí.
-¿Qué hay que hacer?
-Saldréis inmediatamente, yo os entregaré un papel del que no os desprenderéis bajo ningún
pretexto, y que pondréis en propia mano de alguien.
-¿Y adónde tengo que ir?
-A Londres.
-¡Yo a Londres! Vamos, estáis de broma, yo no tengo nada que hacer en Londres.
-Pero otros necesitan que vos vayáis.
-¿Quiénes son esos otros? Os lo advierto, no voy a hacer nada más a ciegas, y quiero saber no
sólo a qué me expongo, sino también por quién me expongo.
-Una persona ilustre os envía, una persona ilustre os, espera; la recompensa superará vuestros
deseos, he ahí cuanto puedo prometeros.
-¡Intrigas otra vez, siempre intrigas! Gracias, yo ahora no me fío, y el cardenal me ha instruido sobre eso.
-¡El cardenal! -exclamó la señora Bonacieux-. ¡Habéis visto al cardenal!
-El me hizo llamar -respondió orgullosamente el mercero.
-Y vos aceptasteis su invitación, ¡qué imprudente!
-Debo decir que no estaba en mi mano aceptar o no aceptar, porque yo estaba entre dos
guardias. Es cierto además que, como entonces yo no conocía a Su Eminencia, si hubiera podido
dispensarme de esa visita, hubiera estado muy encantado.
-¿Os ha maltratado entonces? ¿Os ha amenazado acaso?
-Me ha tendido la mano y me ha llamado su amigo, ¡su amigo! ¿Oís, señora? ¡Yo soy el amigo del gran cardenal!
-¡Del gran cardenal!
-¿Le negaríais, por casualidad ese título, señora?
-Yo no le niego nada, pero os digo que el favor de un ministro es efímero, y que hay que estar
loco para vincularse a un ministro; hay poderes que están por encima del suyo, que no
descansan en el capricho de un hombre o en el resultado de un acontecimiento; de esos poderes
es de los que hay que burlarse.
-Lo siento, señora, pero no conozco otro poder que el del gran hombre a quien tengo el honor de servir.
-¿Vos servís al cardenal?
-Sí, señora, y como su servidor no permitiré que os dediquéis a conspiraciones contra el
Estado, y que vos misma sirváis a las intrigas de una mujer que no es francesa y que tiene el
corazón español. Afortunadamente el cardenal está ahí, su mirada alerta vigila y penetra hasta el fondo del corazón.
Bonacieux repetía palabra por palabra una frase que había oído decir al conde de Rochefort;
pero la pobre mujer, que había contado con su marido y que, en aquella esperanza, había
respondido por él a la reina, no tembló menos, tanto por el peligro en el que ella había esta do a
punto de arrojarse, como por la impotencia en que se encontraba. Sin embargo, conociendo la
debilidad y sobre todo la codicia de su marido, no desesperaba de atraerle a sus fines.
-¡Ah! Sois cardenalista, señor -exclamó-. ¡Conque servís al partido de los que maltratan a
vuestra mujer a insultan a vuestra reina!
-Los intereses particulares no son nada ante los intereses de todos. Yo estoy de parte de
quienes salvan al Estado -dijo con énfasis Bonacieux.
Era otra frase del conde de Rochefort, que él había retenido y que hallaba ocasión de meter.
-¿Y sabéis lo que es el Estado de que habláis? -dijo la señora Bonacieux, encogiéndose de
hombros-. Contentaos con ser un bur gués sin fineza ninguna, y dad la espalda a quien os ofrece muchas ventajas.
-¡Eh eh! -dijo Bonacieux, golpeando sobre una bolsa de panza redondeada y que devolvió un
sonido argentino-. ¿Qué decís vos de esto, señora predicadora?
-¿De dónde viene ese dinero?
-¿No lo adivináis?
-¿Del cardenal?
-De él y de mi amigo el conde de Rochefort.
-¡El conde de Rochefort! ¡Pero si ha sido él quien me ha raptado!
-Puede ser, señora.
-¿Y vos recibís dinero de ese hombre?
-¿No me habéis dicho vos que ese rapto era completamente politico?
-Sí; pero ese rapto tenía por objeto hacerme traicionar a mi ama, arrancarme mediante
torturas confesiones que pudieran comprometer el honor y quizá la vida de mi augusta ama.
-Señora -prosiguió Bonacieux- vuestra augusta ama es una pérfida española, y lo que el
cardenal hace está bien hecho.
-Señor -dijo la joven-, os sabía cobarde, avaro a imbécil, ¡pero no os sabía infame!
-Señora -dijo Bonacieux, que no había visto nunca a su mujer encolerizada y que se echaba
atrás ante la ira conyugal-. Señora, ¿qué decís?
-¡Digo que sois un miserable! -continuó la señora Bonacieux, que vio que recuperaba alguna
influencia sobre su marido-. ¡Ah, hacéis política vos! ¡Y encima política cardenalista! ¡Ah, os
venderíais en cuerpo y alma al demonio por dinero!
-No, pero al cardenal sí.
-¡Es la misma cosa! -exclamó la joven-. Quien dice Richelieu dice Satán.
-Callaos, señora, callaos, podrían oírnos.
-Sí, tenéis razón, y sería vergonzoso para vos vuestra propia cobardía.
-Pero ¿qué exigís entonces de mí? Veamos.
-Ya os lo he dicho: que partáis al instante, señor, que cumpláis lealmente la comisión que yo
me digno encargaros y, con esta condición, olvido todo, perdono; y hay más -ella le tendió la
mano-: os devuelvo mi amistad.
Bonacieux era cobarde y avaro; pero amaba a su mujer: se enterneció. Un hombre de
cincuenta años no guarda durante mucho tiempo rencor a una mujer de veintitrés. La señora
Bonacieux vio que dudaba.
-Entonces, ¿estáis decidido? -dijo ella.
-Pero, querida amiga, reflexionad un poco en lo que exigís de mí; Londres está lejos de Paris,
muy lejos, y quizá la comisión que me encarguéis no esté exenta de peligro.
-¡Qué importa si los evitáis!
-Mirad, señora Bonacieux -dijo el mercero-. Mirad, decididamente, me niego: las intrigas me
dan miedo. He visto la Bastilla. ¡Brrrr! ¡La Bastilla es horrible! Nada más pensar en ella se me
pone la carne de gallina. Me han amenazado con la tortura. ¿Sabéis vos lo que es la tortura?
Cuñas de madera que os meten entre las piernas hasta que los huesos estallan! No,
decididamente, no iré. Y ¡pardiez!, ¿por qué no vais vos misma? Porque en verdad creo que
hasta ahora he estado engañado sobre vos: ¡creo que sois un hombre, y de los más rabiosos incluso!
-Y vos, vos sois una mujer, una miserable mujer, estúpida y tonta. ¡Ah, tenéis miedo! Pues
bien, si no partís ahora mismo, os hago detener por orden de la reina, y os hago meter en la
Bastilla que tanto teméis.
Bonacieux cayó en una reflexión profunda; pesó detenidamente las dos cóleras en su cerebro,
la del cardenal y la de la reina; la del cardenal prevaleció con mucha diferencia.
-Hacedme detener de parte de la reina -dijo- y yo apelaré a Su Eminencia.
Por vez primera, la señora Bonacieux vio que había ido demasiado lejos, y quedó asustada por
haber avanzado tanto. Contempló un instante con horror aquel rostro estúpido, de una resolución
invencible, como el de esos tontos que tienen miedo.
-¡Pues entonces, sea! -dijo-. Quizá, a fin de cuentas, tengáis razón: un hombre sabe mucho
más que las mujeres de política, y vos sobre todo, señor Bonacieux, que habéis hablado con el
cardenal. Y sin embargo, es muy duro -añadió- que mi marido, que un hombre con cuyo afecto
yo creía poder contar me trate tan descortésmente y no satisfaga en nada mi fantasía.
-Es que vuestras fantasías pueden llevar muy lejos -respondió Bonacieux, triunfante- y
desconfío de ellas.
-Renunciaré, pues, a ellas -dijo la joven suspirando-. Está bien, no hablemos más.
-Si al menos me dijerais qué tenía que hacer en Londres -prosiguió Bonacieux, que recordaba
un poco tarde que Rochefort le había encomendado tratar de sorprender los secretos de su mujer.
-Es inútil que lo sepáis -dijo la joven, a quien una desconfianza instintiva impulsaba ahora hacia
trás-: era una bagatela de las que gustan a las mujeres, una compra con la que había mucho que ganar.
Pero cuanto más se resistía la joven, tanto más pensaba Bonacieux que el secreto que ella se
negaba a confiarle era importante. Por eso decidió correr inmediatamente a casa del conde de
Rochefort y decirle que la reina buscaba un mensajero para enviarlo a Londres.
-Perdonadme si os dejo, querida señora Bonacieux -dijo él-; pero por no saber que vendríais
hoy he quedado citado con uno de mis amigos; vuelvo ahora mismo, y si queréis esperarme,
aunque sólo sea medio minuto, tan pronto como haya terminado con ese amigo, vuelvo para
recogeros y, como comienza a hacerse tarde, acompañaros al Louvre.
-Gracias, señor -respondió la señora Bonacieux-; no sois lo suficientemente valiente para serme
de ninguna utilidad, y volveré al Louvre perfectamente sola.
-Como os plazca, señora Bonacieux -respondió el exmercero-. ¿Os veré pronto?
-Claro que sí; espero que la próxima semana mi servicio me deje alguna libertad, y la
aprovecharé para venir a ordenar nuestras cosas, que deben estar algo desordenadas.
-Está bien; os esperaré. ¿No me guardáis rencor?
-¡Yo! Por nada del mundo.
-¿Hasta pronto entonces?
-Hasta pronto.
Bonacieux besó la mano de su mujer y se alejó rápidamente.
-¡Vaya! -dijo la señora Bonacieux cuando su marido hubo cerrado la puerta de la calle y ella se
encontró sola-. ¡Sólo le faltaba a este imbécil ser cardenalista! Y yo que había asegurado a la
reina, yo que había prometido a mi pobre ama… ¡Ay, Dios mío, Dios mío! Me va a tomar por una
de esas miserables que pupulan por palacio y que han puesto junto a ella para espiarla. ¡Ay,
señor Bonacieux! Nunca os he amado mucho, pero ahora es mucho peor: os odio, y ¡palabra que me la pagaréis!
En el momento en que decía estas palabras, un golpe en el techo la hizo alzar la cabeza, y una
voz, que vino a ella a través del piso, gritó:
-Querida señora Bonacieux, abridme la puerta pequeña de la ave nida y bajo junto a vos.

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