Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
El cardenal
El cardenal apoyó su codo sobre su manuscrito, su mejilla sobre su mano, y miró un instante al
joven. Nadie tenía el ojo más profundamente escrutador que el cardenal, y D’Artagnan sintió
aquella mirada correr por sus venas como una fiebre.
Sin embargo puso buena cara, teniendo su sombrero en sus manos y esperando el capricho de
Su Eminencia, sin demasiado orgullo, pero también sin demasiada humildad.
-Señor -le dijo el cardenal-, ¿sois vos un D’Artagnan del Béam?
-Sí, monseñor -respondió el joven.
-Hay muchas ramas de D’Artagnan en Tarbes y en los alrededores -dijo el cardenal-; ¿a cuál pertenecéis vos?
-Soy hijo del que hizo las guerras de religión con el gran rey Enrique, padre de Su Graciosa Majestad.
-Eso está bien. ¿Sois vos quien salisteis hace siete a ocho meses más o menos de vuestra
región para venir a buscar fortuna a la capital?
-Sí, monseñor.
-Vinisteis por Meung, donde os ha ocurrido algo, no sé muy bien qué, pero algo.
-Monseñor -dijo D’Artagnan-, lo que me pasó…
-Inútil, inútil -replicó el cardenal con una sonrisa que indicaba que conocía la historia tan bien
como el que quería contársela-; esta bais recomendado al señor de Tréville, ¿no es así?
-Sí, monseñor, pero precisamente, en ese desgraciado asunto de Meung…
-Se perdió la carta -prosiguió la Eminencia-; sí, ya sé eso; pero el señor de Tréville es un
fisonomista hábil que conoce a los hombres a primera vista, y os ha colocado en la compañía de
su cuñado, el señor des Essarts, dejándoos la esperanza de que un día a otro entraríais en los mosqueteros.
-Monseñor está perfectamente informado -dijo D’Artagnan.
-Desde esa época os han pasado muchas cosas: os habéis paseado por detrás de los Chartreux
cierto día que más hubiera valido que estuvieseis en otra parte; luego habéis hecho con vuestros
amigos un viaje a las aguas de Forges; ellos se han detenido en ruta, pero vos habéis continuado
vuestro camino. Es muy sencillo, teníais asuntos en Inglaterra.
-Monseñor -dijo D’Artagnan completamente desconcertado-, yo iba…
-De caza, a Windsor, o a otra parte, eso no importa a nadie. Sé eso, porque mi obligación
consiste en saberlo todo. A vuestro regreso, habéis sido recibido por una augusta persona, y veo
con placer que habéis conservado el recuerdo que os ha dado.
D’Artagnan llevó la mano al diamante que tenía de la reina, y volvió con presteza el engaste
hacia dentro; pero era demasiado tarde.
-Al día siguiente de esa fecha, habéis recibido la visita de Cavois -prosiguió el cardenal-; iba a
rogaros que pasaseis por el Palais; esa visita no la habéis hecho, y habéis cometido un error.
-Monseñor, temía haber incurrido en desgracia con Vuestra Eminencia.
-¡Vaya! Y eso, ¿por qué señor? Por haber seguido las órdenes de vuestros superiores con más
inteligencia y valor de lo que otro hubiera hecho. ¿Incurrir en mi desgracia cuando merecíais
elogios? Son las personas que no obedecen las que yo castigo, y nos la que, como vos,
obedecen… demasiado bien… Y la prueba, recordad la fecha del día en que os había dicho que
vinierais a verme, buscad en vuestra memoria lo que pasó aquella misma noche.
Era la misma noche en que había tenido lugar el rapto de la señora Bonacieux; D’Artagnan se
estremeció, y recordó que media hora antes la pobre mujer había pasado a su lado, arrastrada
sin duda por la misma potencia que la había hecho desaparecer.
-En fin -continuó el cardenal- como no oía hablar de vos desde hace algún tiempo, he querido
saber qué hacíais. Además, me debéis alguna gratitud: vos mismo habréis observado con qué
miramientos habéis sido tratado en todas las circunstancias.
D’Artagnan se inclinó con respeto.
-Eso -continuó el cardenal-, se debía no sólo a un sentimiento de equidad natural, sino además
a un plan que yo me había trazado respecto a vos.
D’Artagnan estaba cada vez más asombrado.
-Yo quería exponeros ese plan el día que recibisteis mi primera invitación; pero no vinisteis. Por
suerte, nada se ha perdido con ese retraso, y hoy vais a oírlo. Sentaos ahí, delante de mí, señor
D Artagnan: sois lo suficientemente buen gentilhombre para no escuchar de pie.
Y el cardenal indicó con el dedo una silla al joven, que estaba tan asombrado de lo que pasaba
que, para obedecer, esperó una segunda indicación de su interlocutor.
-Sois valiente, señor D’Artagnan -continuó la Eminencia-; sois prudente, cosa que vale más. Me
gustan los hombres de cabeza y de corazón; no os asustéis -dijo sonriendo-, por hombres de
corazón entiendo hombres de valor; mas, pese a lo joven que sois y recién entrado en el mundo,
tenéis enemigos poderosos; ¡si no tenéis cuidado, os perderán!
-¡Ah, monseñor! -respondió el joven-. Lo harán muy fácilmente sin duda; porque son fuertes y
están bien apoyados, mientras que yo estoy solo.
-Sí, es cierto; pero por más solo que estéis, habéis hecho ya mucho, y más haréis aún, no
tengo ninguna duda. Sin embargo, necesitáis, en mi opinión, ser guiado en la aventurera carrera
que habéis emprendido; porque, si no me equivoco, habéis venido a París con la ambiciosa idea de hacer fortuna.
-Estoy en la edad de las locas esperanzas, Monseñor -dijo D’Artagnan.
-No hay locas esperanzas más que para los tontos, señor, y vos sois Inteligente. Veamos, ¿qué
diríais de una enseña en mis guardias, y de una compañía después de la campaña?
-¡Ah, Monseñor!
-Aceptáis, ¿no es así?
-Monseñor -replicó D’Artagnan con aire de apuro.
-¿Cómo? ¿Rehusáis? -exclamó el cardenal asombrado.
-Estoy en los guardias de Su Majestad, Monseñor, y no tengo motivos para estar descontento.
-Pero me parece -dijo la Eminencia- que mis guardias son también los guardias de Su
Majestad, y que con tal que se sirva en un cuerpo francés, se sirve al rey.
-Monseñor, Vuestra Eminencia ha comprendido mal mis palabras.
-¿Queréis un pretexto, no es eso? Comprendo. Pues bien, ese pretexto lo tenéis. El ascenso, la
campaña que se inicia, la ocasión que se os ofrece: eso para la gente; para vos, la necesidad de
protecciones seguras; porque es bueno que sepáis, señor D’Artagnan, que he recibido quejas
graves contra vos, vos no consagráis exclusivamente vuestros días y vuestras noches al servicio del rey.
D’Artagnan se puso colorado.
-Por lo demás -continuó el cardenal posando su mano sobre un legajo de papeles-, tengo todo
un informe que os concierne; pero antes de leerlo, he querido hablar con vos. Os sé hombre de
resolución, y vuestros servicios, bien dirigidos, en vez de perjudicaros pueden reportaros mucho.
Veamos, reflexionad y decidid.
-Vuestra bondad me confunde, Monseñor -respondió D’Artagnan-, y reconozco en vuestra
Eminencia una grandeza de alma que me hace tan pequeño como un gusano; pero, en fin, dado
que Monseñor me permite hablarle con franqueza…
D’Artagnan se detuvo.
-Sí, hablad.
-Pues bien, diré a Vuestra Eminencia que todos mis amigos están en los mosqueteros y en los
guardias del rey, y que mis enemigos, por una fatalidad inconcebible, están con Vuestra
Eminencia; sería por tanto mal recibido y mal mirado si aceptara lo que monseñor me ofrece.
-¿Tendríais la orgullosa idea de que no os ofrezco lo que valéis, señor? -dijo el cardenal con una sonrisa de desdén.
-Monseñor, Vuestra Eminencia es cien veces bueno conmigo, y, por el contrario, pienso no
haber hecho aún suficiente para ser digno de sus bondades. El sitio de La Rochelle va a empezar,
monseñor; yo serviré ante los ojos de Vuestra Eminencia, y si tengo la suerte de comportarme en
ese sitio de tal forma que merezca atraer sus miradas, ¡pues bien!, luego tendré al menos detrás
de mí alguna acción brillante para justificar la protección con que tenga a bien honrarme. Todo
debe ha cerse a su tiempo, monseñor; quizá más tarde tenga yo derecho a darme, en este
momento parecería que me vendo.
-Es decir, que rehusáis servirme, señor -dijo el cardenal con un tono de despecho en el que
apuntaba sin embargo cierta clase de estima-; quedad, pues, libre y guardad vuestros odios y vuestras simpatías.
-Monseñor…
-Bien, bien -dijo el cardenal-, no os quiero; pero como comprenderéis bastante tiene uno con
defender a sus amigos y recompensarlos, no debe nada a sus enemigos, y sin embargo os daré
un consejo: manteneos alerta, señor D’Artagnan, porque en el momento en que yo haya retirado
mi mano de vos, no compraría vuestra vida por un óbolo.
-Lo intentaré, monseñor -respondió el gascón con noble seguridad.
-Más tarde, y si en cierto momento os ocurre alguna desgracia -dijo Richelieu con intención-,
pensad que soy yo quien ha ido a buscaros, y que ha hecho cuanto ha podido para que esa desgracia no os alcanzase.
-Pase lo que pase -dijo D’Artagnan poniendo la mano en el pecho a inclinándose-, tendré
eterna gratitud a Vuestra Eminencia por lo que hace por mí en este momento.
-Bien, como habéis dicho -señor D’Artagnan-, volveremos a vernos en la campaña; os seguiré
con los ojos, porque estaré allí -prosiguió el cardenal señalando con el dedo a D’Artagnan una
magnífica armadura que debía endosarse-, y a vuestro regreso, pues bien, ¡hablaremos!
-¡Ah, monseñor! -exclamó D’Artagnan-. Ahorradme el peso de vuestra desgracia; permaneced
neutral, monseñor, si os parece que actúo como hombre galante.
-Joven -dijo Richelieu-, si puedo deciros una vez más lo que os he dicho hoy, os prometo decíroslo.
Esta última frase de Richelieu expresaba una duda terrible; consternó a D’Artagnan más de lo
que habría hecho una amenaza, porque era una advertencia. El cardenal trataba, pues, de
preservarle de alguna desgracia que lo amenazaba. Abrió la boca para responder, pero con gesto
altivo el cardenal lo despidió.
D’Artagnan salió; pero a la puerta estuvo a punto de fallarle el corazón, y poco le faltó para
volver a entrar. Sin embargo, el rostro grave y severo de Athos se le apareció: si hacía con el
cardenal el pacto que éste le proponía, Athos no volvería a darle la mano, Athos renegaría de él.
Fue este temor el que lo retuvo: ¡tan poderosa es la influencia de un carácter verdaderamente
grande sobre cuanto le rodea!
D’Artagnan descendió por la misma escalera por la que había entrado, y encontró ante la
puerta a Athos y a los cuatro mosqueteros que esperaban su regreso y que comenzaban a
inquietarse. Con una palabra d’Artagnan los tranquilizó, y Planchet corrió a avisar a los demás
puestos que era inútil montar una guardia más larga, dado que su amo había salido sano y salvo del Palais-Cardinal.
Una vez vueltos a casa de Athos, Aramis y Porthos se informaron de las causas de aquella
extraña cita; pero D’Artagnan se contentó con decirles que el señor de Richelieu lo había hecho ir
para proponerle entrar en sus guardias con el grado de enseña, y que había rehusado.
-Y habéis hecho bien -exclamaron a una Porthos y Aramis.
Athos cayó en profunda reflexión y no dijo nada. Pero en cuanto estuvo solo con D’Artagnan:
-Habéis hecho lo que debíais hacer, D’Artagnan -dijo Athos-, pero quizá habéis hecho mal.
D’Artagnan lanzó un suspiro; porque aquella voz respondía a una voz de su alma, que le decía
que grandes desgracias lo esperaban.
La jornada del día siguiente se pasó en preparativos de partida; D’Artagnan fue a despedirse
del señor de Tréville. A aquella hora se creía todavía que la separación de los guardias y de los
mosqueteros sería momentanéa, porque aquel día tenía el rey su parlamento y debían partir al
día siguiente. El señor de Tréville se contentó, pues, con preguntar a D’Artagnan si necesitaba
algo de él, pero D’Artagnan respondió orgullosamente que tenía todo lo que necesitaba.
La noche reunió a todos los camaradas de la compañía de los guardias del señor des Essarts y
de la compañía de los mosqueteros del señor de Tréville, que habían hecho amistad. Se dejaban
para volverse a ver cuando pluguiera a Dios y si placía a Dios. La noche fue por tanto una de las
más ruidosas, como se puede suponer, porque en semejantes casos, no se puede combatir la
extrema precaución más que con el extremo descuido.
Al día siguiente, al primer toque de las trompetas, los amigos se dejaron: los mosqueteros
corrieron al palacio del señor de Tréville y los guardias al del señor des Essarts. Los dos capitanes
condujeron al punto sus compañías al Louvre, donde el rey los revistaba.
El rey estaba triste y parecía enfermo, lo cual quitaba algo a su gesto altivo. En efecto, la
víspera la fiebre lo había cogido en medio del parlamento y mientras ocupaba la presidencia. No
por ello estaba menos decidido a partir aquella misma noche; y pese a las observaciones que se
habían hecho, había querido pasar revista, esperando que el primer golpe de vigor vencería la
enfermedad que comenzaba a apoderarse de él.
Una vez pasada la revista, los guardias se pusieron en marcha, ellos solos; los mosqueteros
debían partir sólo con el rey, lo que permitió a Porthos ir a dar una vuelta, en su soberbio equipo, por la calle aux Ours.
La procuradora lo vio pasar en su uniforme nuevo y sobre su hermoso caballo. Amaba
demasiado a Porthos para dejarlo partir así; le hizo seña de apearse y de venir a su lado. Porthos
estaba magnífico; sus espuelas resonaban, su coraza brillaba, su espada le golpeaba orgullosamente
las piernas. Aquella vez los pasantes no tuvieron ninguna gana de reír: ¡tanta era la
pinta que Porthos tenía de cortador de orejas!
El mosquetero fue introducido junto al señor Coquenard, cuyos ojillos grises brillaron de cólera
al ver a su primo todo flamante. Sin embargo, una cosa lo consoló interiormente; es que por
todas partes decían que la campaña sería ruda: en el fondo de su corazón esperaba dulcemente que Porthos muriera en ella.
Porthos presentó sus respetos a maese Coquenard y se despidió de él; maese Coquenard le
deseó toda suerte de prosperidades. En cuanto a la señora Coquenard, no podía contener sus
lágrimas; pero nadie sacó ninguna mala consecuencia de su dolor; se la sabía muy apegada a
sus parientes, por los que había tenido siempre crueles disputas con su marido.
Pero las auténticas despedidas se hicieron en la habitación de la señora Coquenard: fueron desgarradoras.
Durante el tiempo que la procuradora pudo seguir con los ojos g su amante, agitó un pañuelo
inclinándose fuera de la ventana, hasta el punto de que se creería que quería tirarse. Porthos
recibió todas aquellas señales de ternura como hombre habituado a semejantes demostraciones.
Sóio que al volver la esquina de la calle, se quitó el sombrero y lo agitó en señal de adiós.
Por su parte, Aramis escribía una larga carta. ¿A quién? Nadie sabía nada. En la habitación
vecina, Ketty, que debía partir aquella misma noche para Tours, esperaba aquella carta misteriosa.
Athos bebía a sorbos la última botella de su vino español.
Mientras tanto, D’Artagnan desfilaba con su compañía.
Al llegar al barno de Saint-Antoine, se volvió para mirar alegremente la Bastilla; pero como era
solamente la Bastilla lo que miraba, no vio a Milady que, montada sobre un caballo overo, lo
señalaba con el dedo a dos hombres de mala catadura que se acercaron al punto a las filas para
reconocerlo. A una interrrogación us hicieron con la mirada, Milady respondió con un signo que
era él. Luego, segura de que no podía haber error en la ejecución de sus órdenes, espoleó su caballo y desapareció.
Los dos hombres siguieron entonces a la compañía, y a la salida del barrio Saint-Antoine
montaron en dos caballos completamente preparados que un criado sin librea tenía en la mano esperándolos.