Readme

Capítulo 2

Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
La antecámara del señor de Tréuille

El señor de Troisville, como todavía se llamaba su familia en Gascuña, o el señor de Tréville,
como había terminado por llamarse él mismo en Paris, había empezado en realidad como
D’Artagnan, es decir, sin un cuarto, pero con ese caudal de audacia, de ingenio y de entendimiemto
que hace que el más pobre hidalgucho gascón reciba con frecuencia de sus
esperanzas de la herencia paterna más de lo que el más rico gentilhombre de Périgord o de Berry
recibe en realidad. Su bravura insolente, su suerte más insolente todavía en un tiempo en que los
golpes llovían como chuzos, le habían izado a la cima de esa difícil escala que se llama el favor de
la corte, y cuyos escalones había escalado de cuatro en cuatro.
Era el amigo del rey, que honraba mucho, como todos saben, la memoria de su padre Enrique
IV. El padre del señor de Tréville le había servido tan fielmente en sus guerras contra la Liga que,
a falta de dinero contante y sonante -cosa que toda la vida le faltó al bearnés, el cual pagó
siempre sus deudas con la única cosa que nunca necesitó pedir prestada, es decir, con el
ingenio-, que a falta de dinero contante y sonante, decimos, le había autorizado, tras la rendición
de Paris, a tomar por armas un león de oro pasante sobre gules con esta divisa: Fidelis et fortis.
Era mucho para el honor, pero mediano para el bienestar. Por eso, cuando el ilustre compañero
del gran Enrique murió, dejó por única herencia al señor su hijo, su espada y su divisa. Gracias a
este doble don y al nombre sin tacha que lo acompañaba, el señor de Tréville fue admitido en la
casa del joven príncipe, donde se sirvió también de su espada y fue tan fiel a su divisa que Luis
XIII, uno de los buenos aceros del reino, solía decir que si tuviera un amigo en ocasión de
batirse, le daría por consejo tomar por segundo primero a él, y a Tréville después, y quizá incluso antes que a él.
Por eso Luis XIII tenía un afecto real por Tréville, un afecto de rey, afecto egoísta, es cierto,
pero que no por ello dejaba de ser afecto. Y es que, en aquellos tiempos desgraciados, se
buscaba sobre todo rodearse de hombres del temple de Tréville. Muchos podían tomar por divisa
el epiteto de fuerte, que formaba la segunda parte de su exergo; pero pocos gentileshombres
podían reclamar el epíteto de fiel, que formaba la primera. Tréville era uno de estos últimos; era
una de esas raras organizaciones, de inteligencia obediente como la del dogo, de valor ciego, de
vista rápida, de mano pronta, a quien el ojo le había sido dado sólo para ver si el rey estaba
descontento de alguien, y la mano para golpear a ese alguien enfadoso: un Besme, un
Maurevers, un Poltrot de Méré, un Vitry. En fin, en el caso de Tréville, había faltado hasta aquel
entonces la ocasión; pero la acechaba y se prometía cogerla por los pelos si alguna vez pasaba al
alcance de su mano. Por eso hizo Luis XIII a Tréville capitán de sus mosqueteros, que eran a Luis
XIII, por la devoción o mejor por el fanatismo, lo que sus ordinarios eran a Enrique III y lo que
su guarda escocesa a Luis XI.
Por su parte, y desde ese punto de vista, el cardenal no le iba a la zaga al rey. Cuando hubo
visto la formidable elite de que Luis XIII se rodeaba, ese segundo, o mejor, ese primer rey de
Francia también había querido tener su guardia. Tuvo por tanto sus mosqueteros como Luis XIII
tenía los suyos, y se veía a estas dos potencias rivales seleccionar para su servicio, en todas las
provincias de Francia a incluso en todos los Estados extranjeros, a los hombres célebres por sus
estocadas. Por eso Richelieu y Luis XIII disputaban a menudo, mientras jugaban su partida de
ajedrez, por la noche, sobre el mérito de sus servidores. Cada cual ponderaba los modales y el
valor de los suyos; y al tiempo que se pronunciaban en voz alta contra los duelos y contra las
riñas, los excitaban por lo bajo a llegar a las manos, y concebían un auténtico pesar o una alegría
inmoderada por la derrota o la victoria de los suyos. Así al menos lo dicen las Memorias de un
hombre que estuvo en algunas de esas derrotas y en muchas de esas victorias.
Tréville había captado el lado débil de su amo, y gracias a esta habilidad debía el largo y
constante favor de un rey que no ha dejado reputación de haber sido muy fiel a sus amistades.
Hacía desfilar a sus mosqueteros entre el cardenal Armand Duplessis con un aire burlón que
erizaba de cólera el mostacho gris de Su Eminencia. Tréville entendía admirablemente bien la
guerra de aquella época, en la que, cuando no se vivía a expensas del enemigo, se vivía a
expensas de sus compatriotas: sus soldados formaban una legión de jaraneros, indisciplinada
para cualquier otro que no fuera él.
Desaliñados, borrachos, despellejados, los mosqueteros del rey, o mejor los del señor de
Tréville, se desparramaban por las tabernas, por los paseos, por los juegos públicos, gritando
fuerte y retorciéndose los mostachos, haciendo sonar sus espuelas, enfrentándose con placer a
los guardias del señor cardenal cuando los encontraban; luego, desenvainando en plena calle
entre mil bromas; muertos a veces, pero seguros en tal caso de ser llorados y vengados;
matando con frecuencia, y seguros entonces de no enmohecer en prisión, porque allí estaba el
señor de Tréville para reclamarlos. Por eso el señor de Tréville era alabado en todos los tonos,
cantado en todas las gamas por aquellos hombres que le adoraban y que, bandidos todos como
eran, temblaban ante él como escolares ante su maestro, obedeciendo a la menor palabra y
prestos a hacerse matar para lavar el menor reproche.
El señor de Tréville había usado esta palanca poderosa en favor del rey en primer lugar y de
los amigos del rey, y luego en favor de él mismo y sus amigos. Por lo demás, en ninguna de las
Memorias de esa época que tantas Memorias ha dejado se ve que ese digno gentilhombre haya
sido acusado, ni siquiera por sus enemigos -y los tenía tanto entre las gentes de pluma como
entre las gentes de espada- en ninguna parte se ve, decimos, que ese digno gentilhombre haya
sido acusado de hacerse pagar la cooperación de sus secuaces. Con un raro ingenio para la
intriga, que lo hacía émulo de los mayores intrigantes había permanecido honesto. Es más, a
pesar de las grandes estocadas que dejan a uno derrengado y de los ejercicios penosos que
fatigan, se había convertido en uno de los más galantes trotacalles, en uno de los más finos
lechuguinos, en uno de los más alambicados habladores ampulosos de su época; se hablaba de
las aventuras galantes de Tréville como veinte años antes se había hablado de las de Bassompierre,
lo que no era poco decir. El capitán de los mosqueteros era, pues, admirado, temido y
amado, lo cual constituye el apogeo de las fortunas humanas.
Luis XIV absorbió a todos los pequeños astros de su corte en su vasta irradiación; pero su
padre, sol pluribus impar, dejó su esplendor personal a cada uno de sus favoritos, su valor
individual a cada uno de sus cortesanos. Además de los resplandores del rey y del cardenal, se
contaban entonces en París más de doscientos pequeños resplandores algo solicitados. Entre los
doscientos pequeños resplandores, el de Tréville era uno de los más buscados.
El patio de su palacio, situado en la calle del Vieux-Colombier, se parecía a un campamento, y
esto desde las seis de la mañana en verano y desde las ocho en invierno. De cincuenta a sesenta
mosqueteros, que parecían turnarse para presentar un número siempre imponente, se paseaban
sin cesar armados en plan de guerra y dispuestos a todo. A lo largo de aquellas grandes
escalinatas, sobre cuyo emplazamiento nuestra civilización construiría una casa entera, subían y
bajaban solicitantes de París que corrían tras un favor cualquiera, gentilhombres de provincia
ávidos para ser enrolados, y lacayos engalanados con todos los colores que venían a traer al
señor de Tréville los mensajes de sus amos. En la antecámara, sobre altas banquetas circulares,
descansaban los elegidos, es decir, aquellos que estaban convocados. Allí había murmullo desde
la mañana a la noche, mientras el señor de Tréville, en su gabinete contiguo a esta antecámara,
recibía las visitas, escuchaba las quejas, daba sus órdenes y, como el rey en su balcón del Louvre,
no tenía más que asomarse a la ventana para pasar revista de hombres y de armas.
El día en que D’Artagnan se presentó, la asamblea era imponente, sobre todo para un
provinciano que llegaba de su provincia: es cierto que el provinciano era gascón, y que sobre
todo en esa época los compatriotas de D’Artagnan tenían fama de no dejarse intimidar fácilmente.
En efecto, una vez que se había franqueado la puerta maciza, enclavijada por largos clavos de
cabeza cuadrangular, se caía en medio de una tropa de gentes de espada que se cruzaban en el
patio interpelándose, peleándose y jugando entre sí. Para abrirse paso en medio de todas
aquellas olas impetuosas habría sido preciso ser oficial, gran señor o bella mujer.
Fue, pues, por entre ese tropel y ese desorden por donde nuestro joven avanzó con el corazón
palpitante, ajustando su largo estoque a lo largo de sus magras piernas, y poniendo una mano
en el borde de sus sombrero de fieltro con esa media sonrisa del provinciano apurado que quiere
mostrar aplomo. Cuando había pasado un grupo, entonces respiraba con más libertad; pero
comprendía que se volvían para mirarlo y, por primera vez en su vida, D’Artagnan, que hasta
aquel día había tenido una buena opinión de sí mismo, se sintió ridículo.
Llegado a la escalinata, fue peor aún; en los primeros escalones había cuatro mosqueteros que
se divertían en el ejercicio siguiente, mientras diez o doce camaradas suyos esperaban en el
rellano a que les tocara la vez para ocupar plaza en la partida.
Uno de ellos, situado en el escalón superior, con la espada desnuda en la mano, impedía o al
menos se esforzaba por impedir que los otros tres subieran.
Estos tres esgrimían contra él sus espadas agilísimas. D’Artagnan tomó al principio aquellos
aceros por floretes de esgrima, los creyó botonados; pero pronto advirtió por ciertos rasguños
que todas las armas estaban, por el contrario, afiladas y aguzadas a placer, y con cada uno de
aquellos rasguños no sólo los espectadores sino incluso los actores reían como locos.
El que ocupaba el escalón en aquel momento mantenía a raya maravillosamente a sus
adversarios. Se hacía círculo en torno a ellos; la condición consistía en que a cada golpe el
tocado abandonara la partida, perdiendo su turno de audiencia en beneficio del tocador. En cinco
minutos, tres fueron rozados, uno en el puño, otro en el mentón, otro en la oreja, por el defensor
del escalón, que no fue tocado -destreza que le valió, según las condiciones pactadas, tres turnos de favor.
Aunque no fuera difícil, dado que quería ser asombrado, este pasatiempo asombró a nuestro
joven viajero; en su provincia, esa tierra donde sin embargo se calientan tan rápidamente los
cascos, había visto algunos preliminares de duelos, y la gasconada de aquellos cuatro jugadores
le pareció la más rara de todas las que hasta entonces había oído, incluso en Gascuña. Se creyó
transportado a ese país de gigantes al que Gulliver fue más tarde y donde pasó tanto miedo, y
sin embargo no había llegado al final: quedaban el rellano y la antecámara.
En el rellano no se batían, contaban aventuras con mujeres, y en la antecámara historias de la
corte. En el rellano, D’Artagnan se ruborizó; en la antecámara, tembló. Su imaginación despierta
y vagabunda, que en Gascuña le hacía temible a las criadas a incluso alguna vez a las dueñas, no
había soñado nunca, ni siquiera en esos momentos de delirio, la mitad de aquellas maravillas
amorosas ni la cuarta parte de aquellas proezas galantes, realzadas por los nombres más
conocidos y los detalles menos velados. Pero si su amor por las buenas costumbres fue
sorprendido en el rellano, su respeto por el cardenal fue escandalizado en la antecámara. Allí,
para gran sorpresa suya, D’Arta gnan oía criticar en voz alta la política que hacía temblar a
Europa, y la vida privada del cardenal, que a tantos altos y poderosos personajes había llevado al
castigo por haber tratado de profundizar en ella: aquel gran hombre, reverenciado por el señor
D’Artagnan padre, servía de hazmerreír a los mosqueteros del señor de Tréville, que se metían
con sus piernas zambas y con su espalda encorvada; unos cantaban villancicos sobre la señora
D’Aiguillon, su amante, y sobre la señora de Combalet, su nieta, mientras otros preparaban partidas contra los pajes y los guardias del cardenal-duque, cosas todas que parecían a D’Artagnan monstruosas imposibilidades.
Sin embargo, cuando el nombre del rey intervenía a veces de improviso en medio de todas
aquellas rechiflas cardenalescas, una especie de mordaza calafateaba por un momento todas
aquellas bocas burlonas; miraban con vacilación en torno, y parecían temer la indiscreción del
tabique del gabinete del señor de Tréville; pero pronto una alusión volvía a llevar la conversación
a Su Eminencia, y entonces las risotadas iban en aumento, y no se escatimaba luz sobre todas sus acciones.
-Desde luego, éstas son gentes que van a ser encarceladas y colgadas -pensó D’Artagnan con
terror-, y yo, sin ninguna duda, con ellos porque desde el momento en que los he escuchado y
oído seré tenido por cómplice suyo. ¿Qué diría mi señor padre, que tanto me ha recomendado
respetar al cardenal, si me supiera en compañía de semejantes paganos?
Por eso, como puede suponerse sin que yo lo diga, D’Artagnan no osaba entregarse a la
conversación; sólo miraba con todos sus ojos, escuchando con todos sus oídos, tendiendo
ávidamente sus cinco sentidos para no perderse nada, y, pese a su confianza en las recomendaciones
paternas, se sentía llevado por sus gustos y arrastrado por sus instintos a celebrar más
que a censurar las cosas inauditas que allí pasaban.
Sin embargo, como era absolutamente extraño el montón de cortesanos del señor de Tréville,
y era la primera vez que se le veía en aquel lugar, vinieron a preguntarle lo que deseaba. A esta
pregunta, D’Artagnan se presentó con mucha humildad, se apoyó en el título de compatriota, y
rogó al ayuda de cámara que había venido a hacerle aquella pregunta pedir por él al señor de
Tréville un momento de audiencia, petición que éste prometió en tono protector transmitir en tiempo y lugar.
D’Artagnan, algo recuperado de su primera sorpresa, tuvo entonces la oportunidad de estudiar
un poco las costumbres y las fisonomías.
En el centro del grupo más animado había un mosquetero de gran estatura, de rostro altanero
y una extravagancia de vestimenta que atraía sobre él la atención general. No llevaba, por de
pronto, la casaca de uniforme, que, por lo demás, no era totalmente obligatoria en aquella época
de libertad menor pero de mayor independencia, sino una casaca azul celeste, un tanto ajada y
raída, y sobre ese vestido un tahalí magnífico, con bordados de oro, que relucía como las
escamas de que el agua se cubre a plena luz del día. Una capa larga de terciopelo carmesí caía
con gracia sobre sus hombros, descubriendo solamente por delante el espléndido tahalí, del que colgaba un gigantesco estoque.
Este mosquetero acababa de dejar la guardia en aquel mismo instante, se quejaba de estar
constipado y tosía de vez en cuando con afectación. Por eso se había puesto la capa, según decía
a los que le rodeaban, y mientras hablaba desde lo alto de su estatura retorciéndose desdeñosamente
su mostacho, admiraban con entusiasmo el tahalí bordado, y D’Artagnan más que ningún otro.
-¿Qué queréis? -decía el mosquetero-. La moda lo pide; es una locura, lo sé de sobra, pero es
la moda. Por otro lado, en algo tiene que emplear uno el dinero de su legítima.
-¡Ah, Porthos! -exclamó uno de los asistentes-. No trates de hacernos creer que ese tahalí te
viene de la generosidad paterna; te lo habrá dado la dama velada con la que te encontré el otro
domingo en la puerta Saint-Honoré.
-No, por mi honor y fe de gentilhombre: lo he comprado yo mismo, y con mis propios dineros
-respondió aquel al que acababan de designar con el nombre de Porthos.
-Sí, como yo he comprado -dijo otro mosquetero- esta bolsa nueva con lo que mi amante puso en la vieja.
-Es cierto -dijo Porthos-, y la prueba es que he pagado por él doce pistolas.
La admiración acreció, aunque la duda continuaba existiendo.
-¿No es así, Aramis? -dijo Porthos volviéndose hacia otro mosquetero.
Este otro mosquetero hacía contraste perfecto con el que le inte rrogaba y que acababa de
designarle con el nombre de Aramis: era éste un joven de veintidós o veintitrés años apenas, de
rostro ingenuo y dulzarrón, de ojos negros y dulces y mejillas rosas y aterciopeladas como un
melocotón en otoño; su mostacho fino dibujaba sobre su labio superior una línea perfectamente
recta; sus manos parecían temer bajarse, por miedo a que sus venas se hinchasen, y de vez en
cuando se pellizcaba el lóbulo de las orejas para mantenerlas de un encarnado tierno y
transparente. Por hábito, hablaba poco y lentamente, saludaba mucho, reía sin estrépito
mostrando sus dientes, que tenía hermosos y de los que, como del resto de su persona, parecía
tener el mayor cuidado. Respondió con un gesto de cabeza afirmativo a la interpelación de su amigo.
Esta afirmación pareció haberle disipado todas las dudas respecto al tahalí; continuaron, pues,
admirándolo, pero ya no volvieron a hablar de él; y por uno de esos virajes rápidos del
pensamiento, la conversación pasó de golpe a otro tema.
-¿Qué pensáis de lo que cuenta el escudero de Chalais? -preguntó otro mosquetero sin
interpelar directamente a nadie y dirigiéndose por el contrario a todo el mundo.
-¿Y qué es lo que cuenta? -preguntó Porthos en tono de suficiencia.
-Cuenta que ha encontrado en Bruselas a Rochefort, el instrumento ciego del cardenal,
disfrazado de capuchino; ese maldito Rochefort, gracias a ese disfraz, engañó al señor de
Laigues como a necio que es.
-Como a un verdadero necio -dijo Porthos-; pero ¿es seguro?
-Lo sé por Aramis -respondió el mosquetero.
-¿De veras?
-Lo sabéis bien, Porthos -dijo Aramis-; os lo conté a vos mismo ayer, no hablemos pues más.
-No hablemos más, esa es vuestra opinión -prosiguió Porthos-. ¡No hablemos más! ¡Maldita
sea! ¡Qué rápido concluís! ¡Cómo! El cardenal hace espiar a un gentilhombre, hace robar su
correspondencia por un traidor, un bergante, un granuja; con la ayuda de ese espía y gracias a
esta correspondencia, hace cortar el cuello de Chalais, con el estúpido pretexto de que ha
querido matar al rey y casar a Monsieur con la reina. Nadie sabía una palabra de este enigma,
vos nos lo comunicasteis ayer, con gran satisfacción de todos, y cuando estamos aún todos
pasmados por la noticia, venís hoy a decirnos: ¡No hablemos más!
-Hablemos entonces, pues que lo deseáis -prosiguió Aramis con paciencia.
-Ese Rochefort -dijo Porthos-, si yo fuera el escudero del pobre Chalais, pasaría conmigo un mal rato.
-Y vos pasaríais un triste cuarto de hora con el duque Rojo -prosiguió Aramis.
-¡Ah! ¡El duque Rojo! ¡Bravo bravo el duque Rojo! -respondió Porthos aplaudiendo y aprobando
con la cabeza-. El «duque Rojo» tiene gracia. Haré correr el mote, querido, estad tranquilo.
¡Tiene ingenio este Aramis! ¡Qué pena que no hayáis podido seguir vuestra vocación, querido,
qué delicioso abad habríais hecho!
-¡Bah!, no es más que un retraso momentáneo -prosiguió Aramis-: un día lo seré. Sabéis bien,
Porthos, que sigo estudiando teología para ello.
-Hará lo que dice -prosiguió Porthos-, lo hará tarde o temprano.
-Temprano -dijo Aramis.
-Sólo espera una cosa para decidirse del todo y volver a ponerse su sotana, que está colgada
debajo del uniforme, prosiguió un mosquetero.
-¿Y a qué espera? -preguntó otro.
-Espera a que la reina haya dado un heredero a la corona de Francia.
-No bromeemos sobre esto, señores -dijo Porthos-; gracias a Dios, la reina está todavía en edad de darlo.
-Dicen que el señor de Buckingham está en Francia -prosiguió Aramis con una risa burlona que
daba a aquella frase, tan simple en apariencia, una significación bastante escandalosa.
-Aramis, amigo mío, por esta vez os equivocáis -interrumpió Porthos-, y vuestra manía de ser
ingenioso os lleva siempre más allá de los límites; si el señor de Tréville os oyese, os arrepentiríais de hablar así.
-¿Vais a soltarme la lección, Porthos? -exclamó Aramis, con ojos dulces en los que se vio pasar como un relámpago.
-Querido, sed mosquetero o abad. Sed lo uno o lo otro, pero no lo uno y lo otro -prosiguió
Porthos-. Mirad, Athos os lo acaba de decir el otro día: coméis en todos los pesebres. ¡Ah!, no
nos enfademos, os lo suplico, sería inútil, sabéis de sobra lo que hemos convenido entre vos,
Athos y yo. Vais a la casa de la señora D’Aiguillon, y le hacéis la corte; vais a la casa de la señora
de Bois-Tracy, la prima de la señora de Chevreuse, y se dice que vais muy adelantado en los
favores de la dama. ¡Dios mío!, no confeséis vuestra felicidad, no se os pide vuestro secreto, es
conocida vuestra discreción. Pero dado que poseéis esa virtud, ¡qué diablos!, usadla para con Su
Majestad. Que se ocupe quien quiera y como se quiera del rey y del cardenal; pero la reina es
sagrada, y si se habla de ella, que sea para bien.
Porthos, sois pretencioso como Narciso, os lo aviso -respondió Aramis-, sabéis que odio la
moral, salvo cuando la hace Athos. En cuanto a vos, querido, tenéis un tahalí demasiado
magnífico para estar fuerte en la materia. Seré abad si me conviene; mientras tanto, soy mosquetero:
y en calidad de tal digo lo que me place, y en este momento me place deciros que me irritáis.
-¡Aramis!
-¡Porthos!
-¡Eh, señores, señores! -gritaron a su alrededor.
-El señor de Tréville espera al señor D’Artagnan -interrumpió el lacayo abriendo la puerta del gabinete.
Ante este anuncio, durante el cual la puerta permanecía abierta, todos se callaron, y en medio
del silencio general el joven gascón cruzó la antecámara en una parte de su longitud y entró
donde el capitán de los mosqueteros, felicitándose con toda su alma por escapar tan a punto al
fin de aquella extravagante querella.

Scroll al inicio