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Capítulo 44

Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
De la utilidad de los tubos de estufa

Era evidente que, sin sospecharlo, y movidos solamente por su carácter caballeresco y
aventurero, nuestros tres amigos acababan de prestar algún servicio a alguien a quien el
cardenal honraba con su protección particular.
Pero ¿Quién era ese alguien? Es la pregunta que se hicieron primero los tres mosqueteros;
luego, viendo que ninguna de las respuesta que podía hacer su inteligencia era satisfactoria,
Porthos llamó al hotelero y pidió los dados.
Porthos y Aramis se sentaron ante una mesa y se pusieron a jugar, Athos se paseó reflexionando.
Al reflexionar y pasearse, Athos pasaba una y otra vez por delante del tubo de la estufa roto
por la mitad y cuya otra extremidad daba a la habitación superior, y cada vez que pasaba y volvía
a pasar, de un murmullo de palabras que terminó por centrar su atención. Athos se acercó y
distinguió algunas palabras que sin duda le parecieron merecer un interés tan grande que hizo
seña a sus compañeros de callasen quedando él inclinado, con el oído puesto a la altura del orificio interior.
-Escuchad, Milady -decía el cardenal-; el asunto es importarte; sentaos ahí y hablemos.
-¡Milady! -murmuró Athos.
-Escucho a Vuestra Excelencia con la mayor atención -respondió una voz de mujer que hizo estremecer al mosquetero.
-Un pequeño navío con tripulación inglesa, cuyo capitán está de mi parte, os espera en la
desembocadura del Charente, en el fuerte de La Pointe: se hará a la vela mañana por la mañana.
-Entonces, ¿es preciso que vaya allí esta noche?
-Ahora mismo, es decir, cuando hayáis recibido mis instrucciones. Dos hombres que
encontraréis a la puerta al salir os servirán de escolta; me dejaréis salir a mí primero; luego,
media hora después de mí, saldréis vos.
-Sí, monseñor. Ahora volvamos a la misión que tenéis a bien encargarme; y como quiero seguir
mereciendo la confianza de Vuestra Eminencia, dignaos exponérmela en términos claros y
precisos para que no cometa ningún error.
Hubo un instante de profundo silencio entre los dos interlocutores; era evidente que el
cardenal media por adelantado los términos en que iba a hablar y que Milady reunía todas sus
facultades intelectuales para comprender las cosas que él iba a decir y grabarlas en su memoria cuando estuviesen dichas.
Athos aprovechó ese momento para decir a sus dos compañeros que cerraran la puerta por
dentro y para hacerles seña de que vinieran a escuchar con él.
Los dos mosqueteros, que amaban la comodidad, trajeron una silla para cada uno de ellos y
otra silla para Athos. Los tres se sentaron entonces con las cabezas juntas y el oído al acecho.
-Vais a partir para Londres -continuó el cardenal-. Una vez llegada a Londres, iréis en busca de Buckingham.
-Haré observar a Su Eminencia -dijo Milady- que, desde el asunto de los herretes de
diamantes, que el duque siempre sospechó obra mía, Su Gracia desconfía de mí.
-Esta vez -dijo el cardenal- no se trata de captar su confianza, sino de presentarse franca y
lealmente a él como negociadora.
-Franca y lealmente -repitió Milady con una indecible expresión de duplicidad.
-Sí, franca y lealmente -replicó el cardenal en el mismo tono-; toda esta negociación debe ser hecha al descubierto.
-Seguiré al pie de la letra las instrucciones de Su Eminencia, y espero que me las dé.
-Iréis en busca de Buckingham de parte mía, y le diréis que sé todos los preparativos que hace,
pero que apenas me preocupo por ello, dado que, al primer movimiento que haga, pierdo a la reina.
-¿Creerá él que Vuestra Eminencia está en condiciones de cumplir la amenaza que le hace?
-Sí, porque tengo pruebas.
-Es preciso que yo pueda presentar estas pruebas a su consideración.
-Por supuesto, y le diréis que publico el informe de Bois-Robert y del marqués de Beutru sobre
la entrevista que el duque tuvo en casa de la señora condestable con la reina, la noche en que la
señora condestable dio una fiesta de máscaras; le direis, para que no dude de nada, que el fue
vestido de Gran Mogol, traje que debía llevar el caballero de Guisa, y que compró a este último
mediante la suma de tres mil pistolas.
-De acuerdo, monseñor.
-Todos los detalles de su entrada en el Louvre y de su salida, durante la noche en que se
introdujo en Palacio con el traje de decidor de la buenaventura italiano, me son conocidos; le
diréis, para que tampoco dude de la autenticidad de mis informes, que tenía bajo su capa un
gran traje blanco sembrado de lágrimas negras, de calaveras y de huesos en forma de aspa;
porque en caso de sorpresa, debía hacerse pasar por el fantasma de la Dama blanca que, como
todo el mundo sabe, vuelve al Louvre cada vez que va a ocurrir algún gran suceso.
-¿Eso es todo, monseñor?
-Decidle que también sé todos los detalles de la aventura de Amiens, que haré escribir una
novelita, ingeniosamente disfrazada, con un plano del jardín y los retratos de los principales
actores de aquella escena nocturna.
-Le diré eso.
-Decidle además que tengo en mi poder a Montaigu, está en la Bastilla, que no le han
sorprendido ninguna carta encima, es cierto, pero que la tortura puede hacerle decir lo que sabe,
a incluso… lo que no sabe.
-De acuerdo.
-En fin, añadid que Su Gracia, en la precipitación que puso al dejar la isla de Ré, olvidó en su
alojamiento cierta carta de la señora de Chevreuse que compromete especialmente a la reina, en
la que ella demuestra no sólo que Su Majestad puede amar a los enemigos del rey, sino que
incluso conspira con los de Francia. Habéis retenido todo lo que os he dicho, ¿no es así?
-Juzgue Vuestra Eminencia: el baile de la señora condestable; la noche del Louvre; la velada de
Amiens; el arresto de Montaigu; la carta de la señora de Chevreuse.
-Eso es -dijo el cardenal-, eso es; tenéis una memoria afortunada, Milady.
-Pero -replicó aquella a quien el cardenal acababa de dirigir su cumplido adulador- ¿si pese a
todas estas razones el duque no se rinde y continúa amenazando a Francia?
-El duque está enamorado como un loco, o mejor, como un necio -contestó Richelieu con
profunda amargura-; como los antiguos paladines, ha emprendido esta guerra nada más que por
obtener una mirada de su bella. Si sabe que esta guerra puede costarle el honor y quizá la
libertad de la dama de sus pensamientos, como él dice, os respondo de que se lo pensará dos veces.
-Sin embargo -dijo Milady con una persistencia que probaba que quería ver claro hasta el fin en
la misión de que iba a encargarse-, sin embargo, ¿si persiste?
-Si persiste… -dijo el cardenal-… No es probable.
-Es posible -dijo Milady.
-Si persiste… -Su Eminencia hizo una pausa y prosiguió-. Pues bien, si persiste, esperaré uno
de esos acontecimientos que cambian la faz de los Estados.
-Si Su Eminencia quisiera citarme alguno de esos acontecimientos en la historia -dijo Milady
quizá comparta yo su confianza en el futuro.
Pues bien, mirad, por ejemplo –dijo Richelieu-, cuando en 1610, por un motivo más o menos
parecido al que hace conmoverse al duque, el rey Enrique IV, de gloriosa memoria, iba a invadir
a la vez Flandes y Italia para golpear a un mismo tiempo a Austria por dos lados, ¿no ocurrió
entonces un acontecimiento que salvó a Austria? ¿Por qué el rey de Francia no habría de tener la
misma suerte que el emperador?
-¿Vuestra Eminencia se refiere a la cuchillada de la calle de la Ferronerie?
-Precisamente -dijo el cardenal.
-¿Vuestra Eminencia no teme que el suplicio de Ravaillac espanto a quienes tengan por un
instante la idea de imitarlo?
-En todo tiempo y en todos los países, sobre todo si esos países están divididos por la religión,
habrá fanáticos que no pedirán otra cola que convertirse en mártires. Y ved, precisamente ahora
recuerdo que los puritanos están furiosos contra el duque de Buckingham y que sus predicadores
lo designan como el Anticristo.
-¿Y entonces? -preguntó Milady.
-Pues que -continuó el cardenal con un sire indiferente- por el momento no se trataría, por
ejemplo, sino de buscar una mujer hermosa, joven, hábil, que tuviera que vengarse del duque.
Tal mujer puede encontrarse: el duque es hombre de aventuras galantes y si ha sembrado
muchos amores con sus promesas de constancia eterna, ha debido sembrar muchos odios
también por sus continuas infidelidades.
-Sin duda -dijo fríamente Milady-, se puede encontrar una mujer semejante.
-Pues bien, una mujer semejante, que pusiera el cuchillo de Ja ques Clément o de Ravaillac en
las manos de un fanático, salvaría a Francis.
-Sí, pero sería cómplice de un asesinato.
-¿Se ha conocido alguna vez a los cómplices de Ravaillac o de Jacques Clément?
-No, porque quizá estaban situados demasiado alto para que se atrevieran a irlos a buscar
donde estaban; no se quemaría el Palacio de Justicia por todo el mundo, monseñor.
-¿Creéis, pues, que el incendio del Palacio de Justicia tiene una causa distinta a la del azar?
-preguntó Richelieu en un tono como el de quien hace una pregunta sin ninguna importancia.
-Yo, monseñor -respondió Milady-, no creo nada, cito un hecho, eso es todo; sólo digo que si
yo me llamara señorita de Montpensier, o reina Maria de Médicis, tomaría menos precauciones de
las que tomo por llamarme simplemente lady Clarick.
-Eso es justo -dijo Richelieu-. ¿Qué queréis entonces?
-Querría una orden que ratificase de antemano todo cuanto yo crea deber hacer para mayor bien de Francia.
-Pero primero habría que buscar la mujer que he dicho y que tuviera que vengarse del duque.
-Está encontrada -dijo Milady.
-Luego habría que encontrar ese miserable fanático que servirá de instrumento a la justicia de Dios.
-Se encontrará.
-Pues bien -dijo el duque-, entonces será el momento de reclamar la orden que pedís ahora mismo.
-Vuestra Eminencia tiene razón -dijo Milady-, y soy yo quien está equivocada al ver en la
misión con que me honra otra cosa de lo que realmente es, es decir, anunciar a Su Gracia, de
parte de Su Eminencia, que conocéis los diferentes disfraces con ayuda de los cuales ha
conseguido acercarse a la reina durante la fiesta dada por la señora condestable; que tenéis
pruebas de la entrevista concedida en el Louvre por la reina a cierto astrólogo italiano que no es
otro que el duque de Buckingham; que habéis encargado una novelita, de las más ingeniosas,
sobre la aventura de Amiens, con el plano del jardín donde esa aventura ocurrió y retratos de los
actores que figuraron en ella; que Montaigu está en la Bastilla, y que la tortura puede hacerle
decir cosas que recuerde, incluso cosas que habría olvidado; finalmente, que vos poseéis cierta
carta de la señora de Chevreuse, encontrada en el alojamiento de Su Gracia, que compromete de
modo singular, no sólo a quien la escribió, sino que incluso a aquella en cuyo nombre fue escrita.
Luego, si pese a todo esto persiste, como es a lo que acabo de decir a lo que se limita mi misión,
no tendré más que rogar a Dios que haga un milagro para salvar a Francia. ¿Basta con eso,
Monseñor? ¿Tengo que hacer alguna otra cosa?
-Basta con eso -replicó secamente monseñor.
-Pues ahora -dijo Milady sin parecer observar el cambio de tono del cardenal respecto a ella-,
ahora que he recibido las instrucciones de Vuestra Eminencia a propósito de sus enemigos,
¿monseñor me permitirá decirle dos palabras de los míos?
-¿Tenéis entonces enemigos? -preguntó Richelieu.
-Sí, monseñor; enemigos contra los cuales me debéis todo vuestro apoyo, porque me los he
hecho sirviendo a Vuestra Eminencia.
-¿Y cuáles? -replicó el cardenal.
-En primer lugar una pequeña intrigante llamada Bonacieux.
-Está en la prisión de Nantes.
-Es decir, estaba allí -prosiguió Milady-, pero la reina ha sorprendido una orden del rey, con
ayuda de la cual la ha hecho llevar a un convento.
-¿A un convento? -dijo el cardenal.
-Sí, a un convento.
-Y ¿a cuál?
-Lo ignoro, el secreto ha sido bien guardado.
-¡Yo lo sabré!
-¿Y Vuestra Eminencia me dirá en qué convento está esa mujer?
-No veo ningún inconveniente -dijo el cardenal.
-Bien; ahora tengo otro enemigo muy de temer por distintos motivos que esa pequeña señora Bonacieux.
-¿Cuál?
-Su amante.
-¿Cómo se llama?
-¡Oh! Vuestra Eminencia lo conoce bien –exclamó Milady llevada por la cólera-. Es el genio
malo de nosotros dos; es ése que en un encuentro con los guardias de Vuestra Eminencia decidió
la victoria de los mosqueteros del rey; es el que dio tres estocadas a de Wardes, vuestro
emisario, y que hizo fracasar el asunto de los herretes; es el que, finalmente, sabiendo que era
yo quien le había raptado a la señora Bonacieux, ha jurado mi muerte.
-¡Ah, ah! -dijo el cardenal-. Sé a quién os referís.
-Me refiero a ese miserable de D’Artagnan.
-Es un intrépido compañero -dijo el cardenal.
-Y precisamente porque es un intrépido compañero es más de temer.
-Sería preciso -dijo el duque- tener una prueba de su inteligencia con Buckingham.
-¡Una prueba! -exclamó Milady-. Tendré diez.
-Pues bien entonces es la cosa más sencilla del mundo, presentarme esa prueba y lo mando a la Bastilla.
-¡De acuerdo, monseñor! Pero ¿y después?
-Cuando se está en la Bastilla, no hay después -dijo el cardenal con voz sorda-. ¡Ah, diantre
-continuó-, si me fuera tan fácil desembarazarme de mi enemigo como fácil me es
desembarazarme de los vuestros, y si fuera contra personas semejantes por lo que pedís vos la impunidad!…
-Monseñor -replicó Milady-, trueque por trueque, vida por vida, hombre por hombre; dadme a mí ese y yo os doy el otro.
-No sé lo que queréis decir -replicó el cardenal-, y no quiero siquiera saberlo; pero tengo el
deseo de seros agradable y no veo ningún inconveniente en daros lo que pedís respecto a una
criatura tan ínfima; tanto más, como vos me decís, cuanto que ese pequeño D’Artagnan es un
libertino, un duelista y un traidor.
-¡Un infame, monseñor, un infame!
-Dadme, pues, un papel, una pluma y tinta -dijo el cardenal.
-Helos aquí, monseñor.
Se hizo un instante de silencio que probaba que el cardenal estaba ocupado en buscar los
términos en que debía escribirse el billete, o incluso si debía escribirlo. Athos, que no había
perdido una palabra de la conversación, cogió a cada uno de sus compañeros por una mano y los
llevó al otro extremo de la habitación.
-¡Y bien! -dijo Porthos-. ¿Qué quieres y por qué no nos dejas escuchar el final de la conversación?
-¡Chis! -dijo Athos hablando en voz baja-. Hemos oído todo cuanto es necesario oír; además no
os impido escuchar el resto, pero es preciso que me vaya.
-¡Es preciso que te vayas! -dijo Porthos-. Pero si el cardenal pregunta por ti, ¿Qué responderemos?
-No esperaréis a que pregunte por mí, le diréis los primeros que he partido como explorador
porque algunas palabras de nuestro hostelero me han hecho pensar que el camino no era
seguro; primero diré dos palabras sobre ello al escudero del cardenal; el resto es cosa mía, no os preocupéis.
-¡Sed prudente, Athos! -dijo Aramis.
-Estad tranquilos -respondió Athos-, ya sabéis, tengo sangre fría.
Porthos y Aramis fueron a ocupar nuevamente su puesto junto al tubo de estufa.
En cuanto a Athos, salió sin ningún misterio, fue a tomar su caballo atado con los de sus
amigos a los molinetes de los postigos, convenció con cuatro palabras al escudero de la
necesidad de una vanguardia Para el regreso, inspeccionó con afectación el fulminante de sus
pistolas, se puso la espada en los dientes y siguió, como hijo pródigo, la ruta que llevaba al campamento.

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