Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
Porthos
En lugar de regresar a su casa directamente, D’Artagnan puso pie en tierra ante la puerta del
señor de Tréville y subió rápidamente la escalera. Aquella vez estaba decidido a contarle todo lo
que acababa de pasar. Sin duda, él daría buenos consejos en todo aquel asunto; además, como
el señor de Tréville veía casi a diario a la reina, quizá podría sacar a Su Majestad alguna
información sobre la pobre mujer a quien sin duda se hacía pagar su adhesión a su señora.
El señor de Tréville escuchó el relato del joven con una gravedad que probaba que había algo
más en toda aquella aventura que una intriga de amor; luego, cuando D’Artagnan hubo acabado:
-¡Hum! -dijo-. Todo esto huele a Su Eminencia a una legua.
-Pero ¿Qué hacer? -dijo D’Artagnan.
-Nada, absolutamente nada ahora sólo abandonar Paris como os he dicho, lo antes posible. Yo
veré a la reina, le contaré los detalles de la desaparición de esa pobre mujer, que ella sin duda
ignora; estos detalles la orientarán por su lado, y a vuestro regreso, quizá tenga yo alguna buena
nueva que deciros. Dejadlo en mis manos.
D’Artagnan sabía que, aunque gascón el señor de Tréville no te nía la costumbre de prometer, y
que cuando por azar prometía, mantenía, y con creces, lo que había prometido. Saludó, pues,
lleno de agradecimiento por el pasado y por el futuro, y el digno capitán, que por su lado sentía
vivo interés por aquel joven tan valiente y tan resuelto, le apretó afectuosamente la mano deseándole un buen viaje.
Decidido a poner los consejos del señor de Tréville en práctica en aquel mismo instante,
D’Artagnan se encaminó hacia la calle des Fossoyeurs, a fin de velar por la preparación de su
equipaje. Al acercarse a su casa, reconoció al señor Bonacieux en traje de mañana, de pie ante el
umbral de su puerta. Todo lo que le había dicho la víspera el prudente Planchet sobre el carácter
siniestro de su huésped volvió entonces a la memoria de D’Artagnan que lo miró más
atentamente de lo que hasta entonces había hecho. En efecto, además de aquella palidez
amarillenta y enfermiza que indica la filtración de la bilis en la sangre y que por el otro lado podía
ser sólo accidental, D’Artagnan observó algo de sinuosamente pérfido en la tendencia a las
arrugas de su cara. Un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hipócrita no llora
con las lágrimas que un hombre de buena fe. Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha
que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro.
Le pareció pues, a D’Artagnan que el señor Bonacieux llevaba una máscara, a incluso que
aquella máscara era de las más desagradables de ver.
En consecuencia, vencido por su repugnancia hacia aquel hombre, iba a pasar por delante de
él sin hablarle cuando, como la víspera, el señor Bonacieux lo interpeló:
-¡Y bien, joven -le dijo-, parece que andamos de juerga! ¡Diablos, las siete de la mañana! Me
parece que os apartáis de las costumbres recibidas y que volvéis a la hora en que los demás salen.
-No se os hará a vos el mismo reproche, maese Bonacieux -dijo el joven-, y sois modelo de las
gentes ordenadas. Es cierto que cuando se pone una mujer joven y bonita, no hay necesidad de
correr detrás de la felicidad; es la felicidad la que viene a buscaros, ¿no es así, señor Bonacieux?
Bonacieux se puso pálido como la muerte y muequeó una sonrisa.
-¡Ah, ah! -dijo Bonacieux-. Sois un compañero bromista. Pero ¿dónde diablos habéis andado de
correría esta noche, mi joven amigo? Parece que no hacía muy buen tiempo en los atajos.
D’Artagnan bajó los ojos hacia sus botas todas cubiertas de barro; pero en aquel movimiento
sus miradas se dirigieron al mismo tiempo hacia los zapatos y las medias del mercero; se hubiera
dicho que los había mojado en el mismo cenagal; unos y otros tenían manchas completamente semejantes.
Entonces una idea súbita cruzó la mente de D’Artagnan. Aquel hombrecito grueso, rechoncho,
cuyos cabellos agrisaban ya, aquella especie de lacayo vestido con un traje oscuro, tratado sin
consideración por las gentes de espada que componían la escolta, era el mismo Bonacieux. El
marido había presidido el rapto de su mujer.
Le entraron a D’Artagnan unas terribles ganas de saltar a la garganta del mercero y de
estrangularlo; pero ya hemos dicho que era un muchacho muy prudente y se contuvo. Sin
embargo, la revolución que se había operado en su rostro era tan visible que Bonacieux quedó
espantado y trató de retroceder un paso; pero precisamente se encontraba delante del batiente
de la puerta, que estaba cerrada, y el obstáculo que encontró le forzó a quedarse en el mismo sitio.
-¡Vaya, sois vos quien bromeáis, mi valiente amigo! -dijo D’Artagnan-. Me parece que si mis
botas necesitan una buena esponja, vuestras medias y vuestros zapatos también reclaman un
buen cepillado. ¿Es que también vos os habéis corrido una juerga, maese Bonaceux? ¡Diablos!
Eso sería imperdonable en un hombre de vuestra edad y que además tiene una mujer joven y bonita como la vuestra.
-¡Oh, Dios mío, no! -dijo Bonacieux-. Ayer estuve en Saint-Mandé para informarme de una
sirvienta de la que no puedo prescindir, y como los caminos estaban en malas condiciones he
traído todo ese fango que aún no he tenido tiempo de hacer desaparecer.
El lugar que designaba Bonacieux como meta de correría fue una nueva prueba en apoyo de
las sospechas que había concebido D’Artagnan. Bonacieux había dicho Saint-Mandé porque
Saint-Mandé es el punto completamente opuesto a Saint-Cloud.
Aquella probabilidad fue para él un primer consuelo. Si Bonacieux sabía dónde estaba su
mujer, siempre se podría, empleando medios extremos, forzar al mercero a soltar la lengua y
dejar escapar su secreto. Se trataba sólo de convertir esta probabilidad en certidumbre.
-Perdón, mi querido señor Bonacieux, si prescindo con vos de los modales -dijo D’Artagnan-;
pero nada me altera más que no dormir, tengo una sed implacable; permitidme tomar un vaso
de agua de vuestra casa; ya lo sabéis, eso no se niega entre vecinos.
Y sin esperar el permiso de su huésped, D’Artagnan entró rápidamente en la casa y lanzó una
rápida ojeada sobre la cama. La cama no estaba deshecha. Bonacieux no se había acostado.
Acababa de volver hacía una o dos horas; había acompañado a su mujer hasta el lugar al que la
habían conducido, o por lo menos hasta el primer relevo.
-Gracias, maese Bonacieux -dijo D’Artagnan vaciando su vaso-, eso es todo cuanto quería de
vos. Ahora vuelvo a mi casa, voy a ver si Planchet me limpia las botas y, cuando haya terminado,
os lo mandaré por si queréis limpiaros vuestros zapatos.
Y dejó al mercero todo pasmado por aquel singular adiós y preguntándose si no había caído en su propia trampa.
En lo alto de la escalera encontró a Planchet todo estupefacto.
-¡Ah, señor! -exclamó Planchet cuando divisó a su amo-. Ya tenemos otra, y esperaba con impaciencia que regresaseis.
-Pues, ¿qué pasa? -preguntó D’Artagnan.
-¡Oh, os apuesto cien, señor, os apuesto mil si adivanáis la visita que he recibido para vos en vuestra ausencia!
-¿Y eso cuándo?
-Hará una media hora, mientras vos estabais con el señor de Tréville.
-¿Y quién ha venido? Vamos, habla.
-El señor de Cavois.
-¿El señor de Cavois?
-En persona.
-¿El capitán de los guardias de Su Eminencia?
-El mismo.
-¿Venía a arrestarme?
-Es lo que me temo, señor, y eso pese a su aire zalamero.
-¿Tenía el aire zalamero, dices?
-Quiero decir que era todo mieles, señor.
-¿De verdad?
-Venía, según dijo, de parte de Su Eminencia, que os quería mucho, a rogaros seguirle al Palais Royal.
-Y tú, ¿qué le has contestado?
-Que era imposible, dado que estabais fuera de casa, como podía él mismo ver.
-¿Y entonces qué ha dicho?
-Que no dejaseis de pasar por allí durante el día; luego ha añadido en voz baja: «Dile a tu amo
que Su Eminencia está completamente dispuesto hacia él, y que su fortuna depende quizá de esa entrevista».
-La trampa es bastante torpe para ser del cardenal -repuso sonriendo el joven.
-También yo he visto la trampa y he respondido que os desesperaríais a vuestro regreso.
«¿Dónde ha ido?», ha preguntado el señor de Cavois. «A Troyes, en Champagne», le he
respondido. «¿Y cuándo se ha marchado?» «Ayer tarde».
-Planchet, amigo mío -interrumpió D’Artagnan-, eres realmente un hombre precioso.
-¿Comprendéis, señor? He pensado que siempre habría tiempo, si deseáis ver al señor de
Cavois, de desmentirme diciendo que no os habíais marchado; sería yo en tal caso quien habría
mentido, y como no soy gentilhombre, puedo mentir.
-Tranquilízate, Planchet, tu conservarás tu reputación de hombre verdadero: dentro de un cuarto de hora partimos.
-Es el consejo que iba a dar al señor; y, ¿adónde vamos, si se puede saber?
-¡Pardiez! Hacia el lado contrario del que tú has dicho que había ido. Además, ¿no tienes prisa
por tener nuevas con Grimaud, de Mosquetón y de Bazin, como las tengo yo de saber qué ha
pasado de Athos, Porthos y Aramis?
-Claro que sí, señor -dijo Planchet-, y yo partiré cuando queráis; el aire de la provincia nos va
mejor, según creo, en este momento que el aire de Paris. Por eso, pues…
-Por eso, pues, hagamos nuestro petate, Planchet y partamos; yo iré delante, con las manos
en los bolsillos para que nadie sospeche nada. Tú te reunirás conmigo en el palacio de los
Guardias. A propósito, Planchet, creo que times razón respecto a nuestro huésped, y que
decididamente es un horrible canalla.
-¡Ah!, creedme, señor, cuando os digo algo; yo soy fisonomista, y bueno.
D’Artagnan descendió el primero, como había convenido; luego, para no tener nada que
reprocharse, se dirigió una vez más al domicilio de sus tres amigos: no se había recibido ninguna
noticia de ellos; sólo una carta toda perfumada y de una escritura elegante y menuda había
llegado para Aramis. D’Artagnan se hizo cargo de ella. Diez minutos después, Planchet se reunió
en las cuadras del palacio de los Guardias. D’Artagnan, para no perder tiempo, ya había ensillado su caballo él mismo.
-Está bien -le dijo a Planchet cuando éste tuvo unido el maletín de grupa al equipo-; ahora
ensilla los otros tres, y partamos.
-¿Creéis que iremos más deprisa con dos caballos cada uno? -preguntó Planchet con aire burlón.
-No, señor bromista -respondió D’Artagnan-, pero con nuestros cuatro caballos podremos
volver a traer a nuestros tres amigos, si es que todavía los encontramos vivos.
-Lo cual será una gran suerte -respondió Planchet-, pero en fin, no hay que desesperar de la misericordia de Dios.
-Amén -dijo D’Artagnan, montando a horcajadas en su caballo.
Y los dos salieron del palacio de los Guardias, alejándose cada uno por una punta de la calle,
debiendo el uno dejar Paris por la barrera de La Villette y el otro por la barrera de Montmartre,
para reunirse más allá de Saint-Denis, maniobra estratégica que ejecutada con igual puntualidad
fue coronada por los más felices resultados. D’Artagnan y Planchet entraron juntos en Pierrefitte.
Planchet estaba más animado, todo hay que decirlo, por el día que por la noche.
Sin embargo, su prudencia natural no le abandonaba un solo instante; no había olvidado
ninguno de los incidentes del primer viaje, y tenía por enemigos a todos los que encontraba en
camino. Resultaba de ello que sin cesar tenía el sombrero en la mano, lo que le valía severas
reprimendas de parte de D’Artagnan, quien temía que, debido a tal exceso de cortesía, se le
tomase por un criado de un hombre de poco valor.
Sin embargo, sea que efectivamente los viandantes quedaran conmovidos por la urbanidad de
Planchet, sea que aquella vez ninguno fue apostado en la ruta del joven, nuestros dos viajeros
llegaron a Chantilly sin accidente alguno y se apearon ante el hostal del Grand Saint Martin, el
mismo en el que se habían detenido durante su primer viaje.
El hostelero, al ver al joven seguido de su lacayo y de dos caballos de mano, se adelantó
respetuosamente hasta el umbral de la puerta. Ahora bien, como ya había hecho once leguas,
D’Artagnan juzgó a propósito detenerse, estuviera o no estuviera Porthos en el hostal. Además,
quizá no fuera prudente informarse a la primera de lo que había sido del mosquetero. Resultó de
estas reflexiones que D’Artagnan, sin pedir ninguna noticia de lo que había ocurrido, se apeó,
encomendó los caballos a su lacayo, entró en una pequeña habitación destinada a recibir a
quienes deseaban estar solos, y pidió a su hostelero una botella de su mejor vino y el mejor
desayuno posible, petición que corroboró más aún la buena opinion que el alberguista se había
hecho de su viajero a la primera ojeada.
Por eso D’Artagnan fue servido con una celeridad milagrosa.
El regimiento de los guardias se reclutaba entre los primeros gentilhombres del reino, y
D’Artagnan, seguido de un lacayo y viajando con cuatro magníficos caballos, no podía, pese a la
sencillez de su uniforme, dejar de causar sensación. El hostelero quiso servirle en persona; al ver
lo cual, D’Artagnan hizo traer dos vasos y entabló la siguiente conversación:
-A fe mía, mi querido hostelero -dijo D’Artagnan llenando los dos vasos-, os he pedido vuestro
mejor vino, y si me habéis engañado vais a ser castigado por donde pecasteis, dado que como
detesto beber solo, vos vais a beber conmigo. Tomad, pues, ese vaso y bebamos. ¿Por qué
brindaremos, para no herir ninguna suceptibilidad? ¡Bebamos por la prosperidad de vuestro establecimiento!
-Vuestra señoría me hace un honor -dijo el hostelero-, y le agradezco sinceramente su buen deseo.
-Pero no os engañéis -dijo D’Artagnan-, hay quizá más egoísmo de lo que pensáis en mi
brindis: sólo en los establecimientos que prosperan le recibien bien a uno; en los hostales en
decadencia todo va manga por hombro, y el viajero es víctima de los apuros de su huésped; pero
yo que viajo mucho y sobre todo por esta ruta, quisiera ver a todos los alberguistas hacer fortuna.
-En efecto -dijo el hostelero-, me parece que no es la primera vez que tengo el honor de ver al señor.
-Bueno, he pasado diez veces quizá por Chantilly, y de las diez veces tres o cuatro por lo
menos me he detenido en vuestra casa. Mirad, la última vez hará diez o doce días
aproximadamente; yo acompañaba a unos amigos, mosqueteros, y la prueba es que uno de ellos
se vio envuelto en una disputa con un extraño, con un desconocido, un hombre que le buscó no sé qué querella.
-¡Ah! ¡Sí, es cierto! -dijo el hostelero-. Y me acuerdo perfecta mente. ¿No es del señor Porthos
de quien Vuestra Señoría quiere hablarme?
-Ese es precisamente el nombre de mi compañero de viaje. ¡Dios mío! Querido huésped,
decidme, ¿le ha ocurrido alguna desgracia?
-Pero Vuestra Señoría tuvo que darse cuenta de que no pudo continuar su viaje.
-En efecto, nos había prometido reunirse con nosotros, y no lo hemos vuelto a ver.
-El nos ha hecho el honor de quedarse aquí.
-¿Cómo? ¿Os ha hecho el honor de quedarse aquí?
-Sí, señor, en el hostal; incluso estamos muy inquietos.
-¿Y por qué?
-Por ciertos gastos que ha hecho.
-¡Bueno, los gastos que ha hecho él los pagará!
-¡Ay, señor, realmente me ponéis bálsamo en la sangre! Hemos hecho fuertes adelantos, y esta
mañana incluso el cirujano nos declaraba que, si el señor Porthos no le pagaba, sería yo quien
tendría que hacerse cargo de la cuenta, dado que era yo quien le había enviado a buscar.
-Pero, entonces, ¿Porthos está herido?
-No sabría decíroslo, señor.
-¿Cómo que no sabríais decírmelo? Sin embargo, vos deberíais estar mejor informado que nadie.
-Sí, pero en nuestra situación no decimos todo lo que sabemos, señor, sobre todo porque nos
ha prevenido que nuestras orejas responderán por nuestra lengua.
-¡Y bien! ¿Puedo ver a Porthos?
-Desde luego, señor. Tomad la escalera, subid al primero y llamad en el número uno. Sólo que prevenidle que sois vos.
-¡Cómo! ¿Que le prevenga que soy yo?
-Sí porque os podría ocurrir alguna desgracia.
-¿Y qué desgracia queréis que me ocurra?
-El señor Porthos puede tomaros por alguien de la casa y en un movimiento de cólera pasaros
su espada a través del cuerpo o saltaros la tapa de los sesos.
-¿Qué le habéis hecho, pues?
-Le hemos pedido el dinero.
-¡Ah, diablos! Ya comprendo; es una petición que Porthos recibe muy mal cuando no tiene
fondos; pero yo sé que debía tenerlos.
-Es lo que nosotros hemos pensado, señor; como la casa es muy regular y nosotros hacemos
nuestras cuentas todas las semanas, al cabo de ocho días le hemos presentado nuestra nota;
pero parece que hemos llegado en un mal momento, porque a la primera palabra que hemos
pronunciado sobre el tema, nos ha enviado al diablo; es cierto que la víspera había jugado.
-¿Cómo que había jugado la víspera? ¿Y con quién?
-¡Oh, Dios mío! Eso, ¿quién lo sabe? Con un señor que estaba de paso y al que propuso una partida de sacanete.
-Ya está, el desgraciado lo habrá perdido todo.
-Hasta su caballo, señor, porque cuando el extraño iba a partir, nos hemos dado cuenta de que
su lacayo ensillaba el caballo del señor Porthos. Entonces nosotros le hemos hecho la
observación, pero nos ha respondido que nos metiésemos en lo que nos importaba y que aquel
caballo era suyo. En seguida hemos informado al señor Porthos de lo que pasaba, pero él nos ha
dicho que éramos unos bellacos por dudar de la palabra de un gentilhombre, y que, dado que él
había dicho que el caballo era suyo, era necesario que así fuese.
-Lo reconozco perfectamente en eso -murmuró D’Artagnan.
-Entonces -continuó el hostelero-, le hice saber que, desde el momento en que parecíamos
destinados a no entendernos en el asunto del pago, esperaba que al menos tuviera la bondad de
conceder el honor de su trato a mi colega el dueño del Aigle d’Or; pero el señor Porthos me
respondió que mi hostal era el mejor y que deseaba quedarse en él. Tal respuesta era demasiado
halagadora para que yo insistiese en su partida. Me limité, pues, a rogarle que me devolviera su
habitación, que era la más hermosa del hotel, y se contentase con un precioso gabinetito en el
tercer piso. Pero a esto el señor Porthos respondió que como esperaba de un momento a otro a
su amante, que era una de las mayores damas de la corte yo debía comprender que la habitación
que el me hacía el honor de habitar en mi casa era todavía mediocre para semejante persona.
Sin embargo, reconociendo y todo la verdad de lo que decía, creí mi deber insistir; pero sin
tomarse siquiera la molestia de entrar en discusión conmigo, cogió su pistola, la puso sobre su
mesilla de noche y declaró que a la primera palabra que se le dijera de una mudanza cualquiera,
fuera o dentro del hostal, abriría la tapa de los sesos a quien fuese lo bastante imprudente para
meterse en una cosa que no le importaba más que él. Por eso, señor, desde ese momento nadie
entra ya en su habitación, a no ser su doméstico.
-¿Mosquetón está, pues, aquí?
-Sí, señor; cinco días después de su partida ha vuelto del peor humor posible; parece que él
también ha tenido sinsabores durante su viaje. Por desgracia, es más ligero de piernas que su
amo, lo cual hace que por su amo ponga todo patas arriba, dado que, pensando que podría
nagársele lo que pide, coge cuanto necesita sin pedirlo.
-El hecho es -respondió D’Artagnan- que siempre he observa do en Mosquetón una adhesión y
una inteligencia muy superiores.
-Es posible, señor; pero suponed que tengo la oportunidad de ponerme en contacto, sólo
cuatro veces al año, con una inteligencia y una adhesión semejantes, y soy un hombre arruinado.
-No, porque Porthos os pagará.
-¡Hum! -dijo el hostelero en tono de duda.
-Es el favorito de una gran dama que no lo dejará en el apuro por una miseria como la que os debe…
-Si yo me atreviera a decir lo que creo sobre eso…
-¿Qué creéis vos?
-Yo diría incluso más: lo que sé.
-¿Qué sabéis?
-E incluso aquello de que estoy seguro.
-Veamos, ¿y de qué estáis seguro?
-Yo diría que conozco a esa gran dama.
-¿Vos?
-Sí, yo.
-¿Y cómo la conocéis?
-¡Oh, señor! Si yo creyera poder confiarme a vuestra discreción . . .
-Hablad, y a fe de gentilhombre que no tendréis que arrepentiros de vuestra confianza.
-Pues bien, señor, ya sabéis, la inquietud hace hacer muchas cosas.
-¿Qué habéis hecho?
-¡Oh! Nada que no esté en el derecho de un acreedor.
-¿Y…?
-El señor Porthos nos ha entregado un billete para esa duquesa, encargándonos echarlo al
correo. Su doméstico no había llegado todavía. Como no podía dejar su habitación, era preciso
que nos hiciéramos cargo de sus recados.
-¿Y después?
-En lugar de echar la carta a la posta, cosa que nunca es segura, aproveché la ocasión de uno
de mis mozos que iba a Paris y le ordené entregársela a la duquesa en persona. Era cumplir con
las intenciones del señor Porthos, que nos había encomendado encarecidamente aquella carta,
¿no es así?
-Más o menos.
-Pues bien, señor, ¿sabéis lo que es esa gran dama?
-No; yo he oído hablar a Porthos de ella, eso es todo.
-¿Sabéis lo que es esa presunta duquesa?
-Os repito, no la conozco.
-Es una vieja procuradora del Châtelet, señor, llamada señora Coquenard, la cual tiene por lo
menos cincuenta años y se da incluso aires de estar celosa. Ya me parecía demasiado singular
una princesa viviendo en la calle aux Ours.
-¿Cómo sabéis eso?
-Porque montó en gran cólera al recibir la carta, diciendo que el señor Porthos era un veleta y
que además habría recibido la estocada por alguna mujer.
-Pero entonces, ¿ha recibido una estocada?
-¡Ah Dios mío! ¿Qué he dicho?
-Habéis dicho que Porthos había recibido una estocada.
-Sí, pero él me había prohibido terminantemente decirlo.
-Y eso, ¿por qué?
-¡Maldita sea! Señor, porque se había vanagloriado de perforar a aquel extraño con el que vos
lo dejasteis peleando, y fue por el contrario el extranjero el que, pese a todas sus baladronadas,
le hizo morder el polvo. Pero como el señor Porthos es un hombre muy glorioso, excepto para la
duquesa, a la que él había creído interesar haciéndole el relato de su aventura, no quiere
confesar a nadie que es una estocada lo que ha recibido.
-Entonces, ¿es una estocada lo que le retiene en su cama?
-Y una estocada magistral, os lo aseguro. Es preciso que vuestro amigo tenga siete vidas como los gatos.
-¿Estabais vos all’?
-Señor, yo los seguí por curiosidad, de suerte que vi el combate sin que los combatientes me viesen.
-¿Y cómo pasaron las cosas?
-Oh la cosa no fue muy larga, os lo aseguro; se pusieron en guardia; el extranjero hizo una
finta y se lanzó a fondo; todo esto tan rápidamente que cuando el señor Porthos llegó a la
parada, tenía ya tres pulgadas de hierro en el pecho. Cayó hacia atrás. El desconocido le puso al
punto la punta de su espada en la garganta, y el señor Porthos, viéndose a merced de su
adversario, se declaró vencido. A lo cual el desconocido le pidió su nombre, y al enterarse de que
se llamaba Porthos y no señor D’Artagnan, le ofreció su brazo, le trajo al hostal, montó a caballo y desapareció.
-¿Así que era al señor D’Artagnan al que quería ese desconocido?
-Parece que sí.
-¿Y sabéis vos qué ha sido de él?
-No, no lo había visto hasta entonces y no lo hemos vuelto a ver después.
-Muy bien; sé lo que quería saber. Ahora, ¿decís que la habita ción de Porthos está en el primer
piso, número uno?
-Sí, señor, la habitación más hermosa del albergue, una habita ción que ya habría tenido diez
ocasiones de alquilar.
-¡Bah! Tranquilizaos -dijo D’Artagnan riendo-. Porthos os pagará con el dinero de la duquesa Coquenard.
-¡Oh, señor! Procuradora o duquesa si soltara los cordones de su bolsa, nada importaría; pero
ha respondido taxativamente que estaba harta de las exigencias y de las infidelidades del señor
Porthos, y que no le enviaría ni un denario.
-¿Y vos habéis dado esa respuesta a vuestro huésped?
-Nos hemos guardado mucho de ello: se habría dado cuenta de la forma en que habíamos hecho el encargo.
-Es decir, que sigue esperando su dinero.
-¡Oh, Dios mío, claro que sí! Ayer incluso escribió; pero esta vez ha sido su doméstico el que ha
puesto la carta en la posta.
-¿Y decís que la procuradora es vieja y fea?
-Unos cincuenta años por lo menos, señor, no muy bella, según lo que ha dicho Pathaud.
-En tal caso, estad tranquilo, se dejará enternecer; además Porthos no puede deberos gran cosa.
-¡Cómo que no gran cosa! Una veintena de pistolas ya, sin contar el médico. No se priva de
nada; se ve que está acostumbrado a vivir bien.
-Bueno, si su amante le abandona, encontrará amigos, os lo aseguro. Por eso, mi querido
hostelero, no tengáis ninguna inquietud, y continuad teniendo con él todos los cuidados que exige su estado.
-El señor me ha prometido no hablar de la procuradora y no decir una palabra de la herida.
-Está convenido; tenéis mi palabra.
-¡Oh, es que me mataría!
-No tengáis miedo; no es tan malo como parece.
Al decir estas palabras, D’Artagnan subió la escalera, dejando a su huésped un poco más
tranquilo respecto a dos cosas que parecían preocuparle: su deuda y su vida.
En lo alto de la escalera, sobre la puerta más aparente del corredor, había trazado, con tinta
negra, un número uno gigantesco; D’Artagnan llamó con un golpe y, tras la invitación a pasar
adelante que le vino del interior, entró.
Porthos estaba acostado y jugaba una partida de sacanete con Mosquetón para entretener la
mano, mientras un asador cargado con perdices giraba ante el fuego y en cada rincón de una
gran chimenea hervían sobre dos hornillos dos cacerolas de las que salía doble olor a estofado de
conejo y a caldereta de pescado que alegraba el olfato. Además, lo alto de un secreter y el
mármol de una cómoda estaban cubiertos de botellas vacías.
A la vista de su amigo Porthos lanzó un gran grito de alegría y Mosquetón, levantándose
respetuosamente, le cedió el sitio y fue a echar una ojeada a las cacerolas de las que parecía
encargase particularmente.
-¡Ah! Pardiez sois vos -dijo Porthos a D’Artagnan-; sed bienvenidos, y excusadme si no voy
hasta vos. Pero -añadió mirando a D’Artagnan con cierta inquietud- vos sabéis lo que me ha pasado.
-No.
-¿El hostelero no os ha dicho nada?
-Le he preguntado por vos y he subido inmediatamente.
Porthos pareció respirar con mayor libertad.
-¿Y qué os ha pasado, mi querido Porthos? -continuó D’Artagnan.
-Lo que me ha pasado fue que al lanzarme a fondo sobre mi adversario, a quien ya había dado
tres estocadas, y con el que quería acabar de una cuarta, mi pie fue a chocar con una piedra y me torcí una rodilla.
-¿De verdad?
-¡Palabra de honor! Afortunadamente para el tunante, porque no lo habría dejado sino muerto
en el sitio, os lo garantizo.
-¿Y qué fue de él?
-¡Oh, no sé nada! Ya tenía bastante, y se marchó sin pedir lo que faltaba; pero a vos, mi
querido D’Artagnan, ¿qué os ha pasado?
-¿De modo, mi querido Porthos -continuó D’Artagnan-, que ese esguince os retiene en el lecho?
-¡Ah, Dios mío, sí, eso es todo! Por lo demás, dentro de pocos días ya estaré en pie.
-Entonces, ¿por qué no habéis hecho que os lleven a París? De béis aburriros cruelmente aquí.
-Era mi intención, pero, querido amigo, es preciso que os confiese una cosa.
-¿Cuál?
-Es que, como me aburría cruelmente, como vos decís, y tenía en mi bolsillo las sesenta y
cinco pistolas que vos me habéis dado, para distraerme hice subir a mi cuarto a un gentilhombre
que estaba de paso y al cual propuse jugar una partidita de dados. El aceptó y, por mi honor, mis
sesenta y cinco pistolas pasaron de mi bolso al suyo, además de mi caballo, que encima se llevó
por añadidura. Pero ¿y vos, mi querido D’Artagnan?
-¿Qué queréis, mi querido Porthos? No se puede ser afortunado en todo -dijo D’Artagnan-; ya
sabéis el proverbio: «Desgraciado en el juego, afortunado en amores.» Sois demasiado
afortunado en amores para que el juego no se vengue; pero ¡qué os importan a vos los reveses
de la fortuna! ¿No tenéis, maldito pillo que sois, no tenéis a vuestra duquesa, que no puede dejar
de venir en vuestra ayuda?
-Pues bien, mi querido D’Artagnan, para que veáis mi mala suerte -respondió Porthos con el
aire más desenvuelto del mundo-, le escribí que me enviase cincuenta luises, de los que estaba
absolutamente necesitado dada la posición en que me hallaba…
-¿Y?
-Y… no debe estar en sus tierras, porque no me ha contestado.
-¿De veras?
-Sí. Ayer incluso le dirigí una segunda epístola, más apremiante aún que la primera. Pero estáis
vos aquí, querido amigo, hablemos de vos. Os confieso que comenzaba a tener cierta inquietud
por culpa vuestra.
-Pero vuestro hostelero se ha comportado bien con vos, según parece, mi querido Porthos -dijo
D’Artagnan señalando al enfermo las cacerolas llenas y las botellas vacías.
-iAsí, así! -respondió Porthos-. Hace tres o cuatro días que el impertinente me ha subido su
cuenta, y yo les he puesto en la puerta, a su cuenta y a él, de suerte que estoy aquí como una
especie de vencedor, como una especie de conquistador. Por eso, como veis, temiendo a cada
momento ser violentado en mi posición, estoy armado hasta los dientes.
-Sin embargo -dijo riendo D’Artagnan-, me parece que de vez en cuando hacéis salidas.
Y señalaba con el dedo las botellas y las cacerolas.
-¡No yo, por desgracia! -dijo Porthos-. Este miserable esguince me retiene en el lecho; es
Mosquetón quien bate el campo y trae víve res. Mosquetón, amigo mío -continuó Porthos-, ya veis
que nos han llegado refuerzos, necesitaremos un suplemento de vituallas.
-Mosquetón -dijo D’Artagnan-, tendréis que hacerme un favor.
-¿Cuál, señor?
-Dad vuestra receta a Planchet; yo también podría encontrarme sitiado, y no me molestaría
que me hicieran gozar de las mismas ventajas con que vos gratificáis a vuestro amo.
-¡Ay, Dios mío, señor! -dijo Mosquetón con aire modesto-. Nada más fácil. Se trata de ser
diestro, eso es todo. He sido educado en el campo, y mi padre, en sus momentos de apuro, era algo furtivo.
-Y el resto del tiempo, ¿qué hacía?
-Señor, practicaba una industria que a mí siempre me ha parecido bastante afortunada.
-¿Cuál?
-Como era en los tiempos de las guerras de los católicos y de los hugonotes, y como él veía a
los católicos exterminar a los hugonotes, y a los hugonotes exterminar a los católicos, y todo en
nombre de la religión, se había hecho una creencia mixta, lo que le permitía ser tan pronto
católico como hugonote. Se paseaba habitualmente, con la escopeta al hombro, detrás de los
setos que bordean los caminos, y cuando veía venir a un católico solo, la religión protestante
dominaba en su espíritu al punto. Bajaba su escopeta en dirección del viajero; luego, cuando
estaba a diez pasos de él, entablaba un diálogo que terminaba casi siempre por al abandono que
el viajero hacía de su bolsa para salvar la vida. Por supuesto, cuando veía venir a un hugonote,
se sentía arrebatado por un celo católico tan ardiente que no comprendía cómo un cuarto de
hora antes había podido tener dudas sobre la superioridad de nuestra santa religión. Porque yo,
señor, soy católico; mi padre, fiel a sus principios, hizo a mi hermano mayor hugonote.
-¿Y cómo acabó ese digno hombre? -preguntó D’Artagnan.
-¡Oh! De la forma más desgraciada, señor. Un día se encontró cogido en una encrucijada entre
un hugonote y un católico con quienes ya había tenido que vérselas y le reconocieron los dos, de
suerte que se unieron contra él y lo colgaron de un árbol; luego vinieron a vanagloriarse del
hermoso desatino que habían hecho en la taberna de la primera aldea, donde estábamos
bebiendo nosotros, mi hermano y yo.
-¿Y qué hicisteis? -dijo D’Artagnan.
-Les dejamos decir -prosiguió Mosquetón-. Luego, como al salir de la taberna cada uno tomó
un camino opuesto, mi hermano fue a emboscarse en el camino del católico, y yo en el del
protestante. Dos horas después todo había acabado, nosotros les habíamos arreglado el asunto a
cada uno, admirándonos al mismo tiempo de la previsión de nuestro pobre padre, que había
tomado la precaución de educarnos a cada uno en una religión diferente.
-En efecto, como decís, Mosquetón, vuestro padre me parece que fue un mozo muy
inteligente. ¿Y decís que, en sus ratos perdidos, el buen hombre era furtivo?
-Sí, señor, y fue él quien me enseñó a anudar un lazo y a colocar una caña. Por eso, cuando yo
vi que nuestro bribón de hostelero nos alimentaba con un montón de viandas bastas, buenas
sólo para pata nes, y que no le iban a dos estómagos tan debilitados como los nuestros, me puse
a recordar algo mi antiguo oficio. Al pasearme por los bosques del señor Principe, he tendido
lazos en las pasadas; y si me tumbaba junto a los estanques de Su Alteza, he dejado deslizar
sedas en sus aguas. De suerte que ahora, gracias a Dios, no nos faltan, como el señor puede
asegurarse, perdices y conejos, carpas y anguilas, alimentos todos ligeros y sanos, adecuados para los enfermos.
-Pero ¿y el vino? -dijo D’Artagnan-. ¿Quién proporciona el vino? ¿Vuestro hostelero?
-Es decir, sí y no.
-¿Cómo sí y no?
-Lo proporciona él, es cierto, pero ignora que tiene ese honor.
-Explicaos, Mosquetón, vuestra conversación está llena de cosas instructivas.
-Mirad, señor. El azar hizo que yo encontrara en mis peregrinaciones a un español que había
visto muchos países, y entre otros el Nuevo Mundo.
-¿Qué relación puede tener el Nuevo Mundo con las botellas que están sobre el secreter y sobre esa cómoda?
-Paciencia, señor, cada cosa a su tiempo.
-Es justo, Mosquetón; a vos me remito y escucho.
-Ese español tenía a su servicio un lacayo que le había acompañado en su viaje a México. El tal
lacayo era compatriota mío, de suerte que pronto nos hicimos amigos, tanto más rápidamente
cuanto que entre nosotros había grandes semejanzas de carácter. Los dos amamos la caza por
encima de todo, de suerte que me contaba cómo, en las llanuras de las pampas, los naturales del
país cazan al tigre y los toros con simples nudos corredizos que lanzan al cuello de esos terribles
animales. Al principio yo no podía creer que se llegase a tal grado de destreza, de lanzar a veinte
o treinta pasos el extremo de una cuerda donde se quiere; pero ante las pruebas había que
admitir la verdad del relato. Mi amigo colocaba una botella a treinta pasos, y a cada golpe, cogía
el gollete en un nudo corredizo. Yo me dediqué a este ejercicio, y coo la naturaleza me ha dotado
de algunas facultades, hoy lanzo el lazo tan bien como cualquier hombre del mundo.
¿Comprendéis ahora? Nuestro hostelero tiene una cava muy bien surtida, pero no deja un
momento la llave; sólo que esa cava tiene un tragaluz. Y por ese tragaluz yo lanzo el lazo, y
como ahora ya sé dónde está el buen rincón, lo voy sacando. Así es, señor, como el Nuevo
Mundo se encuentra en relación con las botellas que hay sobre esa cómoda y sobre ese secreter.
Ahora, gustad nuestro vino y sin prevención decidnos lo que pensáis de él.
-Gracias, amigo mío, gracias; desgraciadamente acabo de desayunar.
-¡Y bien! -dijo Porthos-. Ponte a la mesa, Mosquetón, y mientras nosotros desayunamos,
D’Artagnan nos contará lo que ha sido de él desde hace ocho días que nos dejó.
-De buena gana -dijo D’Artagnan.
Mientras Porthos y Mosquetón desayunaban con apetito de conva lecientes y con esa
cordialidad de hermanos que acerca a los hombres en la desgracia, D’Artagnan contó cómo
Aramis, herido, había sido obligado a detenerse en Crèvecceur, cómo había dejado a Athos
debatirse en Amiens entre las manos de cuatro hombres que lo acusaban de monedero falso,y
cómo él, D’Artagnan, se había visto obligado a pasar por encima del vientre del conde de Wardes para llegar a Inglaterra.
Pero ahí se detuvo la confidencia de D’Artagnan; anunció solamente que a su regreso de Gran
Bretaña había traído cuatro caballos magníficos, uno para él y otro para cada uno de sus tres
compañeros; luego terminó anunciando a Porthos que el que le estaba destinado se hallaba
instalado en las cuadras del hostal.
En aquel momento entró Planchet; avisaba a su amo de que los caballos habían descansado
suficientemente y que sería posible ir a dormir a Clermont.
Como D’Artagnan se hallaba más o menos tranquilo respecto a Porthos, y como esperaba con
impaciencia tener noticias de sus otros dos amigos, tendió la mano al enfermo y le previno de
que se pusiera en ruta para continuar sus búsquedas. Por lo demás, como contaba con volver
por el mismo camino, si en siete a ocho días Porthos estaba aún en el hostal del Grand Saint
Martin, lo recogería al pasar.
Porthos respondió que con toda probabilidad su esguince no le permitiría alejarse de allí.
Además, tenía que quedarse en Chantilly para esperar una respuesta de su duquesa.
D’Artagnan le deseó una recuperación pronta y buena; y después de haber recomendado de
nuevo Porthos a Mosquetón, y pagado su gasto al hostelero se puso en ruta con Planchet, ya
desembarazado de uno de los caballos de mano.