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Capítulo 28

Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
El regreso

D’Artagnan había quedado aturdido por la horrible confesión de Athos; sin embargo, muchas
de las cosas parecían oscuras en aquella semirrevelación; en primer lugar, había sido hecha por
un hombre completamente ebrio a un hombre que lo estaba a medias, y no obstante, pese a esa
ola que hace subir al cerebro el vaho de dos o tres botellas de borgoña, D’Artagnan, al
despertarse al día siguiente, tenía cada palabra de Athos tan presente en su espíritu como si a
medida que habían caído de su boca se hubieran impreso en su espíritu. Toda aquella duda no
hizo sino darle un deseo más vivo de llegar a una certidumbre, y pasó a la habitación de su
amigo con la intención bien meditada de reanudar su conversación de la víspera; pero encontró a
Athos con la cabeza completamente sentada, es decir, el más fino y más impenetrable de los hombres.
Por lo demás, el mosquetero, después de haber cambiado con él un apretón de manos, se le
adelantó con el pensamiento.
-Estaba muy borracho ayer, mi querido D’Artagnan -dijo-; me he dado cuenta esta mañana por
mi lengua, que estaba todavía muy espesa y por mi pulso, que aún estaba muy agitado; apuesto
a que dije mil extravagancias.
Y al decir estas palabras miró a su amigo con una fijeza que lo embarazó.
-No -replicó D’Artagnan-, y si no recuerdo mal, no habéis dicho nada muy extraordinario.
-¡Ah, me asombráis! Creía haberos contado una historia de las más lamentables.
Y miraba al joven como si hubiera querido leer en lo más profundo de su corazón.
-A fe mía -dijo D’Artagnan-, parece que yo estaba aún más borracho que vos, puesto que no me acuerdo de nada.
Athos no se fió de esta palabra y prosiguió:
-No habréis dejado de notar, mi querido amigo, que cada cual tiene su clase de borrachera:
triste o alegre; yo tengo la borrachera triste, y cuando alguna vez me emborracho, mi manía es
contar todas las historias lúgubres que la tonta de mi nodriza me metió en el cerebro. Ese es mi
defecto, defecto capital, lo admito; pero, dejando eso a un lado, soy buen bebedor.
Athos decía esto de una forma tan natural que D’Artagnan quedó confuso en su convicción.
-Oh, de algo así me acuerdo, en efecto -prosiguió el joven tratando de volver a coger la
verdad-, me acuerdo de algo así como que hablamos de ahorcados, pero como se acuerda uno de un sueño.
-¡Ah, lo veis! -dijo Athos palideciendo y, sin embargo, tratando de reír-. Estaba seguro, los ahorcados son mi pesadilla.
-Sí, sí -prosiguió D’Artagnan-, y, ya está, la memoria me vuelve: sí, se trataba…, esperad…, se trataba de una mujer.
-¿Lo veis? -respondió Athos volviéndose casi lívido-. Es mi famosa historia de la mujer rubia, y
cuando la cuento es que estoy borracho perdido.
-Sí, eso es -dijo D’Artagnan-, la historia de la mujer rubia, alta y hermosa, de ojos azules. ;
-Sí, y colgada.
-Por su marido, que era un señor de vuestro conocimiento continuó D’Artagnan mirando fijamente a Athos.
-¡Y bien! Ya veis cómo se compromete un hombre cuando no sabe lo que se dice -prosiguió
Athos encogiéndose de hombros como si tuviera piedad de sí mismo-. Decididamente, no quiero
emborracharme más, D’Artagnan, es una mala costumbre.
D’Artagnan guardó silencio.
Luego Athos, cambiando de pronto de conversación:
-A propósito -dijo-, os agradezco el caballo que me habéis traído.
-¿Es de vuestro gusto? -preguntó D’Artagnan.
-Sí, pero no es un caballo de aguante.
-Os equivocáis; he hecho con él diez leguas en menos de hora y media, y no parecía más
cansado que si hubiera dado una vuelta a la plaza Saint-Sulpice.
-Pues me dais un gran disgusto.
-¿Un gran disgusto?
-Sí, porque me he deshecho de él.
-¿Cómo?
-Estos son los hechos: esta mañana me he despertado a las seis, vos dormíais como un tronco,
y yo no sabía qué hacer; estaba todavía completamente atontado de nuestra juerga de ayer;
bajé al salón y vi a uno de nuestros ingleses que ajustaba un caballo con un tratante por haber
muerto ayer el suyo a consecuencia de un vómito de sangre. Me acerqué a él, y como vi que
ofrecía cien pistolas por un alazán tostado: «Por Dios -le dije-, gentilhombre, también yo tengo
un caballo que vender.» «Y muy bueno incluso -dijo él-. Lo vi ayer, el criado de vuestro amigo lo
llevaba de la mano.» «¿Os parece que vale cien pistolas?» «Sí.» ¿Y queréis dármelo por ese
precio?» «No, pero os lo juego.» «¿Me lo jugáis?» «Sí.» «¿A qué?» «A los dados.» Y dicho y hecho;
y he perdido el caballo. ¡Ah, pero también -continuó Athos- he vuelto a ganar la montura.
D’Artagnan hizo un gesto bastante disgustado.
-¿Os contraría? -dijo Athos.
-Pues sí, os lo confieso -prosiguió D’Artagnan-. Ese caballo debía serviros para hacernos
reconocer un día de batalla; era una prenda, un recuerdo. Athos, habéis cometido un error.
-Ay, amigo mío, poneos en mi lugar -prosiguió el mosquetero-; me aburría de muerte, y
además, palabra de honor, no me gustan los caballos ingleses. Veamos, si no se trata más que
de ser reconocido por alguien, pues bien, la silla bastará; es bastante notable. En cuanto al
caballo, ya encontraremos alguna excusa para justificar su desaparición. ¡Qué diablos! Un caballo
es mortal; digamos que el mío ha tenido el muermo.
D’Artagnan no desfruncía el ceño.
-Me contraría -continuó Athos- que tengáis en tanto a esos animales, porque no he acabado mi historia.
-¿Pues qué habéis hecho además?
-Después de haber perdido mi caballo (nueve contra diez, ved qué suerte), me vino la idea de jugar el vuestro.
-Sí, pero espero que os hayáis quedado en la idea.
-No, la puse en práctica en aquel mismo instante.
-¡Vaya! -exclamó D’Artagnan inquieto.
-Jugué y perdí.
-¿Mi caballo?
-Vuestro caballo; siete contra ocho, a falta de un punto…, ya conocéis el proverbio.
-Athos no estáis en vuestro sano juicio, ¡os lo juro!
-Querido, ayer, cuando os contaba mis tontas historias, era cuando teníais que decirme eso, y
no esta mañana. Los he perdido, pues, con todos los equipos y todos los arneses posibles.
-¡Pero es horrible!
-Esperad, no sabéis todo; yo sería un jugador excelente si no me obstinara; pero me obstino,
es como cuando bebo; me encabezoné entonces. . .
-Pero ¿qué pudisteis jugar si no os quedaba nada?
-Sí quedaba, amigo mío, sí quedaba; nos quedaba ese diamante que brilla en vuestro dedo, y en el que me fijé ayer.
-¡Este diamante! -exclamó D’Artagnan llevando con presteza la mano a su anillo.
-Y como entiendo, por haber tenido algunos propios, lo estimé en mil pistolas.
-Espero -dijo seriamente D’Artagnan medio muerto de espanto que no hayáis hecho mención alguna de mi diamante.
-Al contrario, querido amigo; comprended, ese diamante era nuestro único recurso; con él yo
podía volver a ganar nuestros arneses y nuestros caballos, y además dinero para el camino.
-¡Athos, me hacéis temblar! -exclamó D Artagnan.
-Hablé, pues, de vuestro diamante a mi contrincante, que también había reparado en él. ¡Qué
diablos, querido, lleváis en vuestro dedo una estrella del cielo, y queréis que no le presten atención! ¡Imposible!
-¡Acabad, querido, acabad -dijo D’Artagnan-, porque, por mi honor, con vuestra sangre fría me hacéis morir!
-Dividimos, pues, ese diamante en diez partes de cien pistolas cada una.
-¡Ah! ¿Queréis reíros y probarme? -dijo D’Artagnan a quien la cólera comenzaba a cogerle por
los cabellos como Minerva coge a Aquiles en la Ilíada.
-No, no bromeo, por todos los diablos. ¡Me hubiera gustado ve ros a vos! Hacía quince días que
no había visto un rostro humano y que estaba allí embruteciéndome empalmando una botella tras otra.
-Esa no es razón para jugar un diamante -respondió D Artagnan apretando su mano con una crispación nerviosa.
-Escuchad, pues, el final: diez partes de cien pistolas cada una, en diez tiradas sin revancha. En
trece tiradas perdí todo. ¡En trece tiradas! El número trece me ha sido siempre fatal, era el trece
del mes de julio cuando…
-¡Maldita sea! -exclamó D’Artagnan levantándose de la mesa-. La historia del día hace olvidar la de la noche.
-Paciencia -dijo Athos- y tenía un plan. El inglés era un extravagante, yo lo había visto por la
mañana hablar con Grimaud y Grimaud me había advertido que le había hecho proposiciones
para entrar a su servicio. Me jugué a Grimaud, el silencioso Grimaud dividido en diez porciones.
-¡Ah, vaya golpe! -dijo D’Artagnan estallando de risa a pesa suyo.
-¡El mismo Grimaud! ¿Oís esto? Y con las diez partes de Grimaud que no vale en total un
ducado de plata, recuperé el diamante. Ahora decid si la persistencia no es una virtud.
-¡Y a fe que bien rara! -exclamó D’Artagnan consolado y soste niéndose los hijares de risa.
-Como comprenderéis, sintiéndome en vena, me puse al punto a jugar el diamante.
-¡Ah, diablos! -dijo D’Artagnan ensombreciéndose de nuevo.
-Volví a ganar vuestros arneses, después vuestro caballo, luego mis arneses, luego mi caballo,
luego lo volví a perder. En resumen, conseguí vuestro arnés, luego el mío. Ahí estamos. Una
tirada soberbia; y ahí me he quedado.
D’Artagnan respiró como si le hubieran quitado la hostería de encima del pecho.
-En fin, que me queda el diamante -dijo tímidamente.
-¡Intacto, querido amigo! Además de los arneses de vuestro bucéfalo y del mío.
-Pero ¿qué haremos de nuestros arneses sin caballos?
-Tengo una idea sobre ellos.
-Athos, me hacéis temblar.
-Escuchad, vos no habéis jugado hace mucho tiempo, D’Artagnan.
-Y no tengo ganas de jugar.
-No juremos. No habéis jugado hace tiempo, decía yo, y por eso debéis tener buena mano.
-¿Y después?
-Pues que el inglés y su acompañante están todavía ahí. He observado que lamentaban mucho
los arneses. Vos parecéis tener en mucho vuestro caballo. En vuestro lugar, yo jugaría vuestros
arneses contra vuestro caballo.
-Pero él no querrá un solo arnés.
-Jugad los dos, pardiez. Yo no soy tan egoísta como vos.
-¿Haríais eso? -dijo D’Artagnan indeciso, tanto comenzaba a ganarle la confianza, a su costa, de Ahtos.
-Palabra de honor, de una sola tirada.
-Pero es que, después de haber perdido los caballos, quisiera conservar los arneses.
-Jugad entonces vuestro diamante.
-Oh, esto es otra cosa; nunca, nunca.
-¡Diablos! -dijo Athos-. Yo os propondría jugaros a Planchet; pero como eso ya está hecho, quizá el inglés no quiera.
-Decididamente, mi querido Athos -dijo D’Artagnan-, prefiero no arriesgar nada.
-¡Es una lástima! -dijo fríamente Athos-. El inglés está forrado de pistolas. ¡Ay, Dios mío!
Ensayad una tirada, una tirada se juega
-¿Y si pierdo?
-Ganaréis.
-Pero ¿y si pierdo?
-Pues entonces le daréis los arneses.
-Vaya entonces una tirada -dijo D’Artagnan.
Athos se puso a buscar al inglés y lo encontró en la cuadra, donde examinaba los arneses con
ojos ambiciosos. La ocasión era buena. Puso sus condiciones: los dos arneses contra un caballo o
cien pistolas a escoger. El inglés calculó rápido: los dos arneses valían trescientas: pistolas los dos; aceptó.
D’Artagnan echó los dados temblando, y sacó un número tres; su palidez espantó a Athos, que
se contentó con decir:
-Qué mala tirada, compañero; tendréis caballos con arneses señor.
El inglés, triunfante, no se molestó siquiera en hacer rodar los da dos, los lanzó sobre la mesa
sin mirarlos, tan seguro estaba de su victoria; D’Artagnan se había vuelto para ocultar su mal humor.
-Vaya, vaya, vaya -dijo Athos con su voz tranquila, esa tirado de dados es extraordinaria, no la
he visto más que cuatro veces en m vida: dos ases.
El inglés miró y quedó asombrado; D’Artagnan miró y quedó encantado.
-Sí -continuó Athos-, solamente cuatro veces: una vez con el señor de Créquy; otra vez en mi
casa, en el campo, en mi castillo de… cuando yo tenía un castillo; una tercera vez con el señor
de Tréville donde nos sorprendió a todos; y finalmente, una cuarta vez en la taberna, donde me
tocó a mí y donde yo perdí por ella cien luises y una cena.
-Entonces el señor recupera su caballo -dijo el inglés.
-Cierto -dijo D’Artagnan
-¿Entonces no hay revancha?
-Nuestras condiciones estipulaban que nada de revancha, ¿lo re cordáis?
-Es cierto; el caballo va a ser devuelto a vuestro criado, señor
-Un momento -dijo Athos-; con vuestro permiso, señor, solicito decir unas palabras a mi amigo.
-Decídselas.
Athos llevó a parte a D’Artagnan.
-¿Y bien? -le dijo D’Artagnan-. ¿Qué quieres ahora, tentador? Quieres que juegue, ¿no es eso?
-No, quiero que reflexionéis.
-¿En qué?
-¿Vais a tomar el caballo, no es así?
-Claro.
-Os equivocáis, yo tomaría las cien pistolas; vos sabéis que os habéis jugado los arneses contra
el caballo o cien pistolas, a vuestra elección.
-Sí.
-Yo tomaría las cien pistolas.
-Pero yo, yo me quedo con el caballo.
-Os equivocáis, os lo repito. ¿Qué haríamos con un caballo para nosotros dos? Yo no pienso
montar en la grupa, tendríamos la pinta de los dos hijos de Aymón, que han perdido a sus
hermanos; no podéis humillarme cabalgando a mi lado, cabalgando sobre ese magnífico
destrero. Yo, sin dudar un solo instante, cogería las cien pistolas, necesitamos dinero para volver a París.
-Yo me quedo con el caballo, Athos.
-Pues os equivocáis, amigo mío: un caballo tiene un extraño, un caballo tropieza y se rompe las
patas, un caballo come en un pesebre donde ha comido un caballo con muermo: eso es un
caballo o cien pistolas perdidas; hace falta que el amo alimente a su caballo, mientras que, por el
contrario, cien pistolas alimentan a su amo.
-Pero ¿cómo volveremos?
-En los caballos de nuestros lacayos, pardiez. Siempre se verá en el aire de nuestras figuras
que somos gentes de condición.
-Vaya figura que vamos a hacer sobre jacas, mientras Aramis y Porthos caracolean sobre sus caballos.
-¡Aramis! ¡Porthos! -exclamó Athos, y se echó a reír.
-¿Qué? -preguntó D’Artagnan, que no comprendía nada la hilar¡dad de su amigo.
-Bien, bien, sigamos -dijo Athos.
-O sea, que vuestra opinión…
-Es coger las cien pistolas, D’Artagnan; con las cien pistolas va mos a banquetear hasta fin de
mes: hemos enjugado fatigas y estará bien que descansemos un poco.
-¡Yo reposar! Oh, no, Athos; tan pronto como esté en Paris me pongo a buscar a esa pobre mujer.
-Y bien, ¿creéis que vuestro caballo os será tan útil para eso corno buenos luises de oro?
Tomad las cien pistolas, amigo mío, tomad las cien pistolas.
D’Artagnan sólo necesitaba una razón para rendirse. Esta le pareció excelente. Además,
resistiendo tanto tiempo, temía parecer egoísta a los ojos de Athos; accedió, pues, y eligió las
cien pistolas que el inglés le entregó en el acto.
Luego no se pensó más que en partir. Además, hechas las paces con el alberguista, el viejo
caballo de Athos costó seis pistolas; D’Artagnan y Athos cogieron los caballos de Planchet y de
Grimaud, y los dos criados se pusieron en camino a pie, llevando las sillas sobre sus cabezas.
Por mal montados que fueran los dos amigos, pronto tomaron la delantera a sus criados y
llegaron a Crèvecoeur. De lejos divisaron a Aramis melancólicamente apoyado en su ventana, y
mirando como mi hermana Anne levantarse polvaredas en el horizonte.
-¡Hola! ¡Eh, Aramis! ¿Qué diablos hacéis ahí? -gritaron los dos amigos.
-¡Ah, sois vos, D’Artagnan; sois vos, Athos! -dijo el joven-. Pensaba con qué rapidez se van los
bienes de este mundo, y mi caballo inglés, que se aleja y que acaba de aparecer en medio de un
torbellino de polvo, era una imagen viva de la fragilidad de las cosas de la tierra.
La vida misma puede resolverse en tres palabras: Erat, est, fuit.
-¿Y eso qué quiere decir en el fondo? -preguntó D’Artagnan, que comenzaba a sospechar la verdad.
-Esto quiere decir que acaba de hacer un negocio de tontos: sesenta luises por un caballo que,
por la manera en que se va, puede hacer al trote cinco leguas por hora.
D’Artagnan y Athos estallaron en carcajadas.
-Mi querido Athos -dijo Aramis-: no me echéis la culpa, os lo suplico; la necesidad no tiene ley;
además yo soy el primer castigado, puesto que este infame chalán me ha robado por lo menos
cincuenta luises. Vosotros sí que tenéis buen cuidado; venís sobre los caballos de vuestros
lacayos y hacéis que os lleven vuestros caballos de lujo de la mano, despacio y a pequeñas jornadas.
En aquel mismo instante, un furgón que desde hacía unos momentos venía por la ruta de
Amiens, se detuvo y se vio salir a Grimaud y a Planchet con sus sillas sobre la cabeza. El furgón
volvía de vacío hacia París y los dos lacayos se habían comprometido, a cambio de su transporte,
a aplacar la sed del cochero durante el camino.
-¿Cómo? -dijo Aramis, viendo lo que pasaba-. ¿Nada más que las sillas?
-¿Comprendéis ahora? -dijo Athos.
-Amigos míos, exactamente igual que yo. Yo he conservado el arnés por instinto. ¡Hola, Bazin!
Llevad mi arnés nuevo junto al de esos señores.
-¿Y qué habéis hecho de vuestros curas? -preguntó D’Artagnan.
-Querido, los invité a comer al día siguiente -dijo Aramis-; hay aquí un vino exquisito, dicho sea
de paso; los emborraché lo mejor que pude; entonces el cura me prohibió dejar la casaca y el
jesuita me rogó que le haga recibir de mosquetero.
-¡Sin tesis! -exclamó D’Artagnan-. Sin tesis. Pido la supresión de la tesis.
-Desde entonces -continuó Aramis-, vivo agradablemente. He comenzado un poema en versos
de una sílaba; es bastante difícil, pero el mérito en todo está en la dificultad. La materia es
galante, os leeré el primer canto, tiene cuatrocientos versos y dura un minuto.
-¡A fe mía, mi querido Aramis! -dijo D’Artagnan, que detestaba casi tanto los versos como el
latín-. Añadid al mérito de la dificultad el de la brevedad, y al menos seguro que vuestro poema tiene dos méritos.
-Además -continuó Aramis-, respira pasiones, ya veréis. ¡Ah!, amigos míos, ¿volveremos a
París? Bravo, yo estoy dispuesto; vamos, pues, a volver a ver a ese bueno de Porthos tanto
mejor. ¿Creeríais que echo en falta a ese gran necio? El no hubiera vendido su caballo, ni
siquiera a cambio de un reino. Quería verlo ya sobre su animal y su silla. Estoy seguro de que
tendrá pinta de Gran Mogol.
Se hizo un alto de una hora para dar respiro a los caballos; Aramis saldó sus cuentas, colocó a
Bazin en el furgón con sus camaradas y se pusieron en ruta para ir en busca de Porthos.
Lo encontraron de pie, menos pálido de lo que lo había visto D’Artagnan durante su primera
visita, y sentado a una mesa en la que, aunque estuviese solo, había comida para cuatro
personas; aquella comida se componía de viandas galanamente aderezadas, de vinos escogidos y de frutos soberbios.
-¡Ah, pardiez! -dijo levantándose-. Llegáis a punto, señores, estaba precisamente en la sopa y vais a comer conmigo.
-¡Oh, oh! -dijo D’Artagnan-. No es Mosquetón quien ha cogido a lazo tales botellas; además,
aquí hay un fricandó mechado y un filete de buey…
-Me voy recuperando -dijo Porthos-, me voy recuperando; nada debilita tanto como esos
malditos esguinces. ¿Habéis tenido vos esguinces, Athos?
-Jamás; sólo recuerdo que en nuestra escaramuza de la calle de Férou recibí una estocada que
al cabo de quince o dieciocho días me produjo exactamente el mismo efecto.
-Pero esta comida no era sólo para vos, mi querido Porthos -dijo Aramis.
-No -dijo Porthos-; esperaba a algunos gentileshombres de la vecindad que acaban de
comunicarme que no vendrán; vos los reemplazaréis, y yo no perderé en el cambio. ¡Hola,
Mosquetón! ¡Sillas, y que se doblen las botellas!
-¿Sabéis lo que estamos comiendo? -dijo Athos al cabo de diez minutos.
-Pardiez -respondió D’Artagnan-; yo como carne de buey mechada con cardos y con tuétanos.
-Y yo chuletas de cordero -dijo Porthos.
-Y yo una pechuga de ave -dijo Aramis.
-Todos os equivocáis, señores -respondió Athos-; coméis caballo.
-¡Vamos! -dijo D’Artagnan.
-¿Caballo? -preguntó Aramis con una mueca de disgusto.
Sólo Porthos no respondió.
-Sí, caballo, ¿no es cierto, Porthos, que comemos caballo? Quizá incluso con arreos y todo.
-No, señores; he guardado el arnés -dijo Porthos.
-A fe que todos somos iguales -dijo Aramis-; se diría que está bamos de acuerdo.
-¡Qué queréis! -dijo Porthos-. Este caballo causaba vergüenza a mis visitantes y no he querido humillarlos.
-Y en cuanto a vuestra duquesa, sigue en las aguas, ¿no es cierto? -prosiguió D’Artagnan.
-Allí sigue -respondió Porthos-. Palabra que el gobernador de la provincia, uno de los
gentileshombres que esperaba a cenar hoy, parecía desearlo tanto que se lo he dado.
-¡Dado! -exclamó D’Artagnan.
-¡Oh, Dios mío! ¡Sí, dado! Esa es la palabra -dijo Porthos-; porque ciertamente valía ciento
cincuenta luises, y el ladrón no ha querido pagármelo más que en ochenta.
-¿Sin la silla? -dijo Aramis.
-Sí, sin la silla.
-Observaréis, señores -dijo Athos-, que, pese a todo, Porthos ha sido el que mejor negocio ha
hecho de todos nosotros.
Se produjo entonces un hurra de risas que dejaron al pobre Porthos completamente atónito;
pero pronto se le explicó la razón de aquella hilaridad, que él compartió ruidosamente, según su costumbre.
-¿De modo que todos tenemos dinero? -dijo D’Artagnan.
-No por lo que mí toca -dijo Athos-; me ha parecido tan bueno el vino español de Aramis que
he hecho cargar sesenta botellas en el furgón de los lacayos; eso me ha dejado sin nada.
-En cuanto a mí -dijo Aramis-, imaginaos que di hasta mi último céntimo a la iglesia de
Montdidier y a los jesuitas de Amiens, he tenido que hacerme cargo de los compromisos que
había contraído, misas encargadas por mí y para vos, señores; que se dirán, señores, y que no
dudo que nos han de servir de maravilla.
-Y yo -dijo Porthos-, ¿creéis que mi esguince no me ha costa do nada? Sin contar la herida de
Mosquetón, por la que he tenido que hacer venir al cirujano dos veces al día, el cual me ha
hecho pagar doble sus visitas, so pretexto de que ese imbécil de Mosquetón había ido a recibir
una bala en un lugar que no se enseña generalmente más que a los boticarios; por eso le he
recomendado encarecidamente no volver a dejarse herir ahí.
-Vamos, vamos -dijo Athos, cambiando una sonrisa con D’Artagnan y Aramis-, veo que os
habéis comportado a lo grande con vuestro pobre mozo; es propio de un buen amo.
-En resumen -continuó Porthos-: pagados mis gastos, me quedará una treintena de escudos.
-Y a mí una decena de pistolas -dijo Aramis.
-Vamos -dijo Athos-, parece que nosotros somos los Cresos de la sociedad. De vuestras cien
pistolas, ¿cuánto os queda, D’Artagnan?
-¿De mis cien pistolas? En primer lugar, os he dado cincuenta.
-¿Eso creéis?
-¡Pardiez!
-Ah, es cierto, ahora me acuerdo.
-Luego he pagado seis al hostelero.
-¡Qué animal de hostelero! ¿Por qué le habéis dado seis pistolas?
-Es lo que vos me dijisteis que le diese.
-Es cierto que soy demasiado bueno. En resumen, ¿qué queda?
-Veinticinco pistolas -dijo D’Artagnan.
-Y yo -dijo Athos, sacando algo de calderilla de su bolsillo-, yo…
-Vos, nada.
-A fe que es tan poco que no merece la pena juntarlo en el montón.
-Ahora calculemos cuánto poseemos en total. ¿Porthos?
-Treinta escudos.
-¿Aramis?
-Diez pistolas.
-¿Y vos, D’Artagnan?
-Veinticinco.
-Eso hace un total… -dijo Athos.
-Cuatrocientas setenta y cinco libras -dijo D’Artagnan, que contaba como Arquímedes.
-Llegados a Paris, tendremos todavía cuatrocientas -dijo Porthos-, además de los arneses.
-Pero ¿nuestros caballos de escuadrón? -dijo Aramis.
-Bueno, los cuatro caballos de los lacayos nos servirán como dos de amo, que echaremos a
suertes; con las cuatrocientas libras se hará una mitad para uno de los desmontados, luego
dejaremos las migajas de nuestros bolsillos a D’Artagnan, que tiene buena mano y que irá a
jugarlas al primer garito.
-Cenemos entonces -dijo Porthos-; esto se enfría.
Los cuatro amigos, más tranquilos desde entonces por su futuro, hicieron honor a la comida,
cuyas sobras fueron abandonadas a los señores Mosquetón, Bazin, Planchet y Grimaud.
Al llegar a París, D’Artagnan encontró una carta del señor de Tréville, quien le prevenía de que,
a petición suya, el rey acababa de concederle el favor de ingresar en los mosqueteros.
Como esto era todo lo que D’Artagnan ambicionaba en el mundo, aparte por supuesto, de
volver a encontrar a la señora Bonacieux, corrió todo contento en busca de sus camaradas, a los
que acababa de dejar hacía media hora, y a los que encontró muy tristes y muy preocupados.
Estaban reunidos todos en consejo en casa de Athos, cosa que indicaba siempre circunstancias
de cierta gravedad.
El señor de Tréville acababa de hacerles avisar que la intención muy meditada de Su Majestad
era iniciar la campaña el primero de mayo, y tenían que preparar de inmediato los equipos.
Los cuatro filósofos se miraron todo pasmados: el señor de Tréville no bromeaba en materia de disciplina.
-¿Y en cuánto estimáis esos esquipos? -dijo D’Arta gnan.
-¡Oh! No hay más que decirlo -prosiguió Aramis-, acabamos de hacer nuestras cuentas con una
cicatería de espartanos y necesita mos cada uno de nosotros mil quinientas libras.
-Cuatro por quinientas son dos mil; o sea, en total seis mil libras -dijo Athos.
-Yo creo -dijo D’Artagnan- que bastará con mil libras cada uno; cierto que no hablo como
espartano, sino como procurador…
Esta palabra de procurador despertó a Porthos.
-¡Vaya, tengo una idea! -dijo.
-Algo es algo; yo no tengo siquiera ni la sombra de una -dijo fríamente Athos-; en cuanto a
D’Artagnan, señores, la felicidad de ser en adelante uno de nosotros le ha vuelto loco. ¡Mil libras!
Declaro que para mí sólo necesito dos mil.
-Cuatro or dos son ocho -dijo entonces Aramis-; por tanto, son ocho mil liras las que
necesitamos para nuestros equipos, equipos de los que, es cierto, tenemos ya las sillas.
-Además -dijo Athos, esperando a que D’Artagnan, que iba a dar las gracias al señor de
Tréville, hubiese cerrado la puerta-; además de ese hermoso diamante que brilla en el dedo de
nuestro amigo. ¡Qué diablo! D’Artagnan es demasiado buen camarada para dejar a sus hermanos
en el apuro cuando lleva en su dedo corazon el rescate de un rey.

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