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Capítulo 20

Mujercitas – Louisa May Alcott
EN CONFIANZA

No hay palabras para describir el encuentro de la madre con sus hijas; es
bello vivir tales horas, pero muy difícil detallarlas. Lo dejaré a la imaginación
de los lectores, limitándome a decir que la casa rebosaba verdadera felicidad
y que la tierna esperanza de Meg se realizó, porque cuando Beth se despertó
de aquel sueño largo y saludable, los primeros objetos que sus ojos vieron
fueron la rosita y la cara de su madre. Demasiado débil para extrañarse por
nada, no hizo más que sonreír y acurrucarse en los brazos cariñosos,
sintiendo al fin satisfecho su deseo. Después volvió a dormirse y las chicas
sirvieron a su madre, que no quería soltar la mano delgada que se asía
firmemente a la suya, aun durante el sueño. Hanna había preparado para la
viajera un desayuno sorprendente, que Meg y Jo le alcanzaron como cigüeñas
sumisas, mientras escuchaban su relato del estado de su padre, de cómo el
señor Brooke había prometido quedarse a cuidarlo, cómo la tormenta había
retrasado el viaje a casa y cuánto la había animado Laurie en la estación,
cuando llegó completamente rendida por el cansancio, la ansiedad y el frío.
¡Qué día tan extraño, aunque agradable fue aquél! Afuera tan brillante y
alegre, porque todo el mundo había salido para contemplar la primera nevada;
en casa, tan tranquilo y reposado, porque todas dormían, fatigadas por la
velada. Reinaba una tranquilidad de domingo, mientras Hanna, cabeceando,
guardaba la puerta. Con la feliz sensación de verse libres de una carga, Meg y
Jo cerraron sus ojos fatigados y descansaron, como barcos arribados a puerto
seguro tras dura tempestad. La señora March no quiso dejar a Beth, pero
durmió en la butaca, despertándose con frecuencia para mirar y tocar a su
niña, cual avaro que acaba de recobrar un tesoro perdido.
Entretanto, Laurie salió disparado para consolar a Amy y contó tan bien
su historia que casi hizo llorar a la tía March, que ni una sola vez dijo: «Ya lo
decía yo». En esta ocasión Amy se portó tan bien que imagino que los buenos
pensamientos de la capillita comenzaban a producir fruto. Pronto se secó las
lágrimas, dominó su impaciencia por ver a su madre y ni se acordó de la sortija de turquesa.
Hasta el loro parecía impresionado, porque la llamó «buena niña» y le
dijo: «¡Bendita sea tu alma!» y «sal de paseo, querida», con su voz más
agradable. Con gusto hubiese salido a disfrutar del tiempo despejado de
invierno; pero descubriendo que Laurie se caía de sueño, a pesar de sus
valerosos esfuerzos por disimularlo, lo persuadió a que descansara en el sofá,
mientras ella escribía una carta a su madre. Empleó largo rato en hacerla, y
cuando volvió, su amigo estaba acostado, con ambas manos debajo de su
cabeza, profundamente dormido. La tía March había bajado las cortinas y
estaba sentada, sin hacer nada, con desusada benevolencia.
Después de un rato empezaron a pensar que no despertaría hasta la noche,
y probablemente así hubiera sido si una exclamación de alegría dada por
Amy a la vista de su madre no lo hubiera sacudido. Muchas niñas felices
habría en la ciudad aquel día, pero de seguro que ninguna lo era tanto como
Amy cuando, sentada sobre las rodillas de su madre, le contó sus
experiencias abundantemente compensadas por caricias tiernas y sonrisas
consoladoras. Estaban solas en la capillita, a la cual su madre no puso reparos cuando supo su objeto.
—Al contrario; me gusta mucho, querida mía —dijo, mirando el librito
bien usado y el bello cuadro con su guirnalda de verde —. Es una idea
excelente tener algún sitio donde poder refugiarse en busca de tranquilidad,
cuando estamos entristecidos o inquietos. Hay muchas horas difíciles en
nuestra vida, pero siempre podemos soportarlas si pedimos auxilio como es
debido. Pienso que mi muchachita está aprendiendo.
—Sí, mamá, y cuando vuelva a casa voy a poner mis libros y una copia de
este cuadro, que he tratado de hacer, en una esquina del cuartito. La cara de la
madre no me ha salido bien; es demasiado bella para que yo pueda dibujarla;
pero he logrado dibujar mejor al niño, y me gusta muchísimo. Me agrada
pensar que él fue una vez niño, porque no me siento tan lejos de él y eso me ayuda.
Mientras Amy señalaba al niño Jesús en las rodillas de su madre, la
señora March vio algo en la mano alzada que la hizo sonreírse. No dijo nada,
pero Amy comprendió la mirada, y después de un minuto de silencio, añadió gravemente:
—Deseaba hablarte de esto, pero lo olvidé. Hoy la tía March me regaló el
anillo; me llamó, me dio un beso y me lo puso en el dedo, diciendo que
estaba orgullosa de mí y que desearía tenerme con ella para siempre. Al
mismo tiempo me dio este otro anillo para sujetarlo, porque es demasiado
grande para mi dedo. Me gustaría tenerlos puestos ¿Me lo permites?
—Son hermosísimos, Amy, pero creo que eres demasiado joven para tales
adornos —contestó la señora March.
— Trataré de no ser vanidosa —dijo Amy—; no creo que me gusta sólo
por ser tan bello; me gustaría usarlo, como la muchachita del cuento cuando
llevaba su pulsera, para recordar algo.
—¿Quieres decir la tía March? —preguntó su madre, riéndose.
—No; para acordarme de no ser egoísta.
Tan seria y sincera parecía Amy, que su madre dejó de reírse y escuchó
respetuosamente su pequeño proyecto.
—Estos días he pensado mucho en «mi montón de defectos» y el más
grave es el egoísmo; voy a tratar empeñosamente curarlo, si puedo. Beth no
es egoísta, y ésa es la razón por la que todos la quieren y les da tanta pena
pensar que pueden perderla. No lo sentirían tanto si yo estuviese enferma,
porque no lo merezco; pero me gustaría que todos me quisieran y me
extrañaran. Voy a tratar de parecerme a Beth tanto como pueda. Soy propensa
a olvidar mis resoluciones, pero si tuviera siempre algo que me las recordara,
creo que me portaría mejor. ¿Puedo probar este medio?
—Sí; pero tengo más confianza en el rinconcito de la meditación. Usa el
anillo, querida mía, y haz lo que puedas; creo que conseguirás algo, porque
desear ser buena con sinceridad es tener ganada media batalla. Ahora tengo
que volver a Beth. Animo, hija mía, pronto te llevaremos a casa.
Aquella tarde, mientras Meg escribía a su padre para informarlo de la
llegada de la viajera, Jo subió la escalera a hurtadillas, entró en el dormitorio
de Beth y, encontrando a su madre en el lugar acostumbrado, se detuvo por
un minuto retorciendo su cabello con los dedos con gesto de indecisión y perplejidad.
—Qué te pasa, querida? —preguntó la señora March.
—Quiero decirte algo, mamá.
—¿Acerca de Meg?
—¡Qué pronto lo adivinaste! Sí, se trata de ella, y aunque es una pequeñez, me molesta.
—Beth duerme: habla en voz baja y dímelo todo. Espero que ese joven Moffat no haya estado aquí.
—No; le hubiera dado con la puerta en las narices si hubiera venido —
dijo Jo, sentándose en el suelo a los pies de su madre —. El verano pasado
Meg dejó un par de guantes en casa de los Laurence y no devolvieron más
que uno. Lo habíamos olvidado por completo hasta que Teddy me dijo que el
señor Brooke lo tenía. Lo guardaba en el bolsillo de su chaleco, y una vez que
se le cayó y Teddy bromeó por ello, el señor Brooke confesó que le gustaba
Meg, y que no se atrevía a decírselo por ser ella tan joven y él tan pobre. ¿No es una situación terrible?
—¿Crees que Meg lo quiere? —preguntó la señora March, con mirada ansiosa.
—¡Pobre de mí! No entiendo nada de amor ni de tales tonterías —gritó
Jo, con una mezcla cómica de interés y desprecio—. En las novelas, las
muchachas lo exteriorizan ruborizándose, desmayándose, enflaqueciendo y
haciendo necedades. Meg no hace nada de eso; come, bebe y duerme como
una persona sana; me mira frente a frente cuando hablo de ese hombre, y sólo
se ruboriza algo cuando Teddy se burla de los novios. Le prohibí que lo hiciera, pero no me hace caso.
—Entonces, ¿crees que Meg no está interesada en John?
—¿En quién? —gritó Jo, extrañada.
—En el señor Brooke; ahora lo llamo «John»; en el hospital adquirimos esa costumbre y le gusta.
— ¡Pobre de mí! Ya veo que vas a ponerte de su parte; ha sido bueno con
papá y tú no lo mandarás a paseo, sino que permitirás que se case con él si
quiere. ¡Qué astuto! ¡Mimar a papá y hacerse el servicial contigo para
ganarse la simpatía de los dos! —y Jo, enojada, se tiró de los cabellos.
—Querida mía, no te enojes; te diré lo que ha pasado. John me acompañó,
por pedido del señor Laurence, y se interesó tanto en tu pobre papá que no
pudimos menos que tomarle cariño. Fue perfectamente sincero y honrado en
cuanto a Meg, porque nos dijo que la quería, pero que trabajaría para crear un
hogar confortable antes de pedir su mano. No deseaba más que nuestro
consentimiento para amarla, trabajar por ella y tratar de ganarse su amor, si
podía. Realmente es un joven excelente, y no podíamos negarnos a
escucharlo; pero no consentiré que Meg se comprometa tan joven.
—Claro que no; sería una idiotez. Ya sabía yo que se estaba tramando
algo; me lo decía el corazón; ahora es peor de lo que yo imaginaba. Desearía
poder casarme con Meg yo misma, para guardarla segura dentro de la familia.
Esta extraña solución hizo sonreír a la señora March, pero después dijo seriamente:
— Jo, confío en ti y no quiero que digas nada a Meg todavía. Cuando
vuelva John y los vea juntos podré juzgar mejor los sentimientos de ella para con él.
—Ella verá los suyos en esos hermosos ojos de los cuales habla, y
entonces estará perdida. Tiene un corazón tan tierno que se derretirá como
manteca de Flandes, si alguien la mira amorosamente. Leía las noticias cortas
enviadas por él más que tus cartas, y me daba pellizcos cuando yo hablaba de
ello; le gustan los ojos color castaño; no cree que el nombre de John es feo;
pronto se enamorará de él y ¡adiós paz, alegría y felicidad entre nosotras! Lo
veo todo; se harán la corte por toda la casa y tendremos que quitarnos de en
medio; Meg estará en la gloria y no me necesitará más; Brooke amontonará
una fortuna de una manera u otra, se la llevará, dejará un vacío en la familia,
me romperá el corazón y todo se hará desagradable. ¡Pobre de mí! ¿Por qué
no habremos sido todos ricos? Entonces no habría ninguna dificultad.
La señora March suspiró, y Jo levantó los ojos con una expresión de alivio.
—¿No te gusta tampoco a ti, mamá? Me alegro; lo despacharemos con
viento fresco, sin decir una palabra a Meg, y seguiremos felices juntas como siempre.
—Hice mal en suspirar, Jo. Es natural y justo que con el tiempo todas se
vayan a sus propios hogares; pero deseo conservar a mis hijas todo el tiempo
posible, y siento que esto haya sucedido tan pronto, porque Meg no tiene más
que diecisiete años, y John no podrá formar un hogar para ella por algunos
años. Tu padre y yo estamos de acuerdo en que no se comprometa de ninguna
manera ni se case antes de cumplir veinte años. Si ella y John se quieren,
pueden esperar, y así dar pruebas de su amor. Ella es responsable y no temo
que lo trate con dureza. ¡Mi hija tan hermosa y tierna! Espero que todo marchará felizmente para ella.
—¿No preferirías que se casara con un hombre rico?
—El dinero es cosa buena y útil, Jo; quisiera que mis hijas no sintieran
nunca demasiado su escasez ni estén tentadas por tener demasiado. Desearía
ver a John bien establecido en algún negocio bueno que le proporcionara
ingresos suficientes para mantenerse libre de deudas, y dar una vida
confortable a Meg. No ambiciono una fortuna espléndida, ni una posición
mundana, ni un nombre famoso para mis hijas. Si el rango y el dinero vienen
acompañados del amor y la virtud, los aceptaría agradecida y gozaría con
vuestra buena fortuna; pero sé por experiencia cuánta felicidad real se
encuentra en una casa pequeña, donde se gana el pan diario y algunas
privaciones dan mayor dulzura a los pocos placeres. Estoy contenta de que
Meg comience con una posición humilde, porque si no me engaño, será rica
en la posesión del corazón de un hombre bueno, y eso tiene más valor que una fortuna.
—Comprendo, mamá, y estoy de acuerdo; pero Meg me decepciona,
porque yo tenía el proyecto de casarla con Teddy algún día, y pensaba que
viviría en la opulencia toda su vida. ¿No sería hermoso? —preguntó Jo,
mirándola con expresión más alegre.
— Él es más joven que ella, ya sabes —comenzó a decir la señora March; pero Jo la interrumpió.
—Eso no importa; está muy maduro para su edad, y es muy alto y tiene
modales de hombre hecho y derecho cuando quiere. Además, es rico,
generoso y bueno, y nos quiere a todas. Es una lástima que mi proyecto se malogre.
—Temo que Laurie no sea bastante mayor para Meg, y es tan veleta que
no puede contarse con él. No hagas proyectos, Jo; deja que el tiempo y sus
propios corazones emparejen a tus amigos. En estas cosas no podemos
entrometernos con seguridad, y es mejor que no se nos metan tonterías
románticas en la cabeza, como tú dices, no sea que destruyan nuestras amistades.
— Bueno, no lo haré; pero detesto ver que las cosas se tuercen y
atraviesan, cuando algunos arreglitos lo solucionarían todo. ¡Ojalá
pudiésemos parar de crecer, poniéndonos planchas en la cabeza! Pero los
capullos tienen que hacerse rosas, y los gatitos gatos, aunque no queramos.
—¿Qué es eso de planchas y gatos? —preguntó Meg, entrando a
hurtadillas en el dormitorio, con la carta que había escrito en la mano.
— Nada más que una de mis estúpidas charlas. Voy a dormir; ven, Meg
— dijo Jo, desplegándose como un rompecabezas vivo.
—Muy correcta y bien escrita. Hazme el favor de añadir que envío mis
afectuosos recuerdos a John —dijo la señora March, devolviendo la carta.
—¿Tú lo llamas John? — preguntó Meg, sonriéndose, con sus inocentes
ojos mirando a los de su madre.
—Sí, se ha portado como un hijo con nosotros, y lo queremos mucho —
respondió la señora March, dirigiendo a su hija una mirada penetrante.
—Me alegro, ya que está tan solo. Buenas noches, mamá querida. ¡Qué
tranquilidad tan grande tenerte aquí con nosotras! —respondió Meg.

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