Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
Una cena de procurador
Mientras tanto, el duelo en el que Porthos había jugado un papel tan brillante no le había
hecho olvidar la cena a la que le había invitado la mujer del procurador. Al día siguiente, hacia la
una, se hizo dar la última cepillada por Mosquetón, y se encaminó hacia la calle Aux Ours, con el
paso de un hombre que tiene dos veces suerte.
Su corazón palpitaba, pero no era, como el de D’Artagnan, por un amor joven a impaciente.
No, un interés más material le latigaba la sangre, iba por fin a franquear aquel umbral misterioso,
a subir aquella escalinata desconocida que habían construido, uno a uno, los viejos escudos de maese Coquenard.
Iba a ver, en realidad, cierto arcón cuya imagen había visto veinte veces en sus sueños; arcón
de forma alargada y profunda, lleno de cadenas y cerrojos, empotrado en el suelo; arcón del que
con tanta frecuencia había oído hablar, y que las manos algo secas, cierto, pero no sin elegancia,
de la procuradora, iban a abrir a sus miradas admiradoras.
Y luego él, el hombre errante por la tierra, el hombre sin fortuna, el hombre sin familia, el
soldado habituado a los albergues, a los tugurios; a las tabernas, a las posadas, el gastrónomo
forzado la mayor parte del tiempo a limitarse a bocados de ocasión, iba a probar comidas
caseras, a saborear un interior confortable y a dejarse mimar con esos pequeños cuidados que
cuanto más duro es uno más placen, como dicen los viejos soldadotes.
Venir en calidad de primo a sentarse todos los días a una buena mesa, desarrugar la frente
amarilla y arrugada del viejo procurador, desplumar algo a los jóvenes pasantes enseñándoles la
baceta, el passedix y el lansquenete en sus jugadas más finas, y ganándoles a manera de
honorarios por la lección que les daba en una hora sus ahorros de un mes, todo esto hacía
sonreír enormemente a Porthos.
El mosquetero recordaba bien, de aquí y de allá, las malas ideas que corrían en aquel tiempo
sobre los procuradores y que les han sobrevivido: la tacañería, los recortes, los días de ayuno,
pero como después de todo, salvo algunos accesos de economía que Porthos había encontrado
siempre muy intempectivos, había visto a la procuradora bastante liberal, para una procuradora,
por supuesto, esperó encontrar una casa montada de forma halagüeña.
Sin embargo, a la puerta el mosquetero tuvo algunas dudas: el comienzo era para animar a la
gente: alameda hedionda y negra, escalera mal aclarada por barrotes a través de los cuales se
filtraba la luz de un patio vecino; en el primer piso una puerta baja y herrada con enormes clavos
como la puerta principal de Grand Chátelet.
Porthos llamó con el dedo: un pasante alto, pálido y escondido bajo una selva virgen de pelo,
vino a abrir y saludó con aire de hombre obligado a respetar en otro al mismo tiempo la altura
que indica la fuerza, el uniforme militar que indica el estado, y la cara bermeja que indica el hábito de vivir bien.
Otro pasante más pequeño tras el primero, otro pasante más alto tras el segundo, un
mandadero de doce años tras el tercero.
En total, tres pasantes y medio; lo cual, para la época, anunciaba un bufete de los más surtidos.
Aunque el mosquetero sólo tenía que llegar a la una, desde medio día la procuradora tenía el
ojo avizor y contaba con el corazón y quizá también con el estómago de su adorador para que adelantase la hora.
La señora Coquenard llegó, pues, por la puerta de la vivienda casi al mismo tiempo que su
invitado llegaba por la puerta de la escalera, y la aparición de la digna dama lo sacó de un gran
apuro. Los pasantes eran curiosos y él, no sabiendo demasiado bien qué decir a aquella gama
ascendente y descendente, permanecía con la lengua muda.
-Es mi primo -exclamó la procuradora-; entrad pues, entrad, señor Porthos.
El nombre de Porthos causó efecto en los pasantes, que se echaron a reír; pero Porthos se
volvió, y todos los rostros recuperaron su gravedad.
Llegaron al gabinete del procurador tras haber atravesado la ante cámara donde estaban los
pasantes, y el estudio donde habrían debido estar; esta última habitación era una especie de sala
negra y amueblada, con papelotes. Al salir del estudio, dejaron la cocina a la derecha y entraron en la sala de recibir.
Todas aquellas habitaciones que se comunicaban no inspiraron en Porthos buenas ideas. Las
palabras debían oírse desde lejos por todas aquellas puertas abiertas; luego, al pasar, había
lanzado una mirada rápida y escrutadora en la cocina, y a sí mismo se confesaba, para
vergüenza de la procuradora y para pesar suyo, que no había visto ese fuego, esa animación, ese
movimiento que a la hora de una buena comida reinan ordinariamente en ese santuario de la gula.
Indudablemente el procurador había sido prevenido de aquella visita, porque no testimonió
ninguna sorpresa ante la vista de Porthos, que avanzó sobre él con un aire bastante desenvuelto y lo saludó cortésmente.
-Somos primos, según parece, señor Porthos -dijo el procurador levantándose a fuerza de brazos sobre su sillón de caña.
El viejo, envuelto en un gran jubón en el que se perdía su cuerpo endeble, era vigoroso y seco;
sus ojillos grises brillaban como carbunclos y parecían, junto con su boca gesticulera, la única
parte de su rostro donde quedaba vida. Por desgracia, las piernas comenzaban a rehusar servir a
toda aquella máquina ósea; desde que hacía cinco o seis meses se había dejado sentir este
debilitamiento, el digno procurador se había convertido casi en el esclavo de su mujer.
El primo fue aceptado con resignación, eso fue todo. Un maese Coquenard ligero de piernas
hubiera declinado todo parentesco con el señor Porthos.
-Sí, señor, somos primos -dijo sin desconcertarse Porthos, que por otra parte jamás había
contado con ser recibido por el marido con entusiamo.
-¿Por parte de las mujeres, según creo? -dijo maliciosamente el procurador.
Porthos no se dio cuenta de la socarronería y la tomó por una ingenuidad de la que se rió para
sus adentros. La señora Coquenard, que sabía que el procurador ingenuo era una variedad muy
rara en la especie, sonrió algo y se ruborizó mucho.
Desde la llegada de Porthos, maese Coquenard había puesto con inquietud los ojos en un gran
armario colocado frente a su escritorio de roble. Porthos comprendió que aquel armario, aunque
no correspondiese a la forma del que había visto en sus sueños, debía ser el bienaventurado
arcón, y se congratuló de que la realidad tuviera seis pies más alto que el sueño.
Maese Coquenard no prosiguió más lejos sus investigaciones genealógicas, pero volviendo su
mirada inquieta del armario a Porthos, se encontró con decir:
-Señor primo, antes de su partida para la campaña, nos hará el favor de cenar una vez con
nosotros, ¿no es así, señora Coquenard?
En esta ocasión Porthos recibió el golpe en pleno estómago y lo sintió; parece que por su lado
la señora Coquenard tampoco fue insensible a él porque añadió:
-Mi primo no volvería si cree que le tratamos mal; en caso contrario, tiene demasiado poco
tiempo que pasar en París y, por consiguiente, para vernos, para que no le pidamos casi todos
los instantes de quo pueda disponer hasta su partida.
-¡Oh, mis piernas, mis pobres piernas! ¿Dónde estáis? -murmuró Coquenard. Y trató de sonreír.
Esta ayuda que le había llegado a Porthos en el momento que era atacado en sus esperanzas
gastronómicas inspiró al mosquetero mucha gratitud hacia su procuradora.
Pronto llegó la hora de comer. Pasaron al comedor, gran sala oscura que se hallaba situada en frente a la cocina.
Los pasantes que, a lo que parece, habían notado en la casa perfumes desacostumbrados,
eran de una exactitud militar, y tenían a mano sus taburetes, dispuestos como estaban a
sentarse. Se los veía remo. ver por adelantado las mandíbulas con disposiciones tremendas.
«¡Rediós! -pensó Porthos lanzando una mirada sobre los tres hambrientos, porque el
mandadero no era, como es lógico, admitido er los honores de la mesa magistral-. ¡Rediós! En
lugar de mi primo, yo no conservaría semejantes golosos. Se diría náufragos que no han comido
desde hace seis semanas.»
Maese Coquenard entró, empujado en su sillón de ruedas por la señora Coquenard, a quien
Porthos, a su vez, vino a ayudar para llevar a su marido hasta la mesa.
Apenas hubo entrado, movió la nariz y las mandíbulas al igual que sus pasantes.
-¡Vaya vaya! -dijo-. Tenemos una sopa prometedora.
-¿Qué diablos huelen de extraordinario en la sopa? -dijo Porthos ante el aspecto de un caldo
pálido, abundante, pero completamente ciego y sobre el que nadaban algunas cortezas, raras
como las islas de un archipiélago.
La señora Coquenard sonrió y a una indicación suya todo el mundo se sentó con diligencia.
El primero en ser servido fue maese Coquenard, luego Porthos; después la señora Coquenard
llenó su plato y distribuyó las cortezas sin caldo a los pasantes impacientes.
En aquel momento se abrió por sí sola la puerta del comedor rechinando, y Porthos, a través
de los batientes entreabiertos, vio al pequeño recadero que, no pudiendo participar en el festín,
comía su pan entre el doble olor de la cocina y del comedor.
Tras la sopa, la criada trajo una gallina hervida; magnificiencia que hizo dilatar los párpados de
los invitados de tal forma que parecían a punto de romperse.
-¡Cómo se ve que queréis a vuestra familia, señora Coquenard! -dijo el procurador con una
sonrisa casi trágica-. Esto es una galantería que tenéis con vuestro primo.
La pobre gallina era delgada y estaba revestida de uno de esos gruesos pellejos erizados que
los huesos nunca horadan pese a sus esfuerzos; habrían tenido que buscarla durante mucho
tiempo antes de encontrarla en el palo al que se había retirado para morir de vejez.
«¡Diablos! -pensó Porthos-. ¡Sí que es triste esto! Yo respeto la vejez, pero hago poco caso de si está hervida o asada.»
Y miró a la redonda para ver si su opinión era compartida; pero al contrario que él, no vio más
que ojos resplandecientes, que devoraban por adelantado aquella sublime gallina, objeto de sus desprecios.
La señora Coquenard atrajo la fuente para sí, separó hábilmente las dos grandes patas negras,
que puso en el plato de su marido; cortó el cuello, que se puso, dejando a un lado la cabeza,
para ella; cortó el ala para Porthos y devolvió a la criada que acababa de traerlo el animal, que
volvió casi intacto, y que había desaparecido antes de que el mosquetero tuviera tiempo de
examinar las variaciones que el desencanto pone en los rostros, según los caracteres y
temperamentos de quienes lo experimentan.
En lugar del pollo, hizo su entrada una fuente de habas, fuente enorme en la que hacían
ademán de mostrarse algunos huesos de cordero, a los que en un principio se hubiera creído acompañados de carne.
Mas los pasantes no fueron víctimas de esta superchería y los rostros lúgubres se convirtieron en rostros resignados.
La señora Coquenard distribuyó este manjar a los jóvenes con la moderación de una buena ama de casa.
Llegó la ronda del vino. Maese Coquenard echó de una botella de gres muy exigua el tercio de
un vaso a cada uno de los jóvenes, se sirvió a sí mismo en proporciones casi iguales, y la botella
pasó al punto del lado de Porthos y de la señora Coquenard.
Los jóvenes llenaron con agua aquel tercio de vino, luego, cuando habían bebido la mitad del
vaso, volvían a llenarlo, y seguían haciéndolo siempre así; lo cual les llevaba al final de la comida
a tragar una bebida que del color del rubí había pasado al del topacio quemado.
Porthos comió tímidamente su ala de gallina, y se estremeció al sentir bajo la mesa la rodilla de
la procuradora que venía a encontrar la suya. Bebió también medio vaso de aquel vino tan
escatimado, y que reconoció como uno de esos horribles caldos de Montreuil, terror de los, paladares expertos.
Maese Coquenard lo miró engullir aquel vino puro y suspiró.
-¿Queréis comer estas habas, primo Porthos? -dijo la señora Coquenard en ese tono que quiere
decir: Creedme, no las comáis.
-¡Al diablo si las pruebo! -murmuró por lo bajo Porthos. Y añadió en voz alta-: Gracias, prima, no tengo más hambre.
Y se hizo un silencio. Porthos no sabía qué comportamiento tener. El procurador repitió varias veces:
¡Ay señora Coquenard! Os felicito, vuestra comida era un verdadero festín. ¡Dios, cómo he comido!
Maese Coquenard había comido su sopa, las patas negras de la gallina y el único hueso de
cordero en que había algo de carne.
Porthos creyó que se burlaban de él, y comenzó a retorcerse el mostacho y a fruncir el
entrecejo; pero la rodilla de la señora Coquenard vino suavemente a aconsejarle paciencia.
Aquel silencio y aquella intrerrupción de servicio, que se habían vuelto ininteligibles para
Porthos, tenían por el contrario una significación terrible para los pasantes: a una mirada del
procurador, acompañada de una sonrisa de la señora Coquenard, se levantaron lentamente de la
mesa, plegaron sus servilletas más lentamente aún, luego saludaron y se fueron.
-Id, jóvenes, id a hacer la digestión trabajando -dijo gravemente el procurador.
Una vez idos los pasantes, la señora Coquenard se levantó y sacó un trozo de queso, confitura
de membrillo y un pastel que ella misma había hecho con almendras y miel.
Maese Coquenard frunció el ceño, porque veía demasiados postres; Porthos se pellizcó los
labios, porque veía que no había nada que comer.
Miró si aún estaba allí el plato de habas; el plato de habas había desaparecido.
-Gran festín -exclamó maese Coquenard agitándose en su silla-, auténtico festín, epuloe
epularum; Lúculo cena en casa de Lúculo.
Porthos miró la botella que estaba a su lado, y esperó que con vino, pan y queso comería; pero
no había vino, la botella estaba vacía; el señor y la señora Coquenard no parecieron darse cuenta.
-Está bien -se dijo Porthos-, ya estoy avisado.
Pasó la lengua sobre una cucharilla de confituras y se dejó pegados los labios en la pasta
pegajosa de la señora Coquenard.
-Ahora -se dijo-, el sacrificio está consumado. ¡Ay, si tuviera la esperanza de mirar con la
señora Coquenard en el armario de su marido!
Maese Coquenard, tras las delicias de semejante comida, que él llamaba exceso, sintió la
necesidad de echarse la siesta. Porthos esperaba que tendría lugar a continuación y en aquel
mismo lugar; pero el procurador maldito no quiso oír nada: hubo que llevarlo a su habita ción y
gritó hasta que estuvo delante de su armario, sobre cuyo reborde, por mayor precaución aún, posó sus pies.
La procuradora se llevó a Porthos a una habitación vecina y comenzaron a sentar las bases de la reconciliación.
-Podréis venir tres veces por semana -dijo la señora Coquenard.
-Gracias -dijo Porthos-, no me gusta abusar; además, tengo que pensar en mi equipo.
-Es cierto -dijo la procuradora gimiendo- Ese desgraciado equipo. . .
-¡Ay, sí! -dijo Porthos-. Es por él.
-Pero ¿de qué se compone el equipo de vuestro regimiento, señor Porthos?
-¡Oh, de muchas cosas! -dijo Porthos-. Los mosqueteros, como sabéis, son soldados de elite, y
necesitan muchos objetos que son inútiles para los guardias o para los Suizos.
-Pero detalládmelos…
-En total pueden llegar a… -dijo Porthos, que prefería discutir el total que el detalle.
La procuradora esperaba temblorosa.
¿A cuánto? -dijo ella-. Espero que no pase de… detuvo, le faltaba la palabra.
-¡Oh, no! -dijo Porthos-. No pasa de dos mil quinientas libras; creo incluso que, haciendo
economías, con dos mil libras me arreglaré.
-¡Santo Dios, dos mil libras! -exclamó ella-. Eso es una fortuna.
Porthos hizo una mueca de las más significativas; la señora Coquenard la comprendió.
-Preguntaba por el detalle porque, teniendo muchos parientes y clientes en el comercio, estaba
casi segura de obtener las cosas a la m tad del precio a que las pagaríais vos.
-¡Ah, ah -dijo Porthos-, si es eso lo que habéis querido decir!
-Sí, querido señor Porthos. ¿Así que lo primero que necesitáis es un caballo?
-Sí, un caballo.
-¡Pues bien, precisamente lo tengo!
-¡Ah! -dijo Porthos radiante-. O sea que lo del caballo está arreglado; luego me hacen falta el
enjaezamiento completo, que se compone de objetos que sólo un mosquetero puede comprar, y
que por otra parte no subirá de las trescientas libras.
-Trescientas libras, entonces pondremos trescientas libras -dijo la procuradora con un suspiro.
Porthos sonrió: como se recordará, tenía la silla que le venía di Buckingham: eran por tanto
trescientas libras que contaba con mete astutamente en su bolsillo.
-Luego -continuó-, está el caballo de mi lacayo y mi equipaje en cuanto a las armas es inútil
que os preocupéis, las tengo.
-¿Un caballo para vuestro lacayo? -contestó la procuradora. Vaya, sois un gran señor, amigo mío.
-Eh, señora -dijo orgullosamente Porthos-, ¿soy acaso un muerto de hambre?
-No, sólo decía que un bonito mulo tiene a veces tan buena pinta como un caballo, y que me
parece que consiguiéndoos un buen mulo para Mosquetón…
-Bueno, dejémoslo en un buen mulo -dijo Porthos-; tenéis razón, he visto a muy grandes
señores españoles cuyo séquito iba en mulo pero entonces incluid, señora Coquenard, un mulo
con penachos cascabeles.
-Estad tranquilo -dijo la procuradora.
-Queda la maleta.
-Oh, en cuanto a eso no os preocupéis -exclamó la señor, Coquenard-, mi marido tiene cinco o
seis maletas, escogeréis la mejor; tiene una sobre todo que le gustaba mucho para sus viajes y
qu, es tan grande que cabe un mundo.
-Y esa maleta, ¿está vacía? -preguntó ingenuamente Porthos
-Claro que está vacía -respondió ingenuamente por su lado la procuradora.
-¡Ay, la maleta que yo necesito ha de ser una maleta bien provista, querida!
La señora Coquenard lanzó nuevos suspiros. Molière no había escrito aún su escena de
L’Avare: la señora Coquenard precede por tanto a Harpagón.
En resumen, el resto del equipo fue debatido sucesivamente de la misma manera; y el
resultado de la escena fue que la procuradora pediría a su marido un préstamo de ochocientas
libras en plata, y proporcionaría el caballo y el mulo que tendrían el honor de llevar a la gloria a Porthos y a Mosquetón.
Fijadas estas condiciones, y estipulados los intereses así como la fecha de rembolso, Porthos se
despidió de la señora Coquenard. Esta quería retenerlo poniéndole ojos de cordera; pero Porthos
pretextó las exigencias del servicio, y fue necesario que la procuradora cediese el puesto al rey.
El mosquetero volvió a su casa con un hambre de muy mal humor.