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Capítulo 24

Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
El pabellón

A las nueve, D’Artagnan estaba en el palacio de los Guardias; encontró a Planchet armado. El cuarto caballo había llegado.
Planchet estaba armado con su mosquetón y una pistola.
D’Artagnan tenía su espada y pasó dos pistolas a su cintura, luego los dos montaron cada uno
en un caballo y se alejaron sin ruido. Hacía noche cerrada, y nadie los vio salir. Planchet se puso
a continuación de su amo, y marchó a diez pasos tras él.
D’Artagnan cruzó los muelles, salió por la puerta de la Conférence y siguió luego el camino,
más hermoso entonces que hoy, que conduce a Saint-Cloud.
Mientras estuvieron en la ciudad, Planchet guardó respetuosamente la distancia que se había
impuesto; pero cuando el camino comenzó a volverse más desierto y más oscuro, fue
acercándose lentamente; de tal modo que cuando entraron en el bosque de Boulogne, se
encontró andando codo a codo con su amo. En efecto, no debemos disimular que la oscilación de
los corpulentos árboles y el reflejo de la luna en los sombríos matojos le causaban viva inquietud.
D’Artagnan se dio cuenta de que algo extraordinario ocurría en su lacayo.
-¡Y bien, señor Planchet! -le preguntó-. ¿Nos pasa algo?
-¿No os parece, señor, que los bosques son como iglesias?
-¿Y eso por qué, Planchet?
-Porque tanto en éstas como en aquéllos nadie se atreve a hablar en voz alta.
-¿Por qué no te atreves a hablar en voz alta, Planchet? ¿Porque tienes miedo?
-Miedo a ser oído, sí, señor.
-¡Miedo a ser oído! Nuestra conversación es sin embargo moral, mi querido Planchet, y nadie
encontraría nada qué decir de ella.
-¡Ay, señor! -repuso Planchet volviendo a su idea madre-. Ese señor Bonacieux tiene algo de
sinuoso en sus cejas y de desagradable en el juego de sus labios.
-¿Quién diablos te hace pensar en Bonacieux?
-Señor, se piensa en lo que se puede y no en lo que se quiere.
-Porque eres un cobarde, Planchet.
-Señor, no confundamos la prudencia con la cobardía; la prudencia es una virtud.
-Y tú eres virtuoso, ¿no es así, Planchet?
-Señor, ¿no es aquello el cañón de un mosquete que brilla? ¿Y si bajáramos la cabeza?
-En verdad -murmuró D’Artagnan, a quien las recomendaciones del señor de Tréville volvían a
la memoria-, en verdad, este animal terminará por meterme miedo.
Y puso su caballo al trote.
Planchet siguió el movimiento de su amo, exactamente como si hubiera sido su sombra, y se
encontró trotando tras él.
-¿Es que vamos a caminar así toda la noche, señor? -preguntó.
-No, Planchet, porque tú has llegado ya.
-¿Cómo que he llegado? ¿Y el señor?
-Yo voy a seguir todavía algunos pasos.
-¿Y el señor me deja aquí solo?
-¿Tienes miedo Planchet?
-No, pero sólo hago observar al señor que la noche será muy fría, que los relentes dan
reumatismos y que un lacayo que tiene reumatismos es un triste servidor, sobre todo para un
amo alerta como el señor.
-Bueno, si tienes frío, Planchet, entra en una de esas tabernas que ves allá abajo, y me
esperas mañana a las seis delante de la puerta.
-Señor, he comido y bebido respetuosamente el escudo que me disteis esta mañana, de suerte
que no me queda ni un maldito centavo en caso de que tuviera frío.
-Aquí tienes media pistola. Hasta mañana.
D’Artagnan descendió de su caballo, arrojó la brida en el brazo de Planchet y se alejó
rápidamente envolviéndose en su capa.
-¡Dios, qué frío tengo! -exclamó Planchet cuando hubo perdido de vista a su amo y, apremiado
como estaba por calentarse, se fue a todo correr a llamar a la puerta de una casa adornada con
todos los atributos de una taberna de barrio.
Sin embargo, D’Artagnan, que se había metido por un pequeño atajo, continuaba su camino y
llegaba a Saint-Cloud; pero en lugar de seguir la carretera principal, dio la vuelta por detrás del
castillo, ganó una especie de calleja muy apartada y pronto se encontró frente al pabellón
indicado. Estaba situado en un lugar completamente desierto. Un gran muro, en cuyo ángulo
estaba aquel pabellón dominaba un lado de la calleja, y por el otro un seto defendía de los
transeúntes un pequeño jardín en cuyo fondo se alzaba una pobre cabaña.
Había llegado a la cita, y como no le habían dicho anunciar su presencia con ninguna señal, esperó.
Ningún ruido se dejaba oír, se hubiera dicho que estaba a cien legUas de la capital. D’Artagnan
se pegó al seto después de haber lanzado una ojeada detrás de sí. Por encima de aquel seto,
aquel jardín y aquella cabaña, una niebla sombría envolvía en sus pliegues aquella inmensidad en
que duerme París, vacía, abierta inmensidad donde brillaban algunos puntos luminosos, estrellas
fúnebres de aquel infierno.
Pero para D’Artagnan todos los aspectos revestían una forma feliz, todas las ideas tenían una
sonrisa, todas las tinieblas eran diáfanas. La hora de la cita iba a sonar.
En efecto, al cabo de algunos instantes, el campanario de Saint-Cloud dejó caer lentamente
diez golpes de su larga lengua mugiente.
Había algo lúgubre en aquella voz de bronce que se lamentaba así en medio de la noche.
Pero cada una de aquellas horas que componían la hora esperada vibraba armoniosamente en el corazón del joven.
Sus ojos estaban fijos en el pequeño pabellón situado en el ángulo del muro, cuyas ventanas
estaban todas cerradas con los postigos, salvo una sola del primer piso.
A través de aquella ventana brillaba una luz suave que argentaba el follaje tembloroso de dos o
tres tilos que se elevaban formando grupo fuera del parque. Evidentemente, detrás de aquella
ventanita, tan graciosamente iluminada, le aguardaba la señora Bonacieux.
Acunado por esta idea, D Artagnan esperó por su parte media hora sin impaciencia alguna, con
los ojos fijos sobre aquella casita de la que D’Artagnan percibía una parte del techo de molduras
doradas, atestiguando la elegancia del resto del apartamento.
El campanario de Saint-Cloud hizo sonar las diez y media.
Aquella vez, sin que D’Artagnan comprendiese por qué, un temblor recorrió sus venas. Quizá
también el frío comenzaba a apoderarse de él y tornaba por una sensación moral lo que sólo era
una sensación completamente física.
Luego le vino la idea de que había leído mal y que la cita era para las once solamente.
Se acercó a la ventana, se situó en un rayo de luz, sacó la carta de su bolsillo y la releyó; no se
había equivocado, efectivamente la cita era para las diez.
Volvió a ponerse en su sitio, empezando a inquietarse por aquel silencio y aquella soledad.
Dieron las once.
D’Artagnan comenzó a temer verdaderamente que le hubiera ocurrido algo a la señora Bonacieux.
Dio tres palmadas, señal ordinaria de los enamorados; pero nadie le respondió, ni siquiera el eco.
Entonces pensó con cierto despecho que quizá la joven se había dormido mientras lo esperaba.
Se acercó a la pared y trató de subir, pero la pared estaba reciente mente revocada, y
D’Artagnan se rompió inútilmente las uñas.
En aquel momento se fijó en los árboles, cuyas hojas la luz continuaba argentando, y como
uno de ellos emergía sobre el camino, pensó que desde el centro de sus ramas su mirada podría
penetrar en el pabellón.
El árbol era fácil. Además D’Artagnan tenía apenas veinte años, y por lo tanto se acordaba de
su oficio de escolar. En un instante estuvo en el centro de las ramas, y por los vidrios
transparentes sus ojos se hundieron en el interior del pabellón.
Cosa extraña, que hizo temblar a D’Artagnan de la planta de los pies a la raíz de sus cabellos,
aquella suave luz, aquella tranquila lámpara iluminaba una escena de desorden espantoso; uno
de los cristales de la ventana estaba roto, la puerta de la habitación había sido hundida y medio
rota pendía de sus goznes; una mesa que hubiera debido estar cubierta con una elegante cena
yacía por tierra; frascos en añicos, frutas aplastadas tapizaban el piso; todo en aquella habitación
daba testimonio de una lucha violenta y desesperada; D’Artagnan creyó incluso reconocer en
medio de aquel desorden extraño trozos de vestidos y algunas manchas de sangre maculando el mantel y las cortinas.
Se dio prisa por descender a la calle con una palpitación horrible en el corazón; quería ver si
encontraba otras huellas de violencia.
Aquella breve luz suave brillaba siempre en la calma de la noche. D’Artagnan se dio cuenta
entonces, cosa que él no había observado al principio, porque nada le empujaba a tal examen,
que el suelo, batido aquí, pisoteado allá, presentaba huellas confusas de pasos de hombres y de
pies de caballos. Además, las ruedas de un coche, que parecía venir de París, habían cavado en
la tierra blanda una profunda huella que no pasaba más allá del pabellón y que volvía hacia Paris.
Finalmente, prosiguiendo sus búsquedas, D’Artagnan encontró junto al muro un guante de
mujer desgarrado. Sin embargo, aquel guante, en todos aquellos puntos en que no había tocado
la tierra embarrada, era de una frescura irreprochable. Era uno de esos guantes perfumados que
los amantes gustan quitar de una hermosa mano.
A medida que D’Artagnan proseguía sus investigaciones, un sudor más abundante y más
helado perlaba su frente, su corazón estaba oprimido por una horrible angustia, su respiración
era palpitante; y sin embargo se decía a sí mismo para tranquilizarse que aquel pabellón no tenía
nada en común con la señora Bonacieux; que la joven le había dado cita ante aquel pabellón y
no en el pabellón, que podía estar retenida en Paris por su servicio, quizá por los celos de su marido.
Pero todos estos razonamientos eran severamente criticados, destruidos, arrollados por aquel
sentimiento de dolor íntimo que, en ciertas ocasiones, se apodera de todo nuestro ser y nos
grita, para todo cuanto en nosotros está destinado a oírnos, que una gran desgracia planea sobre nosotros.
Entonces D’Artagnan enloqueció casi: corrió por la carretera, tomb el mismo camino que ya
había andado, avanzó hasta la barca e interrogó al barquero.
Hacia las siete de la tarde el barquero había cruzado el río con una mujer envuelta en un
mantón negro, que parecía tener el mayor inte rés en no ser reconocida; pero precisamente
debido a esas precauciones que tomaba, el barquero le había prestado una atención mayor, y
había visto que la mujer era joven y hermosa.
Entonces, como hoy, había gran cantidad de mujeres jóvenes y hermosas que iban a
Saint-Cloud y que tenían interés en no ser vistas, y sin embargo D’Arta gnan no dudó un solo
instante que no fuera la señora Bonacieux la que el barquero había visto.
D’Artagnan aprovechó la lámpara que brillaba en la cabaña del barquero para volver a leer una
vez más el billete de la señora Bonacieux y asegurarse de que no se había engañado, que la cita
era en Saint-Cloud y no en otra parte, ante el pabellón del señor D’Estrées y no en otra calle.
Todo ayudaba a probar a D’Artagnan que sus presentimientos no lo engañaban y que una gran
desgracia había ocurrido.
Volvió a tomar el camino del castillo a todo correr; le parecía que en su ausencia algo nuevo
había podido pasar en el pabellón y que las informaciones lo esperaban allí.
La calleja continuaba desierta, y la misma luz suave y calma salía desde la ventana.
D’Artagnan pensó entonces en aquella casucha muda y ciega, pero que sin duda había visto y
que quizá podía hablar.
La puerta de la cerca estaba cerrada, pero saltó por encima del seto, y pese a los ladridos del
perm encadenado, se acercó a la cabaña.
A los primeros golpes que dio, no respondió nadie.
Un silencio de muerte reinaba tanto en la cabaña como en el pabellón; no obstante, como
aquella cabaña era su último recurso, insistió.
Pronto le pareció oír un ligero ruido interior, ruido temeroso, y que parecía temblar él mismo de ser oído.
Entonces D’Artagnan dejó de golpear y rogó con un acento tan lleno de inquietud y de
promesas, de terror y zalamería, que su voz era capaz por naturaleza de tranquilizar al más
miedoso. Por fin, un viejo postigo carcomido se abrió, o mejor se entreabrió, y se volvió a cerrar
cuando la claridad de una miserable lámpara que ardía en un rincón hubo iluminado el tahalí, el
puño de la espada y la empuñadura de las pistolas de D’Artagnan. Sin embargo, por rápido que
fuera el movimiento, D’Artagnan había tenido tiempo de vislumbrar una cabeza de anciano.
-¡En nombre del cielo, escuchadme! Yo esperaba a alguien que no viene, me muero de
inquietud. ¿No habrá ocurrido alguna desgracia por los alrededores? Hablad.
La ventana volvió a abrirse lentamente, y el mismo rostro apareció de nuevo, sólo que ahora
más pálido aún que la primera vez.
D’Artagnan contó ingenuamente su historia, nombres excluidos; dijo cómo tenía una cita con
una joven ante aquel pabellón, y cómo, al no verla venir, se había subido al tilo y, a la luz de la
lámpara, había visto el desorden de la habitación.
El viejo lo escuchó atentamente, al tiempo que hacía señas de que estaba bien todo aquello;
luego, cuando D’Artagnan hubo terminado, movió la cabeza con un aire que no anunciaba nada bueno.
-¿Qué queréis decir? -exclamó D’Artagnan-. ¡En nombre del cielo, explicaos!
-¡Oh, señor -dijo el viejo-, no me pidáis nada! Porque si os dijera lo que he visto, a buen
seguro que no me ocurrira nada bueno.
-¿Habéis visto entonces algo? -repuso D’Artagnan-. En tal críso, en nombre del cielo -continuó,
entregándole una pistola-, decid, decid lo que habéis visto, y os doy mi palabra de gentilhombre
de que ninguna de vuestras palabras saldrá de mi corazón.
El viejo leyó tanta franqueza y dolor en el rostro de D’Artagnan que le hizo seña de escuchar y
le dijo en voz baja:
-Senan las nueve poco más o menos, había oído yo algún ruido en la calle y quería saber qué
podía ser, cuando al acercarme a mi puerta me di cuenta de que alguien trataba de entrar. Como
soy pobre y no tengo miedo a que me roben, fui a abrir y vi a tres hombres a algunos pasos de
allí. En la sombra había una carroza con caballos enganchados y caballos de mano. Esos caballos
de mano pertenecían evidente mente a los tres hombres que estaban vestidos de caballeros. «Ah,
mis buenos señores -exclamé yo-, ¿qué queréis?» «Debes tener una escalera», me dijo aquel
que parecía el jefe del séquito. «Sí, señor; una con la que recojo la fruta.» «Dánosla, y vuelve a
tu casa. Ahí tienes un escudo por la molestia que te causamos. Recuerda solamente que si dices
una palabra de lo que vas a ver y de lo que vas a oír (porque mirarás y escucharás pese a las
amenazas que te hagamos, estoy seguro), estás perdido.» A estas palabras, me lanzó un escudo
que yo recogí, y él tomó mi escalera. Efectivamente, después de haber cerrado la puerta del seto
tras ellos hice ademán de volver a la casa; pero salí en seguida por la puerta de atrás y
deslizándome en la sombra llegué hasta esa mata de saúco, desde cuyo centro podía ver todo sin
ser visto. Los tres hombres habían hecho avanzar el coche sin ningún ruido, sacaron de él a un
hombrecito grueso, pequeño, de pelo gris, mezquinamente vestido de color oscuro, el cual se
subió con precaución a la escalera miró disimuladamente en el interior del cuarto, volvió a bajar a
paso de lobo y murmuró en voz baja: «¡Ella es!» Al punto aquel que me había hablado se acercó
a la puerta del pabellón, la abrió con una llave que llevaba encima, volvió a cerrar la puerta y
desapareció; al mismo tiempo los otros dos subieron a la escalera. El viejo permanecía en la
portezuela el cochero sostenía a los caballos del coche y un lacayo los caballos de silla. De pronto
resonaron grandes gritos en el pabellón, una mujer corrió a la ventana y la abrió como para
precipitarse por ella. Pero tan pronto como se dio cuenta de los dos hombres, retrocedió; los dos
hombres se lanzaron tras ella dentro de la habitación. Entonces ya no vi nada más; pero oía
ruido de muebles que se rompen. La mujer gritaba y pedía ayuda. Pero pronto sus gritos fueron
ahogados; los tres hombres se acercaron a la ventana, llevando a la mujer en sus brazos; dos
descendieron por la escalera y la transportaron al coche, donde el viejo entró junto a ella. El que
se había quedado en el pabellón volvió a cerrar la ventana, salió un instante después por la
puerta y se aseguró de que la mujer estaba en el coche: sus dos compañeros le esperaban ya a
caballo, saltó él a su vez a la silla; el lacayo ocupó su puesto junto al cochero; la carroza se alejó
al galope escoltada por los tres caballeros, y todo terminó. A partir de ese momento, yo no he
visto nada ni he oído nada.
D’Artagnan, abrumado por una noticia tan terrible, quedó inmóvil y mudo, mientras todos los
demonios de la cólera y los celos aullaban en su corazón.
-Pero, señor gentilhombre -prosiguió el viejo, en el que aquella muda desesperación producía
ciertamente más afecto del que hubieran producido los gritos y las lágrimas-; vamos, no os
aflijáis, no os la han matado, eso es lo esencial.
-¿Sabéis aproximadamente -dijo D’Artagnan- quién era el hombre que dirigía esa infernal expedición?
-No lo conozco.
-Pero, puesto que os ha hablado, habéis podido verlo.
-¡Ah! ¿Son sus señas lo que me pedís?
-Sí.
-Un hombre alto, enjuto, moreno, de bigotes negros, la mirada oscura, con aire de
gentilhombre.
-¡El es! -exclamó D’Artagnan-. ¡Otra vez él! ¡Siempre él! Es mi demonio, según parece. ¿Y el otro?
-¿Cuál?
-El pequeño.
-¡Oh, ese no era un señor, os lo aseguro! Además, no llevaba espada, y los otros le trataban
sin ninguna consideración.
-Algún lacayo -murmuró D’Artagnan-. ¡Ah, pobre mujer! ¡Pobre mujer! ¿Qué te han hecho?
-Me habéis prometido el secreto -dijo el viejo.
-Y os renuevo mi promesa, estad tranquilo, yo soy gentilhombre. Un gentilhombre no tiene
más que una palabra, y yo os he dado la mía.
D’Artagnan volvió a tomar, con el alma afligida, el camino de la barca. Tan pronto se resistía a
creer que se tratara de la señora Bo nacieux, y esperaba encontrarla al día siguiente en el Louvre,
como temía que ella tuviera una intriga con algún otro y que un celoso la hubiera sorprendido y
raptado. Vacilaba, se desolaba, se desesperaba.
-¡Oh, si tuviese aquí a mis amigos! -exclamó-. Tendría al menos alguna esperanza de volverla a
encontrar; pero ¿quién sabe qué habrá sido de ellos?
Era medianoche poco más o menos; se trataba de encontrar a Planchet. D Artagnan se hizo
abrir sucesivamente todas las tabernas en las que percibió algo de luz; en ninguna de ellas encontró a Planchet.
En la sexta, comenzó a pensar que la búsqueda era un poco aventurada. D’Artagnan no había
citado a su lacayo más que a las seis de la mañana y, estuviese donde estuviese, estaba en su derecho.
Además al joven le vino la idea de que, quedándose en los alrededores del lugar en que había
ocurrido el suceso, quizá obtendría algún esclarecimiento sobre aquel misterioso asunto. En la
sexta taberna, como hemos dicho, D’Artagnan se detuvo, pidió una botella de vino de primera
calidad, se acodó en el ángulo más oscuro y se decidió a esperar el día de este modo; pero
también esta vez su esperanza quedó frustrada, y aunque escuchaba con los oídos abiertos, no
oyó, en medio de los juramentos, las burlas y las injurias que entre sí cambiaban los obreros, los
lacayos y los carreteros que componían la honorable sociedad de que formaba parte, nada que
pudiera ponerle sobre las huellas de la pobre mujer raptada. Así pues, tras haber tragado su
botella por ociosidad y para no despertar sospechas, trató de buscar en su rincón la postura más
satisfactoria posible y de dormirse mal que bien. D’Artagnan tenía veinte años, como se
recordará, y a esa edad el sueño tiene derechos imprescriptibles que reclaman imperiosamente
incluso en los corazones más desesperados.
Hacia las seis de la mañana, D’Artagnan se despertó con ese malestar que acompaña
ordinariamente al alba tras una mala noche. No era muy largo de hacer su aseo; se tanteó para
saber si no se habían aprovechado de su sueño para robarle, y habiendo encontrado su diamante
en su dedo, su bolsa en su bolsillo y sus pistolas en su cintura, se levantó, pagó su botella y salió
para ver si tenía más suerte en la búsqueda de su lacayo por la mañana que por la noche. En
efecto, lo primero que percibió a través de la niebla húmeda y grisácea fue al honrado Planchet,
que con los dos caballos de la mano esperaba a la puerta de una pequeña taberna miserable
ante la cual D’Artagnan había pasado sin sospechar siquiera su existencia.

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