Mujercitas – Louisa May Alcott
LA PEQUEÑA INFIEL
Durante una semana la cantidad de virtud desplegada en la vieja casa
hubiera podido surtir a toda la vecindad. Era sorprendente. Todas parecían
poseer una disposición de ánimo celestial, y la abnegación estaba a la orden
del día. Pasada la primera ansiedad sobre su padre, las chicas fueron
aflojando insensiblemente sus meritorios esfuerzos, volviendo a su conducta
acostumbrada. No olvidaron su divisa, pero esperar y mantenerse ocupado
fue haciéndose más fácil. Después de esfuerzos tan grandes, sintieron que
merecían un descanso y se lo dieron.
Jo pescó un resfriado por no resguardar bastante su cabeza trasquilada y
tuvo que quedarse en casa hasta mejorarse porque a la tía March no le
gustaba oír leer a las personas resfriadas y roncas. A Jo le vino muy bien, y
después de revolver la casa desde la bodega hasta la boardilla, se echó sobre
el sofá para cuidar su catarro con arsénico y libros. Amy descubrió que el
trabajo de la casa y el arte no hacían buena mezcla, y volvió a sus modelos de
arcilla. Meg iba todos los días a casa de los King, y en su casa ella cosía o
pensaba hacerlo, pero pasaba mucho tiempo escribiendo largas cartas a su
madre o leyendo una y otra vez noticias de Washington.
Beth perseveraba, cayendo rara vez en la ociosidad o en las
lamentaciones. Cada día cumplía fielmente todos sus pequeños deberes y
muchos de los de sus hermanas también, porque ellas se descuidaban y la
casa parecía un reloj que ha perdido el péndulo. Cuando la nostalgia de su
madre o los temores por su padre la afligían, se iba a cierto armario, escondía
la cabeza entre los pliegues de cierto vestido viejo y derramaba su llantito y
hacía su oracioncita tranquilamente y sola. Nadie sabía lo que le daba ánimo
después de estar triste, pero todas se daban cuenta de lo dulce y servicial que
era Beth, y tomaron la costumbre de pedirle consuelo y consejo en sus asuntos.
—Meg, quisiera que fueras a ver a los Hummel; ya sabes que mamá nos
dijo que no los olvidáramos —dijo Beth, diez días después de la partida de la señora March.
—Esta tarde estoy demasiado cansada para ir —respondió Meg, meciéndose cómodamente mientras cosía.
—¿No puedes ir tú, Jo?
—El tiempo está malo para mi catarro.
—Pensaba que ya estabas bien.
—Lo bastante para salir con Laurie, pero no lo suficiente para ir a casa de
los Hummel —dijo Jo, riéndose, aunque algo avergonzada de su inconstancia.
—¿Por qué no vas tú misma? —preguntó Meg.
—He ido todos los días; pero el niño está enfermo y no sé qué hacer por
él. La madre va a su trabajo y Lotchen lo cuida; pero se pone cada vez peor y
creo que tú o Hanna deben ir.
Beth hablaba muy en serio, y Meg prometió ir a la mañana siguiente.
—Pídele a Hanna que te dé algo de comer para llevárselo, Beth. El aire te
hará bien —dijo Jo, añadiendo para disculparse—: Yo iría, pero deseo acabar un cuento.
—Me duele la cabeza y estoy tan cansada, que pensé que quizás alguna de ustedes iría —susurró Beth.
—Amy volverá pronto y ella puede ir por nosotras —sugirió Meg.
—Bueno descansaré un poco y la esperaré.
Beth se echó en el sofá; las otras volvieron a su trabajo, y los Hummel
quedaron olvidados. Pasó una hora; Amy no vino; Meg se fue a su dormitorio
a probarse un vestido nuevo; Jo estaba absorta en su cuento y Hanna dormía a
pierna suelta frente al fogón de la cocina. Beth se puso tranquilamente su
capucha, llenó su cestillo con varias cosas para los niños pobres y salió al aire
frío con la cabeza pesada y una expresión triste en sus ojos pacientes. Era
tarde cuando volvió y nadie la vio subir furtivamente la escalera y encerrarse
en el dormitorio de su madre. Media hora más tarde, Jo fue al armario de su
madre para buscar algo y allí encontró a Beth sentada sobre el botiquín con
un aspecto muy solemne, los ojos enrojecidos y un frasco de alcanfor en la mano.
—¡Por Cristóbal Colón! ¿Qué te pasa? —gritó Jo, Mientras Beth extendía
la mano, como si deseara mantenerla a distancia, y preguntaba brevemente:
—Has tenido la fiebre escarlatina, ¿no es verdad? Entonces te lo diré.
¡Oh, Jo, el niño se ha muerto!
—¿Qué niño?
—El de la señora Hummel. Se murió en mi falda, antes de que ella
volviese a casa —respondió Beth, llorando.
—¡Pobrecita mía, qué terrible para ti! Debía haber ido yo —exclamó Jo,
abrazando a su hermana y tomándola en brazos, mientras se sentaba en la
butaca de su madre con cara de remordimiento.
—No era terrible, Jo; solo muy triste. Enseguida noté que estaba peor,
pero Lotchen dijo que su madre había ido a buscar un médico; así que tomé el
niño para que Lotchen descansara. El parecía dormir, pero de repente dio un
grito, tembló y se quedó muy quieto. Traté de calentarle los pies y Lotchen le
quiso dar leche, pero no se movió, y comprendí que estaba muerto.
—No llores, querida mía. ¿Qué hiciste?
—Me quedé sentada y lo tuve dulcemente hasta que llegó la señora
Hummel con el médico. Dijo que había muerto, y miró a Heinrich y a Minna,
que tienen dolor de garganta. «La fiebre escarlatina, señora; debía haberme
llamado antes», dijo enojado. La señora Hummel le dijo que era pobre y que
había tratado de curar al niño; pero ahora era demasiado tarde y no podía
hacer más que decirle que cuidara a los otros y esperara de la caridad ayuda.
El entonces se sonrió y habló con más amabilidad; pero era muy triste, y yo
lloré con ellos hasta que de pronto se dio vuelta y me dijo que volviera a casa
y tomara enseguida belladona, o yo contraería la fiebre.
—¡No, no la contraerás! —gritó Jo, estrechándola con expresión de terror
—¡Oh, Beth, si enfermaras, no me lo perdonaría jamás! ¿Qué haremos?
—No te asustes; espero que no será grave. Miré en el libro de mamá y
noté que comienza con dolor de cabeza y de garganta, y sensaciones extrañas
como las mías; tomé belladona y me siento mejor —dijo Beth, poniendo sus
manos frías sobre su frente caliente, y tratando de aparentar que estaba bien.
—¡Si mamá estuviera en casa! —exclamó Jo, tomando el libro, con la
impresión de que Washington estaba muy lejos. Leyó una página, miró a
Beth, le tocó la frente, le miré la garganta y dijo gravemente—: Has estado
todos los días con el niño por más de una semana, y entre los otros que están
contagiados; temo que la tendrás, Beth. Llamaré a Hanna; ella entiende de todas las enfermedades.
—No permitas que venga Amy, no la ha tenido jamás, y sentiría
contagiarla. ¿No podrías tú y Meg tenerla otra vez? —preguntó ansiosamente Beth.
—Creo que no, ni me importa si la tengo; bien empleado me estaría por
egoísta, que te dejé ir allá para quedarme escribiendo tonterías —murmuró
Jo, mientras iba a pedir consejo a Hanna.
La buena mujer se despertó al instante y se hizo cargo de la situación,
diciendo a Jo que no había por qué preocuparse; que todo el mundo tenía
fiebre escarlatina y que, con buen cuidado, nadie se moría; Jo lo creyó, y se
sintió muy aliviada, mientras iban en busca de Meg.
—Ahora les diré lo que vamos a hacer — dijo Hanna, cuando hubo
examinado y hecho preguntas a Beth—. El doctor Bangs vendrá para verte,
querida mía, así nos aseguraremos de cuidarte bien desde el principio; luego
enviaremos a Amy a casa de la tía March por unos días, para ponerla fuera de
peligro; una de ustedes se puede quedar en casa para entretener a Beth.
—Naturalmente, quedaré yo que soy la mayor —comenzó a decir Meg.
—No, seré yo, porque tengo la culpa de que esté enferma. Dije a mamá
que yo cumpliría con los encargos y no los hice —contestó Jo con decisión.
— ¿A cuál de las dos quieres, Beth? No hace falta más que una —dijo Hanna.
—Jo, si quieren —repuso Beth, apoyando la cabeza contra su hermana.
—Yo iré a decírselo a Amy —dijo Meg, sintiéndose algo ofendida, pero
aliviada al mismo tiempo, porque no le gustaba cuidar enfermos como a Jo.
Amy se opuso con firmeza y declaró apasionadamente que preferiría tener
la fiebre antes que irse a casa de la tía March. Meg razonó, rogó y mandó…,
sin resultado alguno. Amy declaro que no iría, y Meg la dejó, desesperada,
para preguntar a Hanna qué hacer.
Antes de que volviera, Laurie entró en la sala para encontrar a Amy,
llorando a lágrima viva, con la cabeza escondida en los almohadones del
sofá. Le contó lo que sucedía, con la esperanza de ser consolada; pero Laurie
se metió las manos en los bolsillos y se puso a pasear por el cuarto, silbando
suavemente, con las cejas fruncidas.
—Vamos… sé una mujercita razonable y haz lo que te dicen. No, no
llores; escucha el proyecto que tengo. Irás a casa de la tía March; yo iré todos
los días a sacarte para dar un paseo en coche o a pie, y nos divertiremos
muchísimo. ¿No será eso mejor que quedarte aquí aburrida?
—No me gusta que me envíen allá como si estorbara —dijo Amy ofendida.
—¡Dios te bendiga, niña! Si lo hacen por tu bien; ¿quieres caer enferma?
—Claro que no; pero quizá lo estaré, porque he estado con Beth todo el tiempo.
—Por eso mismo tienes que irte. Quizás un cambio de aire y algo de
cuidado te mantendrán sana, o, por lo menos, contraerás la fiebre más
aliviada. Te aconsejo que te marches cuanto antes, porque la fiebre
escarlatina no es una cosa de broma, señorita.
—¡Pero es tan triste la casa de la tía March, y tan difícil tratar con ella!… — dijo Amy con aire de espanto.
— No será triste si yo voy todos los días a decirte cómo está Beth y
sacarte a pasear. La anciana señora me quiere y yo procuraré hacerme
agradable a ella, para que no nos riña por nada que hagamos.
—¿Me sacarás de paseo en el cabriolé tirado por «El Duende»?
—Bajo mi palabra de honor.
—¿Y vendrás todos los días?
—Sin dejar uno.
—¿Y me traerás a casa tan pronto como Beth se ponga buena?
—Al minuto mismo.
—¿E iremos al teatro de verdad?
—A una docena de teatros, si se puede.
—Bueno…, creo que lo haré —susurró lentamente Amy.
—¡Buena niña! Llama a Meg y dile que aceptas —dijo Laurie, dándole
palmaditas en el hombro, lo cual contrarió a Amy más que ceder.
Meg y Jo entraron corriendo para ver el milagro que acababa de
realizarse, y Amy, sintiéndose muy importante y abnegada, prometió irse si el
médico decía que Beth iba a estar enferma.
—¿Cómo está la pequeña? —preguntó Laurie, porque Beth era su
favorita, y estaba más preocupado por ella de lo que aparentaba.
—Está acostada en la cama de mamá y se siente mejor. La muerte del
niño la perturbó, pero tal vez no tiene más que un catarro. Hanna dice que eso
es lo que ella cree, pero parece ansiosa, y eso me inquieta —respondió Meg.
—¡Qué difícil es este mundo! —dijo Jo—. Apenas salimos de un
disgusto, entramos en otro. Parece que no tenemos apoyo alguno cuando está ausente mamá; yo estoy perdida.
— Bueno; no te pongas como un erizo; no está bien. Arréglate la peluca,
Jo, y dime si debo telegrafiar a tu madre o ayudarlas en algo —preguntó Laurie.
— Eso es lo que me preocupa —dijo Meg—. Creo que debemos decírselo
a mamá, si Beth está realmente enferma; pero Hanna dice que no, porque
mamá no puede dejar a papá y no haría más que alarmarla… Beth no estará
enferma por mucho tiempo y Hanna sabe exactamente qué hacer; además,
mamá nos dijo que la obedeciéramos; de modo que debemos hacerlo, pero no estoy muy segura.
—Bueno, no sé. Supongamos que pides un consejo a mi abuelo después que haya venido el médico.
—Lo haremos. Jo, vete a buscar al médico inmediatamente —pidió Meg
—. No podemos decidir nada hasta que haya venido.
—Quédate donde estás, Jo; yo soy el recadero de esta casa —dijo Laurie, recogiendo su gorra.
—Temo que estés ocupado —comenzó a decir Meg.
—No; he terminado mis lecciones por hoy.
—¿Estudias durante las vacaciones? —preguntó Jo.
—Sigo el buen ejemplo de mis vecinas —respondió Laurie mientras salía precipitadamente.
—Tengo grandes esperanzas en mi muchacho —observó Jo viéndole saltar la valla.
—Sí; se porta muy bien para ser chico —fue la respuesta poco amable de Meg.
El médico vino; dijo que Beth tenía síntomas de la fiebre; pero pensó que
no la tendría muy fuerte, aunque pareció preocuparle lo que le dijeron de las
visitas de la niña a casa de los Hummel. Ordenó que alejaran a Amy, y recetó
una medicina para resguardarla del peligro. Amy partió acompañada por Jo y
Laurie, La tía March los recibió con su hospitalidad acostumbrada.
—¿Qué desean ahora? —preguntó, mirando por encima de sus anteojos,
mientras el papagayo, sentado en el respaldo de su silla, gritaba:
—¡Márchate! ¡No queremos chicos!
Laurie se retiró a la ventana y Jo contó lo ocurrido.
—No me sorprende en lo más mínimo, si les permiten visitar a los pobres.
Amy puede quedarse aquí y hacerse útil, si no está enferma que no dudo lo
estará porque ya lo parece. No llores, niña; me fastidia oír gimotear a la gente.
Amy estaba a punto de llorar, pero Laurie tiró a escondidas de la cola al
papagayo, lo cual le hizo gritar: «¡Vaya botas!» de manera tan cómica, que se echó a reír en vez de llorar.
—¿Qué noticias tienes de tu mamá? —preguntó bruscamente la señora anciana.
—Papá está mucho mejor —respondió Jo.
—¿De veras? No durará mucho; March no tuvo nunca mucha correa.
— ¡Ja! ¡Ja! ¡No te apures! ¡Toma rapé! —gritó el pájaro, saltando sobre
su percha y agarrando el gorro de la señora, porque Laurie lo hostigaba por detrás.
—¡Cállate, pajarraco sinvergüenza! Jo, deberías marcharte enseguida; no
está bien salir tan tarde con un chico atolondrado como…
—¡Cállate, pajarraco sinvergüenza! —chilló el loro, tirándose de la silla y
corriendo a picotear al chico, que casi explotaba de risa.
«No creo que podré soportarlo, pero trataré», pensó Amy cuando se quedó sola con la tía March.
—¡Márchate, espantajo! —chilló el loro, y al oír esta grosera agresión,
Amy no pudo reprimir un gemido.