Mujercitas – Louisa May Alcott
TIERNAS INQUIETUDES
—Jo, estoy preocupada por Beth.
—¿Por qué, mamá? Desde que nacieron los niños, ha estado mejor que de costumbre.
—No me inquieta su salud, sino su ánimo. Estoy segura de que algo le
preocupa y me gustaría que descubrieses de qué se trata.
—¿Y qué te hace pensar eso, mamá?
—Pasa mucho rato sentada sola y no habla con papá tanto como antes. El
otro día, la encontré llorando junto a los niños. Cuando canta, siempre elige
las canciones más tristes y, de vez en cuando, tiene una expresión en el rostro
que no alcanzo a comprender. Esto no es propio de Beth, y por eso me preocupa.
—¿Has hablado de esto con ella?
—Lo he intentado en un par de ocasiones pero, cuando no evita contestar,
pone tal cara de angustia que no tengo corazón para seguir preguntándole
nada. Nunca fuerzo una confidencia y rara vez tengo que esperar demasiado
para que una de vosotras me cuente algo.
La señora March observaba a Jo mientras le hablaba, pero su rostro no
delataba que supiera algo de la secreta inquietud de Beth. Jo siguió cosiendo
en silencio y, al cabo de unos minutos, apuntó:
—Creo que lo que le ocurre es que está creciendo y empieza a fantasear, a
descubrir esperanzas, miedos e inquietudes que no sabe explicarse. Verás,
mamá, Beth ya tiene dieciocho años, pero no nos damos cuenta y la tratamos
como si fuera una niña. Nos olvidamos de que es una mujer.
—Sí lo es, querida. ¡Qué rápido crecéis! —comentó la madre con una sonrisa y un suspiro.
—Es inevitable, mamá. Tendrás que resignarte ante toda clase de
preocupaciones y dejar que tus polluelos abandonen el nido, uno a uno. Si
sirve de algo, prometo no alejarme demasiado.
—Sí, eso es un gran consuelo, Jo. Ahora que Meg ya no vive con
nosotros, me siento más fuerte cuando estás en casa. Beth no goza de buena
salud y Amy es demasiado joven para contar con ella; pero sé que si hace
falta arrimar el hombro, tú siempre estás dispuesta.
—Sabes que no me asusta el trabajo duro y en toda familia hace falta
alguien con empuje. Amy es estupenda con las labores finas, pero yo me
siento más a gusto cuando hay que recoger las alfombras o todo el mundo
enferma a la vez. Amy está descollando en el extranjero, pero si algo falta en casa, llámame a mí.
—Entonces, dejaré el asunto de Beth en tus manos. Si ha de abrir su
tierno corazón, seguro que lo hará antes contigo. Sé muy amable y procura
que no piense que la vigilamos o hablamos de ella a sus espaldas. Sí
recuperarse la fuerza y la alegría, yo vería cumplidos todos mis deseos.
—¡Qué suerte! ¡Yo tengo tantos deseos por cumplir!
—¿Cuáles son, querida?
—Me ocuparé de los problemas de Beth y luego compartiré los míos
contigo. No son demasiado graves, de modo que pueden esperar. —Dicho
esto, Jo se alejó con un gesto confiado que llenó de alivio a la señora March, por lo menos de momento.
Jo se dedicó a observar a Beth, mientras fingía atender sus propios
asuntos y, tras varias conjeturas contradictorias, llegó a una conclusión que
parecía explicar el cambio operado en la muchacha. Un episodio le dio la
clave del misterio, o eso le pareció, y su viva imaginación y cariñoso corazón
hicieron el resto. Un sábado por la tarde, mientras estaban solas, aparentó
estar ocupada escribiendo, sin quitar ojo a su hermana, que parecía
extrañamente callada. Sentada junto a la ventana, Beth dejaba su labor sobre
el regazo con frecuencia, apoyaba la cabeza en la mano con aire abatido y
contemplaba el apagado paisaje otoñal. De pronto, alguien pasó bajo la
ventana, silbando como un mirlo operístico, y una voz exclamó:
—¡Todo sereno! Vendré está noche.
Beth abrió los ojos de par en par, se inclinó hacia la ventana, sonrió y
asintió con la cabeza mientras el joven se alejaba a grandes pasos hasta
desaparecer de la vista. Entonces dijo, como si hablara para sí:
—¡Qué fuerte, sano y feliz parece este muchacho!
¡Vaya!, se dijo Jo sin dejar de mirar a su hermana, cuyo rostro perdió el
color con la misma rapidez con que lo había cobrado, mientras la sonrisa se
borraba de sus labios y una lágrima caía sobre el alféizar. Beth se apartó
bruscamente y miró con aprensión a Jo, pero la encontró garabateando a toda
velocidad, al parecer absorta en la escritura de El juramento de Olimpia. En
cuanto Beth se volvió, Jo la observó de nuevo y advirtió que la joven se
llevaba la mano a los ojos en más de una ocasión, y leyó en su rostro, medio
vuelto, una tierna aflicción que hizo que a ella misma se le saltaran las
lágrimas. Temerosa de descubrirse, Jo murmuró que necesitaba nías papel y salió de la sala.
¡Que Dios se apiade de mí! Beth está enamorada de Laurie, se dijo, una
vez sentada en su dormitorio, pálida de la impresión que le había provocado
el repentino descubrimiento. ¡Quién lo hubiera imaginado! ¿Qué dirá mamá?
Me pregunto si él… Jo interrumpió este pensamiento y enrojeció de súbito al
pensar: Si él no la corresponde, será horrible. Tiene que amarla. ¡Conseguiré
que lo haga!, y meneó la cabeza con aire amenazador al recordar al niño
travieso que se burlaba de ella desde el otro lado del muro. ¡Por Dios! ¡Cómo
hemos crecido! Meg está casada y es madre, Amy prospera en París y Beth
está enamorada. Soy la única lo suficientemente sensata para acabar con esta
locura. Jo reflexionó por unos segundos, con la imagen de Laurie de niño aún
en la mente; luego las arrugas desaparecieron de su frente y dijo dirigiéndose a él con aire decidido:
—No, señor, muchas gracias. Eres encantador, pero más inestable que una
veleta, así que abstente de enviar notas conmovedoras y lanzar sonrisas
seductoras porque no lograrás nada. No lo permitiré.
Luego suspiró y se quedó absorta en sus pensamientos un buen rato, hasta
que la luz del crepúsculo le recordó que debía bajar a vigilar a su hermana.
Lo hizo y confirmó sus sospechas. Laude solía coquetear con Amy y bromear
con Jo, pero el trato que dispensaba a Beth era especialmente atento y dulce,
aunque, bien mirado, todo el mundo la trataba así, por lo que era difícil
sospechar que el joven sintiese por ella algo más. De hecho, toda la familia
era de la opinión de que Laude se mostraba más interesado que nunca por Jo,
quien, por supuesto, no quería ni oír hablar del asunto y lo negaba con
virulencia si alguien osaba mencionarlo. Si hubiesen tenido noticia de los
momentos tiernos que Laurie había protagonizado en el transcurso del último
año o, mejor dicho, de los intentos frustrados de crear momentos tiernos, los
cuales se habían visto interrumpidos en el acto, todos habrían advertido con
inmensa satisfacción: «¿Lo ves? Ya lo decía yo». Pero a Jo le horrorizaba el
flirteo, no se prestaba a ello, siempre intercalaba una broma o una sonrisa que alejase el peligro.
Cuando Laurie fue a la universidad, se enamoraba de alguien nuevo cada
mes, pero aquellos arrebatos eran tan breves como apasionados, y no tenían
consecuencias. A Jo le divertía observar cómo el joven pasaba de la
esperanza a la desesperación y luego a la resignación, estados de ánimo que
le contaba con detalle en sus visitas semanales. Sin embargo, al cabo de un
tiempo, Laurie cesó de adorar tantos lugares sagrados, empezó a referirse de
manera indirecta y misteriosa a una única pasión e incluso se dejaba llevar, en
ocasiones, por una melancolía al estilo de Byron. Por último, optó por evitar
por completo todo asunto emotivo y enviaba a Jo notas de índole filosófica,
se centró en sus estudios y comentó que pensaba dar el máximo de sí para
licenciarse con la mayor gloria posible. Aquella situación era mucho más del
agrado de la joven dama que las confidencias a la luz del atardecer, los
apretones de mano tiernos y las miradas cargadas de significado, porque la
mente de Jo era más madura que su corazón y prefería los héroes imaginarios
a los de carne y hueso. A los primeros podía encerrarlos en la cocina de
hojalata del desván cuando se cansaba de ellos, pero los de verdad eran mucho menos dúctiles.
En ese estado de cosas hizo Jo su gran descubrimiento y, cuando Laurie
acudió a visitarlas aquella noche, la joven le miró como nunca antes lo había
hecho. De no haber tenido aquella idea en la mente, no le habría extrañado
que Beth estuviese tan callada ni que Laurie se mostrase tan atento con ella.
Pero había dado rienda suelta a su imaginación, que galopaba a sus anchas,
desbocada, sin que el sentido común acudiese a su rescate, mermado como
estaba por las muchas horas que la joven autora dedicaba a escribir
encendidas historias de amor. Beth estaba recostada en el sofá, como de
costumbre, y Laurie, sentado a su lado en una silla, le contaba chismes para
entretenerla. Aquella ceremonia se repetía todas las semanas sin falta, y Beth
la aguardaba con ansia. Aquella noche, sin embargo, a Jo le pareció que Beth
miraba el rostro moreno y lleno de vida con un gozo fuera de lo común y,
aunque el joven relataba los pormenores de un partido de críquet y usaba
términos técnicos que a ella le eran tan crípticos como un texto en sánscrito,
le escuchaba con sumo interés, Asimismo, Jo creyó ver en Laurie —tal era su
afán por que así fuera— más galantería de la habitual; el muchacho hablaba
en voz baja, reía menos de lo común, parecía distraído y cubría los pies de
Beth con una manta con una diligencia prácticamente de enamorado.
¡Quién sabe! Cosas más raras se han visto, pensó Jo andando de acá para
allá. Si se amasen, ella sería como un ángel para él, y él le haría la vida más
grata y más cómoda. No creo que Laurie se pueda resistir a los encantos de
Beth siempre y cuando las demás no estemos en su camino.
Y dado que la única que estaba en su camino era ella, Jo llegó a la
conclusión de que debía hacerse a un lado lo antes posible. Pero ¿cómo? Se
sentó, pensativa, en busca de una solución digna de una hermana devota.
El viejo sofá era un auténtico patriarca de los sofás: largo, ancho, bajo y
con muchos cojines. Era verdad que estaba algo desvencijado porque, de
niñas, las hermanas se tumbaban y dormían en él, jugaban a pescar sentadas
en su respaldo, montaban a caballo en sus brazos y guardaban animales
debajo; ya de adolescentes, descansaban en él sus cansadas cabezas, soñaban
sus más dulces sueños y charlaban emocionadas. Todos tenían cariño al
venerable sofá, que era el refugio familiar, y era el lugar favorito de Jo para
gandulear. Entre los muchos cojines que lo adornaban, destacaba uno, duro,
redondeado, cubierto con ásperos pelos de crin de caballo y rematado en las
puntas con un nudo y un botón. El repugnante cojín era la propiedad más
valiosa de Jo, quien lo usaba como arma arrojadiza, como barricada y para
evitar dormirse en los momentos de más sopor.
Laurie lo conocía bien, y lo contemplaba con profundo desagrado, ya
quejo le había sacudido con él muchas veces en el pasado, de niños, cuando
retozar era algo natural, y más recientemente lo había usado para evitar que
se sentara cerca de ella. Si la «salchicha» —como él lo llamaba— estaba
colocada en un extremo, quería decir que se podía acercar y descansar, pero
si estaba en medio, ¡pobre del hombre, mujer o niño que osara molestarla!
Aquella noche, Jo olvidó erigir la barricada, por lo que, cuando llevaba
menos de cinco minutos sentada, vio acercarse una figura enorme que se
tumbó sobre el sofá con los brazos y las piernas extendidos. Una vez
recostado, Laurie exclamó satisfecho:
—¡Esto es vida!
—Por favor, compórtate con propiedad —dijo Jo colocando a toda prisa
el cojín, aunque ya era demasiado tarde y no quedaba sitio. El cojín se deslizó
hacia el suelo y desapareció misteriosamente.
—Venga, Jo, no seas arisca. Después de matarse a estudiar toda la
semana, un hombre necesita y merece que le mimen.
—Que te mime Beth, yo estoy ocupada.
—No, no quiero molestarla. Pero a ti te gustan estas cosas, salvo que
hayas cambiado de opinión, claro está. ¿Es así? ¿Acaso ahora odias a tu chico
y prefieres darle con un cojín?
Estas tiernas palabras hubiesen bastado para engatusar a cualquiera, pero
Jo, enfrió los ánimos de «su chico» dándole la espalda y preguntándole en tono seco:
—¿Cuántos ramos de flores le has enviado a la señorita Raudal esta semana?
—¡Ni uno, te doy mi palabra! Faltaría más. Está comprometida.
—Me alegro, porque enviar flores y regalos a mujeres que te interesan
tres cominos me parece un despilfarro —observó Jo en tono de reproche.
—Las chicas sensatas que sí me interesan no me dejan enviarles «flores y
regalos»; así que, ¿qué remedio me queda? He de dar salida a mis sentimientos.
—Mamá no aprueba el flirteo, aunque sea por puro entretenimiento, y tú, Teddy, no paras de flirtear.
—Daría lo que fuera por poder decir: «Al igual que tú», pero, como no es
el caso, me limitaré a decir que no veo mal alguno en jugar un poco siempre
que todos los implicados comprendan que no es más que un pasatiempo agradable.
—La verdad es que sí parece agradable, pero no sé cómo se hace. Lo he
intentado, porque si no haces lo que los demás te sientes como un bicho raro
en sociedad, pero no se me da bien —reconoció Jo olvidando
momentáneamente su papel de tutora.
—Aprende de Amy; tiene un talento natural para ello.
—Sí, lo hace muy bien y nunca se excede. Supongo que algunas personas
están destinadas a agradar aun sin proponérselo, mientras que otras están
condenadas a hacer o decir algo inconveniente donde no deben.
—Me alegro de que no sepas flirtear. Da gusto conocer a una joven
sensata y sincera que puede mostrarse alegre y amable sin hacer el ridículo.
Entre nosotros, Jo, algunas muchachas con las que trato se comportan de un
modo que me hace sentir vergüenza ajena. Por supuesto, no pretenden herir a
nadie, pero si supieran lo que los chicos dicen luego, a sus espaldas, creo que
no dudarían en cambiar de actitud.
—Ellas también murmuran a vuestras espaldas y, como la lengua de las
mujeres es más afilada, vosotros salís peor parados, porque sois tan necios
como ellas. Si os comportaseis como es debido, ellas también lo harían pero,
puesto que saben que os gustan sus tonterías, siguen igual, y luego vosotros se lo reprocháis.
—Veo que es usted una experta en la materia, señora —apuntó Laurie en
tono de superioridad—. Aunque a veces parezca lo contrario, a los hombres
no nos gustan los flirteos ni las salidas de tono. Los caballeros siempre se
refieren a las jóvenes hermosas y modestas con el mayor de los respetos.
¡Dios te conserve la inocencia! Si ocupases mi lugar durante un mes, no
saldrías de tu asombro. Te doy mi palabra de que cuando me encuentro con
jóvenes escandalosas me entran ganas de citar a nuestro amigo Cock Robin:
«¡Al diablo contigo, descarada revoltosa!».
Era imposible no echarse a reír al ver cómo Laurie trataba de resolver el
dilema que le creaban, por un lado, su reticencia de caballero a hablar mal de
las mujeres y, por otro, su espontánea antipatía hacia los disparates poco
femeninos que tanto menudeaban entre las jóvenes de buena sociedad. Jo
sabía que muchas madres consideraban al «joven Laurence» un buen partido,
que sus hijas le sonreían y que mujeres de todas las edades le alababan tanto
que era casi imposible que no se convirtiese en un petimetre. Sentía celos y
temía que lo echaran a perder, por lo que le alegró mucho descubrir que
seguía prefiriendo a las jóvenes recatadas. Adoptó nuevamente un tono
admonitorio para decir en voz baja:
—Teddy, si has de dar salida a tus sentimientos, escoge a una joven
«hermosa y modesta» a la que puedas respetar y no pierdas el tiempo con niñas tontas.
—¿Hablas en serio? —preguntó Laurie mirándola con una mezcla de ansiedad y alegría.
—Por supuesto, aunque sería preferible que esperases a haber terminado
los estudios en la universidad y, mientras tanto, te prepares para ser digno de
ella. Todavía no eres lo bastante bueno para… en fin, para esa joven recatada,
sea quien sea. —Jo se mostró un tanto turbada porque había estado a punto de
pronunciar el nombre de la dama.
—¡No lo soy, es cierto! —reconoció Laurie con una humildad
desconocida en él, mientras bajaba la mirada al suelo y, con expresión
distraída, se enroscaba alrededor de un dedo latirá del delantal de Jo.
Que Dios se apiade de nosotros, no va a funcionar, pensó Jo, que a continuación dijo:
—Ve y cántame algo, Laurie. Me muero por oír un poco de música y la tuya siempre me gusta.
—Prefiero quedarme aquí, gracias.
—Pues no puedes, no hay sitio, Ve y haz algo útil. Eres demasiado grande
para resultar decorativo. Creía que no soportabas sentirte atado al delantal de
una mujer —repuso Jo citando unas palabras rebeldes pronunciadas por el joven tiempo atrás.
—¡Eso depende de quién lo lleve! —Y Laurie tiró con descaro de la tira del mandil.
—¿Vas o no? —protesta Jo inclinándose en busca del cojín.
Laurie huyó y, en cuanto empezó a tocar, Jo se escabulló y no regresó
hasta que el joven se hubo marchado enfurecido.
Aquella noche, a Jo le costó conciliar el sueño y, cuando al fin empezaba
a quedarse adormilada, un sollozo la hizo acudir corriendo junto a la cama de Beth y preguntar:
—¿Qué ocurre, querida?
—Creía que dormías —contestó Beth sin dejar de sollozar.
—¿Es el dolor de siempre, preciosa?
—No, es uno nuevo, pero podré sobrellevarlo —afirmó Beth tratando de contener el llanto.
—Cuéntamelo todo y deja que te ayude a curarlo como tantas veces hice con el otro.
—No puedes, este dolor no tiene cura. —Dicho esto, a Beth se le quebró
la voz y, abrazada a su hermana, lloró con tal desespero quejo se asustó.
—¿Dónde te duele? ¿Quieres que avise a mamá?
Beth no contestó a la primera pregunta, pero sin querer, en la oscuridad,
se llevó una mano al corazón, como si fuese allí donde le dolía, mientras con
la otra sujetaba a Jo y rogaba:
—¡No, no la llames! ¡No le digas nada! Me calmaré y enseguida me dormiré, de veras.
Jo obedeció. Mientras pasaba dulcemente la mano por la frente y los
húmedos párpados de su hermana, sentía su pesar y sus ganas de
desahogarse. A pesar de lo joven que era, había aprendido que los corazones,
al igual que las flores, no se pueden abrir a la fuerza, que tienen su propio
ritmo. Así, aunque creía conocer la causa del nuevo dolor de su hermana,
solo añadió con la máxima dulzura:
—¿Te preocupa algo, querida?
—¡Sí, Jo! —contestó Beth tras un largo silencio.
—¿No te sentirías mejor si me contases de qué se trata?
—No, aún no.
—Entonces, no preguntaré, pero recuerda, Beth, que tanto mamá como yo
siempre estamos dispuestas a escucharte y ayudarte.
—Lo sé y os lo contaré pronto.
—¿Te sientes mejor ya?
—¡Oh, sí, mucho mejor! Hablar contigo es un gran consuelo, Jo.
—Duerme, querida, me quedaré a tu lado.
Se durmieron mejilla contra mejilla y, a la mañana siguiente, Beth volvía
a ser la de siempre. A los dieciocho, las penas de la cabeza y el corazón no
duran demasiado y unas palabras cariñosas son la mejor medicina para la
mayor parte de las enfermedades.
Pero Jo había tomado una decisión y, tras ponderarla durante unos días,
resolvió comunicársela a su madre.
—El otro día, me preguntaste por mis deseos, Marmee. Pues bien, quiero
compartir contigo uno de ellos —dijo cuando estaban solas—. Me gustaría
pasar el invierno fuera de casa para cambiar de aires.
—¿Por qué? —preguntó la madre mirándola como si temiese que aquellas
palabras tuviesen un sentido oculto.
Sin levantar la vista de su labor, Jo contestó muy seria:
—Quiero conocer algo nuevo. Estoy inquieta y me apetece ver, hacer y
aprender más cosas. He estado demasiado centrada en mi pequeño mundo y
necesito cambiar de aires. Si puedes prescindir de mí durante el invierno, me
gustaría alejarme un poco del nido y alzar el vuelo.
—¿Y adonde irás?
—A Nueva York. Ayer se me ocurrió una idea, verás… ¿Recuerdas que
la señora Kirke te escribió para pedirte que la ayudases a encontrar una joven
que cosiese e hiciese de institutriz para sus hijos? Es bastante difícil encontrar
a una persona adecuada, pero creo que yo podría encajar en el puesto con un pequeño esfuerzo.
—Querida, ¿de veras quieres ir a servir a esa gran mansión? —A pesar de
su sorpresa, no parecía que a la señora March le desagradase la idea.
—Bueno, no se trata exactamente de servir; la señora Kirke es amiga
tuya, y la persona más amable que he conocido, y estoy segura de que
trabajar para ella será una experiencia muy grata. Su familia vive bastante
aislada, así que nadie sabrá que estoy allí. Y si lo descubren, tampoco me
importa; es un trabajo honrado, no es motivo de vergüenza.
—Estoy de acuerdo, pero ¿y tus escritos?
—Seguro que me sienta bien un cambio. Ver mundo y oír historias
nuevas me ayudará a renovar mi repertorio, y aunque no me quedase tiempo
de escribir nada allí, al volver a casa tendría mucho material sobre el que trabajar.
—No lo dudo, pero ¿es esta la única razón para este repentino capricho?
—No, madre.
—¿Me puedes explicar tus otras razones?
Jo levantó la vista, luego la bajó y, sonrojándose, susurró:
—Tal vez esté equivocada y sea una simple cuestión de vanidad, pero
temo que Laurie esté tomándome demasiado cariño.
—Entonces, ¿tú no le quieres del mismo modo en el que es evidente que
él empieza a interesarse por ti? —La señora March parecía nerviosa mientras formulaba la pregunta.
—¡No, por Dios! Le quiero como le he querido siempre y me siento muy
orgullosa de él, pero pensar en nada más está fuera de lugar.
—Me alegra oírte decir eso, Jo.
—¿Por qué?
—Porque no creo que estéis hechos el uno para el otro, querida. Como
amigos, os lleváis muy bien y, aunque discutís con frecuencia, hacéis las
paces enseguida, pero creo que si trataseis de ser una pareja no funcionaría.
Os parecéis mucho y ambos valoráis demasiado la libertad (por no hablar de
vuestra personalidad fuerte y apasionada) para que podáis ser felices juntos.
Para que una relación prospere hacen falta una paciencia y templanza infinitas, además de amor.
—Yo también sentía eso, pero no lo sabía expresar. Me alegro que
pienses que solo está empezando a interesarse por mí. Me entristecería
mucho hacerle infeliz, pero no puedo enamorarme de un hombre solo por gratitud, ¿verdad?
—¿Estás segura de sus sentimientos hacia ti?
Jo se puso aún más colorada y contestó con esa mezcla de orgullo, alegría
y dolor que suelen sentir las jovencitas cuando hablan de un primer amor:
—Me temo que sí, madre. No me ha comentado nada, pero me mira
mucho. Creo que es preferible que me marche antes de que esto vaya a más.
—Estoy de acuerdo contigo. Veré qué puedo hacer para que vayas.
Jo se sintió aliviada y, tras unos segundos en silencio, comentó con una sonrisa:
—Creo que la señora Moffat se quedaría maravillada si supiese cómo
tomas las decisiones. Estoy segura de que le alegraría que Annie aún
estuviese disponible para Laurie.
—Jo, aunque no tornemos las mismas decisiones, todas las madres
queremos lo mismo, que nuestros hijos sean felices. Meg lo es, y yo me
alegro de que haya acertado. En cuanto a ti, prefiero dejar que disfrutes de tu
libertad hasta que te canses de ella, porque solo entonces descubrirás que
existe algo mucho más dulce. En estos momentos, Amy es mi mayor
preocupación pero, como es una muchacha sensata, estoy segura de que sabrá
lo que debe hacer. Respecto a Beth, mi única esperanza es que se recupere
físicamente. Por cierto, parece más animada que días atrás. ¿Has hablado con ella?
—Sí. Admitió que algo la preocupaba y prometió contármelo pronto. No
insistí porque creo que sé de qué se trata. —Y Jo contó a su madre sus sospechas.
La señora March meneó la cabeza, se negó a ver el aspecto romántico del
asunto y, muy seria, se reafirmó en la idea de que era mucho mejor para
Laurie quejo pasase una temporada fuera.
—No diremos nada hasta que todo esté organizado. Así, cuando el
momento llegue, podré salir corriendo y ahorrarme el enfado y el dramatismo
de Laurie. Beth debe pensar que me marcho simplemente por mí, ya que no
me siento capaz de hablar de Laurie con ella. Entonces podrá darle ánimos,
consolarle y ayudarle a cambiar sus sentimientos. Laurie ha vivido tantos
desengaños amorosos que ya está acostumbrado. Seguro que superará enseguida el mal de amores.
Jo esperaba que así fuera, pero en su interior temía que ese «desengaño»
fuese más duro que el resto y que su amigo tardara en recuperarse del «mal de amores».
Informó de sus planes en un pleno familiar y todos estuvieron de acuerdo.
La señora Kirke aceptó encantada y prometió quejo se sentiría como en casa.
El trabajo de institutriz le permitiría ser independiente y le dejaría tiempo
libre suficiente para poder escribir, además de que su nueva vida en sociedad
sería una útil y agradable fuente de inspiración. A Jo le encantaba la idea y
estaba deseando partir. Su hogar le resultaba cada vez más pequeño, dada su
naturaleza inquieta y su espíritu aventurero. Cuando todo estuvo dispuesto,
habló con Laurie, llena de miedo y con la voz temblorosa, pero, para su
sorpresa, el joven reaccionó sin aspavientos. Hacía días que estaba más serio
de lo normal, aunque seguía tan amable como de costumbre. Y cuando Jo
comentó en son de broma que se disponía a pasar página, él añadió en tono grave:
—Yo también, y estoy decidido a no volver a ella nunca.
Jo se sintió aliviada al ver que se lo tomaba tan bien y siguió con los
preparativos con alegría. Beth parecía estar mucho más animada, y ella
confiaba en estar haciendo lo mejor para todos.
—Necesito pedirte un gran favor. Quiero que cuides algo por mí — comentó la noche antes de irse.
—¿Te refieres a tus manuscritos? —preguntó Beth.
—No, me refiero a mí chico. Sé buena con él, ¿de acuerdo?
—Por supuesto, así lo haré. Pero sabes que yo no podré sustituirte. Te echará mucho de menos.
—Estará bien. Recuerda que confío en ti para que le incordies, le mimes y le llames al orden en mi nombre.
—Lo haré lo mejor que pueda —prometió Beth, que se preguntaba por
qué la miraba su hermana de un modo tan extraño.
Cuando Laurie fue a despedirse, se acercó al oído de Jo y le susurró:
—No servirá de nada, Jo. Estaré pendiente de ti. Mira bien lo que haces o
iré a buscarte y te traeré de nuevo a casa.