Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
La caza del equipo
El más preocupado de los cuatro amigos era, por supuesto, D’Artagnan, aunque D’Artagnan, en
su calidad de guardia, fuera más fácil de equipar que los señores mosqueteros, que eran
señores; pero nuestro cadete de Gascuña era, como se habrá podido ver, de un carácter previsor
y casi avaro, aunque también fantasioso hasta el punto (explicad los contrarios) de poderse
comparar con Porthos. A aquella preocupación de su vanidad D’Artagnan unía en aquel momento
una inquietud menos egoísta. Pese a algunas informaciones que había podido recibir sobre la
señora Bonacieux, no le había llegado ninguna noticia. El señor de Tréville había hablado de ello
a la reina: la reina ignoraba dónde estaba la joven mercera y habría prometido hacerla buscar.
Pero esta promesa era muy vaga y apenas tranquilizadora para D’Artagnan.
Athos no salía de su habitación: había decidido no arriesgar una zancada para equiparse.
-Nos quedan quince días -les decía a sus amigos-; pues bien, si al cabo de quince días no he
encontrado nada mejor, si nada ha ve nido a encontrarme, como soy buen católico para
romperme la cabeza de un disparo, buscaré una buena pelea a cuatro guardias de su Eminencia
o a ocho ingleses y me batiré hasta que haya uno que me mate, lo cual, con esa cantidad, no
puede dejar de ocurrir. Se dirá entonces que he muerto por el rey, de modo que habré cumplido
con mi deber sin tener necesidad de equiparme.
Porthos seguía paseándose con las manos a la espalda, moviendo la cabeza de arriba abajo y diciendo:
-Sigo en mi idea.
Aramis, inquieto y despeinado, no decía nada.
Por estos detalles desastrosos puede verse que la desolación reinaba en la comunidad.
Los lacayos, por su parte, como los corceles de Hipólito, compartían la triste pena de sus amos.
Mosquetón hacía provisiones de mendrugos de pan; Bazin, que siempre se había dado a la
devoción, no dejaba las iglesias; Planchet miraba volar las moscas, y Grimaud, al que la penuria
general no podía decidir a romper el silencio impuesto por su amo, lanzaba suspiros como para
enternecer a las piedras.
Los tres amigos, porque, como hemos dicho, Athos había jurado no dar un paso para
equiparse, los tres amigos salían, pues, al alba y volvían muy tarde. Erraban por las calles
mirando al suelo para saber si las personas que habían pasado antes que ellos no habían dejado
alguna bolsa. Se hubiera dicho que seguían pistas, tan atentos estaban por donde quiera que
iban. Cuando se encontraban, teman miradas desoladas que querían decir: ¿Has encontrado algo?
Sin embargo como Porthos había sido el primero en dar con su idea y como había persistido en
ella, fue el primero en actuar. Era un hombre de acción aquel digno Porthos. D’Artagnan lo vio un
día encantinarse hacia la iglesia de Saint-Leu, y lo siguió instintivamente: entró en el lugar santo
después de haberse atusado el mostacho y estirado su perilla, lo cual anunciaba de su parte las
intenciones más conquistadoras. Como D’Artagnan tomaba algunas precauciones para esconderse,
Porthos creyó no haber sido visto. D’Artagnan entró tras él; Porthos fue a situarse al lado
de un pilar; D’Artagnan, siempre sin ser visto, se apoyó en otro.
Precisamente había sermón, lo cual hacía que la iglesia estuviera abarrotada. Porthos
aprovechó la circunstancia para echar una ojeada a las mujeres; gracias a los buenos cuidados
de Mosquetón, el, exterior estaba lejos de anunciar las penurias del interior: su sombrero estaba
ciertamente algo pelado, su pluma descolorida, sus brocados algo deslustrados, sus puntillas
bastante raídas, pero a media luz todas estas bagatelas desaparecían y Porthos seguía siendo el bello Porthos.
D’Artagnan observó en el banco más cercano al pilar donde Porthos y él estaban adosados una
especie de beldad madura, algo amarillenta, algo seca, pero tiesa y altiva bajo sus cofias negras.
Los ojos de Porthos se dirigían furtivamente hacia aquella dama, luego mariposeaban a lo lejos por la nave.
Por su parte, la dama, que de vez en cuando se ruborizaba, lanzaba con la rapidez del rayo
una mirada sobre el voluble Porthos, y al punto los ojos de Porthos se ponían a mariposear con
furor. Era claro que se trataba de un manejo que hería vivamente a la dama de las cofias negras,
porque se mordía los labios hasta hacerse sangre, se arañaba la punta de la nariz y se agitaba
desesperadamente en su asiento.
Al verlo, Porthos se atusó de nuevo su mostacho, estiró una segunda vez su perilla y se puso a
hacer señales a una bella dama que estaba junto al coro, y que no solamente era una bella
dama, sino que sin duda se trataba de una gran dama, porque tenía tras ella un negrito que
había llevado el cojín sobre el que estaba arrodillada, y una doncella que sostenía el bolso
bordado con escudo de armas en que se guardaba el libro con que seguía la misa.
La dama de las cofias negras siguió a través de sus vueltas la mirada de Porthos, y comprobó
que se detenía sobre la dama del cojín de terciopelo, del negrito y de la doncella.
Mientras tanto, Porthos jugaba fuerte: guiños de ojos, dedos puestos sobre los labios,
sonrisitas asesinas que realmente asesinaban a la hermosa desdeñada.
Por eso, en forma de mea culpa y golpeándose el pecho, ella lanzó un ¡hum! tan vigoroso que
todo el mundo, incluso la dama del cojín rojo, se volvió hacia su lado; Porthos permaneció
impasible, aunque había comprendido bien, pero se hizo el sordo.
La dama del cojín rojo causó gran efecto, porque era muy bella, en la dama de las cofias
negras, que vio en ella una rival realmente peligrosa: un gran efecto sobre Porthos, que la
encontró más hermosa que la dama de las cofias negras; un gran efecto sobre D’Artagnan, que
reconoció a la dama de Meung, de Calais y de Douvres, a la que su perseguidor, el hombre de la
cicatriz, había saludado con el nombre de milady.
D’Artagnan, sin perder de vista a la dama del cojín rojo, continuó siguiendo los manejos de
Porthos, que le divertían mucho; creyó adivinar que la dama de las cofias negras era la
procuradora de la calle Aux Ours, tanto más cuanto que la iglesia de Saint-Leu no estaba muy alejada de la citada calle.
Adivinó entonces por inducción que Porthos trataba de tomarse la revancha por la derrota de
Chantilly, cuando la procuradora se había mostrado tan recalcitrante respecto a la bolsa.
Pero en medio de todo aquello, D’Artagnan notó también que su rostro no correspondía a las
galanterías de Porthos. Aquello no eran más que quimeras ilusiones; pero para un amor real,
para unos celos verdaderos, ¿hay otra realidad que las ilusiones y las quimeras?
El sermón acabó; la procuradora avanzó hacia la pila de agua bendita; Porthos se adelantó y,
en lugar de un dedo, metió toda la mano. La procuradora sonrió, creyendo que era para ella, por
lo que Porthos hacía aquel extraordinario, pero pronto y cruelmente fue desengañada: cuando
sólo estaba a tres pasos de él, éste volvió la cabeza, fijando de modo invariable los ojos sobre la
dama del cojín rojo, que se había levantado y que se acercaba seguida de su negrito y de su doncella.
Cuando la dama del cojín rojo estuvo junto a Porthos, Porthos sacó su mano toda chorreante
de la pila; la bella devota tocó con su mano afilada la gruesa mano de Porthos, hizo, sonriendo,
la señal de la cruz y selió de la iglesia.
Aquello fue demasiado para la procuradora; no dudó de que aquella dama y Porthos estaban
requebrándose. Si hubiera sido una gran dama, se habría desmayado; pero como no era más
que una procuradora, se contentó con decir al mosquetero con un furor concentrado:
-¡Eh, señor Porthos! ¿No me vais a ofrecer a mí agua bendita?
Al oír aquella voz, Porthos se sobresaltó como lo haría un hombre que se despierta tras un sueño de cien años.
-Se…, señora -exclamó él-. ¿Sois vos? ¿Cómo va vuestro marido, mi querido señor Coquenard?
¿Sigue tan pícaro como siempre? ¿Dónde tenía yo los ojos, que no os he visto siquiera en las dos
horas que ha durado ese sermón?
-Estaba a dos pasos de vos, señor -respondió la procuradora-, y no me habéis visto porque no
teníais ojos más que para la hermosa dama a quien acabáis de dar agua bendita.
Porthos fingió estar apurado.
-¡Ah! -dijo-. Habéis notado…
-Hay que estar ciego para no verlo.
-Sí -dijo displicentemente Porthos-; es una duquesa amiga mía con la que tengo muchos
problemas para encontrarme por los celos de su marido, y que me había avisado que vendría
hoy, sólo para verme, a esta pore iglesia, en este barrio perdido.
-Señor Porthos -dijo la procuradora- ¿tendríais la bondad de ofrecerme el brazo durante cinco
minutos? Hablaría de buena gana con vos.
-Por supuesto, señora -dijo Porthos, guiñándose un ojo a sí mismo como un jugador que ríe de
la víctima que va a hacer.
En aquel momento, D’Artagnan pasaba persiguiendo a milady; lanzó una ojeada hacia Porthos
y vio aquella mirada triunfante.
-¡Vaya, vaya! -se dijo a sí mismo, razonando sobre el sentido de la moral extrañamente fácil de
aquella época galante-. Ahí hay uno que fácilmente podrá equiparse en el plazo previsto.
Porthos, cediendo a la presión del brazo de su procuradora como una barca cede al gobernalle,
llegó al claustro de Saint-Magloire, pasaje poco frecuentado, encerrado por molinetes en sus dos
extremos. No se veía, por el día, más que mendigos comiendo o niños jugando.
-¡Ah, señor Porthos! -exclamó la procuradora cuando se hubo tranquilizado de que nadie
extraño a la población habitual de la localidad podía verlos ni oírlos-. Vaya, señor Porthos, estáis
hecho un conquistador, según parece.
-¿Yo, señora? -dijo Porthos engallándose-. ¿Y eso por qué?
-¿Y las señas de hace un momento, y el agua bendita? Pero por lo menos es una princesa esa dama, con su negrito y su doncella.
-Os equivocáis. Dios mío, no -respondió Porthos-, es simplemente una duquesa.
-¿Y ese recadero que la esperaba en la puerta, y esa carroza con un cochero de lujosa librea
que esperaba en su pescante?
Porthos no había visto ni el recadero ni la canoza; pero con su mirada de mujer celosa, la
señora Coquenard lo había visto todo.
Porthos lamentó no haber hecho a la dama del cojín rojo princesa a la primera.
-¡Ah, sois un muchacho amado por las hermosas, señor Porthos! -prosiguió suspirando la procuradora.
-Pero -respondió Porthos- comprenderéis que con un físico como el que la naturaleza me ha
dotado, no dejo de tener aventuras.
-¡Dios mío! ¡Qué pronto olvidan los hombres! -exclamó la procuradora alzando los ojos al cielo.
-Menos pronto que las mujeres -respondió Porthos-; porque, en fin, señora, yo puedo decir que
he sido víctima, cuando herido, moribundo, me he visto abandonado a los cirujanos; yo, el
vástago de una familia ilustre, que me habíia fiado de vuestra amistad, he estado a punto de
morir de mis heridas, primero; y de hambre después, en un mal albergue de Chantilly, y eso sin
que vos os hayáis dignado responder una sola vez a las ardientes cartas que os he escrito.
-Pero, señor Porthos… -murmuró la procuradora, que se daba cuenta de que, a juzgar por la
conducta de las mayores damas de su tiempo, había cometido un error.
-Yo, que había sacrificado por vos a la condesa de Peñaflor…
-Lo sé.
-A la baronesa de…
-Señor Porthos, no me abruméis.
-A la duquesa de…
-Señor Porthos, sed generoso.
-Tenéis razón, señora; además, no acabaría.
-Pero es que mi marido no quiere oír hablar de prestar.
-Señora Coquenard -dijo Porthos-, acordaos de la primera carta que me escribisteis y que
conservo grabada en mi memoria.
La procuradora lanzó un gemido.
-Pero es que, además -dijo ella-, la suma que pedíais prestada era algo fuerte.
-Señora Coquenard, os daba preferencia. No he tenido más que escribir a la duquesa de… No
quiero decir su nombre, porque no sé lo que es comprometer a una mujer; pero lo que sí sé es
que yo no he tenido más que escribirle para que me enviase mil quinientos.
La procuradora derramó una lágrima.
-Señor Porthos -dijo-, os juro que me habéis castigado de sobra y que si en el futuro os
encontráis en semejante paso, no tendréis más que dirigiros a mí.
-Dejémoslo, señora -dijo Porthos, como sublevado-; no hablemos de dinero, por favor, es humillante.
-¡Así que no me amáis ya! -dijo lenta y tristemente la procuradora.
Porthos guardó un silencio majestuoso.
-¿Así es como me respondéis? ¡Ay, comprendo!
-Pensad en la ofensa que me habéis hecho, señora; se me ha quedado aquí -dijo Porthos,
poniendo la mano en su corazón y apretando con fuerza.
-¡Yo la repararé, mi querido Porthos!
-Además, ¿qué os pedía? -prosiguió Porthos con un movimiento de hombros lleno de sencillez-.
Un préstamo, nada más. Después de todo, no soy un hombre poco razonable. Sé que no sois
rica, señora Coquenard, que vuestro marido está obligado a sangrar a los pobres litigantes para
sacar unos pobres escudos. Si fueseis condesa, marquesa o duquesa, sería distinto, y en tal caso no podría perdonaros.
La procuradora se picó.
-Sabed, señor Porthos -dijo ella-, que mi caja fuerte, por muy caja fuerte de procuradora que
sea, está quizá mejor provista que la de todas vuestras remilgadas anruinadas.
-Doble ofensa la que me hacéis entonces -dijo Porthos soltando el brazo de la procuradora de
debajo del suyo-; porque si vos sois rica, señora Coquenard, entonces no hay excusa que valga en vuestra negativa.
-Cuando digo rica -prosiguió la procuradora, que vio que se había dejado arrastrar demasiado
lejos-, no hay que tomar la palabra al pie de la letra. No soy lo que se dice rica, pero vivo holgada.
-Mirad, señora -dijo Porthos-, no hablemos más de todo eso, os lo suplico. Me habéis
despreciado; entre nosotros la simpatía se apagó.
-¡Qué ingrato sois!
-¡Ah, encima podéis quejaros! -dijo Porthos.
-¡Idos, pues, con vuestra bella duquesa! Yo no os retengo.
-¡Vaya, por lo menos no está tan seca como creo!
-Veamos, señor Porthos, una vez más, la última: ¿Aún me amáis?
-¡Ah, señora! -dijo Porthos con el tono más melancólico que pudo adoptar-. Justo cuando
vamos a entrar en campaña, en una campaña en que mis presentimientos me dicen que seré muerto…
-¡Oh, no digáis esas cosas! -exclamó la procuradora estallando en sollozos.
-Algo me lo dice -continuó Porthos, poniéndose más y más melancólico.
-Decid mejor que tenéis un nuevo amor.
-No, os hablo sinceramente. Ningún nuevo amor me conmueve, e incluso siento aquí, en el
fondo de mi corazón, algo que habla por vos. Pero dentro de quince días, como sabéis o como
quizá no sepáis, esa fatal campaña empieza: voy a estar muy preocupado por mi equipo. Luego
voy a hacer un viaje para ver a mi familia, en el fondo de Bretaña, para conseguir la suma necesaria para mi partida.
Porthos notó un último combate entre el amor y la avaricia.
-Y como -continuó- la duquesa que acabáis de ver en la iglesia tiene sus tierras junto a las
mías, haremos el viaje juntos. Los viajes, como sabéis, parecen mucho menos largos cuando se hacen acompañado.
-¿No tenéis ningún amigo en Paris, señor Porthos? -dijo la procuradora.
-Creía tenerlo -dijo Porthos adoptando su aire melancólico-, pero he visto claramente que me equivocaba.
-Lo tenéis, señor Porthos, lo tenéis -prosiguió la procuradora en un transporte que le
sorprendió a ella misma-; venid mañana a casa. Vos sois hijo de mi tía, por tanto mi primo; venís
de Noyon, en Picardía; tenéis varios procesos en Paris y estáis sin procurador. ¿Habéis retenido todo esto?
-Perfectamente, señora.
-Venid a la hora de la comida.
-Muy bien.
-Y manteneos firme ante mi marido, que es marrullero pese a sus setenta y seis años.
-¡Setenta y seis años! ¡Diablo! ¡Hermosa edad! -repuso Porthos. -La edad madura, querréis
decir, señor Porthos. Por eso el pobre hombre puede dejarme viuda de un momento a otro
-continuó la procuradora lanzando una mirada significativa a Porthos-. Afortunadamente, por
contrato de matrimonio, nos hemos pasado todo al último que viva.
-¿Todo? -dijo Porthos.
-Todo.
-Ya veo que sois una mujer precavida, mi querida señora Coquenard -dijo Porthos apretando
tiernamente la mano de la procuradora.
-¿Estamos, pues, reconciliados, querido señor Porthos? -dijo ella haciendo melindres.
-Para toda la vida -replicó Porthos con el mismo aire.
-Hasta la vista entonces, traidor mío.
-Hasta la vista, olvidadiza mía.
-¡Hasta mañana, angel mío!
-¡Hasta mañana, llama de mi vida!