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Capítulo 65

Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
El juicio

Era una noche tormentosa y lúgubre, gruesas nubes corrían por el cielo velando la claridad de
las estrellas; la luna no debía aparecer hasta medianoche.
A veces, a la luz de un relámpago que brillaba en el horizonte, se vislumbraba la ruta que se
desorrollaba blanca y solitaria; luego, apagado el relámpago, todo volvía a la oscuridad.
A cada momento Athos invitaba a D’Artagnan, siempre a la cabeza de la pequeña tropa, a
ocupar su puesto, que al cabo de un instante abandonaba de nuevo; no tenía más que un
pensamiento: ir hacia adelante, e iba.
Cruzaron en silencio la aldea de Festubert, donde se había quedado el doméstico herido, luego
bordearon el bosque de Richebourg; llegados a Herlies, Planchet, que seguía dirigiendo la
columna, torció a a izquierda.
Varias veces, lord de Winter, Porthos o Aramis, habían tratado de dirigir la palabra al hombre
de la capa roja; pero a cada pregunta que le había sido hecha, él se había inclinado sin
responder. Los viajeros habían comprendido entonces que había una razón para que el desconocido
guardase silencio, y habían dejado de dirigirle la palabra.
Además, la tormenta crecía, los relámpagos se sucedían rápidamente, el trueno comenzaba a
gruñir, y el viento, precursor del huracán, silbaba en la llanura, agitando las plumas de los caballeros.
La cabalgada se lanzó a galope tendido.
Un poco más allá de Fromelles, la tormenta estalló; desplegaron las capas; quedaban aún tres
leguas por hacer: las hicieron bajo torrentes de lluvia.
D’Artagnan se había quitado su sombrero de fieltro y no se había puesto la capa; sentía placer
en dejar correr el agua sobre su frente ardiente y sobre su cuerpo agitado por escalofríos febriles.
En el momento que la pequeña tropa hubo pasado Goskal a iba a llegar a la posta, un hombre,
refugiado bajo un árbol, se separó del tronco con el que había permanecido confundido en la
oscuridad, y avanzó hasta el medio de la ruta, poniendo sus dedos sobre sus labios.
Athos reconoció a Grimaud.
-¿Qué pasa? -exclamó D’Artagnan-. ¿Habrá dejado Armentières?
Grimaud hizo con la cabeza un signo afirmativo. D’Artagnan rechinó los dientes.
-¡Silencio D’Artagnan! -dijo Athos-. Soy yo quien me he encargado de todo, a mí me toca interrogar a Grimaud.
-¿Dónde está? -preguntó Athos.
Grimaud tendió la mano en dirección del Lys.
-¿Lejos de aquf? -preguntó Athos.
Grimaud hizo señal de que sí.
-Señores -dijo Athos-, está solo a media legua de aquí, en dirección al río.
-Está bien -dijo D’Artagnan-; llévanos, Grimaud.
Grimaud tomó campo a través y sirvió de guía a la cabalgada.
Al cabo de quinientos pasos aproximadamente, se encontraron un riachuelo que vadearon.
A la luz de un relámpapo divisaron la aldea de Erquinghem.
-¿Es ahí? -preguntó D Artagnan.
Grimaud movió la cabeza en señal de negación.
-¡Silencio, puesl -dijo Athos.
Y la tropa continuó su camino.
Otro relámpago brilió; Grimaud extendió el brazo, y a la luz azulada de la serpiente de fuego se
distinguió una casita aislada, a orillas del río, a cien pasos de una barcaza. Una ventana estaba iluminada.
-Hemos llegado -dijo Atlios.
En aquel momento, un hombre tumbado en el foso se levantó. Era Mosquetón, quien señaló
con el dedo la ventana iluminada.
-Está ahí -dijo.
-¿Y Bazin? -.-preguntó Athos.
-Mientras que yo vigilaba la ventana, él vigilaba la puerta.
-Bien -dijo Athos-, todos sois fieles servidores.
Athos saltó de su caballo, cuya brida puso en manos de Grimaud, y avanzó hacia la ventana
tras haber hecho señas al resto de la tropa de virar hacia el lado de la puerta.
La casita estaba rodeada por un seto vivo, de dos o tres pies de alto. Athos franqueó el seto,
llegó hasta la ventana privada de contraventanas, pero cuyas semicortinas estaban
completamente echadas.
Se subió sobre el reborde de piedra, a fin de que su mirada pudiera sobrepasar la altura de las cortinas.
A la luz de una lámpara vio a una mujer envuelta en un manto de color oscuro sentada en un
escabel, junto a un fuego moribundo: sus codos estaban apoyados sobre una mala mesa, y
apoyaba su cabeza en sus dos manos blancas como el marfil.
No se podía distinguir su rostro, pero una sonrisa siniestra pasó por los labios de Athos: no
podía equivocarse, era la que buscaba.
En aquel momento un caballo relinchó. Milady alzó la cabeza, vio, pegado al cristal, el rostro
pálido de Athos y lanzó un grito.
Athos comprendió que lo había reconocido, empujó la ventana con la rodilla y con la mano, la
ventana cedió, los cristales se rompieron.
Y Athos, como el espectro de la venganza, saltó a la habitación.
Milady corrió a la puerta y la abrió; más pálido y más amenazador aún que Athos, D’Artagnan
estaba en el umbral.
Milady retrocedió lanzando un grito. D’Artagnan, creyendo que te nía algún medio de huir y
temiendo que se le escapase, sacó una pistola de su cintura; pero Athos alzó la mano.
-Devuelve esa arma a su sitio, D’Artagnan -dijo-. Importa que esta mujer sea juzgada y no
asesinada. Espera aún un momento, D’Artagnan, y quedarás satisfecho. Entrad, señores.
D’Artagnan obedeció, porque Athos tenía la voz solemne y el gesto poderoso de un juez
enviado por el Señor mismo. Luego, detrás de D’Artagnan entraron Porthos, Aramis, lord de
Winter y el hombre de la capa roja.
Los cuatro criados guardaban la puerta y la ventana.
Milady estaba caída sobre su silla con las manos extendidas como para conjurar aquella
horrible aparición; al ver a su cuñado, lanzó un grito terrible.
-¿Qué queréis? -exclamó Milady.
-Queremos -dijo Athos- a Charlotte Backson, que se llamó primero condesa de La Fère, y luego
lady Winter, baronesa de Sheffield.
-¡Yo soy, yo soy! -murmuró ella en el colmo del terror-. ¿Qué me queréis?
-Queremos juzgaros por vuestros crímenes -dijo Athos-; seréis libre de defenderos, justificaos
si podéis. El señor D’Artagnan os va a acusar el primero.
D’Artagnan se adelantó.
-Ante Dios y ante los hombres -dijo-, acuso a esta mujer de haber envenenado a Constance
Bonacieux, muerta ayer tarde.
Se volvió hacia Porthos y hacia Aramis.
-Nosotros somos testigos -dijeron con un solo movimiento los dos mosqueteros.
D’Artagnan continuó:
-Ante Dios y ante los hombres, acuso a esta mujer de haber querido envenenarme a mí mismo,
con vino que había enviado de Villeroy, con una falsa carta como si el vino fuera de mis amigos;
Dios me salvó, pero un hombre, que se llamaba Brisemont, murió en mi lugar.
.-Nosotros somos testigos -dijeron con la misma voz Porthos y Aramis.
-Ante Dios y ante los hombres, acuso a esta mujer de haberme empujado a asesinar al barón
de Wardes; y como nadie estuvo allí para atestiguar la verdad de esta acusación, lo atestiguo yo mismo. He dicho.
Y D’Artagnan pasó al otro lado de la habitación con Porthos y Aramis.
-¡Os toca a vos, milord! -dijo Athos.
El barón se acercó a su vez.
-Ante Dios y ante los hombres -dijo-, acuso a esta mujer de haber hecho asesinar al duque de Buckingham.
-¿El duque de Buckingham asesinado? -exclamaron a un solo grito todos los asistentes.
-Sí -dijo el barón-. ¡Asesinado! Ante la carta de aviso que me escribisteis, hice detener a esta
mujer, y la di para guardarla a un leal servidor; ella corrompió a aquel hombre, ella le puso el
puñal en la mano, ella le obligó a matar al duque, y quizá en este momento Felton pague con su
cabeza el crimen de esta furia.
Un estremecimiento corrió entre los jueces ante la revelación de estos crímenes aún desconocidos.
-Eso no es todo -prosiguió lord de Winter-; mi hermano, que os había hecho su heredero,
murió en tres horas de una extraña enfermedad que deja manchas lívidas en todo el cuerpo.
Hermana mía, ¿cómo murió vuestro marido?
-¡Horror! -exclamaron Porthos y Aramis.
-Asesina de Buckingham, asesina de Felton, asesina de mi hermano, pido justicia contra vos, y
declaro que, si no me la hacen, me la haré yo.
Y lord de Winter fue a colocarse junto a D’Artagnan dejando el puesto libre a otro acusador.
Milady dejó caer su frente en sus dos manos y trató de recordar sus ideas confundidas por un vértigo mortal.
-Me toca a mí -dijo Athos, temblando como el león tiembla a la vista de la serpiente-, me toca
a mí. Yo desposé a esta mujer cuando era joven la desposé a pesar de toda mi familia; yo le di
mis bienes, le di mi nombre; un día me di cuenta de que esta mujer estaba marcada; esta mujer
estaba marcada con una flor de lis en el hombro izquierdo.
-¡Oh! -dijo Milady levantándose-. Desafío a que al quien encuentre el tribunal que pronunció
sobre mí esa sentencia infame. Desafío a que alguien encuentre a quien la ejecutó.
-Silencio -dijo una voz-. A esta me toca a mí responder.
Y el hombre de la capa roja se aproximó a su vez.
-¿Quién es este hombre, quién es este hombre? -exclamó Milady sofocada por el terror y cuyos
cabellos se soltaron y se erizaron sobre su lívida cabeza como si hubieran estado vivos.
Todos los ojos se volvieron hacia aquel hombre, porque para todos, excepto para Athos, era desconocido.
Incluso Athos lo miraba con tanta estupefacción como los otros, porque ignoraba cómo podía
estar él mezclado en algo en el horrible drama que se desarrollaba en aquel momento.
Tras haberse acercado a Milady con paso lento y solemne, de modo que sólo la mesa lo
separaba de ella, el desconocido se quitó la máscara.
Milady miró algún tiempo con un tenor creciente aquel rostro pálido enmarcado entre cabellos
y patillas negras, cuya única expresión era una impasibilidad helada. Luego, de pronto:
-¡Oh, no, no! -dijo ella levantándose y retrocediendo hasta la pared-. No, no, ¡es una aparición
infernal! ¡No es él! ¡Auxilio! ¡Auxilio! -exclamó con una voz ronca y volviéndose hacía el muro,
como s¡ hubiera podido abrirse un paso con sus manos.
-Pero ¿quién sois vos? -exclamaron todos los testigos de aquella escena.
-Preguntádselo a esa mujer -dijo el hombre de la capa roja-, porque ya habéis visto que me ha reconocido.
-¡El verdugo de Lille, el verdugo de Lille! -exclamó Milady presa de un terror insensato y
aferrándose con las manos al muro para no caer.
Todo el mundo se apartó, y el hombre de la capa roja permaneció solo de pie en medio de la sala.
-¡Oh, gracia, gracia! ¡Perdón! -exclamó la miserable cayendo de rodillas.
El desconocido dejó que se hiciera el silencio de nuevo.
-¡Ya os decía yo que me había reconocido! -prosiguió-. Sí, yo soy el verdugo de la ciudad de
Lille, y ésta es mi historia.
Todos los ojos estaban fijos en aquel hombre cuyas palabras esperaban con una ávida ansiedad.
-Esta joven era en otro tiempo una muchacha tan bella como bella es hoy. Era religiosa en el
convento de las Benedictinas de Templemar. Un joven cura, de corazón sencillo y creyente,
servía la iglesia de aquel convento; ella emprendió la tarea de seducirlo y triunfó, sedujo a un
santo. Los votos de los dos eran sagrados, irrevocables; su relación no podía durar mucho tiempo
sin perderlos a los dos. Consiguió de él que se marcharan ambos de la region; pero para
marcharse de la región, para huir juntos, para alcanzar otra parte de Francia donde pudieran
vivir tranquilos porque serían desconocidos, hacía falta dinero; ni el uno ni la otra lo tenían. El
cura robó los vasos sagrados, los vendió; pero, cuando se aprestaban a huir juntos, los dos
fueron detenidos. Ocho días después, ella había seducido al hijo del carcelero y se había
escapado. El joven sacerdote fue condenado a diez años de grilletes y a la marca. Yo era el
verdugo de la ciudad de Lille, como dijo esta mujer. Fui obligado a marcar al culpable, y el
culpable, señores, ¡era mi hermano! Juré entonces que esta mujer que lo había perdido, que era
más que su cómplice, puesto que lo había empujado al crimen, compartiría por lo menos el
castigo. Sospeché el lugar en que estaba oculta, la perseguí, la alcancé, la agarroté y le imprimí
la misma marca que había impreso en mi hermano. Al día siguiente de mi regre so a Lille, mi
hermano consiguió escaparse, se me acusó de complicidad y se me condenó a permanecer en
prisión en su puesto mientras no se constituyera él prisionero. Mi pobre hermano ignoraba aquel
juicio; se había reunido con esta mujer, habían huido juntos al Berry; y allí, él había obtenido un
pequeño curato. Esta mujer pasaba por hermana suya. El señor de la tierra en que estaba
situada la iglesia del curato vio aquella pretendida hermana y se enamoró de ella, enamorándose
hasta el punto de que le propuso desposarla. Entonces ella dejó al que había perdido por aquel al
que iba a perder, y se convirtió en condesa de La Fère…
Todos los ojos se volvieron hacia Athos, cuyo verdadero nombre era aquél, y que hizo señal
con la cabeza de que cuanto había dicho el verdugo era cierto.
-Entonces -prosiguió aquél-, loco, desesperado, decidido a quitarse su existencia, a quien ella
había quitado todo, honor y felicidad, mi hermano regresó a Lille, y, enterándose del juicio que
me había condenado en su lugar, se constituyó prisionero y se colgó la misma noche del tragaluz
de su calabozo. Por lo demás, debo hacerles justicia, quienes me condenaron mantuvieron su
palabra. Apenas fue comprobada la identidad del cadáver me devolvieron mi libertad. Ese es el
crimen de que la acuso, era la causa por la que la marqué. Señor D’Artagnan -dijo Athos-, ¿cuál
es la pena que exigís contra esta mujer?
-La pena de muerte -respondió D’Artagnan.
-Milord de Winter -continuo Athos-, ¿cuál es la pena que exigís contra esta mujer?
-La pena de muerte -contestó lord de Winter.
-Señores Porthos y Aramis -continuó Athos-, vosotros que sois sus jueces, ¿cuál es la pena a
que condenáis a esta mujer?
-La pena de muerte -respondieron con voz sorda los dos mosqueteros.
Milady lanzó un aullido horroroso y dio algunos pasos hacia sus jueces arrastrándose de rodillas.
Athos extendió las manos hacia ella.
-Anne de Breuil, condesa de La Fère, milady de Winter -dijo-, vuestros crímenes han cansado a
los hombres en la tierra y a Dios en el cielo. Si sabéis alguna oración, decidla, porque estáis
condenada y vais a morir.
A estas palabras que no dejaban ninguna esperanza, Milady se alzó en toda su estatura y quiso
hablar, pero las fuerzas le faltaron; sintió que una mano potente a implacable la cogía por lo
pelos y la arrastraba tan irrevocablemente como la fatalidad arrastra al hombre: no trató siquiera
de hacer resistencia y salió de la cabaña.
Lord de Winter, D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis salieron detrás de ella. Los criados
siguieron a sus amos y la habitación quedó solitaria con su ventana rota, su puerta abierta y su
lámpara humeante que ardía tristemente sobre la mesa.

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