Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
Tercera jornada de cautividad
Felton había venido, pero todavía tenía que dar un paso. Había que retenerlo, o mejor, era
preciso que se quedase solo, y Milady sólo oscuramente veía aún el medio que debía conducirla a este resultado.
Se necesitaba más aún: había que hacerlo hablar, a fin de hablarle también. Porque Milady lo
sabía de sobra, su mayor seducción estaba en su voz, que recorría con tanta habilidad toda la
gama de tonos, desde la palabra humana hasta el lenguaje celeste.
Y, sin embargo, pese a toda su seducción, Milady podría fracasar porque Felton estaba
prevenido, y esto contra el menor azar. Desde ese momento, vigiló todas sus acciones, todas sus
palabras, hasta la más simple mirada de sus ojos, hasta su gesto, hasta su respiración, que se
podía interpretar como un suspiro. En fin ella estudió todo, como hace un hábil cómico a quien se
acaba de dar un papel nuevo en un puesto que no tiene la costumbre de ocupar.
Respecto a lord de Winter su conducta era más fácil: también esta ba decidida desde la víspera.
Permanecer muda y digna en su presencia, irritarlo de vez en cuando por medio de un desdén
afectado, por medio de una palabra despectiva, empujarlo a amenazas y a violencias que
hicieran contraste con su resignación, tal era su proyecto. Felton vería: quizá no dijera nada; pero vería.
Por la mañana Felton vino como de costumbre; pero Milady le dejó presidir todos los
preparativos del desayuno sin dirigirle la palabra. Por eso, en el momento en que iba él a
retirarse, ella tuvo un rayo de esperanza; porque creyó que era él quien iba a hablar; pero sus labios
se movieron sin que ningún sonido saliera de su boca, y haciendo un esfuerzo sobre sí
mismo, encerró en su corazón las palabras que iban a escapar de sus labios, y salió.
Hacia mediodía, entró lord de Winter.
Hacía un hermoso día de invierno, y un rayo de ese pálido sol de Inglaterra que ilumina pero
no calienta, pasaba a través de los barrotes de la prisión.
Milady miraba por la ventana, y fingió no oír la puerta que se abría.
-¡Vaya vaya! -dijo lord de Winter-. Tras haber hecho comedia, tras haber hecho tragedia, ahora hacemos melancolía.
La prisionera no respondió.
-Sí, sí -continuó lord de Winter-, comprendo; de buena gana quisierais estar en libertad en esa
orilla; de buena gana querríais, sobre un buen navío, hender las olas de ese mar verde como la
esmeralda; querríais de buena gana, bien en tierra, bien sobre el océano, tenderme una de esas
buenas emboscadas que tan bien sabéis combinar. ¡Paciencia, paciencia! Dentro de cuatro días
os será permitida la orilla, os será abierto el mar, más abierto de lo que quisierais, porque dentro
de cuatro días Inglaterra será desembarazada de vos.
Milady unió las manos, y alzando sus hermosos ojos al cielo:
-¡Señor, Señor! -dijo con una angélica suavidad de gesto y de entonación-. Perdonad a este hombre como yo lo perdono.
-Sí, reza, maldita -exclamó el barón-. Tu oración es tanto más generosa cuanto que, te lo juro,
estás en poder de un hombre que no perdonará.
Y salió.
En el momento en que salía, una mirada penetrante se coló por la puerta entreabierta, y ella
vislumbró a Felton que volvía a su sitio rápidamente para no ser visto por ella.
Entonces se arrojó de rodillas y se puso a rezar.
-¡Dios mío, Dios mío! -dijo-. Vos sabéis por qué santa causa sufro; dadme, pues, la fuerza de sufrir.
La puerta se abrió suavemente; la hermosa suplicante fingió no haber oído, y con una voz llena de lágrimas continuó:
-¡Dios vengador, Dios de bondad! ¿Dejaréis que se cumplan los horribles proyectos de este hombre?
Sólo entonces fingió ella oír el ruido de los pasos de Felton y, alzándose rápida como el
pensamiento, se ruborizó como si tuviera vergüenza de haber sido sorprendida de rodillas.
-No me gusta molestar a los que rezan, señora -dijo gravemente Felton-; no os molestéis, pues, por mí, os lo suplico.
-¿Cómo sabéis que rezaba? Señor -dijo Milady, con una voz ahogada por los sollozos-, os
equivocáis; señor, yo no rezaba.
-¿Pensáis acaso, señora -respondió Felton con su misma voz grave, aunque con un acento más
dulce- que me creo con derecho de impedir a una criatura prosternarse ante su Creador? ¡No lo
permita Dios! Por otra parte, el arrepentimiento sienta bien a los culpables; sea el que fuere el
crimen que haya cometido, un culpable a los pies de Dios me parece sagrado.
-¡Culpable yo! -dijo Milady con una sonrisa que habría desarmado al angel del juicio final-.
¡Culpable! ¡Dios mío, tú sabes bien si lo soy! Si decís que estoy condenada, señor, sea en buena
hora; pero ya lo sabéis Dios, que ama a los mártires, permite que, a veces, se condene a los inocentes.
-Si estuvierais condenada, si fuerais mártir -respondió Felton-, razón de más para rezar, y yo
mismo os ayudaría con mis plegarias.
-¡Oh! Vos sois justo -exclamó Milady, precipitándose a sus pies-; mirad, no puedo resistir por
más tiempo, porque temo que me falten las fuerzas en el momento en que tenga que sostener la
lucha y confesar mi fe; escuchad, pues, la súplica de una mujer desesperada. Os engañan, señor,
pero no se trata de esto, no os pido más que una gracia, y si me la concedéis, os bendeciré en este mundo y en el otro.
-Hablad con el señor, señora -dijo Felton-; afortunadamente no estoy encargado ni de
perdonar ni de castigar; y es alguien más alto que yo a quien Dios ha confiado esa responsabilidad.
-A vos, no, sólo a vos. Escuchadme, antes de contribuir a mi perdición, antes de contribuir a mi ignominia.
-Si habéis merecido esa vergüenza, señora, si habéis incurrido en esa ignominia, hay que
sufrirla ofreciéndola a Dios.
-¡Qué decís! ¡Oh, no me comprendéis! Cuando yo hablo de ignominia, creéis que hablo de un
castigo cualquiera, de la prisión o de la muerte. ¡Ojalá plazca al cielo! ¿Qué me importan a mí la muerte o la prisión?
-Soy yo quien ahora no os comprende, señora.
-O quien finge no comprenderme, señor -respondió la prisionera con una sonrisa de duda.
-¡No, señora, por el honor de un soldado, por la fe de un cristiano!
-¡Cómo! ¿Ignoráis los designios de lord de Winter sobre mí?
-Los ignoro.
-Imposible, sois su confidente.
-Yo no miento nunca, señora.
-¡Oh! Se esconde demasiado poco para que no se le adivine.
-Yo no trato de adivinar nada, señora; yo espero que se confíe a mí; y aparte de lo que ante
vos me ha dicho, lord de Winter nada me ha confiado.
-Mas -exclamó Milady con un increíble acento de verdad-, ¿no sois, pues, su cómplice, no
sabéis, pues, que él me destina a una vergüenza que todos los castigos de la tierra no podrían igualar en horror?
-Os equivocáis, señora -dijo Felton enrojecido-; lord de Winter no es capaz de semejante crimen.
«Bueno -dijo Milady para sus adentros-, ¡sin saber lo que es, lo llama crimen!»
Y luego, en voz alta:
-El amigo del infame es capaz de todo.
-¿A quién llamáis infame? -preguntó Felton.
-¿Hay en Inglaterra dos hombres a quien un nombre semejante pueda convenir?
-¿Os referís a Georges Villiers? -dijo Felton, cuyas miradas se inflamaron.
-A quien los paganos, los gentiles y los infieles llaman duque de Buckingham -prosiguió
Milady-. ¡No habría creído que hubiera un inglés en toda Inglaterra que necesitara una
explicación tan larga para reconocer a aquel al que me refería!
-La mano del Señor está extendida sobre él -dijo Felton-, no escapará al castigo que merece.
Felton no hacía sino expresar respecto al duque el sentimiento de execración que todos los
ingleses habían consagrado a aquel a quien los mismos católicos llamaban el exactor, el
concusionario, el disoluto, y a quien los puritanos llamaban simplemente Satán.
-¡Oh, Dios mío, Dios mío! -exclamó Milady-. Cuando os suplico enviar a ese hombre el castigo
que le es debido, sabéis que no es por venganza propia por lo que lo persigo, sino que es la
liberación de todo un pueblo lo que imploro.
-¿Lo conocéis entonces? -preguntó Felton.
«Por fin me pregunta», se dijo a sí misma Milady en el colmo de la alegría por haber llegado
tan pronto a tan gran resultado.
-¡Oh! ¿Si lo conozco? ¡Claro que sí! ¡Para mi desgracia, para mi desgracia eterna!
Y Milady se torció los brazos como llegada al paroxismo del dolor. Felton sintió sin duda en sí
mismo que su fuerza lo abandonaba, y dio algunos pasos hacia la puerta; la prisionera, que no lo
perdía de vista, saltó en su persecución y lo detuvo.
-¡Señor! -exclamó-. Sed bueno, sed clemente, escuchad mi ruego: ese cuchillo que la fatal
prudencia del barón me ha quitado, porque sabe el uso que quiero hacer de él. ¡Oh, escuchadme
hasta el final! ¡Ese cuchillo dejádmelo un mimuto solamente, por gracia, por piedad! Abrazo
vuestras rodillas; mirad, cerraréis la puerta, no es en vos en quien quiero usarlo. ¡Dios!, en vos,
el único ser justo, bueno y compasivo que he encontrado; en vos, mi salvador quizá; un minuto,
ese cuchillo, un minuto, uno sólo, y os lo devuelvo por el postigo de la puerta; nada más que un
minuto, señor Felton, ¡y habréis salvado mi honor!
-¡Mataros! -exclamó Felton con terror, olvidando retirar sus manos de las manos de la prisionera-. ¡Mataros!
-¡He dicho señor -murmuró Milady bajando la voz y dejándose caer abatida sobre el suelo-, he
dicho mi secreto! Lo sabe todo, Dios mío, estoy perdida.
Felton permanecía de pie, inmóvil e indeciso.
«Aún duda -pensó Milady-, no he sido suficientemente verdadera.»
Se oyó caminar en el corredor; Milady reconoció el paso de lord de Winter. Felton lo reconoció
también y se adelantó hacia la puerta.
Milady se abalanzó.
-¡Oh!, ni una palabra -dijo con voz concentrada-, ni una palabra de cuanto os he dicho a ese
hombre, o estoy perdida, y seréis vos, vos…
Luego, como los pasos se acercaban, ella se calló por miedo a que su voz fuera oída, apoyando
con un gesto de terror infinito su hermosa mano sobre la boca de Felton. Felton rechazó
suavemente a Milady, que fue a caer sobre una tumbona.
Lord de Winter pasó ante la puerta sin detenerse, y se oyó el ruido de los pasos que se alejaban.
Felton, pálido como la muerte, permaneció algunos instantes con el oído tenso y escuchando;
luego, cuando el ruido se hubo apagado por completo, respiró como un hombre que sale de un
sueño, y se precipitó fuera de la habitación.
-¡Ah! -dijo Milady escuchando a su vez el ruido de los pasos de Felton, que se alejaban en
dirección opuesta a los de lord de Winter-. ¡Por fin eres mío!
Luego su frente se ensombreció.
-Si le habla al barón -dijo-, estoy perdida, porque el barón, que sabe de sobra que no me
mataré, me pondrá delante de él un cuchillo en las manos, y él verá que toda esta gran
desesperación no era más que un juego.
Fue a situarse ante el espejo y se miró: jamás había estado tan bella.
-¡Oh, sí -dijo sonriendo-, pero él no hablará!
Por la noche, lord de Winter vino con la cena.
-Señor -le dijo Milady-, ¿vuestra presencia es un accesorio obligado de mi cautividad, o podríais
ahorrarme ese aumento de torturas que causan vuestras visitas?
-¡Cómo, querida hermana! -dijo de Winter-. ¿No me anunciasteis sentimentalmente, con esa
linda boca tan cruel hoy para mí, que veníais a Inglaterra con el único fin de verme a vuestro
gusto, goce cuya privación, según decíais, sentíais tanto que lo arriesgasteis todo por eso:
mareo, tempestad, cautividad? Pues bien, aquí me tenéis, quedad satisfecha; además, esta vez mi visita tiene un motivo.
Milady se estremeció, creyó que Felton había hablado; nunca en toda su vida quizá aquella
mujer, que había experimentado tantas emociones potentes y opuestas, había sentido latir su
corazón tan violenta mente.
Estaba sentada; lord de Winter cogió un sillón, lo acercó a su lado y se sentó junto a ella;
luego, sacando de su bolso un papel que desplegó lentamente:
-Mirad -le dijo-, quería mostraros esta especie de pasaporte que yo mismo he redactado y que
en adelante os servirá de número de orden en la vida que consiento en dejaros.
Luego, volviendo sus ojos de Milady al papel, leyó:
«Orden de conducir a…»
-El nombre está en blanco -interrumpió lord de Winter-. Si tenéis alguna preferencia,
indicádmela; y con tal que sea a un millar de leguas de Londres, se hará a vuestro gusto.
Prosigo:
«Orden de conducir a… la citada Charlotte Backson, marcada por la justicia del
reino de Francia, mas liberada por el castigo; permanecerá en esa residencia, sin
apartarse nunca de ella más de tres leguas. En caso de tentativa de evasión, le
será aplicada la pena de muerte. Recibirá cinco chelines diarios para su alojamiento
y alimentación.»
-Esa orden no me concierne a mí -respondió fríamente Milady-, porque lleva un nombre distinto al mío.
-¡Un nombre! Pero ¿es que tenéis uno?
-Tengo el de vuestro hermano.
-Os equivocáis, mi hermano sólo es vuestro segundo marido, y el primero todavía vive.
Decidme su nombre y lo pondré en vez del nombre de Charlotte Backson. ¿No? ¿No queréis?…
¿Guardáis silencio? ¡Está bien! Seréis inscrita bajo el nombre de Charlotte Backson.
Milady permaneció silenciosa; sólo que en esta ocasión no era ya por su afectación, sino por
terror; creyó que la orden estaba dispuesta a ser ejecutada: pensó que lord de Winter había
adelantado su partida; creyó que estaba condenada a partir aquella misma noche. En su mente
todo lo vio, pues, perdido durante un instante cuando de pronto se dio cuenta de que la orden
no estaba adornada con ninguna firma.
La alegría que sintió ante este descubrimiento fue tan grande que no la pudo ocultar.
-Sí, sí -dijo lord de Winter, que se dio cuenta de lo que ella pensaba-. Sí, buscáis la firma y os
decís: no todo está perdido, porque ese acta no está firmada; me lo enseñan para asustarme,
eso es todò. Os equivocáis: mañana esta orden será enviada a lord de Buckingham; pasado
mañana volverá firmada por su puño y adornada con su sello, y veinticuatro horas después, y de
eso yo soy quien os responde, recibirá su principio de ejecución. Adiós, señora, eso es todo lo que tenía que deciros.
-Y yo os responderé, señor, que ese abuso de poder y ese exilio bajo nombre supuesto son una infamia.
-¿Preferís ser colgada bajo vuestro verdadero nombre, Milady? Ya lo sabéis, las leyes inglesas
son inexorables cuando se abusa del matrimonio; explicaos con franqueza: aunque mi nombre, o
mejor el nombre de mi hermano, se halle mezclado en todo esto, correré el riesgo del escándalo
en un proceso público con tal de estar seguro de que al mismo tiempo me veré libre de vos.
Milady no respondió, pero se tornó pálida como un cadáver.
-¡Ah, ya veo que preferís la peregrinación! Divinamente, señora, y hay un viejo proverbio que
dice que los viajes forman a la juventud. ¡A fe que no estáis equivocada después de todo: la vida
es buena! Por eso no me preocupa que vos me la quitéis. Todavía queda por arreglar el asunto
de los cinco chelines; me muestro algo parsimonioso, ¿no es as? Se debe a que no me preocupa
que corrompáis a vuestros guardianes. Además, siempre os quedarán vuestros encantos para
seducirlos. Usadlos si vuestro fracaso con Felton no os ha asqueado de las tentativas de ese género.
«Felton no ha hablado -se dijo Milady-, nada está perdido aún.»
-Y ahora, señora, hasta luego. Mañana vendré para anunciaros la partida de mi mensajero.
Lord de Winter se levantó, saludó irónicamente a Milady y salió. Milady respiró: todavía tenía
cuatro días por delante; cuatro días le bastaban para terminar de seducir a Felton.
Una idea terrible se le ocurrió entonces: que lord de Winter enviaría quizá al propio Felton a
hacer firmar la orden a Buckingham; de esa suerte Felton se le escapaba, y para que la
prisionera triunfase se necesitaba la magia de una seducción continua.
Sin embargo, como hemos dicho, una cosa la tranquilizaba: Felton no había hablado.
No quiso parecer conmocionada por las amenazas de lord de Winter, se sentó a la mesa y comió.
Luego, como había hecho la víspera, se puso de rodillas y repitió en voz alta sus oraciones.
Como la víspera, el soldado dejó de caminar y se detuvo para escucharla.
Al punto oyó pasos más ligeros que los del centinela que venían del fondo del corredor y que se detenían ante su puerta.
-Es él -dijo.
Y comenzó el mismo canto religioso que la víspera había exaltado tan violentamente a Felton.
Mas, aunque su voz dulce, plena y sonora vibró más armoniosa y más desgarradora que nunca,
la puerta permaneció cerrada. En una de las miradas furtivas que lanzaba sobre un pequeño
postigo, le pareció a Milady vislumbrar a través de la reja cerrada los ojos ardientes del joven;
pero fuera realidad o visión, esta vez él tuvo sobre sí mismo el poder de no entrar.
Sólo que instantes después de que ella terminara su canto religioso, Milady creyó oír un
profundo suspiro; luego los mismos pasos que había oído acercarse se alejaron lentamente y como con pesar.