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Capítulo 37

Mujercitas – Louisa May Alcott
UNA NUEVA IMPRESIÓN

A las tres en punto, todo el que es alguien en Niza sale a dar una vuelta
por la Promenade des Anglais, un lugar encantador. Se trata de un ancho
paseo, bordeado de palmeras, flores y plantas tropicales que llega, en uno de
sus extremos, a la orilla del mar y, por el otro, a una gran avenida llena de
hoteles y de chalets que se recortan sobre un fondo lejano de colinas y
huertos de naranjos. En el paseo, están representadas muchas naciones, se
oye hablar muchas lenguas, se lucen muchos vestidos y, en un día de sol, el
espectáculo que ofrece tiene la alegría y el brillo propio del carnaval. Altivos
ingleses, animados franceses, sobrios alemanes, guapos españoles, feos rusos,
sumisos judíos y despreocupados norteamericanos acuden al lugar a pasear o
sentarse, mientras comentan las últimas novedades y critican al famoso de
turno desde Ristori hasta Dickens y de Víctor Manuel a la reina de las islas
Sandwich. Los medios de transporte son tan variados como la concurrencia y
llaman mucho la atención, sobre todo unas carrozas bajas tiradas por unos
gallardos potros, con alegres cortinas que impiden que los voluminosos
vestidos con volantes de las damas salgan fuera del diminuto habitáculo y
unos pequeños pajes encaramados en la parte trasera.
Era el día de Navidad y un joven alto recoma lentamente el paseo con las
manos en la espalda y la mirada perdida, como ausente. Parecía italiano,
vestía a la inglesa y tenía el aire independiente de los norteamericanos. Esa
mezcla llamaba poderosamente la atención de las mujeres y hacía que los
dandis de traje negro, pajarita rosa, guantes de ante y flor de naranjo en el
ojal con los que se cruzaba se encogiesen de hombros y envidiasen su porte y
su altura. Los muchos rostros hermosos que allí había no parecían llamar la
atención del joven, que solo levantaba la vista, de vez en cuando, para fijarse
en alguna joven rubia o vestida de azul. En el momento que nos ocupa, el
joven acababa de salir del paseo y se encontraba en un cruce de calles,
indeciso sobre si ir a oír a la banda que tocaba en los jardines públicos o
caminar por la playa en dirección a la colina del castillo. El rápido trote de los
cascos de unos ponis le obligó a levantar la vista justo cuando un pequeño
carruaje pasaba calle abajo, con una única dama en su interior. La dama era
una joven rubia vestida de azul. Al verla, el rostro se le iluminó y agitó
efusivamente su sombrero, feliz como un niño, al tiempo que corría hacia el carruaje.
—¿Laurie? ¿En verdad eres tú? ¡Pensé que no vendrías nunca! —exclamó
Amy, que soltó las riendas y tendió las manos en un gesto que escandalizó
sobremanera a una madre francesa, testigo de la escena, que apresuró el paso
para que su hija no se contagiase con los malos modos de esos «locos ingleses».
—Me he retrasado un poco, pero prometí pasar la Navidad contigo y aquí estoy.
—¿Cómo está tu abuelo? ¿Cuándo habéis llegado? ¿Dónde os hospedáis?
—Está muy bien. Ayer por la noche. En el Chavrain. Fui a buscarte a tu hotel, pero ya habías salido.
—Mon Dieu! Tengo tanto que contarte que no sé por dónde empezar.
Entra y podremos charlar a gusto. Iba a dar un paseo y agradeceré tener
compañía. Flo está descansando para tener fuerzas esta noche.
—¿Qué ocurre esta noche, vais a un baile?
—El hotel ofrece una fiesta de Navidad. Hay muchos huéspedes
norteamericanos y la han organizado en honor a ellos. Vendrás con nosotras, ¿verdad? La tía estará encantada.
—¡Gracias! ¿Adónde vamos ahora? —preguntó Laurie, que se reclinó y
cruzó de brazos, para gran satisfacción de Amy, que esperaba poder conducir
ella porque, fusta y riendas en mano, se sentía como una reina.
—Primero he de pasar por el banco a buscar unas cartas, luego iremos a la
colina del castillo, a disfrutar de la vista, que es estupenda, y a dar de comer a los pavos reales. ¿Conoces el lugar?
—He estado en varias ocasiones, pero hace años. No me importa volver.
—Bueno, ahora cuéntame algo de ti. Lo último que supe fue que tu
abuelo esperaba que volvieses de Berlín.
—Sí, pasé un mes allí y luego me reuní con él en París, que es donde va a
pasar el invierno. Allí tiene buenos amigos y mucho con que entretenerse. Yo
iré a visitarle y lo pasaremos en grande.
—Es un buen plan —comentó Amy, que tenía la impresión de que algo
no terminaba de encajar en Laurie, pero no sabía qué.
—A él le horroriza viajar y yo detesto estar quieto, así que hemos buscado
una forma de satisfacer las necesidades de los dos. Así no hay problema. Le
veo con frecuencia y disfruta oyéndome narrar mis aventuras, y yo me alegro
de que alguien me reciba con los brazos abiertos después de andar perdido un
tiempo. Menudo agujero lleno de mugre, ¿no te parece? —añadió con un
gesto de disgusto cuando dejaron atrás el bulevar y entraron en la plaza de Napoleón, en la ciudad vieja.
—La mugre tiene su lado pintoresco, no me molesta. El río y las colinas
son una delicia y estas callecitas estrechas me encantan. Tendremos que parar
para dejar pasar a la procesión. Van a la iglesia de San Juan.
Mientras Laurie contemplaba con desgana la procesión de curas bajo
palios, monjas con velos blancos y velas encendidas en las manos y toda una
hermandad de azul cantando, Amy le observaba a él y sentía cierto pudor al
no reconocer en aquel hombre pensativo al muchacho de semblante alegre
que ella conocía. Le pareció más guapo e interesante que nunca. Sin
embargo, una vez superado el placer del reencuentro, el aspecto de Laurie
volvía a ser el de alguien agotado y sin ánimo; no enfermo o desdichado, sino
más maduro y serio de lo que cabía esperar después de un par de años de
buena vida. No comprendía qué le había ocurrido y no se atrevió a
preguntarle; meneó la cabeza y, una vez que la procesión hubo desaparecido
bajo los arcos del puente de Paglioni, en dirección a la iglesia, puso nuevamente en marcha el carruaje.
—Que pensez-vous? —preguntó haciendo alarde de su francés, que,
desde que había iniciado el viaje, había mejorado más en cantidad que en calidad.
—Que mademoiselle ha aprovechado bien el tiempo y el resultado es
encantador —contestó Laurie, que hizo una reverencia, con la mano en el
pecho, y contempló a la joven con admiración.
Ella se sonrojó pero, por algún motivo, aquel piropo no le aportó la
genuina satisfacción de aquellos otros elogios, más francos, a los que el
muchacho la tenía acostumbrada cuando ambos vivían en casa y coincidían
en un día de fiesta. En aquel entonces, él decía algo como «estás estupenda»,
sonreía dichoso y le daba unas palmaditas en la cabeza. El nuevo tono que
empleaba no era de su agrado porque sonaba a indiferencia.
Si por crecer se tiene que volver así, preferiría que fuese siempre un
muchacho, pensó, y aunque se sentía extrañamente decepcionada e
incómoda, fingió estar alegre y relajada.
Al llegar a Avigdor, encontró varias cartas de casa, por lo que cedió las
riendas a Laurie y se dedicó a disfrutar de la lectura, mientras el carruaje
recorría el sombreado camino bordeado por plantas verdes y rosales tan
floridos como si fuese el mes de junio.
—Mamá dice que Beth no se encuentra nada bien. A menudo pienso que
debería volver, pero todos me alientan a quedarme; les hago caso porque soy
consciente de que nunca volveré a tener una oportunidad como esta —
comentó Amy mirando muy seria una de las hojas de la carta.
—Creo que estás en lo cierto. En casa no podrías hacer nada y todos se
sienten mejor sabiendo que estás bien, eres feliz y te diviertes, querida.
Al decir esto, se acercó un poco y volvió a parecer el Laurie de siempre.
Amy sintió que el miedo que a veces pesaba sobre su corazón disminuía
porque la mirada del joven, sus gestos y aquel «querida» la hicieron sentir
que, de ocurrir algo malo, no estaría sola en un país extraño. Al poco rato,
reía mientras mostraba a Laurie una caricatura de Jo con su «traje de
escribir», el lazo bien erguido sobre el gorro y la siguiente frase saliendo de
su boca: «¡Genio en plena ebullición!».
Laurie sonrió, lo cogió y lo guardó en el bolsillo de su abrigo «para que
no se lo llevase el viento», y escuchó con interés a Amy, que, muy animada, leyó en voz alta una carta.
—Esta sí que es una buena Navidad para mí: por la mañana, los regalos;
por la tarde, tu presencia y estas cartas, y por la noche, una fiesta —dijo Amy
cuando llegaron a las ruinas del viejo fuerte y un grupo de espléndidos pavos
reales acudió a su encuentro y esperó dócilmente a que les diesen de comer.
Mientras Laurie repartía migas a las magníficas aves, Amy reía sentada en un
banco cercano. El joven la observó, como ella había hecho con él, movido
por la curiosidad natural de descubrir los cambios provocados por el tiempo y
la ausencia. Lo que encontró no le causó decepción o desconcierto, sino
agrado y admiración, porque, excepción hecha de una ligera afectación en el
habla y los modales, la muchacha seguía siendo tan atractiva y grácil como
siempre, con ese plus indescriptible que, aplicado al vestir y al porte,
llamamos «elegancia». Amy, que siempre había sido muy madura para su
edad, había ganado aplomo tanto en la forma de conducirse como en la
conversación, por lo que daba la impresión de ser una mujer con más mundo
del que en realidad tenía. Su antiguo malhumor asomaba de vez en cuando,
su fuerte personalidad seguía muy presente y el barniz extranjero no había hecho mella en su franqueza natural.
Laurie no se dio cuenta de todo eso mientras observaba cómo daba de
comer a los pavos reales, pero apreció lo suficiente para sentirse satisfecho e
interesado, y guardó en la memoria aquella escena protagonizada por una
joven de rostro resplandeciente bañada por la luz del sol, que destacaba el
suave color de su vestido, el tono sonrosado de sus mejillas y el dorado brillo de su cabello.
Cuando estaban a punto de alcanzar la meseta pedregosa que coronaba la
colina, Amy le hizo una señal con la mano, como si le invitase a visitar su
rincón favorito, y comentó señalando aquí y allí:
—¿Recuerdas la catedral y el Corso, los pescadores echando sus redes en
la bahía y esa adorable carretera que conduce a Villa Franca, la que fue casa
de Schubert, que queda justo allí debajo? Y lo mejor de todo, ¿ves esa
pequeña mancha que asoma en el mar? ¡Es la isla de Córcega!
—Sí, lo recuerdo todo muy bien, apenas ha cambiado —contestó él sin mucho entusiasmo.
—¡Lo que daría Jo por ver esa famosa mancha! —dijo Amy, que se sentía
de buen humor y tenía ganas de verle a él más animado.
—Sí —dijo él por toda respuesta, pero se volvió y miró hacia la isla con
más pasión de la que hubiese puesto el propio Napoleón.
—Echa un buen vistazo en su nombre y luego cuéntame en qué has
andado ocupado todo este tiempo —propuso Amy, y tomó asiento con ganas de iniciar una conversación.
Sin embargo, aunque él se sentó junto a ella, no consiguió que le dijera
nada de interés. El joven contestaba vagamente a sus preguntas y lo único
que sacó en claro fue que había estado recorriendo Europa y que había
llegado hasta Grecia. Ese vano intento de comunicación se prolongó casi una
hora; luego regresaron a casa, Laurie saludó a la señora Carrol y se marchó,
no sin antes prometer que volvería por la noche.
Amy se acicaló especialmente para la velada. El tiempo y la ausencia
habían hecho mella en ambos; ella veía a su viejo amigo bajo un nuevo
prisma, ya no era «nuestro chico» sino un apuesto y agradable joven por el
que sentía el deseo natural de agraciar. Sabía bien cómo sacar partido a su
atractivo y lo hizo con ese gusto y habilidad que constituyen la verdadera
fortuna de una joven sin recursos pero hermosa.
Como el tul no era caro en Niza, eligió esta tela para cubrirse aquella
noche y, de acuerdo con la costumbre inglesa que indica que las jóvenes
solteras han de vestir ropa sencilla, escogió un traje discreto y se adornó con
flores naturales, algo de bisutería y unos complementos elegantes pero nada
caros que lucían mucho. Hay que reconocer que, en el caso de Amy, a veces
la artista le ganaba la partida a la mujer y apostaba por peinados
extravagantes, poses estatuarias y telas sofisticadas. Pero todos tenemos
defectos y no es difícil perdonar las debilidades de una joven que alegra la
vista con su encanto y nos hace sonreír con su ingenua vanidad.
Quiero que me vea estupenda y que lo comente a todos cuando vuelva a
casa, pensó Amy mientras se ponía un viejo vestido blanco de seda de Flo y
lo cubría con un chal de tul que, al destacar el blanco de sus hombros y el
dorado de su cabello, creaba un efecto de lo más artístico. Después de
intentar recoger sus gruesos bucles y rizos en un mono en la nuca, tuvo el
acierto de dejarse la melena suelta.
«No es lo que se lleva, pero me favorece y no puedo ir hecha un
espantajo», solía decir cuando le recomendaban que se hiciese trenzas, se
rizase o se ahuecase el pelo, como mandaba la moda.
Como no tenía adornos lo bastante buenos para la ocasión, decoró las
faldas de lana con azaleas y enmarcó sus blancos hombros con delicadas
hojas de vid. Le vinieron a la memoria sus botas teñidas y repasó satisfecha
sus femeninos zapatos blancos de satén, tras lo cual bajó a la sala admirando su aristocrático calzado.
El abanico nuevo hace juego con las flores, los guantes son un primor y el
encaje del pañuelo de la tía da el toque final al vestido. ¡Ojalá tuviese una
nariz más regia! Entonces sería la mujer más feliz, se dijo mientras echaba un
último vistazo a su aspecto, con una vela en cada mano.
A pesar de su preocupación, estaba especialmente hermosa y elegante. La
joven solía caminar acompasadamente, casi nunca corría, no iba con su estilo,
pensaba. Como era alta, consideraba que el aire que mejor le iba no era el de
muchacha deportista o enérgica sino el de dama majestuosa, como la diosa
Juno. Mientras esperaba a Laurie, recorrió el salón de un extremo a otro;
aunque en una ocasión, se detuvo bajo la lámpara de araña porque se dijo que
su cabello brillaría más, pero luego lo pensó mejor y se fue a un rincón, como
si se avergonzase de lo infantil de su deseo de causar una buena impresión. Y
fue un acierto, ya que Laurie entró sin hacer ruido y la vio de pie, junto a una
ventana, con la cabeza medio vuelta, recogiéndose la falda con una mano, y
al ver su figura esbelta y vestida de blanco contra las cortinas rojas le pareció una escultura bella y perfecta.
—¡Buenas noches, Diana! —saludó Laurie con esa expresión de
satisfacción que a Amy tanto le gustaba ver en sus ojos cuando la miraba.
—¡Buenas noches, Apolo! —repuso sonriendo a su vez, porque él
también estaba especialmente impresionante, y la idea de entrar en la sala de
baile del brazo de un hombre tan encantador hizo que se apiadase de las cuatro señoritas Davis.
—Aquí tienes tus flores, las he preparado yo mismo teniendo en cuenta
que no te gustan lo que Hannah llama «floripondios» —explicó Laurie
tendiéndole un delicado ramillete en un elegante soporte que ella quería
desde que lo vio en el escaparate de Cardiglia.
—¡Qué amable eres! —exclamó agradecida—. De haber sabido que
vendrías, habría encargado flores para ti, aunque, claro, no serían tan hermosas como estas.
—Gracias, no están todo lo bien que deberían, pero en tus manos,
mejoran —repuso él mientras le colocaba una pulsera de plata en la muñeca.
—¡Por favor, no lo hagas!
—Pensé que te agradaría.
—No, viniendo de ti; prefiero que te comportes con la naturalidad de siempre.
—¡Me alegra oírte decir eso! —dijo él con alivio. Después, abotonó los
guantes de Amy y preguntó si llevaba la corbata bien puesta, tal y como solía
hacer cuando iban a alguna fiesta en casa.
La gente que se reunió aquella noche en la salle à manger era de lo más
variopinta, como solo en Europa se encuentra. Los hospitalarios anfitriones
norteamericanos habían invitado a todos sus conocidos en Niza y, como no
tenían nada en contra de los títulos, se habían asegurado la presencia de unos
cuantos nobles que diesen brillo a su fiesta de Navidad.
Un príncipe ruso aceptó sentarse en un rincón durante una hora y charlar
con una mujer muy gorda que vestía como la madre de Hamlet, con un traje
de terciopelo negro y una gargantilla de perlas pegada a la barbilla. Un conde
polaco de ochenta años se dedicó en cuerpo y alma a conquistar mujeres que
lo consideraban «un hombre fascinante», y un noble alemán que había
aceptado la invitación exclusivamente por la cena recorría la sala en busca de
algo que devorar. El secretario privado del barón Rothschild, un judío de
nariz grande y botas estrechas, sonreía a todo el mundo y aprovechaba el halo
mágico que le otorgaba el nombre de su protector; un francés robusto que
conocía al emperador había acudido a la fiesta porque le encantaba bailar, y
lady de Jones, una dama inglesa, había llevado consigo a sus ocho hijos. Por
supuesto, en la fiesta había jovencitas norteamericanas, ligeras de pies y de
voz chillona, muchachas británicas, hermosas y lacias, y unas cuantas
demoiselles francesas sencillas pero atractivas. No faltaba el habitual cortejo
de jóvenes caballeros viajeros que se divertían a sus anchas mientras madres
de todas las nacionalidades, alineadas contra la pared, sonreían complacidas al verles bailar con sus hijas.
Cualquier jovencita podrá imaginar cómo se sentía Amy aquella noche al
entrar en la sala de baile del brazo de Laurie. Sabía que estaba radiante y no
solo le encantaba bailar, sino que se podría decir que las salas de baile eran el
lugar natural para sus pies, así que disfrutaba de esa deliciosa sensación de
poder que embarga a una joven cuando pisa por primera vez un reino nuevo y
fascinante en el que será la protagonista absoluta por su belleza, su juventud
y su condición de mujer. Sentía pena por las hermanas Davis, que eran poco
elegantes, simples y tenían por pareja un adusto padre y tres tías solteronas
aún más adustas. Cuando pasó ante ellas, las saludó e hizo una reverencia
amable, con lo que las jóvenes pudieron admirar su vestido mientras se
preguntaban quién sería su distinguido acompañante. Una vez que la banda
empezó a tocar, a Amy se le encendió el rostro, se le iluminaron los ojos y
empezó a mover, impaciente, los pies. Era consciente de lo bien que bailaba y
ardía en deseos de mostrárselo a Laurie, Por ello, es más fácil comprender
que describir la profunda decepción que se apoderó de ella cuando él dijo sin demasiado entusiasmo:
—¿Quieres bailar?
—¡Es lo que se suele hacer en un baile!
La mirada de sorpresa de la joven y su rápida respuesta hicieron a Laurie
comprender que había cometido un error, y corrió a enmendarlo.
—Me refería a si me concedías el primer baile. ¿Me harás ese honor?
—Para bailar contigo tendré que declinar la invitación del conde. Es un
bailarín maravilloso, pero seguro que lo comprende porque sabe que somos
viejos amigos —dijo Amy, segura de que mencionar al conde le serviría para que Laurie la tomara más en serio.
Sin embargo, lo único que consiguió oír de boca de Laurie fue lo siguiente:
—Es un buen muchacho, pero algo bajo para acompañar a «una hija de
dioses, divinamente alta y más divinamente rubia».
Como se encontraban en un ambiente inglés, a Amy no le quedó más
remedio que guardar el decoro, aunque tenía ganas de bailar la tarantela con
brío. Laurie la dejó en manos del «buen muchacho» y fue a saludar a Flo sin
preocuparse de garantizar futuros bailes con Amy, y esta, en justo castigo a
su reprochable falta de previsión, se comprometió hasta la hora de la cena,
momento en que estaba dispuesta a ablandarse si él daba muestras de
arrepentimiento. Cuando él fue tranquilamente hacia ella —en lugar de
correr, como era deseable— y le pidió que le concediese el próximo baile,
una estupenda polca, Amy le mostró orgullosa su carnet de baile completo;
las educadas excusas del muchacho no lograron ablandarla y, mientras daba
saltos por la sala con el conde, vio que Laurie se sentaba junto a su tía con cara de alivio.
Aquel gesto le pareció imperdonable y optó por no hacerle caso durante
un buen rato, incluso cuando iba junto a su tía a descansar no intercambiaba
con él más de un par de palabras. Sin embargo, ocultar su enfado tras una
sonrisa surtió mucho más efecto, porque parecía más alegre y deslumbrante
que nunca. Laurie la miraba embelesado porque Amy no brincaba o
deambulaba como otras, sino que bailaba con auténtica gracia y disfrutaba de
ese delicioso pasatiempo que debería ser, para tocios, la danza. La estudió
bajo esa nueva perspectiva y, cuando había transcurrido media velada, se dijo
que la pequeña Amy se iba a convertir en una mujer encantadora.
La reunión resultó muy animada porque el espíritu festivo se apoderó de
todos enseguida y la alegría navideña iluminaba rostros, alegraba corazones y
ponía alas en los pies de los bailarines. Los músicos tocaban el violín, el
piano y la percusión como si realmente disfrutasen, todos cuantos sabían
bailar lo hicieron, y los que no, admiraron al resto con un deleite poco
habitual. Las Davis oscurecían el ambiente y las Jones brincaban como torpes
jirafas. El famoso secretario cruzó la sala como un meteorito, acompañado de
una impresionante dama francesa que fue barriendo el suelo con la cola de su
vestido de satén rosa. El alemán hambriento encontró la mesa de la comida y
pasó el resto de la fiesta feliz, devorando sin parar todo el menú, para
consternación de los camareros que lo observaban. El amigo del emperador
se cubrió de gloria porque bailó con toda mujer que se puso en su camino, la
conociese o no, y no dudaba en intercalar piruetas imprevistas cuando se
inspiraba. El arrojo juvenil de aquel hombre mayor era digno de verse,
porque, aunque tenía que guiar a su pareja, se movía como una pelota de un
sitio para otro. Corría, volaba y hacía cabriolas con el rostro encendido, la
calva brillante y la cola de su chaqueta moviéndose sin parar. Sus zapatos se
movían a tal velocidad que parecían volar y, cuando la música terminaba, se
secaba el sudor de la frente y sonreía satisfecho a sus amigos como un Pickwick francés sin gafas.
Amy y su compañero tenían ese mismo entusiasmo, pero mucha más
gracia y agilidad. Sin pretenderlo, Laurie se quedó prendado del rítmico
movimiento de los zapatos blancos, que volaban infatigables, como si
tuviesen alas. Cuando el bajito Vladimir la dejó al fin, tras asegurar que
sentía tener que abandonarla tan pronto, Amy se dispuso a descansar y a
observar qué tal le había sentado el castigo a su cobarde caballero.
Había dado resultado porque, a los veintitrés, la vida social es un bálsamo
para la frustración y verse rodeado de belleza, luz, música y movimiento hace
que el entusiasmo crezca, la sangre se altere y el ánimo se eleve. Cuando se
levantó para que ella se sentara, Laurie dio muestras de haber recibido un
primer aviso, y, cuando a continuación corrió a traerle algo de cena, ella
sonrió satisfecha y dijo para sus adentros: Sabía que le vendría bien.
—Pareces la «Femme peinte par elle-même» de Balzac —comentó Laurie
mientras la abanicaba con una mano y le sujetaba la taza de café con la otra.
—Este colorete no es postizo —repuso Amy, y tras frotar su brillante
mejilla mostró el guante blanco con tal solemnidad que el joven no pudo evitar soltar una carcajada.
—¿Cómo se llama esta tela? —preguntó cogiendo un pliegue del chal que caía sobre su rodilla.
—Gloria.
—Un nombre muy adecuado. Es muy bonita. Es nueva, ¿verdad?
—Es tan vieja como el mundo, se la habrás visto puesta a docenas de
chicas y ¡no te has dado cuenta de lo bonita que era hasta ahora… stupide!
—Es porque no la había visto nunca en ti, de ahí mi error.
—No sigas, te lo prohíbo. Prefiero que me traigas más café a que me
piropees. Me pone nerviosa verte gandulear.
Laurie se levantó cual rayo y cogió obedientemente la taza vacía.
Experimentaba un extraño placer al cumplir las órdenes de la «pequeña
Amy», que, superada la timidez inicial, sentía el deseo irrefrenable de tratarle
sin miramientos, como gusta hacer a las muchachas cuando ven que algún
señor da alguna muestra de sometimiento.
—¿Dónde has aprendido a actuar de este modo? —preguntó él con una mirada burlona.
—Dado que «de este modo» es una expresión bastante imprecisa, ¿me
podrías aclarar a qué te refieres? —rogó Amy, quien, a pesar de saber
perfectamente a qué se refería, sentía el pícaro deseo de verle expresar lo inexpresable.
—Bueno, me refiero a todo un poco… a tu estilo, a tu serenidad… a la
gloria… la tela esa, ya sabes. —Laurie se echó a reír, dándose por vencido, y
aprovechó aquel nuevo término para salir del apuro.
Amy estaba satisfecha pero, por supuesto, no dio muestras de ello y apuntó con coqueta timidez:
—Lo queramos o no, vivir en el extranjero enseña mucho. Yo me he
dedicado tanto a estudiar como a divertirme, y en cuanto a esto —añadió
señalando el vestido con un gesto—, el tul es una tela barata, las flores se
consiguen por nada y estoy acostumbrada a sacar partido de lo poco que tenga a mí alcance.
Amy de inmediato se arrepintió de haber pronunciado la última frase,
temía que no fuera un comentario de buen gusto, pero Laurie la quiso aún
más por haberlo dicho. Admiraba y respetaba a aquella joven que había
tenido la paciencia y el valor de sacar el máximo partido a las oportunidades
y el ánimo de suplir con flores la falta de medios económicos. Aunque Amy
no sabía a qué se debía que Laurie la mirara con tanta ternura, apuntase su
nombre en su carnet de baile y le dedicase toda clase de atenciones durante el
resto de la velada, lo cierto es que tan agradable cambio era el resultado de
una nueva impresión que ambos sintieron sin ser conscientes de ello.

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