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Capítulo 51

Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
Oficial

Entre tanto, el cardenal esperaba nuevas de Inglaterra, pero ninguna nueva llegaba, ni siquiera
enfadosa y amenazadora.
Aunque La Rochelle estuviera bloqueada, por cierto que pudiera parecer el éxito gracias a las
precauciones tomadas y sobre todo al dique que no dejaba ya penetrar ningún barco en la
ciudad asediada, sin embargo el bloqueo podía durar mucho tiempo todavía; y era una gran
afrenta para las armas del rey y una gran molestia para el señor cardenal, que ya no tenía, por
cierto, que malquistar a Luis XIII con Ana de Austria, ya estaba hecho, sino conciliar al señor de
Bassompierre, que estaba malquistado con el duque de Angulema.
En cuanto a Monsieur, que había comenzado el asedio, dejaba al cardenal el cuidado de acabarlo.
La ciudad, pese a la increíble perseverancia de su alcalde, había intentado una especie de
motín para rendirse; el alcalde había hecho colgar a los amotinados. Esta ejecución calmó a las
peores cabezas, que entonces se decidieron a dejarse morir de hambre. Esta muerte les parecía
siempre más lenta y menos segura que morir por estrangulamiento.
Por su parte, de vez en cuando, los sitiadores cogían mensajeros que los rochelleses enviaban
a Buckingham, o espías que Buckingham enviaba a los rochelleses. En uno y otro caso el proceso
se hacía deprisa. El señor cardenal decía esta sola palabra: ¡Colgadlo! Se invitaba al rey a ver el
ahorcamiento. El rey venía lánguidamente, se ponía en primera fila para ver la operación en
todos sus detalles: esto le distraía siempre algo y le hacía tomar el asedio con paciencia, pero no
le impedía aburrirse mucho ni hablar en todo momento de volver a Paris, de suerte que, si
hubieran faltado mensajeros y espías, Su Eminencia, a pesar de toda su imaginación, se habría
encontrado en muchos apuros.
No obstante el paso del tiempo, los rochelleses no se rendían: el último espía que se había
cogido era portador de una carta. Esta carta decía a Buckingham que la ciudad estaba en las
últimas; pero en lugar de añadir: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, nos rendiremos », añadía siempre: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, habremos muerto todos de hambre cuando llegue».
Los rochelleses no tenían, pues, esperanza más que en Buckingham. Buckingham era su
Mesías. Era evidente que si un día se enteraban con certeza de que no había que contar ya con
Buckingham, con la esperanza caería su valor.
El cardenal esperaba, por tanto, con gran impaciencia las nuevas de Inglaterra que debían
anunciar que Buckingham no vendría.
El tema de apoderarse de la ciudad a viva fuerza, debatido con frecuencia en el consejo real,
había sido descartado siempre; en primer lugar, La Rochelle parecía inconquistable, pues el
cardenal, dijera lo que dijera, sabía de sobra que el horror de la sangre derramada en este
encuentro, en que franceses debían combatir contra franceses, era un movimiento retrógrado de
sesenta años impreso en la política, y el cardenal era en aquella época lo que hoy se denomina
un hombre de progreso. En efecto, el saco de La Rochelle, el asesinato de tres mil o cuatro mil
hugonotes que se habrían hecho matar se parecía demasiado, en 1628, a la matanza de San
Bartolomé en 1572; y, además, por encima de todo esto, este medio extremo, que nada
repugnaba al rey, buen católico, venía a estrellarse siempre contra este argumento de los
generales sitiadores: La Rochelle era inconquistable de otro modo que por el hambre.
El cardenal no podia apartar de su espíritu el temor en que le arrojaba su terrible emisaria,
porque también él había comprendido las proposiciones extrañas de esta mujer, tan pronto
serpiente como león. ¿Lo había traicionado? ¿Estaba muerta? En cualquier caso la conocía lo bastante
como para saber que actuando a su favor o contra él, amiga o enemiga, ella no permanecía
inmóvil sin grandes impedimentos. Esto era lo que no podía saber.
Por lo demás, contaba, y con razón, con Milady: había adivinado en el pasado de esta mujer
esas cosas terribles que sólo su capa roja podía cubrir; y sentía que por una causa o por otra,
esta mujer le era adicta, al no poder encontrar sino en él un apoyo superior al peligro que la amenazaba.
Resolvió, por tanto, hacer la guerra completamente solo y no esperar cualquier éxito extraño
más que como se espera una suerte afortunada. Continuó haciendo elevar el famoso dique que
debía hacer padecer hambre a La Rochelle; mientras tanto, puso los ojos sobre aquella
desgraciada ciudad que encerraba tanta miseria profunda y tantas virtudes heroicas y,
acordándose de la frase de Luis XI, su predecesor politico como él era predecesor de
Robespierre, murmuró esta máxima del compadre de Tristán: «Dividir para reinar.»
Enrique IV, al asediar Paris, hacía arrojar por encima de las murallas pan y víveres; el cardenal
hizo arrojar pequeños billetes en los que manifestaba a los rochelleses cuán injusta, egoísta y
bárbara era la conducta de sus jefes; estos jefes tenían trigo en abundancia, y no lo compartían;
adoptaban la máxima, porque también ellos tenían máximas, de que poco importaba que las
mujeres, los niños y los viejos muriesen, con tal que los hombres que debían defender sus
murallas siguiesen fuertes y con buena salud. Hasta entonces, bien por adhesión, bien por
impotencia para reaccionar contra ella, esta máxima, sin ser generalmene adoptada, pasaba, sin
embargo, de la teoría a la práctica; pero los billetes vinieron a atentar contra ella. Los billetes recordaban
a los hombres que aquellos hijos, aquellas mujeres, aquellos viejos a los que se dejaba
morir eran sus hijos, sus esposas y sus padres; que sería más justo que todos fueran reducidos a
la miseria común, a fin de que una misma posición hiciera adoptar resoluciones unánimes.
Estos billetes causaron todo el efecto que podia esperar quien los había escrito, dado que
decidieron a un gran número de habitantes a iniciar negociaciones particulares con el ejército real.
Pero en el momento en que el cardenal veía fructificar ya su medio y se aplaudía por haberlo
puesto en práctica, un habitante de La Rochelle, que había podido pasar a través de las líneas
reales, Dios sabe cómo, pues tanta era la vigilancia de Bossompierre, de Schomberg y del duque
de Angulema, vigilados ellos mismos por el cardenal, un habita nte de La Rochelle, decíamos,
entró en la ciudad procedente de Porstmouth y diciendo que había visto una flota magnífica
dispuesta a hacerse a la vela antes de ocho días. Además, Buckingham anunciaba al alcalde que
por fin iba a declararse la gran lucha contra Francia, y que el reino iba a ser invadido a la vez por
los ejércitos ingleses, imperiales y españoles. Esta carta fue leída públicamente en todas las plazas,
se pegaron copias en las esquinas de las calles y los mismos que habían comenzado a iniciar
las negociaciones las interrumpieron, resueltos a esperar este socorro tan pomposamente anunciado.
Esta circunstancia inesperada devolvió a Richelieu sus inquietudes primeras, y lo forzó a pesar
suyo a volver nuevamente los ojos hacia el otro lado del mar.
Durante este tiempo, libre de las inquietudes de su único y verdadero jefe, el ejército real
llevaba una existencia alegre; los víveres no faltaban en el campamento, ni tampoco el dinero;
todos los cuerpos rivalizaban en audacia y alegría. Coger espías y colgarlos, hacer expediciones
audaces sobre el dique o por el mar, imaginar locuras, ponerlas en práctica, tal era el pasatiempo
que hacía encontrar cortos al ejército aquellos días tan largos no sólo para los rochelleses roídos
por el hambre y la ansiedad, sino incluso por el cardenal que los bloqueaba con tanto ardor.
A veces, cuando el cardenal, siempre cabalgando como el último gendarme del ejército,
paseaba su mirada pensativa sobre las obras, tan lentas a gusto de su deseo, que alzaban por
orden suya los ingenieros que había hecho venir de todos los rincones de Francia, encontraba
algún mosquetero de la compañía de Tréville, se acercaba a él, lo miraba de forma singular y al
no reconocerlo por uno de nuestros compañeros, dejaba it hacia otra parte su mirada profunda y su vasto pensamiento.
Cierto día en que, roído por un hastío mortal, sin esperanza en las negociaciones con la ciudad,
sin nuevas de Inglaterra, el cardenal había salido sin más objeto que salir, acompañado
solamente de Cahusac y de La Houdinière, costeando las playas arenosas y mezclando la
inmensidad de sus sueños a la inmensidad del océano, llegó al paso de su caballo a una colina
desde cuya altura percibió detrás de un seto, tumbados sobre la arena y tomando de paso uno
de esos rayos de sol tan raros en esa época del año, a siete hombres rodeados de botellas
vacías. Cuatro de esos hombres eran nuestros mosqueteros disponiéndose a escuchar la lectura
de una carta que uno de ellos acababa de recibir. Esta carta era tan importante que había hecho
abandonar sobre un tambor cartas y dados.
Los otros tres se ocupaban en destapar una damajuana de vino de Collioure; eran los lacayos de aquellos señores.
Como hemos dicho, el cardenal estaba de sombrío humor, y nada, cuando se encontraba en
esa situación de espíritu, redoblaba tanto su desabrimiento como la alegría de los demás. Por
otro lado, tenía una preocupación extraña: era creer que las causas mismas de su tristeza
excitaban la alegría de los extraños. Haciendo seña a La Houdinière y a Cahusac de detenerse,
descendió de su caballo y se aproximó a aquellos reidores sospechosos, esperando que con la
ayuda de la arena que apagaba sus pasos, y del seto que ocultaba su marcha, podría oír algunas
palabras de aquella conversación que tan interesante parecía; a diez pasos del seto solamente
reconoció el parloteo gascón de D’Artagnan, y como ya sabía que aquellos hombres eran
mosquete ros, no dudó que los otros tres fueran aquellos que llamaban los inseparables, es decir,
Athos, Porthos y Aramis.
Júzguese si su deseo de oír la conversación aumentó con este descubrimiento; sus ojos
adoptaron una expresión extraña, y con paso de ocelote avanzó hacia el seto; pero aún no había
podido coger más que sílabas vagas y sin ningún sentido positivo cuando un grito sonoro y breve
lo hizo estremecerse y atrajo la atención de los mosqueteros.
-¡Oficial! -gritó Grimaud.
-Habláis en mi opinión de forma rara -dijo Athos alzándose sobre un codo y fascinando a
Grimaud con su mirada resplandeciente.
Por eso Grimaud no añadió ni una palabra, contentándose con te ner el dedo índice en la
dirección del seto y denunciando con este gesto al cardenal y a su escolta.
De un solo salto los cuatro mosqueteros estuvieron en pie y saludaron con respeto.
El cardenal parecía furioso.
-Parece que los señores mosqueteros se hacen cuidar -dijo-. ¿Acaso vienen los ingleses por
tierra? ¿O no será que los mosqueteros se consideran oficiales superiores?
-Monseñor -respondió Athos, porque en medio del terror general sólo él había conservado
aquella calma y aquella sangre fría de gran señor que no lo abandonaban nunca-, Monseñor, los
mosqueteros, cuando no están de servicio o cuando su servicio ha terminado, beben y juegan a
los dados, y son oficiales muy superiores para sus lacayos.
-¡Lacayos! -masculló el cardenal-. Lacayos que tienen la orden de advertir a sus amos cuando
pasa alguien no son lacayos, son centinelas.
-Su Eminencia ve, sin embargo, que si no hubiéramos tomado esta precaución, nos habríamos
expuesto a dejarle pasar sin presentarle nuestros respetos y ofrecerle nuestra gratitud por la
gracia que nos ha hecho de reunirnos. D’Artagnan -continuó Athos-, vos que hace un momento
pedíais esta ocasión de expresar vuestra gratitud a Monseñor, hela aquí, aprovechadla.
Estas palabras fueron pronunciadas con aquella flema imperturbable que distinguía a Athos en
las horas de peligro, y con aquella excesiva cortesía que hacía de él en ciertos momentos un rey
más majestuoso que los reyes de nacimiento.
D’Artagnan se acercó y balbuceó algunas palabras de gratitud, que pronto expiraron bajo la
mirada ensombrecida del cardenal.
-No importa, señores -continuó el cardenal, al parecer por nada del mundo apartado de su
intención primera por el incidente que Athos había suscitado-; no importa, señores, no me gusta
que simples soldados, porque tienen la ventaja de servir en un cuerpo privilegiado, hagan de
esta forma los grandes señores, y la disciplina es la misma para ellos que para todo el mundo.
Athos dejó al cardenal acabar completamente su frase e, inclinándose en señal de
asentimiento, replicó a su vez:
-La disciplina, Monseñor, no ha sido olvidada por nosotros de ninguna manera, eso espero al
menos. No estamos de servicio y hemos creído que al no estar de servicio podíamos disponer de
nuestro tiempo como bien nos pareciera. Si somos lo bastante afortunados para que Su
Eminencia tenga alguna orden particular que darnos, estamos dispuestos a obedecerle. Monseñor
ve -continuó Athos frunciendo el ceño porque aquella especie de interrogatorio comenzaba a
impacientarlo- que, para estar dispuestos a la menor alerta, hemos salido con nuestras armas.
Y señaló con el dedo al cardenal los cuatro mosquetes en haz junto al tambor sobre el que
estaban las camas y los dados.
-Tenga a bien Vuestra Eminencia creer -añadió D’Amagnan- que nos habríamos dirigido a su
encuentro si hubiéramos podido suponer que era ella la que venía hacia nosotros con tan
pequeña compañía.
El cardenal se mordió los mostachos y un poco los labios.
-¿Sabéis de qué tenéis aire, siempre juntos, como aquí ahora, armados como estáis, y
guardados por vuestros lacayos? -dijo el cardenal-. Tenéis aire de cuatro conspiradores.
-¡Oh! En cuanto a eso, Monseñor, es cierto -dijo Athos-, y nosotros conspiramos, como Vuestra
Eminencia pudo ver la otra mañana, sólo que contra los rochelleses.
-¡Vaya con los señores politicos! -prosiguió el cardenal frunciendo a su vez el ceño-. Quizá se
encontraría en vuestros cerebros el secreto de muchas cosas que son ignoradas si se pudiera leer
en ellos como leéis en esa cama que habéis ocultado cuando me habéis visto venir.
El rubor subió al rostro de Athos, que dio un paso hacia Su Eminencia.
-Se diría que sospecháis de nosotros verdaderamente, Monseñor, y que estamos sufriendo un
auténtico interrogatorio; si es así, dígnese Vuestra Eminencia explicarse, y por lo menos
sabremos a qué atenernos.
-Y aunque esto fuera un interrogatorio -repücó el cardenal-, otros distintos a vosotros los han
sufrido, señor Athos, y han respondido.
-Por eso, Monseñor, he dicho a Vuestra Eminencia que no te nía más que preguntar, y que
nosotros estábamos prestos para responder.
-¿De quién era esa carta que íbais a leer, señor Aramis, y que vos habéis ocultado?
-Una carta de mujer, Monseñor.
-¡Oh! Lo supongo -dijo el cardenal-; hay que ser discreto para esa clase de cartas; sin
embargo, se pueden mostrar a un confesor; como sabéis, he recibido las órdenes.
-Monseñor -dijo Athos con una calma tanto más terrible cuanto que se jugaba la cabeza al dar
esta respuesta-, la carta es de una mujer, pero no está firmada ni Marion de Lorme, ni señorita D’Aiguillon.
El cardenal se volvió pálido como la muerte, un destello leonado salió de sus ojos; se volvió
como para dar una orden a Cahusac y a La Houdiniére. Athos vio el movimiento: dio un páso
hacia los mosqueteros, sobre los que los tres amigos tenían fijos los ojos como hombres poco
dispuestos a dejarse detener. Con el cardenal eran tres; los mosqueteros, comprendidos los
lacayos, eran siete; juzgó que la pamida sería muy desigual, que Athos y sus compañeros
conspiraban realmente; y mediante uno de esos giros rápidos que siempre tenía a su disposición,
toda su cólera se fundió en una sonrisa.
-¡Vamos, vamos! -dijo-. Sois jóvenes valientes, orgullosos a plena luz, fieles en la oscuridad; no
hay mal alguno en vigilar sobre uno mismo cuando se vigila tan bien sobre los demás; señores,
no he olvidado la noche en que me servisteis de escolta para it al Colombier-Rouge; si hubiera
algún peligro que temer en la ruta que voy a seguir os rogaría que me acompañaseis; pero como
no lo hay, permaneced donde estáis, acabad vuestras botellas, vuestra partida y vuestra carta.
Adiós, señores.
Y volviendo a montar en su caballo, que Cahusac le había traído, los saludó con la mano y se alejó.
Los cuatro jóvenes, de pie a inmóviles, lo siguieron con los ojos sin decir una sola palabra
hasta que hubo desaparecido.
Luego se miraron.
Todos tenían el rostro consternado, porque pese al adiós amistoso de Su Eminencia
comprendían que el cardenal se iba con la rabia en el corazón.
Sólo Athos sonreía con sonrisa potente y desdeñosa. Cuando el cardenal estuvo fuera del
alcance de la voz y de la vista:
-¡Ese Grimaud ha gritado muy tarde! -dijo Porthos, que tenia muchas ganas de hacer caer su
mal humor sobre alguien.
Grimaud iba a responder para excusarse. Athos alzó el dedo y Grimaud se calló.
-¿Habrías entregado la carta, Aramis? -dijo D’Artagnan.
-Estaba totalmente resuelto -dijo Aramis con su voz más aflautada-: si hubiera exigido que le
fuera entregada la carta, le habría presentado la carta con una mano, y con la otra le habría
pasado mi espada a través del cuerpo.
-Eso me esperaba -dijo Athos-; por eso me he lanzado entre vos y él. En verdad, ese hombre
es muy imprudente al hablar así a otros hombres; se diría que no se las ha visto más que con mujeres y niños.
-Mi querido Athos -dijo D’Artagnan-, os admiro, pero después de todo estábamos en culpa.
-¿Cómo en culpa? -prosiguió Athos-. ¿De quién es este aire que respiramos? ¿De quién este
océano sobre el que se extiende nuestras miradas? ¿De quién esta arena sobre la que estamos
tumbados? ¿De quién esta carta de vuestra amante? ¿Son del cardenal? A fe mía que ese
hombre se figura que el mundo le pertenece; estáis ahí, balbuceante, estupefacto, aniquilado; se
hubiera dicho que la Bastilla se alzaba ante vos y que la gigantesca Medusa os convertía en
piedra. Veamos, ¿es que acaso es conspirar estar enamorado? Vois estáis enamorado de una
mujer a la que el cardenal ha hecho encerrar, queréis apartarla de las manos del cardenal; es
una partida que jugáis con Su Eminencia: esa carta es vuestro juego; ¿por qué ibais a mostrar
vuestro juego a vuestro adversario? Eso no se hace. ¿Que él lo adivina? En buena hora. Nosotros
adivinamos el suyo de sobra.
-De hecho -dijo D’Artagnan-, lo que vos decís, Athos, está lleno de sentido.
-En tal caso, que no vuelva a tratarse de lo que acaba de ocurrir, y que Aramis prosiga la carta
de su prima donde el señor cardenal le ha interrumpido.
Aramis sacó la carta de su bolso, los tres amigos se acercaron a él y los tres lacayos se
reunieron de nuevo junto a la damajuana.
-No habíais leído más que una o dos líneas -dijo D’Artagnan-; empezad, pues, la carta desde el principio.
-Encantado -dijo Aramis.


«Querido primo, creo que me decidiré a partir para Stenay, donde mi hermana ha hecho
entrar a nuestra pequeña criada en el convento de las Carmelitas; esa pobre muchacha
está resignada, sabe que no se puede vivir en ninguna otra parte sin que esté en peligro la
salvación de su alma. Sin embargo, si los asuntos de nuestra familia se arreglan como
nosotros deseamos, creo que ella correrá el riesgo de condenarse, y que volverá junto a
aquellos a los que echa de menos, tanto más cuanto que sabe que se piensa siempre en
ella. Mientras tanto, no es damasiado desdichada: todo cuanto desea es una carta de su
pretendiente. Sé de sobra que esa clase de géneros pasa difícilmente por entre las verjas;
mas, después de todo, como ya os he dado pruebas de ello, querido primo, no soy
demasiado torpe y me haré cargo de esa comisión. Mi hermana os agradece vuestro recuerdo
fiel y eterno. Ha sentido por un instante una gran inquietud; mas, finalmente, se ha
tranquilizado algo ahora, tras haber enviado a su agente allá a fin de que nada imprevisto
ocurra.
Adiós, mi querido primo, dadnos nuevas de vos con la mayor frecuencia que podáis, es
decir, cuantas veces creáis poder hacerlo con seguridad. Recibid un abrazo.


Marie Michon.»


-¡Cuánto os debo, Aramis! -exclamó D’Artagnan-. ¡Querida Costance! ¡Por fin tengo nuevas
suyas! ¡Vive, está a buen seguro en un convento, está en Stenay! ¿Dónde pensáis que está Stenay, Athos?
-A algunas leguas de las fronteras; una vez levantado el asedio, podremos ir a dar una vuelta por ese lado.
-Y esperemos que no sea muy tarde -dijo Porthos-; esta mañana han colgado a un espía que
ha declarado que los rochelleses estaban con los cueros de sus zapatos. Suponiendo que tras
haber comido el cuero se coman la suela, no sé qué les quedará para después, a menos que se
coman unos a otros.
-¡Pobres imbéciles! -dijo Athos vaciando un vaso de excelente vino de Burdeos, que sin tener
en aquella época la reputación que tiene hoy, no por eso la merecía menos-. ¡Pobres imbéciles!
¡Como si la religión católica no fuera la más ventajosa y agradable de las religiones! Da igual
-prosiguió tras haber hecho chascar su lengua contra el paladar-, son gentes valientes. Mas ¿qué
diablos hacéis, Aramis? -continuó Athos-. ¿Guardáis esa carta en vuestro bolsillo?
-Sí -dijo D’Artagnan-, Athos tiene razón, hay que quemarla.
Quién sabe si el señor cardenal no tiene un secreto para interrogar a las cenizas…
-Debe tener uno -dijo Athos.
-Pero ¿qué queréis hacer con esa carta? -preguntó Porthos.
-Venid aquí, Grimaud -dijo Athos.
Grimaud se levantó y obedeció.
-Para castigaros por haber hablado sin permiso, amigo mío, vais a comer este trozo de papel;
luego, para recompensar el servicio que nos habéis hecho, beberéis este vaso de vino; aquí
tenéis la carta primero, masticad con energía.
Grimaud sonrió y con los ojos fijos sobre el vaso que Athos acababa de llenar hasta el borde,
trituró el papel y lo tragó.
-¡Bravo, maese Grimaud! -dijo Athos-. Y ahora tomad esto; bien, os dispenso de dar las gracias.
Grimaud tragó silenciosamente el vaso de vino de Burdeos, pero sus ojos alzados al cielo
hablaban durante todo el tiempo que duró esta dulce ocupación un lenguaje que no por ser
mudo era menos expresivo.
-Y ahora -dijo Athos-, a menos que el señor cardenal tenga la ingeniosa idea de hacer abrir el
vientre de Grimaud, creo que podemos estar casi tranquilos.
Durante este tiempo Su Eminencia continuaba su paseo melancólico murmurando entre sus mostachos.
-¡Decididamente es preciso que estos cuatro hombres sean míos!

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