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Capítulo 56

Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
Quinta jornada de cautividad

Milady había llegado a la mitad del triunfo y el éxito obtenido redoblaba sus fuerzas.
No era difícil vencer, como lo había hecho hasta entonces, a hombres prontos a dejarse seducir
y a quienes la educación galante de la corte arrastraba pronto a la trampa; Milady era bastante
hermosa para no encontrar resistencia de parte de la carne, y era bastante hábil para pasar por
encima de todos los obstáculos del espíritu.
Mas esta vez tenía que luchar contra una naturaleza salvaje, concentrada, insensible a fuerza
de austeridad; la religión y la penitencia habían hecho de Felton un hombre inaccesible a las
seducciones corrientes. Daba vueltas en aquella cabeza exaltada a planes tan vastos, a proyectos
tan tumultuosos, que no quedaba en ella sitio para ningún amor, de capricho o de materia, ese
sentimiento que se nutre de ocio y crece con la corrupción. Milady había abierto por tanto
brecha, con su falsa virtud, en la opinión de un hombre horriblemente prevenido contra ella, y
con su belleza en el corazón y los sentidos de un hombre casto y puro. Finalmente, se había
mostrado a sí misma la medida de sus medios, desconocidos para ella misma hasta entonces,
mediante esta experiencia hecha sobre el sujeto más rebelde que la naturaleza y la religión podían someter a su estudio.
Sin embargo, durante la velada muchas veces había desesperado ella del destino y de sí
misma; no invocaba a Dios, ya lo sabemos, pero tenía fe en el genio del mal, esa inmensa
soberanía que reina en todos los detalles de la vida humana, y a la que, como en la fábula árabe,
un grano de granada le basta para reconstruir un mundo perdido.
Milady, bien preparada para recibir a Felton, pudo montar sus baterías para el día siguiente.
Sabía que no le quedaban más que dos días, que una vez firmada la orden por Buckingham (y
Buckingham la firmaría tanto más fácilmente cuanto que la orden llevaba un nombre falso, y que
no podría él reconocer a la mujer de que se trataba), una vez firmada aquella orden, decíamos,
el barón la haría embarcar inmediatamente, y sabía también que las mujeres condenadas a la
deporta ción usan armas mucho menos poderosas en sus seducciones que las pretendidas
mujeres virtuosas cuya belleza ilumina el sol del mundo, cuyo espíritu alaba la voz de la moda y
un reflejo de aristocracia adora con sus luces encantadas. Ser una mujer condenada a una pena
miserable a infamante no es impedimento para ser bella, pero es un obstá culo para volverse
alguna vez poderosa. Como todas las gentes de mérito real, Milady conocía el medio que
convenía a su naturaleza, a sus recursos. La pobreza le repugnaba, la abyección disminuía dos
tercios de su grandeza. Milady no era reina sino entre las reinas; su dominación necesitaba el
placer del orgullo satisfecho. Mandar a seres inferiores era para ella más una humillación que un placer.
Desde luego, habría vuelto de su exilio, eso no lo dudaba ni un instante; pero ¿cuánto tiempo
podría durar ese exilio? Para una naturaleza activa y ambiciosa como la de Milady, los días que
uno no se ocupa en subir son días nefastos. ¡Piénsese, pues, cuál es la palabra con que deben
denominarse los días que uno emplea en descender! Perder un año, dos años, tres años; es
decir, una eternidad, volver cuando D’Artagnan, feliz y triunfante, hubiera recibido de la reina,
junto con sus amigos, la recompensa que se habían granjeado de sobra con los servicios que
habían prestado: era ésta una de esas ideas devoradoras que una mujer como Milady no podía
soportar. Por lo demás, la tormenta que bramaba en ella duplicaba su fuerza, y habría hecho
estallar los muros de su prisión si su cuerpo hubiera podido tomar por un solo instante las proporciones de su espíritu.
Luego, lo que en medio de todo esto la aguijoneaba era el recuerdo del cardenal. ¿Qué debía
pensar, qué debía decir de su silencio el cardenal, desconfiado, inquieto, suspicaz; el cardenal, no
sólo su único apoyo, su único sostén, su único protector en el presente, sino además el principal
instrumento de su fortuna y de su venganza futura? Ella lo conocía, ella sabía que a su retraso
tras un viaje inútil, por más que arguyese la prisión, por más que exaltase los sufrimientos
soporta dos, el cardenal respondería con aquella calma burlona del escéptico potente a la vez por
la fuerza y por el genio: «¡No teníais que haberos dejado coger!»
Entonces Milady reunía toda su energía, murmurando en el fondo de su pensamiento el
nombre de Felton, el único destello de luz que penetraba hasta ella en el fondo del infierno en
que había caído; y como una serpiente que enrolla y desenrolla sus anillos para darse ella misma
cuenta de su fuerza, envolvía de antemano a Felton en los mil repliegues de su imaginación inventiva.
Sin embargo el tiempo transcurría, las horas, unas tras otras, parecían despertar la campana al
pasar, y cada golpe del badajo de bronce repercutía en el corazón de la prisionera. A las nueve,
lord de Winter hizo su visita acostumbrada, miró la ventana y los barrotes, sondeó el suelo y los
muros, inspeccionó la chimenea y las puertas sin que durante esta larga y minuciosa inspección
ni él ni Milady pronunciasen una sola palabra.
Indudablemente los dos comprendían que la situación se había vuelto demasiado grave para
perder el tiempo en palabras inútiles y en cóleras sin efecto.
-Vamos, vamos -dijo el barón al dejarla-, ¡esta noche todavía no escaparéis!
A las diez vino Felton a colocar un centinela; Milady reconoció su paso. Ahora lo adivinaba ella
como una amante adivina el del amado de su corazón, y, sin embargo, Milady detestaba y
despreciaba a la vez a aquel débil fanático.
No era la hora convenida, Felton no entró.
Dos horas después, y cuando daban las doce, el centinela fue relevado.
Esta vez sí era la hora; por eso, a partir de ese momento Milady esperó con impaciencia.
El nuevo centinela comenzó a pasearse por el corredor.
Al cabo de diez minutos llegó Felton.
Milady prestó oído.
-Escucha -dijo el joven al centinela- no te alejes de este puesto bajo ningún pretexto, porque
sabes que la noche pasada un soldado fue castigado por milord por haber dejado su puesto un
instante, aunque fui yo quien, durante su corta ausencia, vigiló en su puesto.
-Sí, lo sé -dijo el soldado.
-Te recomiendo, por tanto, la más exacta vigilancia. Yo -añadió- voy a entrar para inspeccionar
por segunda vez la habitación de esta mujer, que según temo tiene siniestros proyectos contra sí
misma y a la cual he recibido orden de cuidar.
-Bueno -murmuró Milady-, ¡ya tenemos al austero puritano mintiendo!
En cuanto al soldado, se contentó con sonreír.
-¡Diantre! Mi teniente -dijo-, no sois tan desgraciado por estar encargado de semejantes
comisiones, sobre todo si milord os autoriza a mirar hasta en su cama.
Felton se ruborizó; en cualquier otra circunstancia hubiera reprendido al soldado que se
permitía semejante broma; pero su conciencia murmuraba demasiado alto para que su boca osase hablar.
-Si llamo -dijo-, ven; igual que si alguien viene, llámame.
-Sí, mi teniente -dijo el soldado.
Felton entró en la habitación de Milady. Milady se levantó.
-¿Ya estáis aquî? -dijo ella.
-Os había prometido venir -dijo Felton- y he venido.
-Me habíais prometido otra cosa además.
-¿Qué? ¡Dios mío! -dijo el joven que, pese a su dominio sobre sí mismo, sentía sus rodillas
temblar y comenzar a brotar el sudor en su frente.
-Habíais prometido traerme un cuchillo y dejármelo tras nuestra conversación.
-No habléis de eso, señora -dijo Felton- no hay situación por terrible que sea que autorice a
una criatura de Dios a darse la muerte. He reflexionado que no debo hacerme nunca culpable de semejante pecado.
-¡Ah, habéis reflexionado! -dijo la prisionera sentándose en su sillón con una sonrisa de
desdén-. También yo he reflexionado.
-¿En qué?
-En que yo no tenía nada que decir a un hombre que no mante nía su palabra.
-¡Dios mío! -murmuró Felton.
-Podéis retiraros -dijo Milady-, no hablaré.
-¡Aquí está el cuchillo! -dijo Felton sacando de su bolsillo el arma que según su promesa había
traído, pero que dudaba en entregar a su prisionera.
-Veámoslo -dijo Milady.
-¿Qué vais a hacer?
-Palabra de honor, os lo devuelvo al momento; lo pondré sobre la mesa y vos quedaréis entre
él y yo.
Felton tendió el arma a Milady, que examinó atentamente su temple y probó la punta en el
extremo de su dedo.
-Bien -dijo ella devolviendo el cuchillo al joven oficial-, es un buen acero; sois un fiel amigo,
Felton.
Felton cogió el arma y la puso sobre la mesa como acababa de ser acordado con su prisionera.
Milady lo siguió con los ojos e hizo un gesto de satisfacción.
-Ahora -dijo ella-, escuchadme.
La recomendación era inútil: el joven oficial estaba de pie ante ella esperando sus palabras
para devorarlas.
-Felton -dijo Milady con una severidad llena de melancolía-, Felton, si vuestra hermana, la hija
de vuestro padre, os dijera: «Joven aún, bastante hermosa por desgracia, me hicieron caer en
una trampa, resistí; se multiplicaron en torno mío las emboscadas, resistí; se blasfemó la religión
a la que sirvo, al Dios que adoro, porque llamaba en mi ayuda a ese Dios y a esa religión, resistí;
entonces se me prodigaron los ultrajes, y como no podían perder mi alma, quisieron mancillar mi
cuerpo para siempre; finalmente…»
Milady se detuvo, y una sonrisa amarga pasó por sus labios.
-Finalmente -dijo Felton-, finalmente, ¿qué han hecho?
-Finalmente, una noche decidieron paralizar esa resistencia que no se podía vencer: una noche
mezclaron en mi agua un poderoso narcótico; apenas hube acabado mi cena, me sentí caer poco
a poco en un entumecimiento desconocido. Aunque no sintiese desconfianza, un temor vago se
apoderó de mí y traté de luchar contra el sueño; me levanté, quise correr a la ventana, pedir
socorro, pero mis piernas se negaron a llevarme; me parecía que el techo bajaba contra mi
cabeza y me aplastaba con su peso; tendí los brazos, traté de hablar, no pude más que lanzar
sonidos inarticulados; un embotamiento irresistible se apoderaba de mí, me agarré a un sillón,
sintiendo que iba a caer, mas pronto aquel apoyo fue insuficiente para mi brazos débiles, caí
sobre una rodilla, luego sobre las dos; quise gritar, mi lengua estaba helada; Dios no me vio ni
me oyó sin duda, y me deslizé por el suelo, presa de un sueño que se parecía a la muerte. De
todo cuanto pasó en este sueño y del tiempo que transcurrió durante su duración, ningún recuerdo
tengo; la única cosa que recuerdo es que me desperté acostada en una habitación redonda
cuyo moblaje era suntuoso, y en la que la luz sólo penetraba por una abertura del techo. Por lo
demás, ninguna puerta parecía dar entrada a ella: se hubiera dicho una prisión magnífica. Pasé
mucho tiempo hasta que pude darme cuenta del lugar en que me encontraba y de todos los
detalles que cuento, mi espíritu parecía luchar inútilmente para sacudir las pesadas tinieblas de
aquel sueño al que no podía arrancarme; tenía percepciones vagas de un espacio recorrido, de la
rodadura de un coche, de un sueño horrible en el que mis fuerzas se agotarían; pero todo
aquello era tan sombrío y tan indistinto en mi pensamiento, que estos sucesos parecían
pertenecer a otra vida distinta a la mía y, sin embargo, mezclada a la mía por una fantástica
dualidad. A veces, el estado en que me encontraba me pareció tan extraño, que creí que era un
sueño. Me levanté vacilante, mis vestidos estaban junto a mí, sobre una silla: no recordaba ni
haberme desnudado ni haberme acostado. Entonces poco a poco la realidad se presentó a mí
llena de púdicos terrores: yo no estaba ya en la casa en que vivía; por lo que podía juzgar por la
luz del sol, habían transcurrido ya dos tercios del día; había dormido desde la vigilia hasta la
noche; mi sueño había durado, pues, casi veinticuatro horas. ¿Qué había pasado durante aquel
largo sueño? Me vestí tan rápidamente como me fue posible. Todos mis movimientos lentos y
embotados atestiguaban que la influencia del narcótico no se había disipado aún por completo.
Por lo demás, aquel cuarto estaba amueblado para recibir a una mujer; y la coqueta más
acabada no habría tenido un solo deseo que formular que, paseando su mirada por el cuarto, no
hubiera visto completamente cumplido. Desde luego no era yo la primera cautiva que se había
visto encerrada en aquella espléndida prisión; pero como comprenderéis, Felton, cuanto más
bella era la prisión, más miedo me daba. Sí, era una prisión porque traté en vano de salir de ella.
Tanteé todos los muros con objeto de descubrir una puerta: en todas las partes los muros
devolvieron un sonido plano y sordo. Quizá quince veces di la vuelta a aquella habitación,
buscando una salida cualquiera: no la había; caí agotada de fatiga y de terror en un sillón.
Durante este tiempo, la noche se acercaba rápidamente y con la noche aumentaban mis terrores:
no sabía si debía quedarme donde estaba sentada; me parecía que estaba rodeada de peligros
deconocidos en los que iba a caer a cada Paso. Aunque no hubiese comido nada desde la
víspera, mis temores me impedían sentir hambre. Ningún ruido de fuera, que me permitiese medir
el tiempo, llegaba hasta mí; presumía sólo que podían ser de las siete a las ocho de la noche;
porque estábamos en el mes de octubre, y la oscuridad era total. De pronto, el chirrido de una
puerta que gira sobre sus goznes me hizo temblar; un globo de fuego apareció encima de la
abertura guarnecida de vidrios del techo arrojando una viva luz en mi habitación y vislumbré con
terror que un hombre estaba de pie a algunos pasos de mí. Una mesa con dos cubiertos, con una
cena totalmente preparada, se había alzado como por magia en medio del cuarto. Aquel hombre
era el que me perseguía desde hacía un año, el que había jurado mi deshonor y el que, a las
primeras palabras que salieron de su boca, me hizo comprender que lo había cumplido la noche anterior.
-¡Infame! -murmuró Felton.
-¡Oh, sí, infame! -exclamó Milady viendo el interés que el joven oficial, cuya alma parecía
suspendida de sus labios, se tomaba en este extraño relato-. ¡Oh, sí, infame! Había creído que le
bastaba con haber triunfado de mí en mi sueño para que todo estuviese dicho; venía esperando
que yo aceptaría mi vergüenza, puesto que mi vergüenza estaba consumada; venía a ofrecerme
su fortuna a cambio de mi amor. Todo cuanto el corazón de una mujer puede contener de
soberbio desprecio y de palabras desdeñosas lo arrojé sobre aquel hombre; sin duda estaba
habituado a reproches semejantes porque me escuchó tranquilo, sonriente y con los brazos
cruzados sobre el pecho; luego, cuando creyó que yo había dicho todo, se adelantó hacia mí: yo
salté hacia la mesa, cogí un cuchillo y lo apoyé sobre mi pecho. «Dad un paso más -le dije- y
además de mi deshonor tendréis también mi muerte que reprocharos.» Sin duda, en mi mirada,
en mi voz, en toda mi persona había esa verdad de gesto, de ademán y de acento que lleva la
convicción a las almas más perversas, porque se detuvo. «¡Vuestro amor! -me dijo-. ¡Oh, no!
Sois una amante encantadora para que consienta en perderos así, después de haber tenido la
dicha de poseeros, una sola vez solamente. ¡Adiós, hermosa! Esperaré para volver a visitaros a
que estéis en mejores disposiciones.» Tras estas palabras, silbó; el globo de llama que iluminaba
mi habitación subió y desapareció; volví a encontrarme en la oscuridad. El mismo ruido de una
puerta que se abre y se cierra se reprodujo un instante después, el globo resplandeciente
descendió de nuevo y volví a encontrarme sola. Aquel momento fue horrible; si aún tenía algunas
dudas sobre mi desdicha, esas dudas se habían desvanecido en una desesperante realidad:
estaba en poder de un hombre al que no sólo detestaba sino al que despreciaba; un hombre
capaz de todo y que ya me había dado una prueba fatal de a lo que podía atreverse.
-Mas ¿quién era ese hombre? -preguntó Felton.
-Pasé la noche en una silla, estremeciéndome al menor ruido; porque a media noche más o
menos, la lámpara se había apagado, y yo ya me había vuelto a encontrar en la oscuridad. Mas
la noche pasó sin nuevas tentativas de mi perseguidor. Llegó el día, la mesa había desaparecido;
sólo que yo tenía aún el cuchillo en la mano. Aquel cuchillo era toda mi esperanza. Yo estaba
rota de fatiga; el insomnio quemaba mis ojos; no me había atrevido a dormir ni un solo instante:
el día me tranquilizó, fui a echarme sobre mi cama sin abandonar el cuchillo liberador que oculté
bajo mi almohada. Cuando me desperté, una nueva mesa estaba servida. Esta vez, pese a mis
terrores, a pesar de mis angustias, se hizo sentir un hambre devoradora; hacía cuarenta y ocho
horas que no había tomado ningún alimento: comí pan y algunas frutas; luego, acordándome del
narcótico mezclado al agua que había bebido, no toqué la que estaba en la mesa y fui a llenar mi
vaso en una fuente de mármol adosada al muro, encima de mi lavabo. Sin embargo, pese a esta
precaución, no permanecí menos tiempo en una angustia horrorosa; pero mis temores no
estaban fundados esta vez: pasé la jornada sin experimentar nada que se pareciese a lo que
temía. Ha bía tenido la precaución de vaciar a medias la jarra para que no se dieran cuenta de mi
desconfianza. Llegó la noche, y’con ella la oscuridad; sin embargo, por profunda que fuese, mis
ojos comenzaban a habituarse a ella; vi en medio de las tinieblas hundirse la mesa en el suelo;
un cuarto de hora después reapareció con mi cena; un instante después, gracias a la misma
lámpara, mi habitación se iluminó de nuevo. Estaba resuelta a no comer más que objetos a los
que fuera imposible mezclar ningún somnífero: dos huevos y algunas frutas compusieron mi
comida; luego fui a tomar un vaso de agua de mi fuente protectora y lo bebí. A los primeros
sorbos, me pareció que no tenía el mismo gusto que por la mañana: una sospecha rápida se
apoderó de mí, me detuve, pero ya había tragado medio vaso. Tiré el resto con horror, y esperé,
con el sudor del espanto en la frente. Sin duda, algún invisible testigo me había visto tomar el
agua de aquella fuente, y había aprovechado mi confianza para asegurar mejor mi pérdida tan
fríamente resuelta, tan cruelmente perseguida. No había transcurrido media hora cuando se
produjeron los mismos síntomas; sólo que como aquella vez no había bebido más que medio
vaso de agua, luché más tiempo, y en lugar de dormirme completamente, caí en un estado de
somnolencia que me dejaba sentir lo que pasaba en torno mío, a la vez que me quitaba la fuerza
de defenderme o de huir. Me arrastré hacia mi cama, para buscar allí la única defensa que me
quedaba, mi cuchillo salvador; pero no pude llegar hasta la cabecera: caí de rodillas, con las
manos aferradas a una de las columnas del pie; entonces comprendí que estaba perdida.
Felton palideció horrorosamente, y un estremecimiento convulsivo corrió por todo su cuerpo.
-Y lo que era más horroroso -continuó Milady con la voz alterada como si hubiera
experimentado aún la misma angustia que en aquel momento terrible- es que aquella vez yo
tenía conciencia del peligro que me amenazaba; es que mi alma, puedo decirlo, velaba en mi
cuerpo adormecido; es que yo veía, es que oía; es cierto que todo aquello era como un sueño,
pero no por ello menos espantoso. Vi la lámpara que ascendía y que poco a poco me dejaba en
la oscuridad; luego oí el chirrido tan bien conocido de aquella puerta, aunque aquella puerta sólo
se hubiera abierto dos veces. Sentí instintivamente que alguien se acercaba a mí; dicen que el
desgraciado perdido en los desiertos de América siente de este modo la cercanía de la serpiente.
Quería hacer un esfuerzo, trataba de gritar; gracias a una increíble energía de voluntad me
levanté, para volver a caer al punto… y volver a caer en los brazos de mi perseguidor.
-Decidme, pues, ¿quién era ese hombre? -exclamó el joven oficial.
Milady vio de una sola mirada todo el sufrimiento que inspiraba a Felton, sopesándolo en cada
detalle de su relato; pero no quería hacerle gracia de ninguna tortura. Con mayor profundidad le
rompería el corazón, con mayor seguridad la vengaría. Ella continuó, pues, como si no hubiera
oído su exclamación, o como si hubiera pensado que no había llegado aún el momento de responder a ella.
-Sólo que aquella vez el infame tenía que habérselas no ya con una especie de cadáver inerte,
sin ningún sentimiento. Ya os lo he dicho: aunque no conseguía recuperar el ejercicio completo
de mis facultades, me quedaba el sentimiento de mi peligro: luchaba, pues, con todas mis
fuerzas, y, sin duda, pese a lo debilitada que estaba, oponía una larga resistencia, porque lo oí
exclamar: «¡Estas miserables purita nas! Saba que cansan a sus verdugos, pero las creía menos
fuertes contra sus seductores.» ¡Ay! Aquella resistencia desesperada no podía durar mucho
tiempo, sentí que mis fuerzas se agotaban; y esta vez no fue de mi sueño de lo que el cobarde
se aprovechó, fue de mi desva necimiento.
Felton escuchaba sin hacer oír otra cosa que una especie de rugido sordo; sólo el sudor corría
sobre su frente de mármol, y su mano oculta bajo su uniforme desgarraba su pecho.
-Mi primer movimiento al volver en mí fue buscar bajo mi almohada aquel cuchillo que no había
podido alcanzar; si no había servido para la defensa podía servir al menos para la expiación. Pero
al coger aquel cuchillo, Felton, me vino una idea terrible. He jurado decíroslo todo y os lo diré
todo; os he prometido la verdad, la diré aunque me pierda.
-Os vino la idea de vengaros de aquel hombre, ¿no es eso? -exclamó Felton.
-¡Pues, sí! -dijo Milady-. Aquella idea no era de cristiana, lo sé; sin duda ese eterno enemigo de
nuestra alma, ese león que ruge sin cesar en torno de nosotros la soplaba a mi espíritu. En fin,
¿qué puedo deciros Felton? -continuó Milady con el tono de una mujer que se acusa de un
crimen-. Me vino esa idea y sin duda ya no me dejó. Hoy llevo el castigo de ese pensamiento homicida.
-Continuad, continuad -dijo Felton-, tengo prisa por veros llegar a la venganza.
-¡Oh! Resolví que tenía que llegar lo antes posible, no dudaba de que él volvería a la noche
siguiente Por el día no tenía nada que te mer. Por eso, cuando vino la hora del almuerzo, no dudé
en comer y beber: estaba resuelta a fingir que cenaba, pero no tomaría nada; debía por tanto,
combatir mediante la nutrición de la mañana el ayuno de Ìa noche. Sólo que oculté un vaso de
agua sustraída a mi desayuno, dado que había sido la sed la que más me había hecho sufrir
cuando había permanecido cuarenta y ocho horas sin beber ni comer. El día transcurrió sin tener
otra influencia sobre mí que afirmarme en la resolución tomada: sólo que tuve cuidado de que mi
rostro no traicionase en nada el pensamiento de mi corazón, porque no dudaba de que era
observada; varias veces incluso sentí una sonrisa en mis labios. Felton, no me atrevo a deciros
ante qué idea sonreía, sentiríais horror de mí…
-Continuad, continuad -dijo Felton-, ya veis que escucho y que tengo prisa por llegar.
-Llegó la noche, los acontecimientos habituales se produjeron; en la oscuridad, como de
costumbre, fue servida mi cena, luego la lámpara se iluminó, y me senté a la mesa. Comí sólo
algunas frutas: fingí que me servía agua de la jarra, pero sólo bebí de la que había conservado
en mi vaso; la sustitución, por lo demás, fue hecha con la maña suficiente para que mis espías, si
los tenía, no concibiesen sospecha alguna. Tras la cena, ofrecí las mismas señales de
embotamiento que la víspera; pero esta vez, como si sucumbiese a la fatiga o como si me
familiarizase con el peligro, me arrastré hacia la cama a hice semblante de adormecerme. En esta
ocasión había encontrado mi cuchillo bajo la almohada y, al tiempo que fingía dormir, mi mano
apretaba convulsivamente la empuñadura. Transcurrieron dos horas sin que ocurriese nada
nuevo. ¡Aquella vez, Dios mío! ¡Quién me hubiera dicho esto la víspera: comenzaba a temer que
no viniese! Por fin, vi la lámpara elevarse suavemente y desaparecer en las profundidades del
techo; mi habitación se llenó de tinieblas, pero hice un esfuerzo por horadar con la mirada la
oscuridad. Aproximadamente pasaron diez minutos. No oía yo otro ruido que el del latido de mi
corazón. Yo imploraba al cielo para que viniese. Por fin oí el ruido tan conocido de la puerta que
se abría y volvía a cerrarse; oí, pese al espesor de la alfombra, un paso que hacía chirriar el
suelo; vi, pese a la oscuridad, una sombra que se acercaba a mi cama.
-¡Daos prisa daos prisa! -dijo Felton-. ¿No veis que cada una de vuestras palabras me quema como plomo derretido?
-Entonces -continuó Milady- entonces reuní todas mis fuerzas, me acordé de que el momento
de la venganza, o, mejor dicho, de la justicia había sonado; me consideraba otra Judith; me
recogí sobre mí misma, con mi cuchillo en la mano, y cuando lo vi junto a mí tendiendo los
brazos para buscar a su víctima, entonces, con el último grito del dolor y de la desesperación, le
golpeé en medio del pecho. ¡Miserable! ¡Lo había previsto todo: su pecho estaba cubierto de una
cota de malla! El cuchillo se embotó. «¡Ay, ay! -exclamó cogiéndome el brazo y arrancándome el
arma que tan mal me había servido-. ¡Queréis mi vida, hermosa puritana! Mas esto es más que
odio, esto es ingratitud. ¡Vamos, vamos, calmaos, calmaos, niña mía! Había creído que os habíais
dulcificado. No soy de esos tiranos que conservan las mujeres por la fuerza: no me amáis,
dudaba de ello con mi fatuidad ordinaria; ahora estoy convencido. Mañana seréis libre.» Yo no
tenía más que un deseo: era que me matase. «¡Tened cuidado! -le dije-. Mi libertad es vuestro
deshonor. Sí, porque apenas salga de aquí diré todo, diré la violencia que habéis usado contra
mí, diré mi cautividad. De nunciaré este palacio de infamia; estáis colocado muy alto, milord, mas
temblad. Por encima de vos está el rey, por encima del rey está Dios.» Por dueño que pareciese
de sí mismo, mi perseguidor dejó traslucir un movimiento de cólera. Yo no podía ver la expresión
de su rostro, pero había sentido estremecerse su brazo sobre el que estaba puesta mi mano.
«Entonces, no saldréis de aquí», dijo. «¡Bien, bien! -exclamé yo. Entonces el lugar de mi suplicio
será también el de mi tumba. Yo moriré aquí y ya veréis si un fantasma que acusa no es más
terrible aún que un vivo que amenaza.» «No se os dejará ningún arma.» «Hay una que la
desesperación ha puesto al alcance de toda criatura que tenga el valor de servirse de ella. Me
dejaré morir de hambre.» «Veamos -dijo el miserable-, ¿no vale más la paz que una guerra como
ésta? Os devuelvo la libertad ahora mismo, os proclamo una virtud, os denomino la Lucrecia de
Inglaterra. » «Y yo, yo digo que vos sois Sextus, yo os denuncio a los hombres como os he
denunciado ya a Dios; y si hace falta que, como Lucrecia, firme mi acusación con mi sangre, la
firmaré.» «¡Ah, ah! -dijo mi enemigo en un tono burlón-. Entonces es distinto. A fe que a fin de
cuentas estáis bien aquí: nada os faltará, y si os dejáis morir de hambre, será culpa vuestra.»
Tras estas palabras se retiró, oí abrirse y volverse a cerrar la puerta y permanecí abismada,
menos aún, lo confieso, en mi dolor que en la vergüenza de no haberme vengado. Mantuvo su
palabra. Todo el día, toda la noche transcurrieron sin que volviese a verlo. Pero yo también
mantuve mi palabra, y no comí ni bebí; como le había dicho, estaba resuelta a dejarme morir de
hambre. Pasé el día y la noche rezando, porque esperaba que Dios me perdonase mi suicidio. La
segunda noche la puerta se abrió; estaba tumbada en el suelo, las fuerzas comenzaban a
abandonarme. Ante el ruido, me levanté sobre una mano. «Y bien -me dijo una voz que vibraba
de una forma demasiado terrible a mi oído para que no la reconociese-; y bien, nos hemos
dulcificado un poco, y pagaremos nuestra libertad con la sofa promesa del silencio. Mirad, soy
buen príncipe -añadió-, y aunque no me gustan los puritanos, les hago justicia, así como a las
puritanas, cuando son hermosas. Vamos, hacedme un pequeño juramento sobre la cruz, no os
pido más.» «¡Sobre la cruz! -exclamé yo levantándome, porque al oír aquella voz aborrecida había
vuelto a encontrar todas mis fuerzas-. ¡Sobre la cruz! Juro que ninguna promesa, ninguna
amenaza, ninguna tortura me cerrará la boca. ¡Sobre la cruz! Juro denunciaros por todas panes
como asesino, como ladrón del honor, como cobarde. ¡Sobre la cruz! Juro, si alguna vez consigo
salir de aquí, pedir venganza contra vos al género humano entero.» «¡Tened cuidado! -dijo la voz
con un acento de amenaza que yo no había oído todavía-. Tengo un recurso supremo, que no
emplearé más que en último extremo, de cerraros la boca o al menos de impedir que alguien
crea una sola palabra de lo que digáis.» Reuní todas mis fuerzas para responder con una
carcajada. El vio que entre nosotros había adelante una guerra eterna, una guerra a muerte.
«Escuchad -dijo-, os doy aún el resto de esta noche y el día de mañana; reflexionad: si prometéis
callaros, la riqueza, la consideración, los honores incluso os rodearán; si amenazáis con hablar,
os condeno a la infamia.» «¡Vos! -exclamé yo-. ¡Vos!» «¡A la infamia eterna, indeleble!» «¡Vos!»,
repetí yo. ¡Oh, os lo digo, Felton, le creía insensato! «Sí, yo», contestó él. «¡Ah, dejadme! -le
dije-. Salid si no queréis que ante vuestros ojos me rompa la cabeza contra la pared.» «Está bien
-replicó él-, vos lo habéis querido, hasta mañana por la noche.» «Hasta mañana por la noche»,
respondí yo dejándome caer y mordiendo la alfombra de rabia…
Felton se apoyaba sobre un mueble y Milady vela con alegría de demonio que quizá le faltara la fuerza antes del fin del relato.

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