Mujercitas – Louisa May Alcott
LA TÍA MARCH RESUELVE EL PROBLEMA
Al día siguiente, como bandada de abejas rodeando a su reina, la madre y
sus hijas revoloteaban alrededor del señor March, olvidadas de todo para
mirar, atender y escuchar al enfermo nuevo, que estaba en peligro de morir a
fuerza de atenciones. Sentado en la butaca, al lado del sofá de Beth, con las
demás muy cerca, y Hanna, asomándose de vez en cuando para «echar una
mirada al hombre querido», nada parecía faltar para colmar la felicidad de
todos. Pero algo faltaba y los mayores lo sentían, aunque nadie lo confesaba.
Los padres se miraban preocupados cuando seguían con la vista a Meg. Jo
tenía accesos repentinos de seriedad y hasta se la vio amenazar con el puño
cerrado al paraguas que el señor Brooke se había dejado en el vestíbulo; Meg
estaba distraída, tímida y silenciosa; se sobresaltaba cuando sonaba la
campana, y se ruborizaba cuando alguien pronunciaba el nombre de John,
Amy decía que «todo el mundo parecía esperar algo, lo cual era extraño ahora
que papá estaba seguro en casa», y Beth se preguntaba inocentemente por qué
los vecinos no venían como siempre.
Por la tarde pasó Laurie por delante de la casa, y, viendo a Meg en la
ventana, pareció poseído por un repentino acceso melodramático, porque
cayó de rodillas en la nieve, se golpeó el pecho, se arrancó los cabellos y
juntó las manos de modo tan suplicante, como si pidiera algún bien inefable;
Meg le dijo que no se hiciera el tonto y que se fuera; él retorció el pañuelo
imaginariamente empapado en lágrimas y volvió la esquina, tambaleándose
como si estuviera completamente desesperado.
—¿Qué querrá decir ese ganso? —dijo Meg, riéndose, y tratando de parecer inocente.
—Te muestra cómo se portará tu John el día menos pensado. Muy conmovedor, ¿verdad? —dijo Jo irónica.
—No digas «mi John»; no está bien ni es verdad. Haz el favor de no
molestarme, Jo; ya te he dicho que no me gusta «mucho», y que no hay nada
que decir, sino que debemos ser amables y comportarnos como antes.
—No podemos, porque se ha dicho algo, y la travesura de Laurie te ha
estropeado para mí. Lo veo y mamá lo verá también. No eres la misma en lo
más mínimo, y pareces estar muy lejos. No quiero molestarte; lo sufriré como
un hombre, pero quisiera que todo se arreglara de una vez. Detesto esperar; si
has de hacerlo, date prisa y hazlo pronto —dijo Jo con petulancia.
— No puedo hacer ni decir nada hasta que él hable, y no lo hará, porque papá le ha dicho que soy muy joven.
—Si hablara, no sabrías qué decir; llorarías o te ruborizarías o lo dejarías
salirse con la suya en vez de contestarle con un «no» decidido.
—No soy tan tonta y débil como piensas. Sé lo que tendría que decir,
porque lo he pensado bien y no me tomará de sorpresa. Uno no sabe lo que puede suceder.
—¿Tienes algún inconveniente en decirme qué le responderías? — preguntó Jo con más respeto.
—Absolutamente ninguno. Tienes ya dieciséis años, y puedes ser mi
confidente; y tal vez algún día te sean útiles mis experiencias en tus propios asuntos de esta clase.
—No pienso tenerlos. Es muy divertido ver a otros haciéndose el amor; pero me sentiría tonta si lo hiciera yo.
—Creo que no, si hubiera alguien que te gustara mucho y a quien tú gustaras —contestó Meg, quedándose seria.
— ¿No ibas a decirme el discurso que tienes preparado para ese hombre? — dijo Jo, cortando sus meditaciones.
—Pues diría sencillamente, con mucha calma y decisión: «Gracias, señor
Brooke, es usted muy amable, pero pienso, como mi padre, que soy
demasiado joven para entrar en compromisos. Así que le ruego no decir nada
más y que continuemos amigos como antes.»
—¡Bien! Eso es bastante frío y firme. No creo que lo dirás, y estoy segura
de que él no se conformará si lo dices. Si persiste en sus ruegos como los
amantes de las novelas, cederás para no ofenderle.
—¡No, no lo haré! Le diré que estoy resuelta, y saldré del cuarto con mucha dignidad.
Al decir esto, Meg se levantó, e iba a ensayar la salida majestuosa, cuando
un paso en el vestíbulo la hizo correr a su silla y empezar a coser, como si se
jugara la vida en acabar aquel dobladillo. Jo rio a hurtadillas del cambio
repentino, y, cuando alguien llamó, abrió la puerta con una expresión que tenía muy poco de hospitalaria.
—Buenas tardes. Vine a buscar mi paraguas… es decir, para ver cómo
está su padre hoy —dijo el señor Brooke, poniéndose algo nervioso al pasar su mirada de una hermana a la otra.
—Está muy bien en el paragüero; se lo traeré y le diré que está usted aquí
—contestó Jo, y habiendo mezclado a su padre con el paraguas en su
respuesta, Jo, se escapó de la sala al cuarto para dar a Meg la oportunidad de decir su discurso y lucir su dignidad.
Pero tan pronto como ella desapareció, Meg se acercó a la puerta murmurando:
—Mamá desearía verte. Enseguida la llamaré.
—No te vayas. ¿Me tienes miedo, Meg? —y tan ofendido parecía el señor
Brooke, que Meg pensó que había cometido alguna descortesía. Se ruborizó
hasta los pequeños bucles de su frente, porque nunca antes la había llamado
Meg, y se sorprendió al observar cuán natural y dulce le parecía oírselo decir.
Deseando parecer amistosa y serena, extendió la mano, y dijo agradecida:
—¿Cómo puedo tenerte miedo habiendo sido tan bueno con papá? Sólo querría darte las gracias por ello.
—¿Quieres que te diga cómo podrás dármelas? —repuso el señor Brooke, reteniendo la mano entre las suyas.
—¡Oh, no!, por favor; preferiría que no —dijo, tratando de retirar la mano.
—No te molestaré; no deseo más que saber si me quieres un poquito,
Meg; ¡te quiero tanto, querida mía! —añadió tiernamente el señor Brooke.
Era el momento oportuno para el rechazo sereno y correcto, pero Meg no
lo pronunció. Lo olvidó por completo, bajó la cabeza y respondió «no sé» tan
suavemente, que John tuvo que bajar la cabeza para oír la respuesta.
A él le pareció una respuesta valiosa, porque sonrió para sí, como si
estuviera satisfecho; estrechó la manecita regordeta y dijo con voz persuasiva:
—¿Quieres tratar de descubrirlo? Necesito mucho saberlo, porque no
puedo trabajar con ánimo hasta saber si al fin voy a tener mi recompensa.
—Soy demasiado joven —balbuceó Meg, pensando por qué estaría tan perturbada.
—Esperaré, y entretanto podrías aprender a quererme. ¿Sería una lección muy difícil, querida mía?
—No; no, si quisiera aprenderla; pero…
—Hazme el favor de querer aprenderla, Meg. Me gusta enseñar, y esto es
más fácil que el alemán —añadió John, apoderándose de la otra mano, de
manera que ella no podía esconder la cara cuando él la buscaba para mirarla.
Su voz era suplicante; pero, mirándolo furtiva, Meg notó que sus ojos
estaban alegres a la vez que tiernos y que sonreía como quien no duda del
éxito. Esto la contrarió; las estúpidas lecciones de coquetería le vinieron a la
memoria, y el amor del poder, que duerme en el seno aun de las tres
mujercitas, se despertó de repente, tomando posesión de ella. Se sintió
excitada y extraña, y, no sabiendo qué hacer, cedió a un impulso caprichoso;
retirando las manos, dijo con aspereza:
—No lo deseo; hazme el favor de irte y dejarme en paz.
El pobre señor Brooke se quedó como si viera desplomarse de un golpe
todo su hermoso castillo en el aire, porque jamás la había visto de tal humor, y no podía explicárselo.
—¿Quieres decir eso de veras? —preguntó ansiosamente.
—Sí, de veras; no deseo preocuparme por tales cosas. Papá dice que no debo hacerlo; es demasiado pronto.
—¿No puedo esperar que cambies de modo de pensar? Esperaré, y no diré
nada hasta que hayas tenido más tiempo. No juegues conmigo, Meg. No pensé que lo harías.
—No pienses en mí para nada. Prefiero que no lo hagas —dijo Meg,
gozando maliciosamente en probar la paciencia de su amante y su propio poder.
Él estaba ahora serio y pálido, y decididamente se parecía más a los
héroes de novelas que ella admiraba; pero no se golpeó la frente, ni fue y
vino de un lado a otro del cuarto, como aquéllos solían hacer; se quedó
sencillamente parado, mirándola de manera tan anhelante que ella
comprendió que comenzaba a enternecerse a pesar suyo. No sé qué hubiera
sucedido entonces de no haber entrado la tía March en momento tan interesante.
La anciana no había podido resistir el deseo de ver a su sobrino porque
había encontrado a Laurie mientras daba un paseo en coche, y, al oír que el
señor March había llegado, vino directamente a verlo. Todas estaban
ocupadas en la parte interior de la casa y ella había entrado sigilosamente,
esperando tomarlos de sorpresa. La confusión que causó a dos de ellos fue
tal, que Meg se sobresaltó como si hubiera visto un fantasma y el señor Brooke se escapó al estudio.
—¡Por mi vida! ¿Qué quiere decir esto? —gritó la anciana señora,
golpeando el suelo con su bastón, según pasaba la vista del joven pálido a la señorita ruborosa.
—Es amigo de papá. ¡Me ha sorprendido tanto verla a usted! —balbuceó Meg.
—¡Ya se ve! ¡Ya se ve! —respondió la tía March, sentándose—. Pero,
¿qué está diciendo para que te pongas colorada como una peonía? Aquí hay
algo y necesito saber —añadió, dando otro golpe con el bastón.
—No hacíamos más que hablar. El señor vino a buscar su paraguas —
comenzó a decir Meg, deseando que Brooke y el paraguas estuvieran seguros fuera de la casa.
— ¿Brooke? ¿El tutor de ese chico? ¡Ah! Ahora lo comprendo. Lo sé
todo. Jo dejó escapar algunas palabras en una de las cartas de su padre, y la
obligué a que me lo dijera todo. No lo habrás aceptado, niña —gritó la tía March, escandalizada.
—¡Chist! ¡Puede oír! ¿Quiere que llame a mamá?
— Todavía no. Tengo algo que decirte, y debo decir lo que pienso sin más
espera. Dime, ¿tienes la intención de casarte con ese Brooke? Si lo haces no
recibirás ni un penique de mi dinero. Acuérdate de ello y sé una muchacha
razonable —dijo gravemente la anciana señora.
La tía March poseía a la perfección el arte de despertar el espíritu de
oposición en las personas más apacibles y gozaba con hacerlo. Aun las
personas mejores tienen algo de perversidad en ellas, sobre todo cuando son
jóvenes y están enamoradas. Si la tía March hubiera pedido a Meg que
aceptara a John Brooke, probablemente hubiera declarado que no pensaba
hacer tal cosa; pero como le ordenaba de forma autoritaria que no lo quisiera,
decidió que sí lo haría. Su propia inclinación, así como su rebeldía, facilitaron
su decisión y, una vez excitada, Meg se opuso a la anciana con inusitada impulsividad.
—Me casaré con quien me plazca, tía March, y puede legar su dinero a quien guste —dijo.
—¡Santo cielo! ¿Así tomas mi consejo, señorita? Ya lo sentirás cuando
hayas experimentado el amor en una cabaña y descubras el fracaso.
—No puede salir peor en cabaña de lo que sale en algunas casas grandes — respondió Meg.
La tía March se caló los anteojos y miró a la chica, porque no la reconocía
de este humor nuevo. La misma Meg apenas se reconocía, ni se explicaba
cómo se sentía tan valiente e independiente, tan feliz al defender a John y
sostener su derecho de amarlo, si quería. La tía March notó que había dado
un paso en falso, y, después de un rato, cambió de táctica diciendo con tanta suavidad como pudo:
—Vamos, Meg, hija mía, sé razonable, y acepta mi consejo. Lo hago por
tu bien, porque no deseo que estropees toda tu vida por un error inicial.
Debes casarte bien y ayudar a tu familia.
—Mis padres no piensan así; les gusta John aunque sea pobre.
—Hija mía, tu papá y tu mamá no tienen más conocimiento de la v ida que dos recién nacidos.
—Me alegro —gritó Meg valerosamente.
La tía March no hizo caso de esta observación y continuó con su sermón:
—Brooke es pobre y no tiene parientes ricos, ¿verdad?
—No; pero tiene muchos amigos sinceros.
—No se puede vivir de los amigos; inténtalo y verás a dónde llega su sinceridad. ¿No tiene algún negocio?
—Todavía no; el señor Laurence va a ayudarlo.
— Eso no durará mucho; James Laurence es un viejo atravesado con
quien no hay que contar, De modo que vas a casarte con un hombre sin
dinero, sin posición o negocio, y vas a continuar trabajando más duramente
que ahora, cuando podrías vivir holgadamente haciéndome caso y obrando
con más prudencia. Creí que tenías más sentido común, Meg.
—¡No podría casarme mejor aunque esperara la mitad de mi vida! John es
bueno y prudente; tiene mucho talento; quiere trabajar y es seguro que
prosperará. Todos lo quieren y respetan; estoy orgullosa de pensar que me
quiere, aunque soy tan pobre, joven y tonta —dijo Meg, embellecida por el ardor con que hablaba.
—¿Sabe que tienes parientes ricos, niña? Sospecho que ese es el secreto de su amor.
—Tía March, ¿cómo se atreve a decir tales cosas? John es incapaz de tal
conducta, y no la escucharé un minuto más si habla así —gritó Meg con
indignación, olvidándolo todo ante la injusticia de las sospechas de su tía—.
Mi John no se casaría por dinero, como yo tampoco. Estamos dispuestos a
trabajar y pensamos esperar. No tengo miedo de ser pobre, porque hasta aquí
he sido feliz y sé que lo seré con él, porque me ama y yo… —Al llegar aquí
Meg se detuvo acordándose de repente que no se había decidido; que había
dicho a «su John» que se fuese, y que él podría estar oyendo sus inconsecuentes observaciones.
La tía March estaba enojadísima porque había acariciado la ambición de
que su hermosa sobrina se casara bien, y algo en la cara alegre y joven de la chica la entristeció.
—¡Bueno, me lavo las manos de todo el asunto! Eres una niña terca y has
perdido más de lo que imaginas por esta locura. No, no me detengo; me he
llevado un chasco contigo y no estoy con ánimo de ver a tu padre. No esperes
nada de mí cuando te cases; los amigos de tu señor Brooke tendrán que
ocuparse de ti. Todo ha terminado entre nosotras para siempre.
Y dando a Meg con la puerta en las narices, la tía March se fue en su
coche con un humor de perros. Meg permaneció un momento sin saber si reír
o llorar. Antes de que pudiera decidirlo, el señor Brooke se apoderó de ella, diciéndole de un tirón:
—No pude evitar oírte, Meg. Te agradezco la defensa que hiciste de mí, y
agradezco a la tía March por haber probado que me quieres un poquito.
—No supe cuánto hasta que ella te insultó —dijo Meg.
—Y no necesito irme, sino que puedo quedarme y ser feliz, ¿no es verdad, querida mía?
Aquí se presentaba otra ocasión excelente para hacer el discurso
abrumador y la salida majestuosa, pero Meg no pensó en tal cosa y se rebajó
para siempre a los ojos de Jo, murmurando humildemente: «Sí, John», y
escondiendo la cara en el chaleco del señor Brooke.
Quince minutos después de la salida de la tía March, Jo bajó en silencio,
la escalera, se detuvo un minuto en la puerta de la sala y al no oír ningún
sonido dentro, meneó la cabeza, y sonrió satisfecha, diciendo para sí: «Te ha
despedido, como habíamos arreglado, y ese asunto está terminado. Voy a oír la historia y a reírme bien.»
Pero la pobre Jo no se rio, porque lo que vio desde la puerta la dejó
paralizada y boquiabierta. Cuando esperaba triunfar sobre un enemigo
vencido y alabar a una hermana enérgica por haberse librado de un novio
indeseable, fue un choque tremendo ver al mencionado enemigo
tranquilamente sentado en el sofá, con la hermana enérgica pegadita a su
lado, con el aspecto de la más completa sumisión. Jo se estremeció como si le
hubiera caído un chorro de agua fría.
Al extraño sonido se volvieron y la vieron. Meg se levantó, pareciendo a
la vez orgullosa y tímida; pero «ese hombre», como Jo lo llamaba, tuvo la
osadía de reír y decir tranquilamente, tomando la mano de la recién llegada:
—Hermana Jo, felicítanos.
Esto era añadir un insulto a la injuria; era demasiado; y haciendo un
movimiento brusco con las manos, Jo desapareció sin decir una palabra. Al
subir la escalera asustó a los enfermos, exclamando trágicamente:
—¡Que alguien baje pronto! ¡John Brooke se porta horriblemente y a Meg le gusta!
Los padres salieron rápidamente, y echándose sobre la cama, Jo sollozó y
se lamentó desesperadamente al contar la terrible noticia a Beth y Amy, Pero
las niñas estaban encantadas con el interesante acontecimiento, y Jo recibió
poco consuelo de ellas, por lo cual se fue a su refugio de la boardilla y confió sus penas a los ratones.
La campana sonó para el té antes de que Brooke hubiese acabado de
describir el paraíso que se proponía crear para Meg, y la condujo con mucho
orgullo a la mesa, pareciendo ambos tan felices, que Jo no pudo tener celos o
estar triste. Amy estaba muy impresionada por la devoción de John y la
dignidad de Meg. Beth les sonreía de lejos, mientras los padres miraban a la
joven pareja con tan tierna satisfacción, que era evidente que la tía March
tenía razón al decir que «ellos no tenían más conocimiento de la vida que dos
recién nacidos». Nadie comió mucho, pero todos estuvieron muy alegres, y la
vieja sala pareció iluminarse de una manera asombrosa al empezar en ella el
primer episodio romántico de la familia.
—No dirás que nunca pasa nada agradable —dijo Amy.
—Seguro que no lo digo. ¡Cuántas cosas sucedieron desde que lo dije!
—¡Parece que hace un año! —susurró Meg.
—Esta vez las alegrías siguen de cerca a las tristezas y creo que los
cambios han comenzado —dijo la señora March—. En la mayoría de las
familias, aparece de vez en cuando un año fecundo en acontecimientos.
—Espero que el año próximo terminará mejor —murmuró Jo, que
encontraba muy difícil ver a Meg absorta con un extraño en su misma casa.
— Espero que el tercer año después de éste terminará mejor; me
propongo que así sea si vivo para realizar mis proyectos —dijo el señor
Brooke, sonriendo a Meg, como si todo ahora fuera posible para él.
—¿No les parece mucho tiempo para esperar? —preguntó Amy, que tenía prisa por ver la boda.
—Tanto tengo que aprender antes de estar preparada, que me parece muy
poco tiempo —respondió Meg con tal dulce gravedad, como no se viera antes en su cara.
—Tú no tienes más que hacer que esperar. Yo soy quien ha de trabajar —
dijo John, comenzando por recoger la servilleta de Meg con una expresión
que hizo a Jo sacudir la cabeza y decirse a sí misma, con aire aliviado, al oír sonar la puerta principal.
—Ahí está Laurie; ahora podremos conversar razonablemente.
Pero Jo se llevó un chasco, porque Laurie entró saltando de alegría, con
un gran ramo de flores para «la señora de John Brooke», y evidentemente
ilusionado con la idea de que todo se había arreglado por su buena intervención.
—Sabía que Brooke triunfaría; cuando decide que una cosa se realice, se
realiza —dijo Laurie, cuando hubo presentado su obsequio y sus felicitaciones.
— Muchas gracias por esa recomendación. Lo tomo como buen presagio
del futuro, y desde este mismo momento te invito a mi boda —respondió el
señor Brooke, que se sentía en paz con todos, aun con su travieso discípulo.
—Asistiré, aunque tenga que venir del fin del mundo, porque para ver la
cara de Jo en esa ocasión valdrá la pena el viaje. No pareces muy alegre; ¿qué
te pasa? —preguntó Laurie, siguiéndola a un rincón de la sala, donde todos
habían ido a recibir al señor Laurence.
—No apruebo la boda, pero he decidido soportarla y no diré nada en contra
—dijo Jo—. No puedes comprender lo duro que es para mí renunciar a Meg.
—No renuncias a ella. Solamente vas a medias con él.
— Nunca puede ser lo mismo. He perdido a mi amiga más querida — suspiró Jo.
—De todas maneras, me tienes a mí. No valgo mucho, ya lo sé; pero te seré fiel toda mi vida; te doy mi palabra.
—Sé que lo serás y te estoy muy agradecida. Siempre eres un gran consuelo para mí, Teddy —respondió Jo.
—Bueno, ahora no estés triste, sé un buen camarada. Todo está bien, ya lo
ves. Meg es feliz; Brooke se apresurará a establecerse inmediatamente; mi
abuelo lo ayudará, y ¡qué alegre será ver a Meg en su propia casita! Después
que ella se vaya, pasaremos días magníficos, porque yo terminaré pronto mis
estudios, y entonces iremos al extranjero. ¿No te consolaría eso?
—¡Vaya si me consolaría! Pero quién sabe lo que sucederá dentro de tres años —dijo Jo pensativamente.
—¡Es verdad! ¿No te gustaría poder echar una mirada al porvenir y ver dónde estaremos entonces? A mí sí.
—Creo que no, porque podría ver algo triste y todos parecen tan felices ahora que no podrá mejorarse mucho.
Los ojos de Jo recorrieron lentamente la sala con expresión feliz, porque la escena era muy agradable.
Los padres estaban sentados juntos, rememorando el primer capítulo de su
novela, que comenzara unos veinte años atrás. Amy dibujaba a los novios,
sentados aparte, en el mundo encantador de sus sueños. Beth estaba echada
en el sofá, hablando alegremente con su anciano amigo, que tenía una
manecita entre las suyas, como si pensara que poseía el poder de guiarlo por
las sendas tranquilas que ella seguía. Jo descansaba en su silla baja favorita,
con la expresión grave y tranquila que concordaba tan bien con ella, y Laurie,
apoyándose en el respaldo de la silla, con su barba a nivel de la cabeza rizada
de su amiga, sonreía con su modo más amistoso, y le hacía señas con la cabeza en el espejo que los reflejaba a ambos.