Mujercitas – Louisa May Alcott
LECCIONES DE LITERATURA
Un buen día, la fortuna decidió sonreír a Jo y poner una especie de
moneda de la suerte en su camino. No se trataba precisamente de una moneda
de oro, pero dudo que medio millón de monedas le hubiese aportado una
felicidad mayor que la que obtuvo por aquel medio.
Cada cierto tiempo, la joven se ponía el traje de escritora, se encerraba en
su cuarto y, en palabras suyas, «se perdía en un torbellino», entregándose a la
escritura de su novela en cuerpo y alma, consciente de que no recuperaría la
paz hasta terminarla. El «traje de escritora» era un delantal negro en el que
podía limpiar su pluma sin problemas y un gorro, adornado con un gracioso
lazo rojo, bajo el cual se recogía el cabello al ponerse a trabajar. Para la
familia, el gorro servía de aviso ya que, cuando lo llevaba puesto, lo mejor
era mantenerse a distancia y asomar solo la cabeza de vez en cuando para
interesarse por ella y preguntarle qué tal iba la inspiración. A menudo ni
siquiera se atrevían a formular la pregunta y se limitaban a observar el gorro
para saber cómo iba todo. Si el expresivo complemento estaba caído sobre la
frente, significaba que la creadora se hallaba en plena actividad; en los
momentos de entusiasmo, lo llevaba ladeado, y si terminaba en el suelo era
señal de que la autora había sufrido un ataque de desesperación. En tales
momentos, el intruso se retiraba en silencio y no dirigía la palabra a Jo hasta
que el lazo rojo volvía a erguirse orgulloso en lo alto de la cabeza de la prometedora autora.
Jo no creía tener un don pero, cuando la inspiración la visitaba, se
entregaba por entero a la escritura y su vida le parecía feliz, ajena a las
necesidades, las preocupaciones, y el mal tiempo; se sentía a salvo, y dichosa
en un mundo imaginario repleto de unos amigos tan reales y queridos como
los de carne y hueso. Sus ojos renunciaban al descanso del sueño, no probaba
bocado, los días y las noches eran demasiado cortos para disfrutar de la
felicidad que solo experimentaba en tales momentos y hacía que la vida
valiese la pena, aunque no hiciese nada más. Aquel aflato divino solía durar
un par de semanas, al cabo de las cuales la joven emergía del torbellino
hambrienta, muerta de sueño, malhumorada o abatida.
Acababa de recuperarse de uno de esos ataques cuando la convencieron
de que acompañase a la señorita Crocker a una conferencia y, en premio a su
buena acción, volvió con una nueva idea. Formaba parte del ciclo de
conferencias de los cursos populares, dirigidos a adultos e impartidos en
Boston, y versaba sobre las pirámides. Habida cuenta del tipo de público al
que iba dirigida, a Jo le sorprendió mucho la elección del tema, pero supuso
que dar a conocer la gloria de los faraones a personas que vivían pendientes
del precio del carbón y de la harina y tenían asuntos más urgentes por los que
preocuparse que la Esfinge serviría para reparar una grave injusticia social o
responder a una necesidad importante.
Llegaron pronto y, mientras la señorita Crocker se entretenía colocándose
bien el talón de las medías, Jo se dedicó a observar el rostro de las personas
que la rodeaban. A su izquierda, había dos señoras con la frente muy grande
y gorros en consonancia que hablaban de los derechos de las mujeres
mientras hacían bolillos. Más allá, estaba sentada una pareja de enamorados
cogidos tímidamente de la mano, una melancólica solterona que comía
caramelos de menta de una bolsa de papel y un anciano caballero que dormía
la siesta oculto tras un pañuelo de cuello amarillo. A su derecha solo había un
hombre enfrascado en la lectura de un periódico.
En la página había varias ilustraciones. Jo observó la que quedaba más
cerca de ella y se preguntó qué deliberada concatenación de circunstancias
requería una ilustración melodramática en la que un lobo mordía el cuello de
un indio ataviado de guerrero que caía por un precipicio, mientras dos
jóvenes caballeros furibundos, con los pies anormalmente pequeños y unos
ojos demasiado grandes, se apuñalaban y, al fondo, una joven despeinada
corría despavorida con la boca abierta. Cuando iba a pasar la página, el joven
se percató de que Jo estaba mirando por encima de su hombro y, con el buen
talante propio de los muchachos, le tendió la mitad del periódico y preguntó sin más:
—¿Le apetece leerlo? Es una historia de primera.
Jo aceptó con una sonrisa, porque los chicos le seguían resultando igual
de simpáticos que siempre, y enseguida se enfrascó en el habitual laberinto de
amores, misterios y asesinatos propios de los relatos de escaso valor literario
en los que la pasión está de vacaciones y, cuando al autor le falla la
imaginación, una gran catástrofe borra de un plumazo a la mitad de las
dramatis personae mientras las restantes se regocijan de su caída.
—Es estupendo, ¿verdad? —preguntó el joven al ver que Jo llegaba al final del texto.
—Creo que tanto usted como yo lo haríamos mejor si nos lo
propusiésemos —comentó Jo, divertida por la admiración que aquella basura despertaba en el joven.
—Yo me sentiría muy afortunado si lo lograse. Dicen que la autora se
gana muy bien la vida con sus escritos. —Y señaló el nombre que aparecía
bajo el título: la señorita S.L.A.N.G. Northbury.
—¿La conoce? —preguntó Jo con repentino interés.
—No, pero leo todas sus obras y tengo un amigo que trabaja en la redacción de este periódico.
—¿Y dice que se gana bien la vida escribiendo historias como esta? —Jo
miró con mayor respeto el agitado grupo retratado en la ilustración y el texto,
adornado con una gran cantidad de signos de exclamación.
—¡Claro que sí! Sabe lo que le gusta a la gente y le pagan muy bien por escribirlo.
En ese momento, dio inicio la conferencia, pero Jo no se enteró de casi
nada porque, mientras el profesor Sands sentaba cátedra sobre Belzoni,
Keops, escarabeos y jeroglíficos, ella anotaba discretamente la dirección del
periódico, resuelta a presentarse al concurso de narración anunciado en
aquellas páginas y a hacerse con los cien dólares del premio. Cuando la
conferencia terminó y el público se despertó, la joven ya había creado una
magnífica fortuna en su imaginación (no sería la primera basada en el papel)
y estaba absorta en la invención de la historia, tratando de decidir si el duelo
debía ir antes de la fuga o después del asesinato.
Al llegar a casa, no comentó nada acerca de sus planes y, al día siguiente,
se puso a trabajar, para inquietud de su madre, a la que siempre le generaba
cierta angustia ver a su hija en brazos de las musas. Jo nunca había escrito
relatos de este tipo y lo más parecido eran las dulzonas historias de amor que
inventaba para el Spread Eagle. Su experiencia teatral y sus muchas y
heterogéneas lecturas se convirtieron en una útil fuente de inspiración de la
que extrajo ideas para efectos dramáticos, argumento, vocabulario y
vestuario. La joven imprimió al relato toda la desesperación de que fue capaz
dada su limitada experiencia con tan incómoda emoción y, puesto que había
situado la trama en Lisboa, escogió un terremoto como sobrecogedor y
apropiado dénouement. Con suma discreción, envió el manuscrito
acompañado de una nota en la que decía que de no ganar el premio, con el
que apenas se atrevía a soñar, la autora estaría dispuesta a vender la historia
por la suma que considerasen adecuada.
Seis semanas son una espera muy larga, tanto más para una joven que ha
de guardar un secreto. Pero Jo hizo tanto lo uno como lo otro, y cuando
empezaba a perder la esperanza de volver a ver su manuscrito llegó una carta
que casi la dejó sin respiración porque, al abrir el sobre, cayó sobre su regazo
un cheque por valor de cien dólares. Por unos segundos lo miró con los ojos
muy abiertos, como si se tratase de una serpiente, luego leyó la carta y se
echó a llorar. Si el agradable señor que redactó la amable misiva hubiese
sabido cuánta felicidad iba a aportar su lectura, habría querido dedicar todo
su tiempo libre, de tenerlo, a tan grato entretenimiento. Para Jo, la carta tenía
más valor que el propio dinero porque la animaba a seguir y, tras años de
duro esfuerzo, era maravilloso descubrir que había aprendido algo, aunque
solo fuese para poder escribir una historia que causase sensación.
Pocas veces se ha visto una muchacha más orgullosa que Jo cuando, una
vez recuperada de la emoción, se presentó ante la familia, con la carta en una
mano y el cheque en la otra, para anunciar que había ganado el premio. Como
es lógico, la noticia provocó un gran júbilo y, cuando el relato salió
publicado, todos lo leyeron y lo comentaron. El padre dijo que el vocabulario
era acertado; la historia de amor, natural y emotiva, y el suspense trágico,
excelente, pero después meneó la cabeza y añadió, con su falta de materialismo habitual:
—Tú puedes hacer cosas mejores, Jo. Aspira a lo más alto y no pienses en el dinero.
—Pues yo creo que el dinero es lo mejor de todo. ¿Qué vas a hacer con
semejante fortuna? —preguntó Amy contemplando el mágico fragmento de papel con sumo respeto.
—Invitaré a mamá y a Beth a pasar un par de meses junto al mar — contestó Jo sin pensarlo dos veces.
—¡Oh, qué generosidad! Pero no puedo aceptar, querida, sería demasiado
egoísta por mi parte —exclamó Beth, que había dado palmas de alegría e
inspirado hondo, como si le llegase ya el olor de la fresca brisa del océano,
pero que enseguida rechazó el cheque que su hermana le tendía.
—Insisto en que debéis ir, he puesto todo mi empeño en ello. Esa es la
razón por la que probé suerte y la razón por la que he triunfado. Cuando me
mueve un afán egoísta, nunca logro nada, pero al esforzarme por ti lo he
conseguido, ¿lo ves? Además, mamá necesita un cambio de aires y no te
dejará sola, así que debes acompañarla. Me encantará verte volver, sonrosada
y con cara saludable. ¡Viva la doctora Jo, que cura a todos sus pacientes!
Al final, tras mucha discusión, fueron a la costa y, aunque Beth no volvió
todo lo sonrosada que esperaban, sí estaba mucho mejor. Y la señora March
afirmó que se había quitado diez años de encima. Jo se sintió satisfecha por la
forma en que había invertido el dinero del premio y retomó el trabajo con
mucho ánimo, decidida a conseguir más de aquellos deliciosos cheques.
Aquel año, se hizo con varios más y empezó a sentirse un puntal para la
familia porque, por arte y gracia de la literatura, sus «tonterías» servían para
que todos viviesen mejor. «La hija del duque» pagó la factura de la
carnicería, «La mano del fantasma» sirvió para cambiar la alfombra y «La
maldición de los Coventry» resultó ser una bendición para la familia porque
se tradujo en ropa y comida para todos.
Sin duda la riqueza es deseable, pero la pobreza también tiene sus
virtudes y uno de los aspectos más dulces de la adversidad es la satisfacción
que produce el trabajo, sea manual o mental. Muchas veces la sabiduría, la
belleza y otras bendiciones de este mundo nacen de la necesidad. Jo conoció
el sabor de la satisfacción y dejó de envidiar a las muchachas ricas al sentir
que podía mantenerse por sí misma, sin tener que pedir un centavo a nadie.
Sus narraciones breves pasaron bastante inadvertidas, pero tuvieron su
público. Animada por este hecho, la joven decidió dar un paso más e ir a
buscar fama y fortuna. Después de reescribir su novela cuatro veces, leería en
voz alta a amigos de confianza y hacérsela llegar, temblorosa y llena de
reticencias, a tres editores, al fin recibió una oferta que implicaba suprimir un
tercio de las páginas y omitir las partes de las que se sentía más orgullosa.
—Ahora tengo que decidir si la vuelvo a guardar en la cocina del desván
y la dejo que críe moho, la imprimo por mi cuenta y riesgo o la corto en
pedacitos para que me la compren y me den algo por ella. Seguro que tener a
alguien famoso en casa es muy agradable, pero creo que el dinero es más útil,
así que me gustaría que tomásemos esta decisión entre todos —dijo Jo, que había reunido un consejo familiar.
—Hija, no estropees tu libro porque está mejor de lo que crees y has
desarrollado muy bien el argumento. Déjalo reposar y madurar —le aconsejó
el padre, que predicaba con el ejemplo puesto que había dejado madurar
treinta años su propia obra y no tenía prisa en recoger el fruto aun estando ya en sazón.
—Yo creo que es mejor que pruebe suerte ahora a que espere —apuntó la
señora March—. Afrontar la crítica es la mejor prueba para el trabajo, porque
permite descubrir virtudes y defectos insospechados y sirve de guía para
mejorar en la siguiente ocasión. Nosotros somos demasiado parciales, pero
las alabanzas o críticas de terceros podrían ser muy útiles, aunque eso implique ganar poco dinero de entrada.
—Sí —dijo Jo arqueando las cejas—. Tienes razón. Llevo demasiado
tiempo dándole vueltas a la novela y ya no sé si es buena, mala o regular. Me
vendría bien que la leyeran personas imparciales y me diesen su opinión.
—No quites una sola palabra, echarías a perder la historia, porque la
gracia está en los pensamientos más que en la acción de los personajes, y si
no dieses tantos detalles sería un lío —apuntó Meg, que creía sinceramente
que aquella era 1.a mejor novela que se había escrito nunca.
—Pero el señor Allen dice: «Quita las explicaciones, acorta el texto para
que gane intensidad y deja que sean los personajes los que cuenten la
historia» —repuso Jo leyendo la carta del editor.
—Hazle caso, él sabe lo que vende; nosotros no. Haz un libro bueno, al
alcance de todos los públicos, y gana tanto dinero como puedas. Con el
tiempo, cuando te hayas hecho un nombre, podrás disertar e introducir
personajes filosóficos y metafísicos en tus novelas —comentó Amy, que
tenía una visión estrictamente pragmática del particular.
—Bueno —dijo Jo entre risas—, no es culpa mía si mis personajes son
«filosóficos y metafísicos», porque lo único que sé de estos asuntos es lo que
le oigo decir a papá de vez en cuando. Si alguna de esas sabias ideas se cuela
en mis intrincadas historias de amor, mejor para mí. Beth, ¿tú qué opinas?
—Me gustaría verla publicada lo antes posible —respondió Beth, que
sonrió al decirlo, pero recalcó sin darse cuenta las últimas palabras, lo que,
junto con la expresión melancólica de sus ojos, que no habían perdido aún el
candor de la infancia, hizo quejo se estremeciera con un oscuro
presentimiento, y decidió que lo mejor era sacar a la luz su libro «lo antes posible».
Así pues, la joven autora puso su primera obra sobre la mesa y, con
firmeza espartana, procedió a despedazarla con una crueldad propia de un
ogro. En su afán por agradar a todos, atendió a todos los consejos y, como el
anciano y el burro de la fábula, terminó por no satisfacer a nadie.
A su padre le gustaba mucho el toque metafísico que sin pretenderlo tenía
la obra, así que la joven optó por dejarlo, aunque sin verlo del todo claro. Su
madre pensaba que el texto pecaba de un exceso de descripciones, por lo que
casi todas quedaron fuera, junto a aspectos importantes para la trabazón de la
trama. Meg admiraba el carácter trágico, por lo que aumentó el grado de
dramatismo para que quedara a su gusto, y, como Amy había puesto pegas a
los pasajes cómicos, Jo, con la mejor intención, cambió el tono de algunas de
las escenas más divertidas que servían para que la historia resultase menos
sombría. Luego, para acabar de estropearlo, eliminó un tercio de las páginas y
envió confiadamente la pobre y reducida novela, como un escogido petirrojo,
al ajetreado y ancho mundo en busca de su destino.
La obra se publicó y ella cobró trescientos dólares. Recibió alabanzas y
críticas en igual medida, muchas más de las que esperaba, lo que la sumió en
un estado de agitación del que tardó en recuperarse.
—Mamá, dijiste que recibir críticas me sería de ayuda, pero ¿cómo es
posible, cuando los comentarios son tan contradictorios que no sé si he
escrito un libro prometedor o desobedecido los diez mandamientos? —
exclamó la pobre Jo contemplando una pila de reseñas cuya lectura la había
llevado del orgullo y la alegría a la cólera y el desánimo en cuestión de
segundos—. Este hombre dice: «Un libro exquisito, lleno de verdad, belleza
y ternura; todo en él es dulzura, pureza y ejemplaridad» —leyó la perpleja
autora—. Y mira lo que dice el siguiente: «La tesis que defiende el libro es
mala, está plagado de nociones perversas, ideas espiritistas y personajes poco
creíbles». Bien, puesto que no defiendo tesis alguna, no creo en el espiritismo
y me he inspirado en la vida para crear mis personajes, no veo cómo podría
tener razón este crítico. Otro opina: «Es una de las mejores novelas
estadounidenses aparecidas en los últimos años». (Yo conozco unas cuantas
mucho mejores). Y el siguiente afirma: «Aunque es un escrito original, lleno
de fuerza y sentimiento, lo considero un libro peligroso». ¡Caray! Algunos se
burlan, otros la alaban en exceso y casi todos creen que he querido defender
una tesis, cuando de hecho la escribí para divertirme y ganar dinero.
Preferiría haberla publicado entera o no haberla sacado a la luz, porque me
horroriza que se me juzgue erróneamente.
La familia y los amigos la animaron y elogiaron cuanto pudieron, pero
aquel fue un momento duro para la sensible y animosa Jo, que pretendía
hacerlo tan bien y por lo visto lo había hecho tan mal. No obstante, la
experiencia fue positiva, ya que aquellos cuya opinión tiene verdadero valor
le ofrecieron las críticas, que son la mejor educación para un autor. Y cuando
la decepción inicial se calmó, pudo reírse de su librito sin por ello dejar de
creer en su obra y los golpes recibidos la hicieron sentir más sabia y más fuerte.
—No ser un genio como Keats no me matará —afirmó resuelta—. Es
cuestión de verlo todo con humor. Resulta que los episodios que calqué de
experiencias reales son calificados de imposibles y absurdos, y las escenas
inventadas con mi tonta imaginación se consideran «encantadoramente
naturales, tiernas y verdaderas». Me consuelo con eso y, cuando me sienta
preparada, escribiré otra novela.