Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
Donde se trata del equipo de Aramis y de Porthos
Desde que los cuatro amigos estaban a la caza cada cual de su equipo, no había entre ellos
reunión fija. Cenaban unos sin otros, donde cada uno se encontraba, o mejor, donde se podía. El
servicio, por su lado, les llevaba también una buena parte de su precioso tiempo, que transcurría
tan deprisa. Habían convenido solamente en encontrarse una vez por semana, hacia la una en el
alojamiento de Athos, dado que este último, según el juramento que había hecho, no pasaba del umbral de su puerta.
El mismo día en que Ketty había ido a buscar a D’Artagnan a su casa era día de reunión.
Ápenas hubo salido Ketty, D’Artagnan se dirigió hacia la calle Férou.
Encontró a Athos y Aramis que filosofaban. Aramis tenía ciertas ve leidades de volver a ponerse
la sotana. Athos, según su costumbre, ni lo disuadía ni lo alentaba. Athos era de la opinión de
dejar a cada cual a su libre albedrío. Nunca daba consejos a no ser que se los pidieran. E incluso
había que pedírselos dos veces.
-En general, no se piden consejos -decía- más que para no seguirlos; o, si se siguen, es para
tener a alguien a quien se puede reprochar el haberlos dado.
Porthos llegó un momento después de D’Artagnan. Los cuatro amigos estaban, pues, reunidos.
Los cuatro rostros expresaban cuatro sentimientos distintos: el de Porthos tranquilidad; el de
D’Artagnan, esperanza; el de Aramis, inquietud; el de Athos, despreocupación.
Al cabo de un instante de conversación en la cual Porthos dejó entrever que una persona
situada muy arriba había tenido a bien encargarse de sacarle del apuro, entró Mosquetón.
Venía a rogar a Porthos que pasase a su alojamiento, donde su presencia era urgente, según decía con aire muy lastimoso.
-¿Es mi equipo? -preguntó Porthos.
-Sí y no -respondió Mosquetón.
-Pero ¿qué es lo que quieres decir?…
-Venid, señor.
Porthos se levantó, saludó a sus amigos y siguió a Mosquetón.
Un instante después, Bazin apareció en el umbral de la puerta.
-¿Para qué me queréis, amigo mío? -dijo Aramis con aquella dulzura de lenguaje que se
observaba en él cada vez que sus ideas lo llevaban hacia la iglesia.
-Un hombre espera al señor en casa -respondió Bazin.
-¡Un hombre! ¿Qué hombre?
-Un mendigo.
-Dadle limosna, Bazin, y decidle que ruege por un pobre pecador.
-Ese mendigo quiere forzosamente hablaros, y pretende que estaréis encantado de verlo.
-¿No ha dicho nada de particular para mí?
-Sí. Si el señor Aramis, ha dicho, duda en venir a buscarme, le anunciaréis que llego de Tours.
-¿De Tours? -exclamó Aramis-. Señores, mil perdones, pero sin duda este hombre me trae noticias que esperaba.
Y levantándose al punto se alejó rápidamente.
Quedaron Athos y D’Artagnan.
-Creo que esos muchachos han encontrado su solución. ¿Qué pensáis, D’Artagnan? -dijo Athos.
-Sé que Porthos lleva camino de conseguirlo -dijo D’Artagnan-; y en cuanto a Aramis, a decir
verdad, nunca me ha preocupado mucho; pero vos, mi querido Athos, vos que tan
generosamente habéis distribuido las pistolas del inglés que eran vuestra legítima, ¿Qué vais a hacer?
-Estoy muy contento de haber matado a ese maldito, querido, dado que es pan bendito matar
un inglés, pero si me hubiera embolsado sus pistolas me pesarían como un remordimiento.
-¡Vamos, mi querido Athos! Realmente tenéis ideas inconcebibles.
-¡Dejémoslo, dejémoslo! El señor de Tréville, que me hizo el honor de visitarme ayer, me dijo
que frecuentáis a esos ingleses sospechosos que protege el cardenal.
-Eso quiere decir que visito una inglesa de la que ya os he hablado.
-Ah, sí, la mujer rubia respecto a la cual os he dado consejos que naturalmente os habéis cuidado mucho de seguir.
-Os he dado mis razones.
-Sí, veis ahí vuestro equipo, según creo por lo que me habéis dicho.
-¡Nada de eso! He conseguido la certeza de que esa mujer tiene algo que ver con el rapto de la señora Bonacieux.
-Sí, comprendo; para encontrar a una mujer, hacéis la corte a otra: es el camino más largo, pero el más divertido.
D’Artagnan estuvo a punto de contárselo todo a Athos; pero un punto lo detuvo: Athos era un
gentilhombre severo sobre el pundonor, y en todo aquel pequeño plan que nuestro enamorado
había fijado respecto a Milady había ciertas cosas que de antemano, estaba seguro de ello, no
obtendrían el asentimiento del puritano; prefirió, pues, guardar silencio, y como Athos era el
hombre menos curioso de la tierra, las confidencias de D’Artagnan se quedaron ahí.
Dejaremos, pues, a los dos amigos, que no tenían nada muy importante que decirse, para seguir a Aramis.
A la nueva de que el hombre que quería hablarle llegaba de Tours, ya hemos visto con qué
rapidez el joven había seguido, o mejor, adelantado a Bazin; no dio, pues, más que un salto de la
cane Férou a la calle de Vaugirard.
Al entrar en su casa, encontró efectivamente a un hombre de esta tura baja y ojos inteligentes,
pero cubierto de harapos.
-¿Sois vos quien preguntáis por mí? -dijo el mosquetero.
-Yo pregunto por el señor Aramis; ¿sois vos quien os llamáis asî?
-Yo mismo; ¿tenéis algo que entregarme?
-Sí, si me mostráis cierto pañuelo bordado.
-Helo aquí -dijo Aramis sacando una llave de su pecho y abriendo un cofrecito de madera de
ébano incrustado de nácar-, helo aquí, mirad.
-Está bien -dijo el mendigo-, despedid a vuestro lacayo.
En efecto, Bazin, curioso por saber lo que el mendigo quería de su maestro, había acompasado
el paso al suyo, y había llegado casi al mismo tiempo que él; pero esta celeridad no le sirvió de
gran cosa; a la invitación del mendigo, su amo le hizo seña de retirarse, y no tuvo más remedio que obedecer.
Una vez que Bazin salió, el mendigo lanzó una mirada rápida en torno a él, a fin de asegurarse
de que nadie podía verlo ni oírlo, y abriendo su vestido harapiento mal apretado por un cinturón
de cuero, se puso a descoser la parte alta de su jubón, de donde sacó una carta.
Aramis lanzó un grito de alegría a la vista del sello, besó la escritura, y con un respeto casi
religioso abrió la epístola, que contenía lo que sigue:
«Amigo, la suerte quiere que sigamos separados por algún tiempo aún; mas los hermosos días
de la juventud no se han perdido sin retorno. Cumplid vuestro deber en el campamento; yo
cumplo el mío en otra parte; haced la campaña como gentilhombre valiente, y pensad en mí, que
beso tiernamente vuestros ojos negros.
¡Adiós, o mejor, hasta luego!»
El mendigo seguía descosiendo; de sus sucios vestidos sacó una a una ciento cincuenta pistolas
dobles de España, que alineó sobre la mesa; luego, abrió la puerta, saludó y partió antes de que
el joven, estupefacto, hubiera osado dirigirle la palabra.
Aramis releyó entonces la carta, y se dio cuenta de que aquella carta tenía un post-scriptum.
«P.-S. -Podéis acoger al portador, que es conde y grande de España. »
-¡Sueños dorados! -exclamó Aramis-. ¡Oh hermosa vida! Sí, somos jóvenes. Sí, aún tendremos
días felices. ¡Óh, para ti, para ti, amor mío, mi sangre, mi vida, todo, todo, mi bella dueña!
Y besaba la carta con pasión sin mirar siquiera el oro que centelleaba sobre la mesa.
Bazin llamó suavemente a la puerta; Aramis no tenía ya motivo para mantenerlo a distancia; le permitió entrar.
Bazin quedó estupefacto a la vista de aquel oro y olvidó que venía a anunciar a D’Artagnan,
que, curioso por saber quién era el mendigo, venía a casa de Aramis al salir de la de Athos.
Pero como D’Artagnan no se preocupaba mucho con Aramis, al ver que Bazin olvidaba
anunciarlo, se anunció él mismo.
-¡Diablo, mi querido Aramis! -dijo D’Artagnan-. Si esto son las ciruelas que os envían de Tours,
presentaréis mis respetos al jardinero que las cosecha.
-Os equivocáis, querido -dijo Aramis siempre discreto-, es mi librero, que acaba de enviarme el
precio de aquel poema en versos de una sílaba que comencé allá.
-¡Ah, claro! -dijo D’Artagnan-. Pues bien, vuestro librero es generoso, mi querido Aramis, es todo cuanto puedo deciros.
-¡Cómo, señor! -exclamó Bazin-. ¿Tan caro se vende un poema? ¡Es increble! Oh, señor,
haced- cuantos queráis, podéis convertiros en el émulo del señor de Voiture y del señor de
Benserade. También a mí me gusta esto. Un poeta es casi un abate. ¡Ah, señor Aramis, meteos, pues, a poeta, os lo suplico!
-Bazin, amigo mío -dijo Aramis-, creo que os estáis mezclando en la conversación.
Bazin comprendió que se había equivocado; bajó la cabeza y salió.
-¡Vaya! -dijo D’Artagnan con una sonrisa-. Vendéis vuestras producciones a peso de oro, sois
muy afortunado, amigo mío; pero tened cuidado, vais a perder esa carta que sale de vuestra
casaca, y que sin duda también es de vuestro librero.
Aramis se puso rojo hasta el blanco de los ojos, volvió a meter su carta y a abotonar su jubón.
-Mi querido D’Artagnan -dijo-, vayamos si os parece en busca de nuestros amigos; y puesto
que soy rico, hoy volveremos a comer juntos a la espera de que vos seais rico en otra ocasión.
-¡A fe que con mucho gusto! -dijo D’Artagnan-. Hace tiempo que no hemos hecho una comida
decente; y como por mi cuenta esta noche tengo que hacer una expedición algo arriesgada, no
me molestará, lo confieso, que se me suba la cabeza con algunas botellas de viejo borgoña.
-¡Vaya por el viejo borgoña! Tampoco yo lo detesto -dijo. Aramis, a quien la vista del oro había
quitado como con la mano sus ideas de retiro.
Y tras poner tres o cuatro pistolas en su bolso para responder a las necesidades del momento,
guardó las otras en el cofre de ébano incrustado de nácar donde ya estaba el famoso pañuelo
que le había servido de talismán.
Los dos amigos se dirigieron primero a casa de Athos que, fiel al juramento que había hecho
de no salir, se encargó de hacerse traer a cena a casa; como entendía a las mil maravillas los
detalles gastronómicos, D’Artagnan y Aramis no pusieron ninguna dificultad en dejarle ese importante cuidado.
Se dirigían a casa de Porthos cuando en la esquina de la calle du Bac se encontraron con
Mosquetón, que con aire lastimero echaba por delante de él a un mulo y a un caballo.
D’Artagnan lanzó un grito de sorpresa, que no estaba exento de mezcla de alegría.
-¡Ah, mi caballo amarillo! -exclamó-. Aramis, ¡mirad ese caballo!
-¡Oh, horroroso rocín! -dijo Aramis.
-Pues bien, querido -prosiguió D’Artagnan-, es el caballo sobre el que vine a Paris.
-¿Cómo? ¿El señor conoce este caballo? -dijo Mosquetón.
-Es de un color original -dijo Aramis-; es el único que he visto en mi vida con ese pelo.
-Eso creo también -prosiguió D’Artagnan-; yo lo vendí por eso en tres escudos, y debió ser por
el pelo, porque el esqueleto no vale desde luego dieciocho libras. Pero ¿cómo se encuentra entre
tus manos este caballo, Mosquetón?
-¡Ah -dijo el criado- no me habléis de ello, señor, es una mala pasada del marido de nuestra duquesa!
-¿Cómo ha sido eso, Mosquetón?
-Sí, somos vistos con buenos ojos por una mujer de calidad, la duquesa de…, pero perdón, mi
amo me ha recomendado ser discreto. Nos había forzado a aceptar un pequeño recuerdo, un
magnífico caballo berberisco y un mulo andaluz, que eran maravillosos de ver; el marido se ha
enterado del asunto, ha confiscado al pasar las dos magníficas bestias que nos enviaban, ¡y las
ha sustituido por estos horribles animales!
-Que tú devuelves -dijo D’Artagnan.
-Exacto -contestó Mosquetón-; comprenderéis que no podemos aceptar semejantes monturas a
cambio de las que nos han prometido.
-No, pardiez, aunque me hubiera gustado ver a Porthos sobre rni Botón de Oro; eso me habría
dado una idea de lo que era yo mismo cuando llegué a Paris. Pero no te entretenemos,
Mosquetón, vete a hacer el recado de tu amo, vete. ¿Está él en casa?
-Sí, señor -dijo Mosquetón-, pero muy desapacible, id.
Y continuó su camino hacia el paseo des Grands-Augustins, mientras los dos amigos iba a
llamar a la puerta del infortunado Porthos. Este les había visto atravesar el patio y se había
abstenido de abrir. Llamaron, pues, inútilmente.
Mientras tanto, Mosquetón continuaba su camino y al atravesar el Pont-Neuf, siempre arreando
delante de él sus dos matalones, llegó a la calle aux Ours. Llegado allí, ató, según las órdenes de
su amo, caballo y mulo a la aldaba de la puerta del procurador; luego, sin inquietarse por su
suerte futura, volvió en busca de Porthos y le anunció que su recado estaba hecho.
Al cabo de cierto tiempo, las dos desgraciadas bestias, que no habían comido desde la
mañana, hicieron tal ruido alzando y dejando caer la aldaba de la puerta que el procurador
ordenó a su recadero ir a informarse en el vecindario a quién pertenecían el çaballo y el mulo.
La señora Coquenard reconoció su regalo, y no comprendió al principio nada de aquella
devolución; pero pronto la visita de Porthos la iluminó. La furia que brillaba en los ojos del
mosquetero, pese a la coacción que se imponía espantó a la sensible amante. En efecto, Mosquetón
no había ocultado a su amo que había encontrado a D’Artagnan y a Aramis, y que
D’Artagnan había reconocido en el caballo amarillo la jaca bearnesa sobre la que había venido a
Paris y que había vendido por tres escudos.
Porthos salió tras haber dado cita a la procuradora en el claustro Saint-Maglorie. La
procuradora, al ver que Porthos se iba, lo invitó a cenar, invitación que el mosquetero rehusó con aire lleno de majestad.
La señora Coquenard se dirigió toda temblorosa al claustro Saint-Maglorie, porque adivinaba
los reproches que allí le esperaban; pero estaba fascinada por las grandes maneras de Porthos.
Todas las imprecaciones y reproches que un hombre herido en su amor propio puede dejar
caer sobre la cabeza de una mujer, Porthos las dejó caer sobre la cabeza inclinada de la procuradora.
-iAy! -dijo-. Lo he hecho lo mejor que he podido. Uno de nuestros clientes es mercader de
caballos, debía dinero al bufete, y se mostraba recalcitrante. He cogido este mulo y este caballo
por lo que nos debía; me había prometido dos monturas regias.
-iPues bien, señora -dijo Porthos-, si os debía más de cinco escudos vuestro chalán es un ladrón!
-No está prohibido buscar lo barato, señor Porthos -dijo la procuradora tratando de excusarse.
-No, señora, pero quienes buscan lo barato deben permitir a los otros buscarse amigos más generosos.
Y Porthos, girando sobre sus talones, dio un paso para retirarse.
-¡Señor Porthos, señor Porthos! -exclamó la procuradora-. Me he equivocado, lo reconozco, y
no habría debido regatear tratándose de equipar a un caballero como vos.
Porthos, sin responder, dio un segundo paso de retirada.
La procuradora creyó verlo en una nube centelleante todo rodeado de duquesas y marquesas
que le lanzaban bolsas de oro a los pies.
-¡Deteneos, en nombre del cielo! Señor Porthos -exclamó-, deteneos y hablemos.
-Hablar con vos me trae mala suerte -dijo Porthos.
-Pero decidme, ¿qué pedís?
-Nada, porque esto equivale a lo mismo que si os pidiese algo.
La procuradora se colgó del brazo de Porthos, y en el impulso de su dolor, exclamó:
-Señor Porthos, yo ignoro todo esto, ¿sé acaso lo que es un caballo? ¿Sé lo que son los arneses?
-Teníais que haber confiado en mí, que sí lo sé, señora; pero habéis querido economizar y, en consecuencia, prestar a usura.
-Es un error, señor Porthos, y lo repararé bajo palabra de honor.
-¿Y cómo? -preguntó el mosquetero.
-Escuchad. Esta noche el señor Coquenard va a casa del señor duque de Chaulnes, que lo ha
llamado. Es para una consulta que durará dos horas por los menos; venid, estaremos solos y
haremos nuestras cuentas.
-¡En buena hora! Eso es lo que se dice hablar, querida mía.
-¿Me perdonáis?
-Veremos -dijo majestuosamente Porthos.
Y ambos se separaron diciéndose: Hasta esta noche.
«¡Diablos! -pensó Porthos al alejarse-. Me parece que me estoy acercando por fin al baúl de maese Coquenard.»