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Capítulo 41

Mujercitas – Louisa May Alcott
APRENDIENDO A OLVIDAR

A Laurie, el sermón de Amy le hizo reaccionar aunque, por supuesto, no
lo hubiese reconocido por nada del mundo. Los hombres rara vez lo hacen,
porque, cuando una mujer aconseja algo, los amos de la creación no aceptan
sus instrucciones hasta estar seguros de que coinciden con lo que ellos
mismos pretenden hacer. Entonces pasan a la acción y, si sale bien, conceden
la mitad del mérito a la parte más débil, mientras que si no resulta, en un
alarde de generosidad, le atribuyen la totalidad de la responsabilidad. Laurie
fue a visitar a su abuelo y se mostró tan atento durante varias semanas que el
anciano concluyó que el clima de Niza le había sentado de maravilla y le
invitó a que regresara. El joven se moría de ganas de volver pero, después del
regaño recibido, ni un elefante le hubiese podido llevar a rastras hasta allí. Y
cuando el deseo era más fuerte que él, repetía las frases que más impresión le
habían causado: «Te desprecio», y «¿Por qué no haces algo maravilloso y la conquistas?».
Laurie pensó mucho sobre lo que Amy le había dicho y llegó a la
conclusión de que, en efecto, había sido egoísta y perezoso. Sin embargo,
opinaba que, cuando un hombre ha de hacer frente a un dolor tan grande, es
lógico que satisfaga todos sus caprichos, hasta que se haya recuperado. Ahora
sentía que la frustración era cosa del pasado y, aunque no podía dejar de
lamentarse por la pérdida, comprendía que no debía hacer ostentación de sus
pesares. Estaba claro que Jo no le querría nunca, pero aún podía ganarse su
respeto y admiración si demostraba que no iba a echar a perder su vida por un
desengaño amoroso. Él ya había pensado hacer algo mucho antes de que
Amy lo sugiriera, su consejo no era necesario, pero había preferido aguardar
a que la antedicha frustración quedase decorosamente sepultada. Una vez
logrado, estaba listo para ocultar su afligido corazón y seguir adelante.
Al igual que Goethe, que cuando sentía una alegría o una pena la
convertía en canción, Laurie decidió embalsamar con música su mal de
amores y componer un réquiem que desgarrase el alma de Jo y derritiese el
corazón de todo el que lo oyera. Así pues, un día en que el anciano le notó
especialmente inquieto y malhumorado y le propuso que se marchara, Laurie
partió hacia Viena, donde tenía varios amigos músicos, y comenzó a trabajar
con el firme propósito de destacar en la ciudad. Pero, ya fuera porque la pena
era demasiado vasta para tomar forma en una composición musical, o porque
la música era excesivamente etérea para ayudar a superar un dolor tan
profundo, lo cierto es que Laurie no tardó en concluir que el réquiem no
estaba a su alcance, por el momento. Era evidente que su mente aún no
trabajaba de forma ordenada y que necesitaba aclarar sus ideas. A menudo, en
medio de un arranque de dolor, se ponía a tararear una melodía que le hacía
recordar el baile de Navidad en Niza, sobre todo a la muchacha francesa
robusta, y entonces decidía abandonar por un tiempo la composición trágica.
Luego probó con la ópera —porque, de entrada, nada le parecía imposible
—, pero, una vez más, hubo de hacer frente a dificultades imprevistas. Quería
quejo fuese la protagonista y buscó en su memoria momentos que retratasen
su tierno y romántico amor. Pero la memoria le traicionaba y, como si
estuviera poseída por el espíritu rebelde de la joven, solo le permitía recordar
rarezas, defectos y manías de Jo o verla en situaciones de lo más prosaicas,
como sacudiendo alfombras con un pañuelo anudado en la cabeza,
escondiéndose tras los cojines del sofá o enfriando su pasión, al estilo de la
gobernanta de David Copperfield, la señora Gummidge, con una carcajada
que echaba a perder el cuadro poético que él se esmeraba por pintar. En vista
de que Jo se resistía a convertirse en una protagonista operística, el pobre
muchacho se resignó con un sufrido «¡Bendito Dios, qué tormento de
mujer!», mientras se tiraba del cabello, como todo compositor angustiado que se precie.
Al tratar de imaginar a una dama menos difícil a la que inmortalizar con
su música, le venía a la mente siempre una imagen. El rostro variaba
indefectiblemente, pero la joven en cuestión tenía el cabello dorado, estaba
rodeada de una nube diáfana y flotaba en una maraña de rosas, pavos reales,
ponis blancos y lazos azules. Aunque la sumisa dama carecía de nombre,
Laurie la convirtió en la protagonista de sus composiciones y le tomó mucho
cariño. La dotó de todas las gracias y dones que puedan existir y la hizo salir
indemne de pruebas que hubiesen aniquilado a cualquier mujer mortal.
Gracias a la inspiración, las cosas fueron de maravilla durante un tiempo
pero, poco a poco, el trabajo fue perdiendo el encanto y se olvidó de
componer. En su lugar, pasaba las horas sentado, fantaseando, pluma en
mano, o deambulaba por la ciudad para despejar su mente —que estaba
especialmente inquieta aquel invierno— y dar con ideas nuevas. No hizo
demasiado, pero sí pensó mucho y comprendió que se estaba produciendo un
cambio en él, aun a su pesar. Tal vez sea que mi genialidad está a punto de
aflorar; la dejaré hacer y veré qué pasa, se dijo; aunque, en secreto,
sospechaba que no se trataba de genialidad, sino de algo mucho más común.
Fuera lo que fuese, aquel sentimiento tenía un propósito y a él cada vez le
interesaba menos la vida ociosa que llevaba. Empezó a soñar con un trabajo
serio y honesto al que poder entregarse en cuerpo y alma hasta que, al final,
concluyó que no todos los amantes de la música tenían vocación de
compositores. Una noche, al volver de una magnífica representación de una
de las grandes óperas de Mozart en el Teatro Real, echó un vistazo a su
composición y tocó alguna de las mejores partes, sentado de cara a los bustos
de Mendelssohn, Beethoven y Bach, que parecían mirarle con benevolencia;
luego rompió, una a una, sus partituras. Cuando llegó a la última, dijo en tono grave:
—¡Amy tiene razón! Tener talento no es lo mismo que ser un genio, y la
genialidad no se puede alcanzar. La música que he oído hoy me ha dado una
lección de humildad como a ella le pasó al ver las obras de arte en Roma, y
no quiero seguir siendo un farsante por más tiempo. Ahora, ¿qué voy a hacer?
Aquella era una pregunta difícil de responder y Laurie deseó haber tenido
que trabajar para ganarse el pan. Ahora se encontraba en la situación perfecta
para «ir por el mal camino», porque tenía mucho dinero y nada que hacer, y
Satán siempre está dispuesto a proporcionar alguna ocupación a las manos
que están ociosas. El pobre muchacho tenía tentaciones de sobra, pero las
sorteaba bastante bien, pues, aunque valoraba la libertad, apreciaba más aún
la buena fe y la confianza, de modo que la promesa hecha a su abuelo y el
deseo de poder decir a la mujer que le amara: «Todo está bien», mirándola a
los ojos, lo mantuvieron a salvo y firme en su decisión.
Estoy segura de que no faltará una señorita que alegue: «No lo creo, los
hombres no dejarán nunca de ser como son y los jóvenes se entregan siempre
a la disipación, por lo que las mujeres no deben esperar milagros». Me
gustaría contradecirla, señorita, aunque sé que tiene razón. Sin embargo, creo
que las mujeres son capaces de obrar grandes milagros y sospecho que hasta
podrían mejorar al conjunto de los hombres negándose a aceptar premisas
como esta. Dejemos que los jóvenes actúen como jóvenes —cuanto más
tiempo mejor— y, si necesitan entregarse a la disipación, que así sea, pero las
madres, hermanas y amigas pueden ayudarlos a minimizar los riesgos y los
daños mostrándoles que virtudes como la lealtad hacen a los hombres mucho
más atractivos a los ojos de una mujer. Si es una falsa ilusión de mujer,
permitidme disfrutarla mientras pueda, porque, si no creyera en esa
posibilidad, la vida perdería gran parte de su atractivo y su romanticismo, y el
corazón valiente y tierno de los muchachos que aún aman a sus madres más
que a sí mismos y no se avergüenzan de ello recibiría un amargo mensaje.
Laurie temía que la tarea de olvidar a Jo consumiera sus fuerzas durante
años pero, para gran sorpresa suya, descubrió que cada día le resultaba más
sencillo. Al principio, no daba crédito y hasta se enfadó consigo mismo
porque no podía entender que así fuera, pero el corazón humano es curioso y
contradictorio, y el tiempo y la naturaleza influyen en él aun en contra de
nuestra voluntad. Al cabo de un tiempo, el corazón de Laurie ya no sentía
dolor, la herida cicatrizaba con una rapidez que le dejaba perplejo, hasta el
punto de que, en lugar de tener que hacer un esfuerzo por olvidar, se
descubrió esmerándose por no perder todo recuerdo. No había previsto que
pudiera darse semejante quiebro y no estaba preparado para asumirlo. Se
sentía molesto, sorprendido por su volubilidad y decepcionado y aliviado a
un tiempo al comprender que podía recuperarse de tamaño desengaño en tan
poco tiempo. Hizo lo que pudo por avivar el rescoldo de su amor, pero ya no
era posible salvar el fuego, solo quedaban unas brasas que iluminaban y
daban calor a su corazón sin hacerlo arder de pasión. Aun a su pesar, hubo de
reconocer que aquel enamoramiento juvenil había perdido intensidad
lentamente hasta dar paso a un sentimiento más sereno —tierno, algo triste y
con cierto poso de resentimiento— que, a su vez, terminaría por desaparecer
en favor de un afecto fraternal que, ese sí, se mantendría intacto hasta el fin.
Al pensar en el término «fraternal», en uno de sus momentos de reflexión,
Laurie sonrió mirando el retrato de Mozart que tenía ante sí. Bueno, él, que
era un gran hombre, no pudo conquistar a una hermana y se casó con la otra y
vivió feliz. Laurie no llegó a pronunciar estas palabras, pero el caso es que
acudieron a su mente, y segundos después, tras besar el pequeño y viejo
anillo, dijo para sus adentros: ¡No, no lo haré! No la he olvidado y nunca
podré. Lo intentaré de nuevo y, si fracaso, entonces…
Dejando la frase inacabada, cogió papel y pluma y escribió a Jo para
explicarle que no podía organizar su vida mientras albergase la esperanza de
que ella cambiase de idea. ¿Podría…? ¿Querría…? De ser así, él podría
volver a casa y ser feliz. Mientras esperaba la respuesta, Laurie no hizo nada
salvo morir de impaciencia. Al fin llegó y aclaró definitivamente sus ideas: Jo
no podía y no quería. En lo único en que podía pensar era en Beth y no quería
oír la palabra «amor» nunca más. Le rogaba que buscase a una mujer que le
hiciese feliz, pero que reservase siempre un rincón de su corazón para su
amante hermana Jo. En una posdata le pedía que no dijese a Amy que Beth
había empeorado, porque esta regresaría a casa en primavera y no había
necesidad de que se sintiera apenada el resto de su estancia en Europa. Ya
habría tiempo para lamentos; mientras tanto, Jo le pedía a Laurie que
escribiese con frecuencia a su hermana para que no se sintiese sola, melancólica o angustiada.
Así lo haré desde ahora, se dijo. Pobre muchacha, mucho me temo que su
vuelta a casa será muy triste. Laurie fue hacia su despacho para escribir a
Amy, como si esa carta fuese la continuación lógica a la frase que había dejado inacabada semanas antes.
Sin embargo, no escribió la carta ese día porque, mientras buscaba su
mejor papel, encontró algo que le hizo cambiar de idea. En un rincón del
escritorio, perdidas en una pila de facturas, pasaportes y documentos
comerciales de diversa índole, encontró varias misivas de Jo, así como tres de
Amy, cuidadosamente atadas con uno de sus lazos azules y con restos de
rosas secas en su interior. Laurie cogió las de Jo entre arrepentido y divertido,
las alisó, dobló y guardó pulcramente en un cajoncito del escritorio, se quedó
unos minutos contemplando el anillo en su dedo, pensativo, y después se lo
quitó con cuidado y lo depositó junto a las cartas, tras lo cual cerró el cajón
con llave y fue a escuchar misa a la iglesia de San Esteban, con el ánimo de
quien acude a un funeral. A pesar de que no sentía una pena demasiado
honda, consideró que aquélla era una forma más digna de acabar el día que
escribiendo cartas a hermosas damiselas.
Aun así, la carta no tardó en llegar a Amy, que contestó enseguida porque,
como admitía con encantadora sinceridad, echaba mucho de menos su hogar.
Al inicio de la primavera, la correspondencia fue a más; las cartas iban y
venían con una prontitud y una regularidad infalibles. Laurie vendió los
bustos, quemó sus partituras y volvió a París con la esperanza de que alguien
fuese a verle sin tardar demasiado. Ardía en deseos de ir a Niza, pero estaba
decidido a no hacerlo hasta que se lo pidiesen, y Amy no se lo pedía porque
en aquellos momentos estaba ocupada con experiencias personales que la
hacían preferir evitar los ojos burlones de su «amigo».
Fred Vaughn había regresado y le había planteado la pregunta a la que
ella había imaginado que contestaría con un «Sí, gracias», pero a la que
respondió con un «No, gracias», amable pero decidido. Porque, una vez en
situación, le faltó valor y comprendió que el dinero y una buena posición
social no la ayudarían a satisfacer el nuevo anhelo que había llenado de
tiernas esperanzas y miedos su corazón. Las palabras de Laurie sobre Fred:
«Es un buen muchacho, pero no creo que sea tu tipo», y el recuerdo de su
expresión al pronunciarlas la perseguían con la misma pertinacia con que lo
hacía la forma en que había dado a entender que estaba dispuesta a casarse
por dinero. Se avergonzaba al recordarlo y deseaba poder borrar aquel
momento; aquello era muy poco femenino. No quería que Laude pensase que
era una joven materialista y sin corazón. Ahora ser una dama de la alta
sociedad le interesaba mucho menos que ser una mujer adorable. Se alegraba
de que, en lugar de odiarla por haberle dicho aquellas cosas tan horribles, él
las hubiese aceptado tan elegantemente y se mostrase más atento que nunca.
Sus cartas eran un gran consuelo para ella ahora que las de casa ya no
llegaban con regularidad y resultaban mucho menos alegres que las que él
enviaba. Contestarle no era una obligación sino un auténtico placer, y el
pobre muchacho necesitaba que le animasen porque estaba abatido por la
negativa de Jo a aceptarle. Esta debería hacer un esfuerzo e intentar amarle —
no podía ser tan difícil—; muchas mujeres se sentirían honradas y felices de
que un joven tan maravilloso se interesase por ellas, pero Jo era distinta a
todas y Amy no podía hacer nada salvo ser amable con Laurie y tratarle como a un hermano.
Si todos los hermanos recibiesen un trato tan exquisito como el
dispensado a Laurie en aquel trance, serían los seres más dichosos de la
Tierra. Amy no volvió a sermonearle, le pedía su opinión en todo, se
interesaba por cualquier cosa que él hiciese, le enviaba pequeños regalos y,
cada semana, dos cartas con las últimas novedades, confidencias de hermana
y hermosos dibujos hechos por ella. Dado que pocos hermanos pueden
presumir de que sus hermanas lleven sus misivas en el bolsillo, las lean y
relean diligentemente, lloren cuando son cortas, las besen cuando son largas y
las guarden amorosamente como el mayor de los tesoros, no cabe imaginar a
Amy haciendo tales cosas, tan alocadas y emotivas. Pero lo cierto es que,
aquella primavera, la joven estaba más pálida y pensativa de lo normal, su
entusiasmo por la vida en sociedad decreció sobremanera y solía ir a dibujar a
solas. Cuando regresaba, no traía demasiado que mostrar, porque pasaba las
horas muertas contemplando la naturaleza, cruzada de brazos, en la terraza de
Valrosa, o dibujaba descuidadamente lo primero que le venía a la mente: la
figura de un robusto caballero esculpido en una tumba, un joven dormitando
en el césped con el rostro oculto bajo el sombrero, o una joven de cabellos
rizados con un vestido espectacular paseando por una sala de baile del brazo
de un joven alto, ambos —siguiendo las últimas tendencias artísticas— con el
rostro difuminado, lo que sin duda era más seguro, pero menos agradable.
Su tía sospechaba que se arrepentía de la respuesta dada a Fred y, como
Amy no era amiga de desmentidos ni de dar explicaciones, la dejó creer lo
que quisiera. Su única preocupación era informar a Laurie de que Fred se
había marchado a Egipto. No dijo nada más, pero él entendió el mensaje y se
alegró mucho, hasta el punto de decir para sus adentros, con aire venerable:
Estaba seguro de que Amy recapacitaría. Pobre muchacho, yo he pasado por eso y sé cómo se siente.
A continuación, lanzó un gran suspiro y, como sí hubiese saldado las
deudas con el pasado, apoyó los pies en el sofá y disfrutó plenamente de la carta de Amy.
Mientras eso ocurría en el extranjero, en casa vivían momentos de gran
aflicción. Sin embargo, la carta en la que se explicaba que Beth había
empeorado no llegó nunca a manos de Amy, y cuando recibió la siguiente, su
hermana ya reposaba en paz. Se enteró de la triste noticia en Vevey, lugar al
que habían llegado huyendo del calor de Niza, en mayo. Habían emprendido
viaje hacía Suiza, recorriendo tranquilamente distintos lagos italianos y
Génova. Lo encajó bien y aceptó la decisión de la familia de que no
adelantase su vuelta porque ya era demasiado tarde para dar un último adiós a
Beth y la distancia la ayudaría a mitigar la pena. Pero la pena embargaba su
corazón y ansiaba estar nuevamente en casa. Todos los días, miraba hacia el
lago, con la esperanza de ver llegar a Laurie para consolarla.
Él no acudió de inmediato, pues, aunque la familia había enviado las
cartas con la triste noticia el mismo día, él se encontraba en Alemania y tardó
unos días en recibirla. En cuanto la leyó, hizo la maleta, se despidió
apresuradamente de sus amigos y partió a cumplir la promesa dada con una
mezcla de pena, alegría, esperanza e incertidumbre en el corazón.
Como conocía bien Vevey, en cuanto el barco arribó al pequeño muelle,
salió corriendo hacia La Tour, donde se alojaban los Carrol. El encargado del
establecimiento le explicó que toda la familia había ido a pasear junto al lago,
salvo la joven dama rubia, que se había quedado en el jardín del castillo. Si
monsieur tomaba asiento, él iría a buscarla en un abrir y cerrar de ojos. Pero
monsieur, que no podía aguardar ni un segundo, dejó al joven con la palabra en la boca y fue a buscar a Amy.
El antiguo y agradable jardín quedaba a orillas de un precioso lago y tenía
castaños cuyas altas copas susurraban, hiedra que trepaba por todas partes, y
la torre proyectaba su oscura sombra sobre unas aguas iluminadas por el sol.
En un extremo del muro largo y bajo había un banco en el que Amy solía
sentarse a leer, trabajar o consolarse contemplando la belleza circundante.
Aquel día, estaba allí, con la cabeza apoyada en la mano, el corazón enfermo
de nostalgia y los ojos llorosos de tanto pensar en Beth y preguntarse por qué
razón Laurie no había acudido a su lado. No le oyó cruzar el patio que
quedaba a sus espaldas ni le vio detenerse bajo el arco de la entrada del paso
subterráneo que conducía al jardín. Una vez allí, se detuvo unos segundos, la
miró con ojos nuevos y descubrió algo que nadie conocía: el lado sensible de
Amy. La joven era la viva imagen del amor y la pena, con cartas
emborronadas en su regazo, una cinta negra en el pelo y aquella expresión de
dolor y resignación femeninas. La cruz de marfil que colgaba de su cuello
impresionó mucho a Laurie, ya que él se la había regalado y era la única joya
que portaba la muchacha. Si le quedaba alguna duda de cómo le recibiría
Amy, se disipó en cuanto ella levantó la mirada, le vio, dejó caer cuanto tenía
en las manos y corrió a su encuentro exclamando con un tono que reflejaba
un amor y una dicha inconfundibles:
—¡Oh, Laurie, Laurie! ¡Sabía que vendrías!
Creo que en aquel momento todo quedó claro entre ambos. Porque
mientras permanecían en silencio unos segundos, con la cabeza de cabellos
oscuros inclinada en actitud protectora sobre la rubia, Amy sintió que nadie
podría consolarla ni apoyarla mejor que Laurie, y este se convenció de que
ella era la única mujer en el mundo que podía ocupar el lugar de Jo y hacerle
feliz. No dijo nada al respecto, pero Amy no se sintió decepcionada, pues
ambos comprendieron lo que en verdad ocurría y, satisfechos, prefirieron abrazarse en silencio.
Al cabo de unos minutos, Amy volvió a sentarse y, mientras se secaba las
lágrimas, Laurie se dispuso a recoger los papeles que habían caído al suelo,
con lo que descubrió que se trataba de cartas suyas gastadas de tanto leerlas y
varios dibujos elocuentes que consideró buenos augurios para su futuro en
común. Cuando se sentó junto a ella, Amy sintió un arrebato de timidez y se
ruborizó al recordar la impulsiva bienvenida que le había dispensado.
—No he podido evitarlo. Me sentía muy sola y triste, y al verte me he
alegrado muchísimo. Menuda sorpresa levantar los ojos y encontrarte allí,
justo cuando empezaba a temer que no vinieses nunca —explicó intentando en vano hablar con naturalidad.
—Me puse en camino en cuanto lo supe. Me gustaría poder decir algo que
te consolara por la pérdida de nuestra querida Beth, pero solo puedo sentirlo
y… —No pudo continuar, ya que de pronto sintió la misma vergüenza que
ella y no supo qué decir. Quería que Amy descansase la cabeza sobre su
hombro y pedirle que llorase hasta desahogarse, pero no se atrevía, así que se
limitó a darle un abrazo de aliento, mejor que cualquier discurso.
—No hace falta que digas nada, este es el mejor consuelo —repuso ella
con dulzura—. Beth está bien donde está, y a buen seguro es feliz y nada la
haría volver, pero yo, a pesar de las ganas que tengo de ver de nuevo a mí
familia, temo el momento de regresar a casa. Pero no hablemos de eso ahora
porque me pondré a llorar y prefiero disfrutar de tu presencia mientras dure. ¿Te quedarás un tiempo, verdad?
—Si así lo quieres, querida.
—¡Por supuesto! La tía y Flo son muy amables, pero tú eres como de la
familia y sería estupendo gozar de tu compañía un poco más.
Al ver que Amy hablaba y actuaba como una niña que echaba de menos a
los suyos y tenía el corazón encogido, Laurie hizo a un lado su timidez y le
dio justo lo que necesitaba: los mimos a los que estaba acostumbrada y las palabras de ánimo precisas.
—¡Pobrecilla! Si sigues sufriendo así vas a caer enferma. Yo cuidaré de
ti. Venga, no llores más. Ven, daremos un paseo, sopla un viento demasiado
frío para que te quedes aquí sentada —dijo con ese tono medio amable medio
imperativo que tanto gustaba a Amy, al tiempo que anudaba la cinta de su
sombrero, le ofrecía el brazo y echaba a anclar por el soleado paseo, bajo las
copas renovadas de los castaños. Se sentía mucho mejor al estar nuevamente
en pie, y para ella era maravilloso contar con un brazo fuerte en el que
apoyarse, la sonrisa de un rostro conocido y una voz que tan grato le era oír de nuevo.
El pintoresco y antiguo jardín había acogido a varias parejas de
enamorados y parecía hecho especialmente para ellos, tan soleado e íntimo
era, pues solo la torre los veía desde lo alto y el ancho lago apagaba el eco de
sus palabras con el murmullo de sus aguas. Durante cerca de una hora, la
nueva pareja paseó, conversó y descansó junto al muro, disfrutando de las
dulces circunstancias que hacen que todo tiempo y lugar resulten
encantadores, y cuando acudieron a la llamada de la poco romántica campana
que anunciaba la cena, Amy sintió que dejaba atrás, en el jardín del castillo, su carga de pena y soledad.
En cuanto vio que la joven tenía el rostro cambiado, la señora Carrol lo
entendió todo de repente y se dijo: Ahora lo veo claro, la pobre estaba
sufriendo por el joven Laurence. ¡Válgame el cielo! ¡Nunca lo hubiese imaginado!
Con una discreción encomiable, la buena mujer optó por no hacer
comentario alguno ni dar muestras de haberse percatado de nada, pero invitó
cordialmente a Laurie a quedarse y rogó a Amy que disfrutase de su
compañía porque le sentaría mejor que tanta soledad. Amy fue un ejemplo de
docilidad y, como la tía estaba muy ocupada con Flo, se encargó de atender a
su amigo y lo hizo mucho mejor que nunca.
En Niza, Laurie había haraganeado y Amy le había regañado por ello,
pero en Vevey el joven no paró quieto un segundo: paseaba, montaba a
caballo, iba a dar una vuelta en bote o estudiaba con gran aplicación. Amy
admiraba todo lo que él hacía y seguía su ejemplo hasta donde podía. Él
aseguraba que el cambio se debía al clima, y ella no le llevaba la contraria,
feliz de contar con una excusa para recuperar la salud y el ánimo.
El aire vigorizante les sentó bien a ambos y la práctica de ejercicio aportó
cambios muy sanos a sus cuerpos y sus mentes. Era como si allí, rodeados de
aquellas montañas eternas, tuviesen una visión más clara de la vida y de sus
responsabilidades; el frío viento se llevaba consigo las dudas, el desánimo,
los caprichos ilusorios y las nieblas temperamentales; el cálido sol primaveral
hacía aflorar ideas nuevas, tiernas esperanzas y pensamientos felices,
mientras el lago limpiaba los problemas del pasado y las grandiosas montañas
los contemplaban benevolentes como diciéndoles: «Niños, amaos el uno al otro».
A pesar de la pena, aquellos fueron días de tanta felicidad que Laurie no
se atrevía a decir nada por no enturbiarla. Le costó un poco sobreponerse a la
sorpresa que le produjo ver con qué rapidez se había curado la herida
provocada por aquel primer amor que había creído, sinceramente, sería el
único. Se consolaba de lo que entendía era una gran deslealtad diciéndose que
la hermana de Jo era casi como la propia Jo y que, de no haber sido Amy,
jamás hubiese podido enamorarse tan rápido y con tanta intensidad. Su
primera experiencia de galanteo había resultado tormentosa y ahora la
recordaba como si hubiese ocurrido muchos años atrás, con una mezcla de
compasión y remordimiento. No se avergonzaba, pero lo consideraba la
experiencia más agridulce de su vida y agradecía mucho haber superado
aquel dolor. Decidió que su segunda declaración fuese más tranquila y lo más
sencilla posible. No había necesidad de organizar una escena, casi no era
preciso decir a Amy que la amaba porque ella lo sabía y, aun sin palabras, le
había dado su respuesta hacía mucho. Todo había ocurrido de forma tan
natural que era imposible que nadie tuviese inconveniente alguno y sabía que
todo el mundo se mostraría complacido, incluida Jo. Con todo, cuando el
primer amor ha fracasado, lo lógico es que seamos cautos y no nos
precipitemos con el segundo. Laurie dejó pasar los días, disfrutó de cada hora
y esperó a que se diese la ocasión adecuada para pronunciar la declaración
que marcase el final de la primera y más dulce etapa de su nuevo romance.
Había supuesto que el dénouement llegaría en el jardín del castillo, a la
luz de la luna, de una manera elegante y decorosa, pero todo ocurrió justo al
revés, porque se comprometieron en el lago, a mediodía, y con unas pocas
frases francas. Llevaban toda la mañana paseando en barca, desde el sombrío
Saint-Gingolf hasta el soleado Montreux, con los Alpes de Saboya a un lado
y el Saint-Bernard y el Dent du Midi al otro, la hermosa Vevey en el valle y
Lausana detrás, en lo alto de la colina, bajo un cielo azul despejado y en un
lago aún más azul salpicado de pintorescas barquitas que parecían blancas gaviotas.
Al pasar por Chillón, hablaron de Bonnivard, y en Clarens, de Rousseau,
porque allí fue donde escribió sobre la nueva Éloïse. Ninguno de los dos
había leído la obra, pero sabían que era una historia de amor y cada uno se
preguntó, en silencio, si sería tan interesante como la suya propia. En el único
rato en el que estuvieron callados, Amy jugó con la mano en el agua, hasta
que levantó la vista y vio a Laurie inclinado sobre los remos con una
expresión que le hizo decir, sin pensar, simplemente por romper el hielo:
—Debes de estar agotado, descansa un poco y déjame remar a mí. Me
sentará bien porque desde que has vuelto he estado muy perezosa y comodona.
—No estoy cansado pero, si quieres, puedes coger un remo. Hay sitio
para los dos, aunque debemos estar en el centro para que el bote no vuelque
—comentó Laurie, bastante conforme con la idea.
Sin saber si había mejorado demasiado las cosas, Amy aceptó el asiento,
se separó el cabello de la cara y cogió un remo. Remaba tan bien como hacía
muchas otras cosas y, aunque ella usaba las dos manos y Laurie solo una,
ambos remaban a la par y la barca se deslizaba suavemente por el agua.
—¿No te parece que remamos muy bien juntos? —preguntó Amy,
incómoda con el silencio que de nuevo se había creado.
—Lo hacemos tan bien que desearía que fuésemos siempre en el mismo
bote. ¿Te gustaría, Amy? —preguntó, a su vez, con suma ternura.
—¡Sí, Laurie! —contestó ella en voz baja.
En ese momento, ambos dejaron de remar y, sin habérselo propuesto,
sumaron otra hermosa estampa de amor y felicidad a las muchas reflejadas en el espejo de agua del lago.

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