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Capítulo 34

Mujercitas – Louisa May Alcott
EL AMIGO

A pesar de lo mucho que le gustaba disfrutar de su entorno social y de lo
ocupados que estaban sus días desde que se ganaba el pan, que resultaba más
dulce, ya que lo conseguía con su esfuerzo, Jo siempre encontraba tiempo
para sus trabajos literarios. Su objetivo era el natural en una joven pobre y
ambiciosa, pero los medios escogidos para alcanzar dicho fin no fueron los
mejores. Convencida de que el dinero otorgaba poder, decidió, en
consecuencia, lograr ambos a la vez, dinero y poder, no solo para ella, sino
para sus seres más cercanos, a los que quería más que a sí misma. El sueño de
vivir en una casa llena de comodidades, poder dar a Beth lo que se le
antojase, desde fresas en invierno hasta un órgano en su dormitorio, viajar y
tener siempre fondos de sobra para permitirse el lujo de hacer caridad era un
viejo anhelo de Jo, su fantasía más querida.
El premio otorgado a su narración breve pareció abrir una puerta que, tras
muchas idas y venidas, y con un esfuerzo importante, la había conducido a
este encantador castillo en el aire. Pero el fracaso de la novela enfrió su
ánimo. La opinión pública es un gigante que ha aterrado a muchos Juan Sin
Miedo más valientes que ella. Al igual que el famoso protagonista del cuento,
Jo se dio un descanso tras su primer intento, un traspié que le había hecho
conocer el más feo de los tesoros del gigante. Pero su capacidad para
levantarse y volver a empezar tras cada caída era tan grande como la de Juan,
de modo que subió con dificultad por el camino más dudoso y, aunque
consiguió un botín mucho mayor, a punto estuvo de dejar atrás algo mucho más valioso que el dinero.
Decidió escribir folletines, dado que, en aquella época aciaga, hasta los
siempre perfectos Estados Unidos leían aquella basura. Sin decir nada a
nadie, ideó una historia de misterio y fue a llevarla, muy decidida, a la oficina
del señor Dashwood, editor del Weekly Volcano. Aunque no había leído
Sartor resartus, el tratado sobre el vestir de Thomas Carlyle, su instinto
femenino le decía que la ropa era, para muchos, más importante que la
personalidad y los buenos modales. De modo que se arregló lo mejor que
supo y, repitiendo para sus adentros que no estaba ni nerviosa ni emocionada,
subió valientemente dos tramos sucios y oscuros de escaleras que la
condujeron a una habitación desordenada, sumida en una nube de humo de
puro, y ante la presencia de tres caballeros que estaban sentados con los pies
sobre la mesa y que la recibieron sin bajarlos ni quitarse el sombrero. Algo
desalentada por el recibimiento, Jo permaneció en el umbral y susurró un tanto azorada:
—Disculpen, busco la redacción del Weekly Volcano, Me gustaría hablar con el señor Dashwood.
Los talones que estaban más altos bajaron y pudo ver a un caballero
envuelto en humo que hacía rodar el puro entre los dedos. Fue hacia ella
asintiendo con la cabeza y con una expresión en el rostro que solo traslucía
falta de sueño, Jo, deseosa de acabar cuanto antes con aquel asunto, le tendió
el manuscrito y, cada vez más ruborizada, sumó meteduras de pata mientras
pronunciaba el breve discurso que había preparado para la ocasión.
—Una amiga… me envía para que le entregue esta historia… Bueno, es
más bien un experimento… Le interesa mucho su opinión… Si le gusta, podría escribir algo más.
Mientras ella balbucía y se sonrojaba, el señor Dashwood pasaba las
páginas del manuscrito con sus sucios dedos y revisaba con aire crítico las pulcras páginas.
—No es la primera obra que presenta, ¿verdad? —comentó al comprobar
que las páginas estaban numeradas, escritas por una sola cara y no estaban
sujetas con un lazo, que era la marca inequívoca de los novatos.
—Así es, señor, mi amiga tiene algo de experiencia, consiguió un premio
con un cuento en un concurso del Blarnevstone Banner.
—¿En serio? —El señor Dashwood le echó un vistazo en el que pareció
estudiar todo su atuendo, desde el lazo del sombrero hasta los botones de sus
botas—. Bueno, puede dejar el manuscrito, sí así lo quiere; por ahora,
tenemos tantos escritos de este tipo que no sabemos qué hacer con ellos, pero
lo leeré con atención y le diré algo la semana que viene.
A Jo ya no le apetecía dejar el manuscrito, pues el señor Dashwood no era
de su agrado pero, dadas las circunstancias, no podía más que asentir y
marcharse con la cabeza bien alta y el aire digno que adoptaba cuando se
sentía molesta o avergonzada, En aquella ocasión, sentía ambas cosas, porque
las miradas que habían intercambiado los caballeros dejaban bien claro que
no se habían tragado su mentirijilla acerca de la amiga escritora. Cuando
cerró la puerta y oyó que todos reían tras algún comentario del editor, su
turbación aumentó. Decidida a no volver nunca a ese lugar, regresó a casa y
desahogó su frustración dando vigorosas puntadas a unos delantales hasta
que, un par de horas después, se tranquilizó lo suficiente para reír al recordar
lo ocurrido y desear que llegase la semana siguiente.
Cuando volvió, encontró al señor Dashwood solo, de lo que se alegró. El
hombre estaba mucho más despierto que en la ocasión anterior, lo que era de
agradecer, y no estaba envuelto en una nube de humo de puro que le
impidiese recordar sus buenos modales. Por todo ello, la segunda entrevista fue mucho mejor que la primera.
—Aceptaremos su manuscrito —(los editores nunca hablan en singular)
— si no se opone a introducir algunas modificaciones. Es excesivamente
largo pero, si omite los pasajes marcados, tendrá la extensión adecuada — explicó en tono muy formal.
Las páginas estaban tan arrugadas y subrayadas que Jo apenas reconocía
su manuscrito, pero le echó un vistazo, con la cara que pondría una madre a
quien aconsejasen cortar una pierna a su hijo para que cupiese mejor en la
cima, y descubrió con asombro que los fragmentos eliminados eran aquellos
en los que había intercalado con suma discreción alguna reflexión moral que
compensase tanto romanticismo barato.
—Pero, señor, yo creo que toda historia debe transmitir un mensaje moral
para ayudar a que unos cuantos pecadores se arrepientan.
El señor Dashwood relajó su semblante serio de editor y sonrió, porque Jo
había olvidado la excusa de la «amiga» y hablaba como solo un autor lo haría.
—Mire, la gente quiere pasar un buen rato, no que le den un sermón. Hoy
en día, lo moral no vende. —Afirmación que, por supuesto, no era cierta.
—Entonces, ¿cree que debería aceptar las correcciones?
—Sí, el argumento es novedoso y está bastante bien resuelto, y el estilo es
bueno —fue la amable respuesta del señor Dashwood.
—¿Y qué…? Quiero decir, ¿qué compensación…? —empezó Jo, sin encontrar las palabras precisas.
—Sí, claro… Bueno, por esta clase de textos solemos dar entre
veinticinco y treinta dólares. Pagamos cuando se publica —contestó el señor
Dashwood, como si hubiese olvidado aquel asunto; es sabido que un editor
no suele ocuparse de esas fruslerías.
—Está bien, es suyo —dijo Jo, que le entregó nuevamente el manuscrito
con aire satisfecho porque, después de cobrar un dólar por columna, incluso
veinticinco dólares le parecían una buena paga—. ¿Quiere que le diga a mi
amiga que si escribe otra mejor podría interesarle? —inquirió Jo, sin recordar
el lapsus que la había delatado antes y envalentonada por su logro.
—Bueno, le echaríamos un vistazo, pero no le prometo nada. Dígale que
escriba algo más corto y más picante y que se olvide de la moral. ¿Qué
nombre quiere su amiga que pongamos como autora? —preguntó el editor en tono despreocupado.
—Ninguno, por favor. No quiere darse a conocer y no tiene pseudónimo
literario —respondió Jo, que se sonrojó a su pesar.
—Como prefiera. La historia se publicará la semana que viene. ¿Vendrá a
buscar el dinero o quiere que se lo envíe a algún lado? —preguntó el señor
Dashwood, que sentía un deseo natural de conocer mejor a su nueva colaboradora.
—Vendré yo. Que tenga un buen día, señor.
Cuando Jo se hubo marchado, el señor Dashwood puso los pies sobre la
mesa e hizo este elegante comentario: «Es pobre y orgullosa, como todas, pero servirá».
Siguiendo las indicaciones del señor Dashwood e inspirándose en la
señorita Northbury, Jo se adentró temerariamente en las superficiales aguas
de la lectura folletinesca pero, gracias al salvavidas que le lanzó un amigo, no
salió demasiado malparada de la zambullida.
Al igual que la mayoría de los escritorzuelos jóvenes, Jo introdujo
personajes y escenarios extranjeros, bandoleros, condes, gitanas, monjas y
duquesas que representaban su papel con el acierto e ímpetu esperados. A sus
lectores no les interesaban nimiedades como la gramática, la puntuación o la
verosimilitud, y el señor Dashwood le permitía graciosamente llenar sus
columnas por un precio ridículo, sin sentir la necesidad de informar a su
joven colaboradora de que la causa de su hospitalidad era que uno de sus
autores habituales había conseguido un sueldo mejor en otro lado y le había dejado en la estacada.
Al ver que sus magros ingresos aumentaban, de forma lenta pero segura,
al igual que la provisión para pagar unas vacaciones estivales en la montaña a
Beth, Jo se volcó con ganas en el trabajo. Sin embargo, el hecho de no haber
comentado nada a su familia enturbiaba su satisfacción. Sospechaba que su
padre y su madre no aprobarían lo que hacía y prefería probar en secreto
primero y pedir perdón después. No era difícil mantener el asunto oculto,
puesto que sus escritos no iban firmados con su nombre. Por supuesto, el
señor Dashwood había averiguado la verdad enseguida, pero había prometido
callar y, algo poco habitual en él, había mantenido su promesa.
Se convenció de que no había mal en ello, puesto que se había hecho el
sincero propósito de no escribir nada de lo que pudiese avergonzarse y,
cuando le remordía la conciencia, la callaba pensando en lo dichoso que sería
el momento en que mostrase a los suyos lo que había ganado y riesen del secreto tan bien guardado.
Pero el señor Dashwood solo quería historias emocionantes y, si ella le
proponía algo distinto, lo rechazaba. Así, para tener siempre en vilo al lector,
tenía que echar mano sin contemplaciones de tenias de historia y amor, tierra
y mar, arte y ciencia, fichas policiales y manicomios. Jo comprendió que no
disponía de suficiente experiencia vital para haber entrado en contacto con la
cara trágica de la vida y, viendo lo que tenía entre manos, se propuso suplir
sus deficiencias con su característico arrojo. Ansiosa por encontrar
inspiración para sus historias y decidida a dotarlas de tramas originales, ya
que no bien urdidas, se lanzó a buscar noticias de accidentes, sucesos y
crímenes y levantó sospechas en alguna que otra bibliotecaria al pedir libros
sobre venenos. Cuando paseaba por la calle, estudiaba las fisionomías y
analizaba las personalidades —buenas, malas o ni una cosa ni la otra— de
quienes la rodeaban. Hurgó en el polvo de otras épocas en busca de hechos o
historias tan viejas que pareciesen nuevas y, en la medida de sus
posibilidades, abordó la locura, el pecado y la miseria. Pensó que prosperaba
pero, sin darse cuenta, iba profanando algunos de los aspectos más
importantes de su condición de mujer. Aunque fuese en su imaginación, vivía
en un entorno nocivo, que la afectaba, pues tanto su corazón como su mente
recibían alimentos poco nutritivos, incluso peligrosos, y aquel encuentro
prematuro con el lado más oscuro de la vida, que siempre llega demasiado
temprano para todos, había borrado demasiado rápido el rubor inocente propio de su edad.
Ella, aunque no lo veía, lo sentía, porque tanto describir las pasiones y los
sentimientos de otros la llevó a especular sobre los suyos, un entretenimiento
malsano al que una mente joven y saludable no se entrega voluntariamente. Y
puesto que las malas acciones siempre entrañan un castigo, Jo obtuvo el suyo cuando más lo necesitaba.
Desconozco si el estudio de Shakespeare la ayudó a comprender las
personalidades o si fue su instinto natural de mujer honesta, valiente y fuerte.
El caso es que, mientras dotaba a sus héroes imaginarios de toda perfección,
descubrió un héroe de carne y hueso que despertó su interés a pesar de sus
imperfecciones humanas. En una charla con el señor Bhaer, este le había
recomendado que, para entrenarse como escritora, estudiase y describiese a
las personas sencillas, verdaderas y buenas que encontrase a su paso. Jo le
tomó la palabra de inmediato, centró su atención en él y lo estudió en
profundidad, algo que hubiese desazonado mucho al pobre señor de haberlo
sabido, puesto que el digno profesor era ajeno a todo engreimiento.
Al principio, a Jo le extrañaba que todos le quisieran tanto. No era rico,
noble, joven ni guapo, de ningún modo podría calificársele de fascinante,
impresionante o brillante, y sin embargo resultaba tan atractivo como un buen
fuego y los demás se congregaban a su alrededor de forma espontánea, como
si les calentase el corazón. Era pobre, pero siempre parecía estar regalando
cosas a los demás; era extranjero, pero tenía muchos amigos; ya no era joven,
pero tenía el corazón tan alegre como el de un niño; era franco y
extravagante, pero muchos consideraban que tenía unos rasgos agraciados y
perdonaban sus rarezas por su buen carácter. Jo lo observaba con frecuencia
para tratar de descubrir el origen de su encanto y, al fin, llegó a la conclusión
de que era la benevolencia la que obraba el milagro. SÍ el profesor tenía
alguna pena, se «sentaba con la cabeza entre las alas» y mostraba a los demás
su lado más risueño. Tenía arrugas en la frente, pero el tiempo le había
tratado bien, tal vez en pago a lo bueno que era con sus semejantes. Las
simpáticas arrugas que bordeaban su boca parecían recordar las muchas
palabras amistosas pronunciadas y las risas alegres. Sus ojos nunca resultaban
fríos ni duros, y sus apretones de manos, efusivos y cálidos, decían más que cualquier palabra.
Sus ropas parecían participar del carácter hospitalario del profesor. Era
como si estuvieran a gusto con él y quisiesen que se sintiera cómodo. Lo
amplio de su chaleco parecía anunciar lo grande que era el corazón que
cobijaba, su gastado abrigo tenía un aire distinguido y los anchos bolsillos
daban fe de las manos de los niños que solían llegar vacías e irse llenas.
Hasta sus botas parecían benevolentes y el cuello de su camisa nunca estaba
tieso ni áspero como el de todos los demás.
¡Eso es!, se dijo Jo cuando, al fin, comprendió que el mirar con buenos
ojos a alguien transformaba al otro hasta el punto de que un robusto profesor
alemán que zampaba la comida, zurcía calcetines y llevaba la carga de un
apellido que no sonaba bien resultase bello y digno.
Jo valoraba mucho la bondad, pero la inteligencia suscitaba en ella un
gran respeto, y algo que descubrió sobre el profesor hizo que su estima por él
aumentase aún más. Como él nunca hablaba de sí mismo, todos desconocían
que en su ciudad natal era un hombre muy honrado y apreciado por su
preparación y su integridad, hasta que uno de sus conciudadanos estuvo de
visita por la zona y, en una charla con la señorita Norton, divulgó el dato. Jo
se enteró por ella, y le agradó mucho más en la medida en que el señor Bhaer
lo había mantenido en secreto. Aunque en Estados Unidos solo era un pobre
maestro de lengua, en Berlín era un famoso profesor. Para Jo aquel
descubrimiento, sumado al hecho de que llevase una vicia hogareña y
trabajase tanto, confería un aire mucho más romántico a su historia.
Pero aún le faltaba descubrir otro don más portentoso que el intelecto, y
todo ocurrió de forma inesperada. La señorita Norton se codeaba con los
círculos literarios, algo con lo que Jo no podía sino soñar. La solterona, en su
deseo de apoyar a la ambiciosa muchacha, accedió a que tanto ella como el
profesor la acompañasen en algunas de sus salidas. En una ocasión, los invitó
a acudir a una velada que se celebraba en honor de varias personalidades.
Jo iba preparada para inclinarse y venerar a los personajes a los que
adoraba con juvenil entusiasmo. Sin embargo, su reverencia por los genios
sufrió un duro revés aquella noche y tardó un tiempo en recuperarse del
impacto que le produjo descubrir que aquellas grandes criaturas eran, al fin y
al cabo, hombres y mujeres. Cabe imaginar su consternación cuando, al mirar
de reojo, con tímida admiración, al poeta cuyos versos habían conmovido su
ser alimentándolo con «espíritu, fuego y rocío», todo lo que vio fue a un
hombre que devoraba su cena con tal pasión que hasta el semblante tenía
enrojecido, Caído uno de sus ídolos, la joven no tardó en descubrir otras
cosas que disolvieron su visión romántica. El excelente novelista iba de una
licorera a otra con la regularidad de un péndulo; el famoso teólogo
coqueteaba abiertamente con la madame de Stäel de la época, que apuñalaba
con la mirada a la Corinne de turno, quien hacía burla de ella tras tratar en
vano de llamar la atención del profundo filósofo, que bebía tanto té como
Samuel Johnson y parecía a punto de quedarse dormido, puesto que la
locuacidad de la dama hacía imposible toda conversación. En cuanto a los
científicos, habían hecho a un lado los moluscos y los períodos glaciares y
murmuraban sobre arte mientras devoraban ostras y helados con gran
dedicación. El joven músico, que había hechizado a la ciudad entera como un
segundo Orfeo, hablaba sobre caballos, y el único ejemplar de noble inglés
presente resultó ser el hombre más ordinario de la fiesta.
No había transcurrido ni la mitad de la velada cuando Jo se sintió tan
profundamente désillusionnée que tuvo que sentarse en un rincón para
recuperar el ánimo. El señor Bhaer se acercó, con aspecto de sentirse fuera de
lugar, momento en que varios filósofos, cada uno con su terna a cuestas, se
dirigieron lentamente hacia allí para organizar una especie de torneo
intelectual en aquel lugar apartado. La conversación era de todo punto
incomprensible para Jo, que aun así disfrutó escuchándolos hablar de Kant y
Hegel, dos dioses desconocidos, y de términos inteligibles como «objetivo» y
«subjetivo». Pero lo único que surgió de su interior, terminada la charla, fue
un tremendo dolor de cabeza. Poco a poco le pareció entender que el mundo,
hecho pedazos, se había recompuesto para dar lugar a otro nuevo regido, a
decir de los contertulios, por principios mucho mejores que los anteriores;
que la religión perdía fuerza ante la razón y que el intelecto se convertía en el
único Dios verdadero. Jo no entendía mucho de filosofía ni de metafísica,
pero aquellas ideas le provocaron una curiosa emoción que era a la vez
placentera y dolorosa, y mientras los escuchaba tenía la sensación de ir a la
deriva en el tiempo y el espacio, como un globo que se escapa y vaga por el cielo.
Se volvió para ver qué cara ponía el profesor y le descubrió mirándola
con la expresión más seria que le había visto en la vida. Él meneó la cabeza y
la invitó a alejarse de allí, pero ella, que escuchaba embelesada hablar de la
libertad de la filosofía especulativa, permaneció en su silla, con la intención
de averiguar en qué se podía confiar una vez aniquiladas todas las viejas creencias.
El señor Bhaer se mostraba cohibido, reacio a dar a conocer su opinión,
no porque no la tuviese meditada, sino porque era demasiado sincero y
formal para hablar por hablar. Miró a Jo y a varios de los jóvenes que habían
acudido atraídos por el resplandor de aquel ejercicio de pirotecnia filosófica,
frunció el entrecejo y tuvo ganas de intervenir para impedir que alguna de
aquellas almas jóvenes tan impresionables se dejase engañar por los fuegos
artificiales y, una vez terminado el espectáculo, acabara con solo un palito vacío o una mano quemada.
Lo soportó lo mejor que pudo pero, cuando le preguntaron su opinión,
estalló con sincera indignación y defendió la religión con la elocuencia que
aporta la verdad y que hizo que su inglés sonara más musical que nunca y su
rostro resplandeciese. El combate fue duro puesto que los filósofos eran
buenos argumentando, pero él no se dio por vencido y se mantuvo fiel a sus
principios hasta el final. Y, mientras le oía, el mundo volvió a recuperar el
sentido que tenía para Jo, las viejas creencias que tanto tiempo habían
perdurado parecían nuevamente mejores que las nuevas. Dios no era una
fuerza ciega y la inmortalidad no era un cuento hermoso sino una bendición
real. Volvió a sentir la tierra firme bajo sus pies y cuando el señor Bhaer hizo
una pausa para ganar tiempo, no porque le hubiesen convencido, Jo sintió el
impulso de aplaudir y darle las gracias.
No hizo ni lo uno ni lo otro, pero la escena se grabó en su memoria y, a
partir de entonces, sintió mayor respeto por el profesor, que, a pesar de lo que
le había costado decir lo que pensaba, lo había hecho porque su conciencia no
le permitía callar. Así fue como Jo comprendió que los valores son mucho
más importantes que el dinero, la posición social, la formación intelectual o la
belleza, y que si la excelencia era, como un sabio había definido, «verdad,
reverencia y buena voluntad», entonces el señor Bhaer no solo era un hombre bueno, sino excepcional.
Aquella certeza se reforzaba día a día. Valoraba su consideración,
codiciaba su respeto y se esforzaba por ser digna de su amistad, y justo
cuando ese deseo era de lo más sincero, a punto estuvo de perderlo todo. El
problema surgió de un gorro de papel que Tina le había puesto y que el
profesor olvidó quitarse antes de ir a dar clase a Jo.
Está claro que no se mira al espejo antes de venir, pensó ella, sonriendo
para sus adentros, cuando él saludó con un «Buenas tardes» y tomó asiento
muy serio, ajeno al divertido contraste que producía su gorro y el tema de la
clase, ya que iban a leer «La muerte de Wallenstein».
Al principio Jo no dijo nada porque le gustaba mucho oír la risa franca y
sonora con que el profesor recibía cualquier cosa divertida que ocurriese, y
prefirió dejar que él lo descubriese por sí mismo. Después se le olvidó,
porque oír a alguien leer a Schiller en alemán requiere mucha concentración.
Tras la lectura llegó la hora de la lección, que resultó muy animada porque,
aquella tarde, Jo estaba de muy buen humor y la visión del gorro de papel
hacía brillar sus ojos de alegría. El profesor no entendía qué le ocurría a la
joven. Al final, interrumpió la clase y preguntó con gran sorpresa:
—Señorita, March, ¿se puede saber por qué se ríe de su maestro? ¿Tan
poco respeto le merezco para portarse así?
—Señor, ¿cómo podría mostrarle respeto con ese gorro que lleva puesto? —inquirió a su vez Jo.
El distraído profesor se llevó la mano a la cabeza, encontró el gorro y lo
retiró muy serlo, lo miró durante unos segundos y, por último, echó la cabeza
hacia atrás y soltó una alegre carcajada.
—¡Ahora entiendo! Ha sido ese diablillo de Tina, que me ha puesto un
gorro con el que parezco un loco. Bueno, no pasa nada, pero si la clase no
termina bien, usted acabará usando este gorro.
Lo cierto es que la clase no siguió, ni bien ni mal, porque el señor Bhaer
vio en el papel una imagen que le llamó la atención, deshizo el gorro y dijo con profundo desagrado:
—Me gustaría que estas publicaciones no entraran en la casa; no es algo
que un niño deba ver ni un joven leer. No está bien. Cuando pienso en
quienes escriben cosas tan nocivas, pierdo la paciencia.
Jo echó una ojeada a la hoja y vio una memorable ilustración en la que
aparecían un loco, un cadáver, un villano y una víbora. No le gustó nada,
pero lo que la hizo apartarla de sí no fue precisamente su desagrado, sino el
miedo que sintió al sospechar que pudiese ser una página del Volcano. No lo
era, por suerte, y su temor se aplacó al recordar que, aun de haberlo sido y
tratarse de una de sus historias, no habría nombre alguno que delatara su
autoría. Sin embargo, se había delatado ella misma al ruborizarse, porque,
aunque el profesor era un hombre distraído, se daba cuenta de mucho más de
lo que la gente creía. Sabía que Jo escribía y se había cruzado con ella en las
redacciones de varios periódicos pero, puesto que la joven no sacaba el tema
a relucir, él tampoco preguntaba nada a pesar de lo mucho que le apetecía
conocer su trabajo. En aquel momento, se le ocurrió quejo se avergonzaba de
lo que escribía y la idea le inquietó. En lugar de decirse: No es asunto mío, no
tengo derecho a opinar, como hubiese hecho la mayoría, pensó que Jo era
joven y pobre, una muchacha que se encontraba lejos de su casa y del
cuidado de su madre y de su padre, y sintió un impulso de ayudarla tan
espontáneo y natural como el que le hubiese llevado a salvar a un niño que
hubiese descubierto ahogándose en un estanque, Todos estos pensamientos
pasaron por su mente en un minuto, sin que se traslucieran en su rostro, y al
cabo de un rato, una vez olvidada la página de periódico, cuando Jo empezó a
coser, dijo en tono distendido pero con seriedad:
—Hace bien al alejarlo de usted. La idea de que una jovencita buena
pueda ver tales cosas me desagrada mucho. A algunos, estas historias les
parecen entretenidas, pero yo antes dejaría que mis hijos jugasen con pólvora que con esa basura nociva.
—Tal vez más que nociva sea simplemente tonta… Si la gente la pide, no
veo qué hay de malo en que se le facilite. Muchas personas honradas se
ganan la vida decentemente escribiendo esta clase de historias —apuntó Jo,
dando cada puntada con tanta fuerza que se creaban surcos en la tela.
—La gente también pide whisky, y no por ello usted o yo accederíamos a
venderlo. Si esas personas honradas supiesen el daño que causan, no
pensarían que se ganan la vida de una forma tan decente. No tienen derecho a
envenenar el confite y ver cómo los niños lo comen. No, deberían reflexionar
y ¡barrer las calles antes que hacer algo así!
El señor Bhaer habló con vehemencia, y fue hacia la chimenea con el
papel arrugado en la mano. Jo permaneció callada, y pareció que el fuego la
alcanzaba también a ella, porque notaba que las mejillas le ardieron durante
mucho rato después de que el gorro de papel hubiese quedado reducido a
humo y hubiese escapado por la chimenea.
—Me gustaría poder quemarlos todos —musitó el profesor mientras volvía a su lugar con aire satisfecho.
Jo imaginó la pira que el profesor organizaría con los manuscritos que
guardaba en su habitación y la forma en que se ganaba el pan empezó a
remorderle la conciencia. Entonces, para consolarse, se dijo: Mis relatos no
son así, no son tontos ni nocivos; no tengo por qué preocuparme. A
continuación cogió el libro y dijo con cara de alumna aplicada:
—Señor, ¿podríamos seguir? Me comportaré y no volveré a reírme.
—Eso espero —dijo él por toda respuesta, aunque quería decir mucho
más de lo quejo imaginaba, y la mirada sería y tierna que le lanzó la hizo
sentir como si llevase grabado en la frente el nombre Weekly Volcano en letras grandes.
Tan pronto como subió a su habitación, Jo sacó los manuscritos y los
releyó todos con suma atención. El señor Bhaer, era algo miope, usaba gafas,
y ella se las había probado en alguna ocasión; le había hecho mucha gracia
ver cómo agrandaban las letras del libro. En aquel momento, se sintió como
si llevase puestas las gafas mentales o morales del señor Bhaer, porque los
defectos de aquellas pobres historias le resultaron tan evidentes que sintió un profundo abatimiento.
Son una verdadera basura, se dijo; y si sigo, pronto serán peor que basura,
porque las últimas son aún más folletinescas que las primeras. He actuado sin
pensar y me he hecho daño a mí misma y a otros solo por conseguir algo de
dinero. Está claro que son malas porque no puedo leerlas en conciencia sin
sentirme terriblemente avergonzada. ¿Qué haría si lo descubriesen en casa o
llegasen a manos del señor Bhaer?
Jo se sonrojó solo de pensarlo y quemó todos los manuscritos en la
cocina, donde crearon una llamarada que casi prende en la campana.
Sí, este es el lugar que merece tanta tontería inflamada; prefiero
arriesgarme a incendiar la casa antes que permitir que alguien se queme con
la pólvora de mi creación, se dijo mientras veía cómo «El demonio del Jura»
ardía hasta quedar convertido en una oscura ascua con fieros ojos.
Cuando todo el trabajo de los últimos tres meses quedó reducido a un
montón de cenizas, Jo se sentó en el suelo, muy sería, con el dinero en el
regazo, y se preguntó qué debía hacer con sus honorarios.
Creo que todavía no he hecho demasiado daño y puedo conservar el
dinero a cambio del tiempo invertido…, concluyó para sus adentros, tras
mucho meditar. Luego añadió para sí, perdiendo la paciencia: ¡Cómo me
gustaría no tener conciencia! Es un incordio. Si no me preocupase actuar
bien, no me sentiría mal al no hacerlo y lo pasaría en grande, A veces, no
puedo por menos de desear que papá y mamá no hubiesen sido tan escrupulosos en estas cosas.
¡Ah, Jo! En lugar de desear eso, da gracias a Dios de que tus padres sean
«tan escrupulosos» y apiádate de las almas que no han tenido tan buenos
guardianes para protegerlos con principios que pueden parecer los muros de
una prisión a las jóvenes impacientes pero que, con el tiempo, demostrarán
ser cimientos sanos para la formación de una buena mujer.
Jo no volvió a escribir esa clase de historias, convencida de que el dinero
no la compensaba. Pero, como suele ocurrir-le a la gente con su carácter, se
fue al otro extremo; estudió la obra de la señora Sherwood, la señorita
Edgeworth y Hannah More y escribió una obra que, más que un relato de
ficción, parecía un ensayo o un sermón moral. Aquella opción no acababa de
convencerla, ya que, dadas su alegría y naturaleza romántica, se encontraba
tan incómoda con aquel nuevo estilo como se habría sentido de haberse
disfrazado con uno de esos trajes rígidos y voluminosos que utilizaban en el
siglo pasado. Envió aquella gema didáctica a varios mercados, pero no
encontró comprador, y hubo de convenir con el señor Dashwood en que lo moral no era comercial.
A continuación, probó con cuentos para niños, de los que podría haber
prescindido de no haber querido lucrarse con ellos, en un afán mercenario. La
única persona que le ofreció una suma suficiente para que mereciese la pena
que se aventurara en el mundo de la literatura infantil fue un caballero rico
que creía que su misión en la vida era convertir a los demás a su credo
particular. Pero, por mucho que le agradase la idea de escribir para niños, Jo
no podía consentir que todos los menores traviesos acabasen devorados por
osos o embestidos por toros furiosos solo porque no acudieran los sábados a
una determinada escuela de catequesis, que todos los niños buenos que sí lo
hacían recibiesen a cambio toda suerte de bendiciones, desde pan de jengibre
dorado hasta coros de ángeles que los escoltaban cuando dejaban este mundo,
entre salmos y sermones pronunciados con sus lenguas ceceantes. Así pues,
en vista de que nada bueno salía de aquellos intentos, Jo tapó el tintero y dijo, en un arranque de humildad:
—No sé nada. Esperaré hasta que sepa hacerlo mejor antes de volver a
intentarlo y, mientras tanto, «barreré las calles sí es preciso». —Y esa
decisión fue la prueba de que, como en el cuento, la segunda caída de la mata de judías le había hecho mucho bien.
Mientras la revolución interior continuaba, la vida real seguía tan llena de
trabajo y vacía de acontecimientos como de costumbre. Y nadie, excepción
hecha del profesor Bhaer, se percataba de que, a ratos. Jo parecía seria o
triste. Él la observaba sin que ella se diese cuenta, para ver si su reprimenda
había surtido efecto. La joven había pasado la prueba y él se sentía satisfecho
porque, aunque ninguno de los dos comentó nada, sabía quejo había dejado
de escribir. Lo adivinó no solo por el hecho de que su dedo índice ya no
estaba manchado de tinta, sino porque ahora se quedaba abajo después de la
cena, no había vuelto a coincidir con ella en las redacciones de los periódicos
y estudiaba con tenaz paciencia, lo que indicaba sin lugar a duda que había
accedido a emplear su mente en asuntos, si no más gratos, cuando menos más útiles.
Él la ayudaba de muchas maneras, con lo que demostró ser un auténtico
amigo, y Jo estaba feliz. Mientras la pluma descansaba, ella aprendía mucho
más que alemán y sentaba las bases para su propia historia romántica.
Pasó un invierno muy agradable y no dejó la casa de la señora Kirke hasta
el mes de junio. Cuando el día de su partida, se acercaba, todo el mundo se entristeció.
A los niños no había quien los consolara, y el señor Bhaer iba con el
cabello despeinado y encrespado, porque siempre se lo mesaba cuando estaba inquieto.
—¡Se va a casa! ¡Qué suerte tener un hogar al que volver! —dijo el
profesor, y permaneció sentado en un rincón, en silencio, mesándose la barba
mientras celebraban la pequeña fiesta de despedida quejo improvisó la última noche.
Como al día siguiente partiría de madrugada, Jo se despidió de todos
antes de irse a dormir y, cuando le llegó el turno a él, dijo afectuosamente:
—Bueno, señor, espero que si alguna vez viaja por la zona se acerque a
vernos. Si no lo hace, nunca le perdonaré. Quiero que todos conozcan a mi amigo.
—¿En serio? ¿Le gustaría que fuese? —preguntó él dirigiéndole una
mirada llena de un entusiasmo que la joven no percibió.
—Claro, señor, venga el mes que viene. Laurie se graduará entonces y
podremos ir a la ceremonia de entrega de diplomas juntos.
—¿Se refiere a su mejor amigo? —preguntó el profesor un tanto alterado.
—Sí, estoy muy orgullosa de él. Me encantaría que le conociese.
Jo levantó la vista, pensando solo en su alegría al imaginar un encuentro
entre ambos hombres. De pronto, algo en la expresión del señor Bhaer le hizo
pensar que probablemente Laurie seguiría queriendo ser más que un amigo y,
como no deseaba dar a entender que podía haber algo entre ellos, se sonrojó
sin querer. Y cuanto más trataba de no ruborizarse, más roja se ponía. No sé
qué hubiese sido de ella de no haber tenido a Tina sobre las rodillas. Por
fortuna, la niña sintió el deseo de abrazarla, por lo quejo pudo ocultar su
rostro unos instantes, con la esperanza de que el profesor no se hubiese
percatado de nada. Pero sí lo hizo y, tras un momento de angustia, adoptó su
tono habitual para decir con gran cordialidad:
—Temo que no dispondré de tiempo para visitarles, pero le deseo mucha
suerte a su amigo, y a usted, toda la felicidad. ¡Que Dios la bendiga! —Dicho
esto, le dio un tierno apretón de manos, puso a Tina sobre sus hombros y se marchó.
Cuando los niños estuvieron en la cama, el profesor se sentó junto al
fuego, con expresión cansada y embargado por la nostalgia. Entonces recordó
a Jo sentada con la pequeña sobre sus rodillas, y la dulzura nueva que había
iluminado su cara, y apoyó la cabeza sobre las manos. Después dio varias
vueltas por la habitación, como si buscara algo y no lograra hallarlo.
No es para mí, no debo albergar esperanzas, se dijo lanzando un suspiro
que era casi un lamento. Después, como si se reprochase a sí mismo no poder
contener su anhelo, fue a dar un beso a las dos cabecitas que dormían, cogió
su pipa de espuma de mar, que rara vez fumaba, y abrió un libro de Platón.
Hizo todo cuanto pudo, y con gran resolución, pero no creo que un par de
niños díscolos, una pipa o incluso el divino Platón fueran buenos sustitutos de
una esposa, unos hijos y un hogar.
Aunque era temprano, a la mañana siguiente se presentó en la estación
para despedir a Jo. Y, gracias a él, la joven inició su solitario viaje con el
recuerdo amable de un rostro conocido y sonriente, un ramo de violetas y, lo
mejor de todo, un pensamiento dichoso: «Bueno, el invierno terminó y no he
escrito ningún libro ni he ganado ninguna fortuna, pero he hecho un amigo
que merece la pena e intentaré no perderle nunca».

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