Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
El sitio de La Rochelle
El sitio de La Rochelle fue uno de los grandes acontecimientos politicos de Luis XIII, y una de
las grandes empresas militares del cardenal. Es por tanto interesante, a incluso necesario, que
digamos algunas palabras, dado que muchos detalles de ese asedio están ligados de manera
demasiado importante a la historia que hemos comenzado a contar para que los pasemos en silencio.
Las miras políticas del cardenal cuando emprendió este asedio eran considerables.
Expongámoslas primero, luego pasaremos a las miras particulares que no tuvieron sobre Su
Eminencia menos influencia que las primeras.
De las ciudades importantes dadas por Enrique IV a los hugonotes como plazas de seguridad,
sólo quedaba La Rochelle. Se trataba por tanto de destruir aquel último baluarte del calvinismo,
levadura peligrosa a la que venían a mezclarse jncesantemente fermentos de revuelta civil o de guerra extranjera.
Españoles, ingleses, italianos descontentos, aventureros de cuálquier nación, soldados de
fortuna de toda secta acudian a la primera llamada bajo las banderas de los protestantes y se
organizaban como una vasta asociación cuyas ramas divergían a capricho en todos los puntos de Europa.
La Rochelle, que había adquirido nueva importancia con la ruina de las demás ciudades
calvinistas era, pues, el hogar de las disensiones y de las ambiciones. Había más: su puerto era
la primera puerta abierta a los ingleses en el reino de Francia; y al cerrarlo a Inglaterra, nuestra
eterna enemiga, el cardenal acababa la obra de Juana de Arco y del duque de Guisa.
Por eso Bassompierre, que era a la vez protestante y católico, protestante de corazón y católico
como comendador del Espíritu Santo; Bassompierre, que era alemán de nacimiento y francés de
corazón; Bassompierre, en fin, que ejercía un mando particular en el asedio de La Rochelle, decía
cargando a la cabeza de muchos otros señores protestantes como él:
-¡Ya veréis, señores, cómo somos tan bestias que conquistaremos La Rochelle!
Y Bassompierre tenía razón; el cañoneo de la isla de Ré presagiaba para él las dragonadas de
Cévennes; la toma de La Rochelle era el prefacio de la revocación del edicto de Nantes.
Pero, ya lo hemos dicho, al lado de estas miras del ministro nivelador y simplificador, y que
pertenecen a la historia, el cronista está obligado a reconocer las pequeñas miras del hombre
enamorado y del rival celoso.
Richelieu, como todos saben, había estado enamorado de la reina; si este amor tenía en él un
simple objetivo politico o era naturalmente una de esas profundas pasiones como las que inspiró
Ana de Austria a quienes la rodeaban, es lo que no sabríamos decir; pero en cualquier caso, por
los desarrollos anteriores de esta historia, se ha visto que Buckingham había triunfado sobre él y
que en dos o tres circunstancias, y sobre todo en la de los herretes, gracias al desvelo de los tres
mosqueteros y al valor de D’Artagnan, había sido cruelmente burlado.
Se trataba, pues, para Richelieu no sólo de librar a Francia de un enemigo, sino de vengarse de
un rival; por lo demás, la venganza debía ser grande y clamorosa, y digna en todo un hombre
que tiene en su mano, por espada de combate, las fuerzas de todo un reino.
Richelieu sabía que combatiendo a Inglaterra combatía a Buckingham, que venciendo a
Inglaterra vencía a Buckingham, y que humillando a Inglaterra ante los ojos de Europa humillaba
a Buckingham a los ojos de la reina.
Por su lado Buckingham, aunque ponía ante todo el honor de In glaterra estaba movido por
intereses absolutamente semejantes a los del cardenal; Buckingham también perseguía una
venganza particular: bajo ningún pretexto había podido Buckingham entrar en Francia como
embajador, y quería entrar como conquistador.
De donde resulta que lo que realmente se ventilaba en esa partida que los dos reinos más
poderosos jugaban por el capricho de dos hombres enamorados, era una simple mirada de Ana
de Austria.
La primera ventaja había sido para el duque de Buckingham: llegado inopinadamente a la vista
de la isla de Ré con noventa bajeles y veinte mil hombres aproximadamente, había sorprendido
al conde Toiras, que mandaba en nombre del rey en la isla; tras un combate sangriento había realizado su desembarco.
Relatemos de paso que en este combate había perecido el barón de Chantal; el barón de
Chantal dejaba huérfana una niña de dieciocho meses.
Esta niña fue luego Madame de Sévigné.
El conde de Toiras se retiro a la ciudadela Saint-Martin con la guarnición, y dejó un centenar de
hombres en un pequeño fuerte que se que se llamaba de la Prée.
Este acontecimiento había acelerado las decisiones del cardenal; y a la espera de que el rey y
él pudieran ir a tomar el mando del asedio de La Rochelle, que estaba decidido, había hecho
partir a Monsieur para dirigir las primeras operaciones, y había hecho desfilar hacia el escenario
de la guerra todas las tropas de que había podido disponer.
De este destacamento enviado como vanguardia era del que formaba parte nuestro amigo D’Artagnan.
El rey, como hemos dicho, debía seguirlo tan pronto como hubiera terminado la solemne sesión
real pero al levantarse de aquel asiento real, el 28 de junio se había sentido afiebrado; habría
querido partir igualmente pero al empeorar su estado se vio obligado a detenerse en Villeroi.
Ahora bien, allí donde se detenía el rey se detenían los mosquete ros; de donde resultaba que
D’Artagnan, que estaba pura y simplemente en los guardias, se había separado,
momentáneamente al menos, de sus buenos amigos Athos, Porthos y Aramis; esta separación,
que no era para él más que una contrariedad, se habría convertido desde luego en inquietud
seria si hubiera podido adivinar qué peligros desconocidos lo rodeaban.
No por eso dejó de llegar, sin incidente alguno al campamento establecido ante La Rochelle,
hacia el 10 del mes de septiembre del año 1627.
Todo se hallaba en el mismo estado: el duque de Buckingham y sus ingleses dueños de la isla
de Ré, continuaban sitiando, aunque sin éxito, la ciudadela de Saint-Martin y el fuerte de La Prée,
y las hostilidades con La Rochelle habían comenzado hacía dos o tres días a propósito de un
fuerte que el duque de Angulema acababa de hacer construir junto a la ciudad.
Los guardias, al mando del señor des Essarts, se alojaban en los Mínimos.
Pero como sabemos, D’Artagnan, preocupado por la ambición de pasar a los mosqueteros,
raramente había hecho amistad con sus camaradas; se encontraba por tanto solo y entregado a sus propias reflexiones.
Sus reflexiones no eran risueñas; desde hacía un año que había llegado a Paris se había
mezclado en los asuntos públicos; sus asuntos privados no habían adelantado mucho ni en amor ni en fortuna.
En amor, la única mujer a la que había amado era la señora Bonacieux, y la señora Bonacieux
había desaparecido sin que él pudiera descubrir aún qué había sido de ella.
En fortuna, se había hecho, débil como era, enemigo del cardenal, es decir, de un hombre ante
el cual temblaban los mayores del reino, empezando por el rey.
Aquel hombre podía aplastarlo, y sin embargo no lo habia hecho; para un ingenio tan perspicaz
como era D’Artagnan, aquella indulgencia era una luz por la que vela un porvenir mejor.
Luego se había hecho también otro enemigo menos de temer, pensaba, pero que sin embargo
instintivamente sentía que no era de despreciar: ese enemigo era Milady.
A cambio de todo esto había conseguido la protección y la benevolencia de la reina, pero la
benevolencia de la reina era, en aquellos tiempos, una causa más de persecuciones; y su
protección, como se sabe, protegía muy mal; ejemplos: Chalais y la señora Bonacieux.
Lo que en todo aquello había ganado en claro era el diamante de cinco o seis mil libras que
llevaba en el dedo; pero incluso de aquel diamante, suponiendo que D’Artagnan en sus proyectos
de ambición quisiera guardarlo para convertirlo un día en señal de reconocimiento de la reina, no
había que esperar, puesto que no podía deshacerse de él, más valor que de los guijarros que pisoteaba.
Decimos los guijarros que pisoteaba, porque D’Artagnan hacía estas reflexiones paseándose en
solitario por un lindo caminito que conducía del campamento a la villa de Angoutin; ahora bien,
estas reflexiones lo habían llevado más lejos de lo que pensaba, y la luz comenzaba a bajar
cuando al último rayo del crepúsculo le pareeió ver brillar detrás de un seto el cañón de un mosquete.
D’Artagnan tenía el ojo despierto y el ingenio pronto, comprendió que el mosquete no había
venido hasta allí completamente solo y que quien lo manejaba no estaba escondido detrás de un
seto con intenciones amistosas. Decidió por tanto largarse cuando, al otro lado de la ruta, tras
una roca, divisó la extremidad de un segundo mosquete.
Era evidentemente una emboscada.
El joven lanzó una ojeadas sobre el primer mosquete y vio con cierta inquietud que se bajaba
en su dirección, pero tan pronto como vio el orificio del cañón inmóvil se arrojó cuerpo a tierra.
Al mismo tiempo salió el disparo y oyó el silbido de la bala que pasaba por encima de su cabeza.
No había tiempo que perder: D’Artagnan se levantó de un salto en el mismo momento que la
bala del otro mosquete hizo volar los guijarros en el lugar mismo del camino en que se había
arrojado de cara contra el suelo.
D’Artagnan no era uno de esos hombres inútilmente valientes que buscan la muerte ridícula
para que se diga de ellos que no han retrocedido ni un paso; además, aquí no se trataba de
valor: D’Artagnan había caído en una celada.
-Si hay un tercer disparo -se dijo-, soy hombre muerto.
Y al punto, echando a todo correr, huyó en dirección del campamento con la velocidad de las
gentes de su región, tan renombradas por su agilidad; mas cualquiera que fuese la rapidez de su
carrera, el primero que había disparado, habiendo tenido tiempo de volver a cargar su arma, le
disparó un segundo disparo tan bien ajustado esta vez que la bala le atravesó el sombrero y lo
hizo volar a diez pasos de él.
Sin embargo, como D’Artagnan no tenía otro sombrero, recogió el suyo a la carrera, llegó todo
jadeante y muy pálido a su alojamiento, se sentó sin decir nada a nadie y se puso a reflexionar.
Aquel suceso podía tener tres causas:
La primera y más natural podía ser una emboscada de los rochelleses, a quienes no les habría
molestado matar a uno de los guardias de Su Majestad, primero porque era un enemigo menos,
y porque este enemigo podía tener una bolsa bien guarnecida en su bolso.
D’Artagnan cogió su sombrero, examinó el agujerro de la bala y movió la cabeza. La bala no
era una bala de mosquete, era una bala de arcabuz; la exactitud del disparo le había dado ya la
idea de que había sido dispardo por un arma particular: aquello no era, por tanto, una
emboscada militar, puesto que la bala no era de calibre.
Aquello podía ser un buen recuerdo del señor cardenal. Se recordará que en el momento
mismo en que gracias a aquel bienaventurado rayo de sol había divisado el cañón del fusil, él se
asombraba de la longanimidad de Su Eminencia para con él.
Pero D’Artagnan movió la cabeza. Con personas con las que no tenía más que extender la
mano rara vez recurría Su Eminencia a semejantes medios.
Aquello podía ser una venganza de Milady.
Esto era lo más probable.
Trató inútilmente de recordar o los rasgos o el traje de los asesinos; se había alejado tan
rápidamente de ellos que no había tenido tiempo de observar nada.
-¡Ay, mis pobres amigos! -murmuró D’Artagnan-. ¿Dónde estáis? ¡Cuánta falta me hacéis!
D’Artagnan pasó muy mala noche. Tres o cuatro veces se despertó sobresaltado, imaginándose
que un hombre se acercaba a su cama para apuñalarlo. Sin embargo, apareció la luz sin que la
oscuridad hubiera traído ningún incidente.
Pero D’Artagnan sospechó mucho que lo que estaba aplazado no estaba perdido.
D’Artagnan permaneció toda la jornada en su alojamiento; a sí mismo se dio la excusa de que el tiempo era malo.
Al día siguiente, a las nueve, tocaron llamada y tropa. El duque de Orleáns visitaba los puestos.
Los guardias corrieron a las armas y D’Artagnan ocupó su puesto en medio de sus camaradas.
Monsieur pasó ante el frente de batalla; luego, todos los oficiales superiores se acercaron a él
para hacerle séquito, el señor Des Essarts, capitán de los guardias, igual que los demás.
Al cabo de un instante le pareció a D’Artagnan que el señor Des Essarts le hacía señas de
acercarse: esperó un nuevo gesto de su superior, temiendo equivocarse, pero repetido el gesto,
dejó las filas y se adelantó para oír la orden.
-Monsieur va a pedir hombres voluntarios para una misión peligrosa, pero que será un honor
para quienes la cumplan; os he hecho esa seña para que estuvierais preparado.
-¡Gracias, mi capitán! -respondió D’Artagnan, que no pedía otra cosa que distinguirse a los ojos del teniente general.
En efecto, los rochelleses habían hecho una salida durante la noche y habían recuperado un
bastión del que el ejército realista se había apoderado dos días antes; se trataba de hacer un
reconocimiento a cuerpo descubierto para ver cómo custodiaba el ejército aquel bastión.
Efectivamente, al cabo de algunos instantes Monsieur elevó la voz y dijo:
-Necesitaría para esta misión tres o cuatro voluntarios guiados por un hombre seguro.
-En cuanto al hombre seguro, lo tengo a mano, Monsieur -dijo el señor Des Essarts, mostrando
a D’Artagnan-; y en cuanto a los cuatro o cinco voluntarios, Monsieur no tiene más que dar a
conocer su intenciones, y no le faltarán hombres.
-¡Cuatro hombres de buena voluntad para venir a hacerse matar conmigo! -dijo D’Artagnan levantando su espada.
Dos de sus camaradas de los guardias se precipitaron inmediatamente, y habiéndose unido a
ellos dos soldados, encontró que el número pedido era suficiente; D’Artagnan rechazó, pues, a
todos los demás, no queriendo atropellar a quienes tenían prioridad.
Se ignoraba si después de la toma del bastión los rochelleses lo habían evacuado o habían
dejado allí guarnición; había, pues, que exa minar el lugar indicado desde bastante cerca para comprobarlo.
D’Artagnan partió con sus cuatro compañeros y siguió la trinchera: los dos guardias marchaban
a su misma altura y los soldados venían detrás.
Así, cubriéndose con los revestimientos del terreno, llegaron a unos cien pasos del bastión. Allí,
al volverse D’Artagnan, se dio cuenta de que los dos soldados habían desaparecido.
Creyó que por miedo se habían quedado atrás y continuó avanzando.
A la vuelta de la contraescarpa, se hallaron a sesenta pasos aproximadamente del bastión.
No se veía a nadie, y el bastión parecía abandonado.
Los tres temerarios deliberaban si seguir adelante cuando, de pronto, un cinturón de humo
ciñó al gigante de piedra y una docena da balas vinieron a silbar en torno a D’Artagnan y sus dos compañeros.
Sabían lo que querían saber: el bastión estaba guardado. Quedarse más tiempo en aquel lugar
peligroso hubiese sido, pues, una imprudencia inútil; D’Artagnan y los dos guardias volvieron la
espalda y comenzaron una retirada que se parecía a una fuga.
Al llegar al ángulo de la trinchera que iba a servirles de muralla uno de los guardias cayó: una
bala le había atravesado el pecho. EÌ otro, que estaba sano y salvo, continuó su carrera hacia el campamento.
D’Artagnan no quiso abandonar así a su compañero y se inclinó hacia él para levantarlo y
ayudarlo a alcanzar las líneas; pero en aquel momento salieron dos disparos de fusil: una bala
vino a estrellarse sobre la roca tras haber pasado a dos pulgadas de D’Artagnan.
El joven se volvió rápidamente porque aquel ataque no podía ve nir del bastión, que estaba
oculto por el ángulo de la trinchera. La idea de los dos soldados que lo habían abandonado le
vino a la mente y le recordó a los asesinos de la víspera; resolvió, por tanto, saber a qué
atenerse aquella vez y cayó sobre el cuerpo de su camarada como si estuviera muerto.
Vio al punto dos cabezas que se levantaban por encima de una obra abandonada que estaba a
treinta pasos de allí; eran las de nuestros dos soldados. D’Artagnan no se había equivocado:
aquellos dos hombres no le habían seguido más que para asesinarlo, esperando que la muerte
del joven sería cargada en la cuenta del enemigo.
Sólo que, como podía estar solamente herido y denunciar su crimen, se acercaron para
rematarlo; por suerte, engañados por la artimaña de D’Artagnan, se olvidaron de volver a cargar sus fusiles.
Cuando estuvieron a diez pasos de él, D’Artagnan, que al caer había tenido gran cuidado de no
soltar su espada, se levantó de pronto y de un salto se encontró junto a ellos.
Los asesinos comprendieron que, si huían hacia el campamento sin haber matado a aquel
hombre, serían acusados por él; por eso su primera idea fue la de pasarse al enemigo. Uno de
ellos cogió su fusil por el cañón y se sirvió de él como de una maza: lanzó un golpe terrible a
D’Artagnan, que lo evitó echándose hacia un lado; pero con este movimiento brindó paso al
bandido, que se lanzó al punto hacia el bastión. Como los rochelleses que lo vigilaban ignoraban
con qué intención venía aquel hombre hacia ellos, dispararon contra él y cayó herido por una bala que le destrozó el hombro.
En este tiempo, D’Artagnan se había lanzado sobre el segundo soldado, atacándolo con su
espada; la lucha no fue larga, aquel miserable no tenía para defenderse más que su arcabuz
descargado; la espada del guardia se deslizó por sobre el cañón del arma vuelta inútil y fue a
atravesar el muslo del asesino que cayó. D’Artagnan le puso inmediatamente la punta del hierro en el pecho.
-¡Oh, no me matéis! -exclamó el bandido-. ¡Gracia, gracia, oficial, y os lo diré todo!
-¿Vale al menos lo secreto la pena de que lo perdone la vida? -preguntó el joven conteniendo su brazo.
-Sí, si estimáis que la existencia es algo cuando se tienen veintidós años como vos y se puede
alcanzar todo, siendo valiente y fuerte como vos lo sois.
-¡Miserable! -dijo D’Artagnan-. Vamos, habla deprisa, ¿quién te ha encargado asesinarme?
-Una mujer a la que no conozco, pero que se llamaba Milady.
-Pero si no conoces a esa mujer, ¿cómo sabes su nombre?
-Mi camarada la conocía y la llamaba así, fue él quien tuvo el asunto con ella y no yo; él tiene
incluso en su bolso una carta de esa persona que debe tener para vos gran importancia, por lo que he oído decir.
-Pero ¿cómo te metiste en esta celada?
-Me propuso que diéramos el golpe nosotros dos y acepté.
-¿Y cuánto os dio ella por esta hermosa expedición?
-Cien luises.
-Bueno, en buena hora -dijo el joven riendo- estima que valgo algo: cien luises. Es una
cantidad para dos miserables como vosotros; por eso comprendo que hayas aceptado y lo
perdono con una condición.
-¿Cuál? -preguntó el soldado inquieto y viendo que no todo había terminado.
-Que vayas a buscarme la carta que tu camarada tiene en bolsillo.
-Pero eso -exclamó el bandido- es otra manera de matarme; ¿cómo queréis que vaya a buscar
esta carta bajo el fuego del bastión?
-Sin embargo, tienes que decidirte a ir en su busca, o te juro que mueres por mi mano.
-¡Gracia, señor, piedad! ¡En nombre de esa dama a la que amáis a la que quizá creéis muerta y
que no lo está! -exclamó el bandido poniéndose de rodillas y apoyándose sobre su mano, porque
comenzaba a perder sus fuerzas con la sangre.
-¿Y por qué sabes tú que hay una mujer a la que amo y que yo he creído muerta a esa mujer?
-preguntó D’Artagnan.
-Por la carta que mi camarada tiene en su bolsillo.
-Comprenderás entonces que necesito tener esa carta -di D’Artagnan-; así que no más retrasos
ni dudas, o aunque me repugne templar por segunda vez mi espada en la sangre de un
miserable como tú, lo juro por mi fe de hombre honrado…
Y a estas palabras D’Artagnan hizo un gesto tan amenazador que el herido se levantó.
-¡Deteneos! ¡Deteneos! -exclamó recobrando valor a fuerza de terror-. ¡Iré…, iré…!
D’Artagnan cogió el arcabuz del soldado, lo hizo pasar delante de él y lo empujó hacia su
compañero pinchándole los lomos con la punta de su espada.
Era algo horrible ver a aquel desgraciado dejando sobre el camino que recorría un largo
reguero de sangre, cada vez más pálido ante muerte próxima, tratando de arrastrarse sin ser
visto hasta el cuerpo de su cómplice que yacía a veinte pasos de allí.
El terror estaba pintado sobre su rostro cubierto de un sudor frío de tal modo que D’Artagnan
se compadeció y mirándolo con desprecio:
-Pues bien -dijo-, voy a demostrarte la diferencia que existe entre un hombre de corazón y un
cobarde como tú: quédate iré yo.
Y con paso ágil, el ojo avizor, observando los movimientos del enemigo, ayudándose con todos
los accidentes del terreno, D’Artagnan llegó hasta el segundo soldado.
Había dos medios para alcanzar su objetivo: registrarlo allí mismo o llevárselo haciendo un
escudo con su cuerpo y registrarlo en la trinchera.
D’Artagnan prefirió el segundo medio y cargó el asesino a sus hombros en el momento mismo
que el enemigo hacía fuego.
Una ligera sacudida el ruido seco de tres balas que agujereaban las carnes, un último grito un
estremecimiento de agonía le probaron a D’Artagnan que el que había querido asesinarlo
acababa de salvarle la vida.
D’Artagnan ganó la trinchera y arrojó el cadáver junto al herido tan pálido como un muerto.
Comenzó el inventario inmediatamente: una cartera de cuero, una bolsa donde se encontraba
evidentemente una parte de la suma del dinero que había recibido, un cubilete y los dados
formaban la herencia del muerto.
Dejó el cubilete y los dados donde habían caído, lanzó la bolsa al herido y abrió ávidamente la cartera.
En medio de algunos papeles sin importancia, encontró la carta siguiente: era la que había ido
a buscar con riesgo de su vida:
«Dado que habéis perdido el rastro de esa mujer y que ahora está a salvo en ese convento al
que nunca deberíais haberla dejado llegar, tratad al menos de no fallar con el hombre; si no,
sabéis que tengo la mano larga y que pagaréis caros los cien luises que os he dado.»
Sin firma. Sin embargo, era evidente que la carta procedía de Milady. Por consiguiente, la
guardó como pieza de convicción y, a salvo tras el ángulo de la trinchera se puso a interrogar al
herido. Este confesó que con su camarada, el mismo que acababa de morir, estaba encargado de
raptar a una joven que debía salir de París por la barrera de La Villete pero que, habiéndose
parado a beber en una taberna, habían llegado diez minutos tarde al coche.
-Pero ¿qué habríais hecho con esa mujer? -preguntó D’Arta gnan con angustia.
-Debíamos entregarla en un palacio de la Place Royale -dijo el herido.
-¡Sí! ¡Sí! -murmuró D’Artagnan-. Es exacto, en casa de la misma Milady.
Entonces el joven estremeciéndose, comprendió qué terrible sed de venganza empujaba a
aquella mujer a perderlo, a él y a los que lo amaban, y cuánto sabía ella de los asuntos de la
corte, puesto que lo había descubierto todo. Indudablemente debía aquellos informes al cardenal.
Mas, en medio de todo esto, comprendió, con un sentimiento de alegría muy real, que la reina
había terminado por descubrir la prisión en que la pobre señora Bonacieux expiaba su adhesión,
y que la había sacado de aquella prisión. Así quedaban explicados la carta que había recibido de
la joven y su paso por la ruta de Chaillot, un paso parecido a una aparición.
Y entonces, como Athos había predicho, era posible volver a encontrar a la señora Bonacieux, y
un convento no era inconquistable.
Esta idea acabó de devolver a su corazón la clemencia. Se volvió hacia el herido que seguía con
ansiedad todas las expresiones diversas de su cara, y le tendió el brazo:
-Vamos -le dijo-, no quiero abandonarte así. Apóyate en mí y volvamos al campamento.
-Sí -dijo el herido, que a duras penas creía en tanta magnanimidad-, pero ¿no sera para hacer que me cuelguen?
-Tienes mi palabra -dijo D’Artagnan-, y por segunda vez te perdono la vida.
El herido se dejó caer de rodillas y besó de nuevo los pies de su salvador; pero D’Artagnan,
que no tenía ningún motivo para quedarse tan cerca del enemigo, abrevió él mismo los testimonios de gratitud.
El guardia que había vuelto a la primera descarga de los rochelleses había anunciado la muerte
de sus cuatro compañeros. Quedaron, pues, asombrados y muy contentos a la vez en el
regimiento cuando se vio aparecer al joven sano y salvo.
D’Artagnan explicó la estocada de su compañero por una salida que improvisó. Contó la muerte
del otro soldado y los peligros que habían corrido. Este relato fue para el ocasión de un
verdadero triunfo. Todo el ejército habló de aquella expedición durante un día, y Monsieur hizo
que le transmitieran sus felicitaciones.
Por lo demás, como toda acción hermosa lleva consigo su recompensa, la hermosa acción de
D’Artagnan tuvo por resultado devolverle la tranquilidad que había perdido. En efecto,
D’Artagnan creía poder estar tranquilo, puesto que de sus dos enemigos uno estaba muerto y otro era adicto a sus intereses.
Esta tranquilidad probaba una cosa, y es que D’Artagnan no conocía aún a Milady.