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Capítulo 64

Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
El hombre de la capa roja

La desesperación de Athos había dejado sitio a un dolor concentrado que hacía más lúcidas
aún las brillantes facultades de espíritu de aquel hombre.
Concentrado por entero en un solo pensamiento, el de la promesa que había hecho y de la
responsabilidad que había tomado, se retiró el último a su habitación, pidió al hostelero que le
procurase un mapa de la provincia, se inclinó encima, interrogó a las líneas trazadas, advirtió que
cuatro caminos diferentes se dirigían de Béthune a Armentières, a hizo llamar a los criados.
Planchet, Grimaud, Mosquetón y Bazin se presentaron y recibieron las órdenes claras,
puntuales y graves de Athos.
Debían partir al alba al día siguiente, y dirigirse a Armentières, cada uno por una ruta diferente.
Planchet, el más inteligente de los cuatro, debía seguir aquella por la que había desaparecido el
coche contra el que los cuatro amigos habían disparado y que, como se recordará, iba
acompañado por el doméstico de Rochefort.
Athos puso en campaña primero a los criados porque desde que estos hombres estaban a su
servicio y al de sus amigos había advertido en cada uno de ellos cualidades diferentes y esenciales.
En segundo lugar, criados que preguntan inspiran a los transeúntes menos desconfianza que
sus amos, y hallan más simpatía en aquellos a quienes se dirigen.
Por último, Milady conocía a los amos, mientras que no conocía a los criados; y, por el
contrario, los criados conocían perfectamente a Milady.
Los cuatro debían hallarse al día siguiente, a las once, en el lugar indicado; si habían
descubierto el refugio de Milady, tres permanecerían custodiándola, el cuarto regresaría a
Béthune para avisar a Athos y servir de guía a los cuatro amigos.
Tomadas estas disposiciones, los criados se retiraron a su vez.
Athos se levantó entonces de su silla, se ciñó la espada, se envolvió en su capa y salió de la
hostería; eran las diez aproximadamente. A las diez de la noche, como se sabe, en provincias las
calles están poco frecuentadas. Athos, sin embargo, buscaba visiblemente a alguien a quien
pudiera dirigir una pregunta. Por fin encontró un transeúnte rezagado, se acercó a él, le dijo
algunas palabras; el hombre al que se dirigía retrocedió con terror, sin embargo respondió a las
palabras del mosquetero con una indicación. Athos ofreció a aquel hombre media pistola por
acompañarlo, pero el hombre rehusó.
Athos se metió en la calle que el indicador había designado con el dedo; pero, llegado a la
encrucijada, se detuvo de nuevo visiblemente apurado. No obstante, como más que cualquier
otro lugar la encrucijada le ofrecía la posibilidad de encontrar a alguien, se detuvo. En efecto, al
cabo de un instante, pasó un vigilante nocturno. Athos le repitió la misma pregunta que ya había
hecho a la primera persona que había encontrado; el vigilante nocturno dejó percibir el mismo
tenor, rehusó también acompañar a Athos y le mostró con la mano el camino que debía seguir.
Athos caminó en la dirección indicada y alcanzó el arrabal situado en el extremo opuesto de la
villa, aquel por el que él y sus compañeros habían entrado. Allí pareció de nuevo inquieto y
embarazado, y se detuvo por tercera vez.
Afortunadamente pasó un mendigo que se acercó a Athos para pedirle limosna. Athos le
ofreció un escudo por acompañarlo donde iba. El mendigo dudó un instante pero, a la vista de la
moneda de plata que brillaba en la oscuridad, se decidió y caminó delante de Athos.
Llegado a la esquina de una calle, le mostró de lejos una casita aislada, solitaria, triste; Athos
se acercó mientras el mendigo, que había recibido su salario, se alejaba a todo correr.
Athos dio una vuelta a la casa antes de distinguir la puerta en medio del color rojizo con que
aquella casa estaba pintada; ninguna luz se colaba por las cortaduras de las contraventanas,
ningún ruido dejaba suponer que estuviese habitada, era sombría y muda como una tumba.
Tres veces llamó Athos sin que le contestasen. A la tercera llamada, sin embargo, pasos
interiores se acercaron; finalmente, la puerta se entreabrió, y un hombre de talla alta, tez pálida,
pelo y barba negros, apareció.
Athos y él cambiaron algunas palabras en voz baja, luego el hombre de talla alta hizo señas al
mosquetero de que podía entrar. Athos aprovechó al momento el permiso y la puerta se cerró tras él.
El hombre al que Athos había venido a buscar tan lejos y al que había encontrado con tanto
esfuerzo, lo hizo entrar en su laboratorio, donde estaba ocupado en sujetar con alambres
ruidosos huesos de un esqueleto. Todo el cuerpo estaba ya ajustado: sólo la cabeza estaba
puesta sobre un mesa.
El resto del moblaje indicaba que aquél en cuya casa se hallaba se ocupaba en ciencias
naturales: había tarros llenos de serpientes, etiquetados según las especies; lagartos disecados
relucían como esmeraldas talladas en grandes marcos de madera negra; en fin, botes de hierbas
silvestres, odoríferas y sin duda dotadas de virtudes desconocidas al vulgo, estaban pegadas al
techo y bajaban por las esquinas del cuarto.
Athos lanzó una ojeada fría a indiferente sobre todos estos objetos que acabamos de describir
y, a invitación de aquel al que venía a buscar, se sentó a su lado.
Entonces le explicó la causa de su visita y el servicio que reclamaba de el; mas apenas hubo
expuesto su demanda, el desconocido, que estaba de pie ante el mosquetero, retrocedió con
terror y rehusó. Entonces Athos sacó de su bolsillo un breve papel sobre el que había escritas dos
líneas acompañadas de una firma y un sello, y lo presentó a aquel que daba demasiado
prematuramente aquellas señales de repugnancia. El hombre de alta estatura, apenas hubo leído
aquellas dos líneas, visto la firma y reconocido el sello, se inclinó en señal de que no tenía ya
ninguna objeción que hacer, y que estaba dispuesto a obedecer.
Athos no pidió más; se levantó, saludó, salió, tomó al irse el mismo camino que había seguido
para venir, volvió a entrar en la hostería y se encerró en su cuarto.
Al alba, D’Artagnan entró en su habitación y preguntó qué iba a hacer.
-Esperar -respondió Athos.
Algunos instantes después, la superiora del convento hizo avisar a los mosqueteros de que el
entierro de la víctima de Milady tendría lugar a mediodía. En cuanto a la envenenadora, no había
habido noticias; sólo que debía haber huido por el jardín, en cuya arena habían reconocido la
huella de sus pasos, y cuya puerta habían encontrado cerrada; en cuanto a la llave, había desaparecido.
A la hora indicada, lord de Winter y los cuatro amigos se dirigieron al convento; las campanas
tocaban a duelo, la capilla estaba abierta, la verja del coro estaba cerrada. En medio del coro
estaba puesto el cuerpo de la víctima, revestida de sus hábitos de novicia. A cada lado del coro, y
tras las verjas que se abrían sobre el convento, estaba toda la comunidad de Carmelitas, que
escuchaba desde allí el servicio divino y mezclaba su canto al canto de los sacerdotes, sin ver a
los profanos ni ser vista por ellos.
A la puerta de la capilla, D’Artagnan sintió que su valor huía nuevamente; se volvió en busca
de Athos, pero Athos había desaparecido.
Fiel a su misión de venganza, Athos se había hecho conducir al jardín; y allí, sobre la arena,
siguiendo los pasos ligeros de aquella mujer que había dejado un rastro ensangrentado por
donde había pasado, avanzó hasta la puerta que dabá al bosque, se la hizo abrir y se metió en el bosque.
Entonces todas sus dudas se confirmaron: el camino por el que el coche había desaparecido
contorneaba el bosque. Athos siguió el camino algún tiempo con los ojos fijos en el suelo; ligeras
manchas de sangre, que provenían de una herida hecha o al hombre que acompañaba el coche
como correo o a uno de los caballos, salpicaban el camino. Al cabo de tres cuartos de legua
aproximadamente, a cincuenta pasos de Festubert, aparecía una mancha de sagre más amplia;
el suelo estaba pisoteado por los caballos. Entre el bosque y aquel lugar desnudo, un poco antes
de la tierra lastimada, se encontraba la misma huella de breves pasos que en el jardín; el coche se había detenido.
En aquel lugar, Milady había salido del bosque y había montado en el coche.
Satisfecho por este descubrimiento que confirmaba todas sus sospechas, Athos volvió a la
hostería y encontró a Planchet que lo esperaba con impaciencia.
Todo era como Athos había previsto.
Planchet había seguido la ruta, había observado, como Athos, las manchas de sangre, como
Athos había reconocido el lugar en que los caballos se habían detenido; pero había ido más lejos
de Athos, de suerte que en la aldea de Festubert, mientras bebía en un albergue, sin haber
tenido necesidad de preguntar, había sabido que la víspera, a las ocho y media de la noche, un
hombre herido, que acompañaba a una dama que viajaba en una silla de posta, se había visto
obligado a detenerse, sin poder seguir delante. El accidente habría sido cargado en la cuenta de
ladrones que habían detenido la silla en el bosque. El hombre había quedado en la aldea, la
mujer había hecho el relevo y continuado su camino.
Planchet se puso a buscar al postillón que había conducido la silla, y lo encontró. Había
conducido a la señora hasta Fromelles, y de Fromelles ella había partido hacia Armentières.
Planchet tomó la trocha, y a las siete de la mañana estaba en Armentières.
No había más que una hostería, la de la posta. Planchet fue a presentarse allí como lacayo sin
trabajo que buscaba una plaza. No había hablado diez minutos con las gentes del albergue
cuando ya sabía que una mujer sola había llegado a las once de la noche, había alquilado una
habitación, había hecho venir al dueño de la hostería y le había dicho que deseaba permanecer
algún tiempo por aquellos alrededores.
Planchet no tenía necesidad de saber más. Corrió al lugar de la cita, encontró a los tres lacayos
puntuales en su puesto, los colocó como centinelas en todas las salidas de la hostería y volvió en
busca de Athos, que acababa de recibir los informes de Planchet cuando sus amigos regresaron.
Todos los rostros estaban sombríos y crispados, incluso el dulce rostro de Aramis.
-¿Qué hay que hacer? -preguntó D’Artagnan.
-Esperar -respondió Athos.
Cada uno se retiró a su habitación.
A las ocho de la noche, Athos dio la orden de ensillar los caballos e hizo avisar a lord de Winter
y a sus amigos de que se preparasen para la expedición.
En un instante todos estuvieron preparados. Cada uno inspeccionó las armas y las puso a
punto. Athos bajó el primero y encontró a D’Artagnan ya a caballo a impacientándose.
-Paciencia -dijo Athos-, nos falta todavía uno.
Los cuatro caballeros miraron en torno suyo con sorpresa, porque buscaban inúltimente en su
mente quién era aquel que podía faltarles.
En aquel momento Planchet trajo el caballo de Athos; el mosquetero saltó con ligereza a la silla.
-Esperadme -dijo-, vuelvo.
Y partió a galope.
Un cuarto de hora después volvió, efectivamente, acompañado de un hombre enmascarado y
envuelto en una gran capa roja.
Lord de Winter y los tres mosqueteros se interrogaron con la mirada. Ninguno de ellos pudo
informar a los otros, porque todos ignoraban quién era aquel hombre. Sin embargo, pensaron
que aquello debía ser así, puesto que se hacía por orden de Athos.
Era triste al aspecto de aquellos seis hombres corriendo en silencio, sumidos cada cual en su
pensamiento, taciturnos como la desesperación, sombríos como el castigo.

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