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Capítulo 67

Los tres mosqueteros – Alejandro Dumas
Conclusión

El 6 del mes siguiente, el rey, cumpliendo la promesa que había hecho al cardenal de dejar
Paris para volver a La Rochelle, salió de su capital todo aturdido aún por la nueva que acababa
de esparcirse de que Buckingham acababa de ser asesinado.
Aunque prevenida de que el hombre al que tanto había amado corría un peligro, la reina,
cuando se le anunció esta muerte, no quiso creerla; ocurrió incluso que exclamó imprudentemente:
-¡Es falso! Acaba de escribirme.
Pero al día siguiente tuvo que creer en aquella fatal noticia: La Porte, retenido como todo el
mundo en Inglaterra por las órdenes del rey Carlos I, llegó portador del último y fúnebre
presente que Buckingham enviaba a la reina.
La alegría del rey había sido muy viva ; no se molestó siquiera en disimularla a incluso la hizo
estallar con afectación ante la reina. A Luis XIII, como a todos los corazones débiles, le faltaba generosidad.
Mas pronto el rey se volvió sombrío y con mala salud; su frente no era de aquellas que se
aclaran durante mucho tiempo; sentía que al volver al campamento iba a recuperar su esclavitud,
y, sin embargo, volvía allí.
El cardenal era para él la serpiente fascinadora; y él, él era el pájaro que revolotea de rama en rama sin poder escapar.
En torno suyo no tenía más que enemigos.
Por eso el regreso hacia La Rochelle era profundamente triste. Nuestros cuatro amigos
causaban el asombro de sus camaradas; viajaban juntos, codo con codo, la mirada sombría, la
cabeza baja. Athos alzaba de vez en cuando sólo su amplia frente: un destello brillaba en sus
ojos, una sonrisa amarga pasaba por sus labios; luego, semejante a sus camaradas, se dejaba ir
de nuevo en sus ensoñaciones.
Tan pronto como llegaba la escolta a una villa, cuando habían conducido al rey a su
alojamiento, los cuatro amigos se retiraban o a la habitación de uno de ellos o a alguna taberna
apartada, donde ni jugaban ni bebían; sólo hablaban en voz baja mirando con cuidado si alguien los escuchaba.
Un día en que el rey había hecho un alto en la ruta para cazar la picaza y en que los cuatro
amigos, según su costumbre, en vez de seguir la caza, se habían detenido en una taberna sobre
la carretera, un hombre que venía de La Rochelle a galope tendido se detuvo a la puerta para
beber un vaso de vino y hundió su mirada en el interior de la habitación donde estaban sentados
a la mesa los cuatro mosqueteros.
-¡Hola! ¡El señor D’Artagnan! -dijo-. ¿No sois vos quien veo ahí?
D’Artagnan alzó la cabeza y soltó un grito de alegría. Aquel hombre que él llamaba su fantasma
era su desconocido de Meung, de la calle des Fossoyeurs y de Arras.
-¡Ah, señor! -dijo el joven-. Por fin os encuentro; esta vez no escaparéis.
-No es esa mi intención tampoco, señor, porque esta vez os buscaba; en nombre del rey os
detengo, y digo que tenéis que entregarme vuestra espada, señor, y sin resistencia; os va en ello
la cabeza, os lo advierto.
-¿Quién sois vos? -preguntó D’Artagnan bajando su espada, pero sin entregarla aún.
-Soy el caballero de Rochefort -respondió el desconocido-, el escudero del señor cardenal de
Richelieu, y tengo orden de llevaros junto a Su Eminencia.
-Volvemos junto a Su Eminencia, señor caballero -dijo Athos adelantándose- y aceptaréis la
palabra del señor D’Artagnan, que va a dirigirse en línea recta a La Rochelle.
-Debo ponerlo en manos de los guardias, que lo llevarán al campamento.
-Nosotros lo llevaremos, señor, por nuestra palabra de gentileshombres; pero por nuestra
palabra de gentileshombres también -añadió Athos, frunciendo el ceño-, el señor D’Artagnan no nos abandonará.
El caballero de Rochefort lanzó una ojeada hacia atrás y vio que Porthos y Aramis se habían
situado entre él y la puerta; comprendió que estaba completamente a merced de aquellos cuatro hombres.
-Señores -dijo-, si el señor D’Artagnan quiere entregarme su espada y unir su palabra a la
vuestra, me contentaré con vuestra promesa de conducir al señor D’Artagnan al campamento del señor cardenal.
-Tenéis mi palabra, señor -dijo D’Artagnan-, y aquí está mi espada.
-Eso está mejor -añadió Rochefort -, porque es preciso que continúe mi viaje.
-Si es para reuniros con Milady -dijo fríamente Athos-, es inútil, no la encontraréis.
-¿Qué le ha pasado entonces? -preguntó vivamente Rochefort.
-Volved al campamento y lo sabréis.
Rochefort se quedó un instante pensativo, luego, como no estaba más que a una jornada de
Surgères, hasta donde el cardenal debía ir ante el rey, resolvió seguir el consejo de Athos y volver con ellos.
Además, aquel retraso le ofrecía una ventaja: vigilar por sí mismo a su prisionero.
Volvieron a ponerse en ruta.
Al día siguiente, a las tres de la tarde, llegaron a Surgères. El cardenal esperaba allí a Luis XIII.
El ministro y el rey intercambiaron muchas caricias, se felicitaron por el venturoso azar que
desembarazaba a Francia del encarnizado enemigo que amotinaba a Europa contra ella. Tras lo
cual, el cardenal, que había sido avisado por Rochefort de que D’Artagnan estaba detenido, y que
tenía prisa por verlo, se despidió del rey invitándolo a ver al día siguiente los trabajos del dique
que esta ban acabados.
Al volver aquella noche a su acampada del puente de La Pierre, el cardenal encontró de pie,
ante la puerta de la casa que habitaba, a D’Artagnan sin espada y a los tres mosqueteros armados.
Aquella vez, como él era más fuerte, los miró con severidad y, con los ojos y con la mano, hizo
a D’Artagnan una seña de que lo siguiera.
D’Artagnan obedeció.
-Te esperaremos, D’Artagnan -dijo Athos lo suficientemente alto para que el cardenal lo oyese.
Su Eminencia frunció el ceño, se detuvo un instante, luego continuó su camino sin pronunciar una sola palabra.
D’Artagnan entró detrás del cardenal, y Rochefort detrás de D’Artagnan; la puerta fue vigilada.
Su Eminencia se dirigió a la habitación que le servía de gabinete e hizo seña a Rochefort de
introducir al joven mosquetero.
Rochefort obedeció y se retiró.
D’Artagnan permaneció solo frente al cardenal; era su segunda entrevista con Richelieu, y él
confesó después que estaba convencido de que sería la última.
Richelieu permaneció de pie, apoyado contra la chimenea, con una mesa entre él y D’Artagnan.
-Señor -dijo el cardenal-, habéis sido detenido por orden mía.
-Eso me han dicho, monseñor.
-¿Sabéis por qué?
-No, monseñor; porque la única cosa por la que podría ser detenido es aún desconocida de Su Eminencia.
Richelieu miró fijamente al joven.
-¡Oh! ¡Oh! -dijo-. ¿Qué quiere decir eso?
-Si monseñor quiere decirme primero los crímenes que se me imputan, yo le diré luego los
hechos que he realizado.
-¡Se os imputan crímenes que han hecho caer cabezas más altas que la vuestra, señor! -dijo el cardenal.
-¿Cuáles, monseñor? -preguntó D’Artagnan con una calma que asombró al propio cardenal.
-Se os imputa haber mantenido correspondencia con los enemigos del reino, se os imputa
haber sorprendido los secretos de Estado, se os imputa haber tratado de hacer abortar los planes
de vuestro general.
-¿Y quién me imputa eso, monseñor? -dijo D’Artagnan, que sospechaba que la acusación venía
de Milady-. Una mujer marcada por la justicia del país, una mujer que ha desposado a un
hombre en Francia y a otro en Inglaterra, una mujer que ha envenenado a su segundo marido y
que ha intentado envenenarme a mí mismo.
-¿Qué decís, señor? -exclamó el cardenal asombrado-. ¿Y de qué mujer habláis de ese modo?
-De Milady de Winter -respondió D’Artagnan-; sí, de Milady de Winter, de la que sin duda
Vuestra Eminencia ignoraba todos los crímenes cuando la ha honrado con su confianza.
-Señor -dijo el cardenal-, si Milady de Winter ha cometido todos los crímenes que decís, será castigada.
-Ya lo está, monseñor.
-Y ¿quién la ha castigado?
-Nosotros.
-¿Está en prisión?
-Está muerta.
-¿Muerta? -repitió el cardenal, que no podía creer lo que oía-. ¡Muerta! ¿Habéis dicho que está muerta?
-Tres veces trató de matarme, y la perdoné; pero mató a la mujer que yo amaba. Entonces,
mis amigos y yo la hemos cogido, juzgado y condenado.
D’Artagnan contó entonces el envenenamiento de la señora Bonacieux en el convento de las
Carmelitas de Béthune, el juicio de la casa aislada y la ejecución a orillas del Lys.
Un temblor corrió por todo el cuerpo del cardenal, que, sin embargo, no temblaba fácilmente.
Pero, de pronto como sufriendo la influencia de un pensamiento mudo, la fisonomía del
cardenal, sombrío hasta entonces, se aclaró poco a poco y llegó a la más perfecta serenidad.
-Así -dijo con una voz cuya dulzura contrastaba con la severidad de sus palabras-, así que os
habéis constituido en jueces, sin pensar que quienes no tienen la misión de castigar y castigan son asesinos.
-Monseñor, os juro que ni por un instante he tenido la intención de defender mi cabeza contra
vos. Sufriré el castigo que Vuestra Eminencia quiera infligirme. No amo tanto la vida como para temer la muerte.
-Sí, lo sé, sois un hombre de corazón, señor -dijo el cardenal con una voz casi afectuosa-;
puedo deciros, pues, de antemano que seréis juzgado, condenado incluso.
-Cualquier otro podría responder a Vuestra Eminencia que tiene su perdón en el bolsillo; yo me
contentaré con deciros: Ordenad, monseñor, estoy dispuesto.
-¿Vuestro perdón? -dijo Richelieu sorprendido.
-Sí, monseñor -dijo D’Artagnan.
-¿Y firmado por quién? ¿Por el rey?
Y el cardenal pronunció estas palabras con una singular expresión de desprecio.
-No, por Vuestra Eminencia.
-¿Por mí? Estáis loco, señor.
-Monseñor reconocerá sin duda su escritura.
Y D’Artagnan presentó al cardenal el preciso papel que Athos había arrancado a Milady, y que
había dado a D’Artagnan para que le sirviera de salvaguardia.
Su Eminencia cogió el papel y leyó con voz lenta apoyándose en cada sílaba:


«El portador de la presente ha «hecho lo que ha hecho» por orden mía y
para bien del Estado.
En el campamento de La Rochelle, a 5 de agosto de 1628.


Richelieu.»


El cardenal, tras haber leído estas dos líneas, cayó en una meditación profunda, pero no
devolvió el papel a D’Artagnan.
«Medita con qué clase de suplicio me hará morir -se dijo en voz baja D’Artagnan-; pues a fe
que verá cómo muere un gentilhombre.»
El joven mosquetero estaba en excelente disposición de morir heroicamente.
Richelieu seguía pensando, enrollaba y desenrollaba el papel en sus manos. Finalmente, alzó la
cabeza, fijó su mirada de águila sobre aquella fisonomía leal, abierta, inteligente, leyó en aquel
rostro surcado por las lágrimas todos los sufrimientos que había enjugado desde hacía un mes, y
pensó por tercera o cuarta vez cuánto futuro tenía aquel muchacho de veintiún años, y qué
recursos podría ofrecer a un buen amo su actividad, su valor y su ingenio.
Por otro lado, los crimenes, el poder, el genio infernal de Milady le habían espantado más de
una vez. Sentía como una alegría secreta haberse liberado para siempre de aquella cómplice peligrosa.
Desgarró lentamente el papel que D’Artagnan tan generosamente le había entregado.
«Estoy perdido», dijo para sí mismo D’Artagnan.
Y se inclinó profundamente ante el cardenal como hombre que dice: «¡Señor, que se haga
vuestra voluntad!»
El cardenal se acercó a la mesa y, sin sentarse, escribió algunas líneas sobre un pergamino
cuyos dos tercios ertaban ya cubiertos y puso su sello.
«Esa es mi condena -dijo D’Artagnan-; me ahorra el aburrimiento de la Bastilla y la lentitud de
un juicio. Encima es demasiado amable.»
-Tomad, señor -dijo el cardenal al joven-, os he cogido un salvoconducto y os devuelvo otro. El
nombre falta en ese despacho: escribidlo vos mismo.
D’Artagnan cogió el papel dudando y puso los ojos encima.
Era un tenientazgo en los mosqueteros.
D’Artagnan cayó a los pies del cardenal.
-Monseñor -dijo-, mi vida es vuestra; disponed de ella en adelante; pero este favor que me
otorgáis no lo merezco; tengo tres amigos que son más merecedores y más dignos…
-Sois un muchacho valiente, D’Artagnan -interrumpió el cardenal palmeándolo familiarmente en
el hombro, encantado por haber vencido a aquella naturaleza rebelde-. Haced de ese despacho
lo que os plazca. Sólo que recordad que, aunque el nombre esté en blanco, os lo he dado a vos.
-No lo olvidaré jamás -respondió D’Artagnan-. Vuestra Eminencia puede estar segura de ello.
El cardenal se volvió y dijo en voz alta:
-¡Rochefort!
El caballero, que sin duda estaba detrás de la puerta, entró al punto.
-Rochefort -dijo el cardenal-, ahí veis al señor D’Artagnan; lo recibo entre mis amigos; así pues,
que se le abrace y que si alguien quiere conservar su cabeza sea prudente.
Rochefort y D’Artagnan se besaron con la punta de los labios; pero el cardenal estaba allí,
observándolos con su ojo vigilante.
Salieron de la habitación al mismo tiempo.
-Nos encontraremos, ¿no es cierto, señor?
-Cuando os plazca -contestó D’Artagnan.
-Ya llegará la ocasión -respondió Rochefort.
-¿Qué? -dijo Richelieu abriendo la puerta.
Los dos hombres sonrieron, se estrecharon la mano y saludaron a Su Eminencia.
-Empezábamos a impacientarnos -dijo Athos.
-¡Ya estoy aquí, amigos míos! -respondió D’Artagnan-. No solamente libre, sino favorecido.
-¿Nos contaréis eso?
-Esta noche.
En efecto, aquella misma noche D’Artagnan se dirigió al alojamiento de Athos, a quien
encontró a punto de vaciar su botella de vino español, ocupación que realizaba religiosamente
todas las noches.
Le contó lo que había pasado entre el cardenal y él, y sacando el despacho de su bolso:
-Tomad, mi querido Athos -dijo-, a vos os corresponde, naturalmente.
Athos sonrió con su dulce y encantadora sonrisa.
-Amigo -dijo-, para Athos es demasiado; para el conde de La Fère es demasiado poco. Guardad
ese despacho, os corresponde. ¡Ay, Dios mío, qué caro lo habréis comprado!
D’Artagnan salió de la habitación de Athos y entró en la de Porthos.
Lo encontró vestido con un magnífico traje, cubierto de espléndidos brocados y mirándose a un espejo.
-¡Ah, ah! -dijo Porthos-. ¡Sois vos, querido amigo! ¿Qué tal me va este traje?
-De maravilla -dijo D’Artagnan-, pero vengo a proponeros un traje que aún os iría mejor.
-¿Cuál? -preguntó Porthos.
-El de teniente de mosqueteros.
D’Artagnan contó a Porthos su entrevista con el cardenal, y sacando el despacho de su bolso:
-Tomad, querido -dijo-, escribid vuestro nombre ahí, y sed buen jefe para mí.
Porthos puso los ojos en el despacho y se lo devolvió a D’Artagnan, con gran sorpresa del joven.
-Sí -dijo-, me halagaría mucho, pero no tendría tiempo para gozar de ese favor. Durante
nuestra expedición a Béthune, el marido de mi duquesa ha muerto; de suerte que, querido
amigo, dado que el cofre del difunto me tiende los brazos, me caso con la viuda. Mirad, me estoy
probando mi traje de boda; guardad el tenientazgo, querido, guardadlo.
Y entregó el despacho a D’Artagnan.
El joven entró en la habitación de Aramis.
Lo encontró arrodillado en un reclinatorio, con la frente apoyada contra su libro de horas abierto.
Le contó su entrevista con el cardenal, y sacando por tercera vez el despacho de su bolso:
-Vos, nuestro amigo, nuestra luz, nuestro protector invisible -dijo-, aceptad este despacho; lo
habéis merecido más que nadie, por vuestra sabiduría y vuestros consejos siempre seguidos con
tan felices resultados.
-¡Ay, querido amigo! -dijo Aramis-. Nuestras últimas aventuras me han hecho tomar un
disgusto total por la vida del hombre de espada. Esta vez mi decisión está irrevocablemente
tomada: tras el asedio, entraré en los Lazaristas. Guardad ese despacho, D’Artagnan: el oficio de
las armas os va bien, y seréis un valiente y afortunado capitán.
D’Artagnan, con los ojos húmedos de gratitud y resplandecientes de alegría, volvió a Athos, a
quien encontró aún en la mesa y mirando su último vaso de málaga a la luz de la lámpara.
-¡Y bien! -dijo-. También ellos han rehusado.
-Es que nadie, querido amigo, era más digno de él que vos.
Cogió una pluma, escribió en el despacho el nombre de D’Artagnan y se lo entregó.
-Ya no tendré más amigos -dijo el joven-, ¡ay!, ni nada más que amargos recuerdos.
Y dejó caer su cabeza entre sus dos manos, mientras dos lágrimas corrían a lo largo de sus mejillas.
-Sois joven -respondió Athos-, y vuestros amargos recuerdos tienen tiempo de cambiarse en dulces recuerdos.

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