Readme

Capítulo 47

Mujercitas – Louisa May Alcott
LA COSECHA

Durante el primer año, Jo y su profesor trabajaron, esperaron y se amaron;
se reunieron en contadas ocasiones y se escribieron cartas tan voluminosas
que, a decir de Laurie, provocaron un alza en el precio del papel. El segundo
año tuvo un inicio más triste porque la perspectiva no parecía mejorar y,
además, la tía March murió repentinamente. Cuando la pena empezaba a
menguar —porque, a pesar de su afilada lengua, querían a la anciana—,
descubrieron un motivo de celebración: Jo había heredado la casa de
Plumfield, lo que prometía tocia clase de perspectivas halagüeñas.
—Es una propiedad vieja, pero conseguirás una buena suma por ella,
porque imagino que querrás venderla, ¿no? —preguntó Laurie cuando,
semanas después, se reunieron todos para comentar el asunto.
—No, no pienso hacerlo —contestó Jo, decidida, mientras acariciaba al
gordo perro de la tía March, que había adoptado por respeto a la memoria de su antigua ama.
—¿No pretenderás vivir allí?
—Pues sí.
—Querida, es una casa enorme y necesitarás dinero para mantenerla en
buen estado. Solo el jardín y el huerto requieren del trabajo de dos o tres
hombres, y me parece que ese no es el fuerte de Bhaer, ¿me equivoco?
—Si se lo pido, hará lo que pueda por aprender.
—¿Y qué esperas, vivir de lo que cultivéis? Puede que suene idílico pero
es un trabajo duro y desesperante.
—La cosecha que tendremos será muy provechosa —dijo Jo entre risas.
—Vaya, ¿y puedo saber de qué estupenda cosecha me habla, señora?
—¡Niños! Quiero abrir una escuela… una escuela que sea como un hogar
en el que aprendan a ser buenos y felices. Yo los cuidaré y Fritz les dará clase.
—¡Qué idea tan estupenda! ¿No os parece que es un plan perfecto para
ella? —preguntó Laurie al resto de la familia, que estaba tan sorprendida como él.
—Me gusta —dijo la señora March, rotunda.
—A mí también —convino su esposo, que celebraba la posibilidad de
aplicar el método socrático a la educación de los jóvenes.
—Jo tendrá demasiado trabajo —argumentó Meg acariciando la cabeza de su absorbente hijo.
—Ella puede hacerlo y se sentirá feliz. Es una idea espléndida.
¡Cuéntanoslo todo! —exclamó el señor Laurence, que ansiaba echar una
mano a la pareja pero sabía que ellos no aceptarían su ayuda.
—Sabía que contaría con su apoyo, señor. Amy también está a favor, lo
veo en sus ojos, aunque, prudentemente, prefiere pensarlo bien antes de dar
su opinión. Bueno, querida familia —prosiguió Jo, más en serio—, tened en
cuenta que no se trata de una idea que se me acabe de ocurrir, sino de un plan
largamente elaborado. Antes de conocer a Fritz, ya solía pensar que, cuando
me hiciese rica y nadie me necesitase en casa, alquilaría una vivienda grande
y acogería a unos cuantos niños abandonados que no tuviesen madre, para
cuidarlos y hacerles la vida agradable antes de que fuese demasiado tarde
para ellos. He visto a muchos arruinar su vida por no conseguir ayuda en el
momento oportuno; me encantaría hacer algo por ellos. Yo sabría ver sus
necesidades y comprendería sus problemas. ¡Oh, me gustaría tanto ser como una madre para ellos!
La señora March tendió la mano a Jo, que la aceptó con una sonrisa y
lágrimas en los ojos y prosiguió con un entusiasmo que no le habían visto en mucho tiempo.
—En una ocasión, le expliqué mi idea a Fritz y dijo que era exactamente
lo que él quería hacer, y acordamos que lo haríamos cuando nos volviésemos
ricos. ¡Que Dios le bendiga! Lleva haciéndolo toda la vida, me refiero a
ayudar a niños pobres, no a hacerse rico. Eso nunca lo será porque no es
capaz de retener el dinero en su bolsillo el tiempo suficiente para que
aumente. Pero ahora, gracias a mi vieja tía, que me quería más de lo que
merecía, soy rica… O cuando menos, me siento como si lo fuera, y si la
escuela funciona bien podremos vivir en Plumfield sin apuros. El lugar es
perfecto para los niños, la casa es grande y los muebles son sencillos y
resistentes. Dentro, hay sitio para muchos y, fuera, les sobrará espacio para
jugar. Podrían ayudarnos con el jardín y el huerto. Es un trabajo saludable,
¿no? Fritz les enseñará y dará clases a su modo, y papá podría echarle una
mano. Yo me encargaré de darles de comer, cuidarlos, mimarlos y reñirlos, y
mamá será mí ayudante. Siempre he querido tener muchos niños y nunca he
tenido suficientes. Ahora podré llenar la casa y divertirme con ellos.
¡Imaginad qué lujo! Plumfield mío y un montón de niños libres disfrutándolo a sus anchas junto a mí.
Mientras Jo hacía gestos con la mano y dejaba escapar un suspiro de
felicidad, en la familia se desataba una tormenta de carcajadas. El señor
Laurence rio tanto que pensaron que iba a sufrir una apoplejía.
—No le veo la gracia —dijo ella, muy seria, cuando pudieron oírla—. Me
parece muy normal que un profesor quiera abrir una escuela y que yo prefiera
vivir en una casa de mi propiedad.
—Se está dando aires —dijo Laurie, que pensaba que la idea no era más
que una buena broma—. ¿Puedo preguntar cómo pensáis mantener el
colegio? Si todos los estudiantes son pequeños granujas, mucho me temo que
la cosecha no será muy provechosa desde el punto de vista material, señora Bhaer.
—Vamos, Teddy, ¡no seas aguafiestas! Por supuesto, también tendré
alumnos ricos, tal vez incluso empiece solo con ellos. Después, cuando ya
haya arrancado, acogeré a dos o tres granujas para disfrutar. Con frecuencia,
los hijos de los ricos necesitan tanto apoyo y atención como los de los pobres.
He visto a muchos niños desgraciados al cuidado exclusivo de los criados, y a
otros tímidos obligados a sobresalir, lo que es una crueldad. Algunos son
traviesos porque no los saben educar o no los atienden, y otros han perdido a
su madre. Además, la mayoría tiene problemas durante la edad del pavo, que
es cuando más paciencia y ternura necesitan. Los mayores se ríen de ellos o
los incordian, los mantienen fuera de su vista y esperan que, de sopetón,
pasen de ser unos niños preciosos a unos jóvenes educados. Estos pobrecillos
valientes rara vez protestan, pero lo sienten. Lo he vivido de cerca y sé de qué
hablo. Me interesan mucho estos jovencitos y quiero mostrarles que, a pesar
de la torpeza de sus pies y sus brazos y el desorden de sus ideas, yo veo al
muchacho afectuoso, honrado y bienintencionado que llevan dentro. Y tengo
experiencia, ¿acaso no he educado a un joven que ahora es la honra de esta familia?
—Yo doy fe de que lo intentaste —dijo Laurie mirándola con gratitud.
—Y el éxito ha superado con creces mis expectativas; mírate, un hombre
industrioso, estable y sensato, que invierte su dinero en hacer el bien a los
demás y, en lugar de apilar dólares, suma ayudas a los más necesitados. Pero
no eres simplemente un hombre industrioso, aprecias las cosas buenas y
hermosas, las disfrutas y te gusta compartirlas con los demás, como hacíamos
antaño. Estoy orgullosa de ti, Teddy, porque cada año eres mejor que el
anterior y todos nos damos cuenta, aunque no quieras que te lo digamos. Sí,
cuando tenga a mi grupo de niños, te señalaré y diré: «Caballeros, ese es el modelo a seguir».
El pobre Laurie no sabía dónde mirar, pues, a pesar de ser un hombre
hecho y derecho, se sintió de nuevo como un niño vergonzoso cuando aquella
ráfaga de elogios hizo que todos se volvieran hacia él y le mirasen con aprobación.
—Bueno, Jo, me parece que exageras —dijo, en el mismo tono que
empleaba cuando era un muchacho—. El mérito es tuyo y no sé cómo
dártelas gracias, salvo, tal vez, esmerándome por no decepcionarte. He de
decir que en los últimos tiempos me sentí algo abandonado, pero encontré la
mejor de las ayudas, así que, si he logrado algo, el mérito es de ellos dos. —
Y, al decir esto, puso dulcemente una mano sobre la cabeza cana de su abuelo
y la otra en la de Amy, que nunca estaban demasiado lejos de él.
—¡Sin dúdala familia es lo más hermoso del mundo! —exclamó Jo, que
se sentía más animada de lo normal—. Cuando tenga la mía, confío en que
será tan dichosa como las tres que tan bien conozco y tanto quiero. Si John y
Fritz estuviesen aquí, esto sería el cielo en la Tierra —añadió más serena. Y
aquella noche, cuando se retiró a su habitación, tras una velada de consejos
familiares, esperanzas y planes, su corazón estaba tan pictórico que, para
calmarse, se arrodilló junto a la cama vacía que estaba junto a la suya y, llena
de ternura, evocó el recuerdo de Beth.
Aquel fue un año sorprendente en el que todo pareció ocurrir a un ritmo
extrañamente rápido y de la mejor de las maneras. Sin apenas darse cuenta,
Jo se encontró casada e instalada en Plumfield. Después, una familia de seis o
siete muchachos surgió de la nada, como una seta, y floreció de manera
sorprendente. Eran niños pobres y ricos; el señor Laurence les remitía
continuamente niños indigentes con historias emotivas, rogaba a los Bhaer
que se hiciesen cargo de ellos y se ofrecía a costear su manutención. De ese
modo, el astuto anciano sorteaba el orgullo de Jo y la ponía en contacto con
la clase de muchachos con los que ella tanto disfrutaba.
Por supuesto, al principio el trabajo se le hizo un poco cuesta arriba y Jo
cometió más de un error; pero el inteligente profesor la supo guiar hacia
aguas más tranquilas y, al final, conquistaron el corazón de hasta el más
granuja. ¡Cómo disfrutaba Jo con sus muchachos libres, y cómo hubiese
sufrido la pobre tía March de haber visto a Tom, Dick y Harry invadir el
sagrado recinto, ordenado y pulcro, de Plumfield! Al fin y al cabo, había
cierta justicia poética en la situación, ya que la vieja dama había atemorizado
a los jóvenes de la comarca y, ahora, los desterrados disfrutaban de los
ciruelos prohibidos, armaban jaleo en el patio con sus profanas botas sin que
nadie los riñese y jugaban al críquet en el amplio campo en el que «la
irritable vaca con un cuerno roto» solía recibir a embestidas a los mozalbetes
que se acercaban. Aquello se convirtió en un paraíso para muchachos y
Laurie propuso que le llamasen «Jardín de Infancia Bhaer» en honor a su
maestro y para describir mejor a sus habitantes.
Nunca fue una escuela de moda ni sirvió para que el profesor amasase una
fortuna, pero fue exactamente lo quejo esperaba, «un hogar feliz para
muchachos que necesitaban formación, atención y ternura». Pronto, todas las
habitaciones estuvieron llenas, cada tiesto del jardín tuvo dueño y se creó un
equipo de mantenimiento para el granero y el establo —estaba permitido
tener animales domésticos—, y tres veces al día Jo sonreía a Fritz desde la
cabecera de una larga mesa a la que se sentaban jóvenes que tenían siempre
una mirada afectuosa, una palabra confiada y un corazón lleno de amorosa
gratitud hacia «mamá Bhaer». Al fin tenía tantos niños como quería y no se
cansaba de ellos, a pesar de que no eran unos angelitos y algunos daban al
profesor y la profesora más de un quebradero de cabeza. Pero su fe en que
aun el más travieso, descarado y provocador albergaba bondad en su corazón
les proporcionaba paciencia y habilidad para, con el tiempo, salir airosos,
porque ningún muchacho se podía resistir a la benevolente presencia de papá
Bhaer, que los iluminaba constantemente como un sol, ni al sempiterno
perdón de mamá Bhaer. Jo valoraba mucho la amistad de los muchachos, las
palabras de arrepentimiento que musitaban entre lágrimas después de hacer
una barrabasada, las graciosas o emotivas confidencias en las que le
participaban sus ilusiones, esperanzas y planes, incluso sus penas, que solo
compartían con ella y con las que se ganaban su simpatía. Había muchachos
torpes y vergonzosos, sosos y divertidos, muchachos que ceceaban y otros
que tartamudeaban, alguno que cojeaba y un alegre cuarterón al que no
aceptaban en ningún otro lugar y que acogieron en el Jardín de Infancia
Bhaer, a pesar de que ciertas personas predijeron que su admisión supondría la ruina del colegio.
Sí, Jo era una mujer muy feliz allí, a pesar del duro trabajo, de los muchos
nervios y del perpetuo estruendo. Disfrutaba de verdad y el aplauso de sus
muchachos le producía mucha mayor satisfacción que cualquier elogio.
Ahora solo contaba historias a su pequeño grupo de admiradores. Con el paso
de los años, Jo tuvo dos hijos que aumentaron su felicidad. Al primero le
llamaron Rob, en honor a su abuelo, y el segundo, Teddy, era un niño
despreocupado que había heredado la naturaleza noble de su padre y el
espíritu animoso de su madre. Que pudieran criarse bien en aquella vorágine
de muchachos era un misterio para su abuela y sus tías, pero el caso es que
ambos florecieron como dientes de león en primavera, y sus rudas niñeras los querían y cuidaban estupendamente.
De las muchas fiestas que celebraban en Plumfield, una de las más
entrañables era la de la recogida de la manzana, porque todos, los March, los
Laurence, los Brooke y los Bhaer, se reunían y pasaban el día juntos. Cinco
años después de la boda de Jo, organizaron una de esas fiestas. Era un
apacible día de octubre y el aire tenía un frescor estimulante que animaba los
sentidos y hacía que la sangre fluyese más rápido por las venas. El viejo
huerto estaba vestido de gala; los muros, llenos de musgo, estaban rematados
con varas de oro y ásteres, los saltamontes daban enérgicos brincos sobre la
marchita hierba y los grillos cantaban como gaiteros en un día de feria. Las
ardillas estaban muy ocupadas con su pequeña cosecha, los pájaros piaban su
despedida desde los alisos del camino y los árboles estaban listos para dejar
caer una lluvia de manzanas rojas o amarillas al primer golpe de vara. No
faltaba nadie, todos reían y cantaban, trepaban por los troncos y caían; todos
dijeron no recordar otro día más feliz ni un marco mejor para celebrarlo, y
todos se dedicaron a disfrutar del momento en libertad, como sí la pena y la
preocupación se hubiesen borrado del mundo.
El señor March paseaba plácidamente, citando a Tusser, Cowley y
Columella mientras charlaba con el señor Laurence y saboreaba una dulce
sidra. El profesor iba arriba y abajo por los verdes pasillos como un robusto
caballero teutón, con un palo por lanza, seguido por los muchachos, que
formaban una auténtica compañía con ganchos y escaleras y hacían
maravillas tanto recogiendo del suelo como haciendo caer los frutos de los
árboles. Laurie se dedicó a los más pequeños, paseó a su hijita en un cesto,
levantó a Daisy para que viera los nidos de los pájaros y cuidó de que el
aventurero Rob no se partiese el cuello. La señora March y Meg, sentadas
entre las montañas de manzanas cual Pomonas, clasificaban los frutos que
llegaban sin parar. Mientras tanto, Amy dibujaba, con una hermosa y
maternal expresión en el rostro, a los distintos grupos y vigilaba al caballero
pálido que estaba sentado junto a ella, con su muleta al lado y cata de adoración.
Aquel día, Jo estaba a sus anchas y corría con el vestido recogido, el
sombrero en cualquier lugar menos en la cabeza y su hijo bajo el brazo,
dispuesto a vivir cualquier aventura. El pequeño Teddy parecía protegido por
un hechizo, ya que nunca le ocurría nada malo. Jo no se angustiaba si le veía
trepar por un árbol con un muchacho, galopar sobre una rama o comer las
amargas bayas rojas que le daba su indulgente papá, que, como buen alemán,
creía a pies juntillas que el estómago de un niño puede digerir cualquier cosa,
desde col en vinagre hasta botones, uñas o sus propios zapatos. Sabía que el
pequeño Ted volvería, sonrosado y sin un rasguño, sucio y tranquilo, y
siempre le recibía afectuosamente, porque Jo quería mucho a sus hijos.
A las cuatro, hicieron una pausa. Los cestos permanecieron vacíos
mientras los recolectores descansaban y comparaban sus cosechas y sus
magulladuras. Entonces, Jo y Meg, ayudadas por un destacamento de los
muchachos mayores, montaron la mesa sobre la hierba, porque un día de
júbilo como aquel siempre terminaba con una gran merienda. En aquellas
ocasiones, la tierra se inundaba, literalmente, de leche y miel, ya que no
obligaban a los chicos a sentarse a la mesa y estos podían comer como les
venía en gana y disfrutar de la libertad que tan esencial es para un alma
joven; para sacar el máximo partido a una situación tan poco frecuente,
algunos probaban a beber leche haciendo el pino, otros jugaban a la pídola y
comían pastel entre salto y salto; sembraban galletas a voleo por todo el
campo y las empanadas de manzana acababan posadas sobre las ramas de los
árboles como una nueva clase de pájaro. Las niñas organizaron su propia
merienda y Ted picoteaba de los platos a su antojo.
Cuando ya nadie era capaz de comer más, el profesor propuso el primero
de los brindis, que solían hacer en tales circunstancias:
—¡Dios bendiga a la tía March! —El brindis era sincero, pues el bueno de
Bhaer no olvidaba lo mucho que debía a la anciana, y bebió en silencio, junto
a los muchachos, que habían aprendido a respetar y mantener viva la
memoria de la tía—. ¡Y ahora, por los sesenta años de la abuela!
Como era de esperar, todos respondieron entusiasmados y, una vez
iniciada la ronda de vítores, fue difícil pararla. Brindaron a la salud de todos,
desde la del señor Laurence, que era considerado el mecenas del grupo, hasta
la de un conejillo de Indias que se había acercado a buscar a su joven dueño.
Por ser el mayor de los nietos, Demi fue el encargado de entregar a la reina
del día los regalos, que eran tantos que tuvieron que usar una carretilla para
acercarlos. Algunos estaban mal hechos, pero lo que para otra persona
hubiesen sido defectos, para la abuela eran virtudes, porque le encantaba
recibir regalos de sus nietos. Para la señora March, cada puntada que Daisy
había dado pacientemente al hacer la bastilla de su pañuelo era mejor que el
más delicado de los bordados. La caja de zapatos que había hecho Demi era
una obra de arte, aunque la tapa no cerrase bien; el escabel de Rob tenía unas
patas inestables y se movía mucho, pero la abuela lo encontró muy blandito.
Y ninguna página del suntuoso libro que la hija de Amy le entregó tenía más
valor para la señora March que aquella en la que la niña había escrito en
titubeante caligrafía: «Para mi querida abuela, de su pequeña Beth».
Mientras duró esta ceremonia, los muchachos desaparecieron
misteriosamente, y después de que la señora March tratase de dar las gracias
a sus nietos y rompiese a llorar, y mientras Teddy le secaba las lágrimas con
su delantal, el profesor empezó a cantar. Poco a poco, se fueron sumando
voces que llegaban, como un eco, de la copa de los árboles, hasta formar un
coro invisible que entonaba una canción compuesta por Laurie a la que Jo
había puesto letra, y que el profesor había ensayado con los muchachos para
lograr un efecto espectacular. Aquello era una novedad y fue todo un éxito.
La señora March no salía de su asombro y se empeñó en estrechar la mano de
todos aquellos pájaros sin alas, desde los altos Franz y Emil hasta el pequeño
cuarterón, que era el que tenía la voz más dulce.
Al terminar, los muchachos fueron a divertirse otro poco y dejaron a la
señora March y a sus hijas charlando a la sombra de los árboles.
—No creo que nunca vuelva a sentirme desgraciada, ya que he visto
cumplirse mi mayor deseo —dijo la señora Bhaer, apartando la mano de
Teddy del jarro de la leche que el pequeño agitaba con pasión.
—Sin embargo, tu vida es muy distinta de la que imaginaste hace tiempo.
¿Recuerdas nuestros castillos en el aire? —preguntó Amy, que sonrió al ver a
Laurie y a John jugar a críquet con los chicos.
—¡Mis queridos muchachos! Me alegra ver que se olvidan del trabajo y
se divierten por un día —comentó Jo, que ahora siempre hablaba en tono
maternal sobre todo el mundo—. Sí, los recuerdo, pero la vida que quería
entonces ahora me parece egoísta, solitaria y fría. No he perdido la esperanza
de escribir un buen libro algún día, pero puedo esperar y estoy segura de que
será para mejor, porque podré inspirarme en escenas como esta —añadió Jo
señalando desde los alegres muchachos que se veían a lo lejos hasta su padre,
que caminaba del brazo del profesor, embebidos en una conversación de la
que ambos disfrutaban, y, por último, a su madre, sentada como una reina en
su trono, rodeada de sus hijas, con sus nietos en el regazo y a sus pies, como
si aquel rostro que nunca envejecería para ellos les aportase consuelo y dicha.
—Mi sueño es el que mejor se ha cumplido. Yo aspiraba a tener grandes
lujos pero, en el fondo de mi corazón, sabía que podría ser feliz en una casa
pequeña, con un hombre como John y mis queridos hijos. Gracias a Dios,
tengo todo eso y soy la mujer más dichosa del mundo. —Meg descansó la
mano sobre la cabeza de su hijo mayor, con una expresión llena de ternura y de satisfacción.
—Mi sueño es muy distinto del que había imaginado, pero no lo
cambiaría por nada, aunque, al igual quejo, no renuncio por completo a mi
afición artística ni me quiero limitar a ayudar a otros a cumplir sus sueños
creativos. He empezado a trabajar en una escultura de nuestra hija y Laurie
dice que es mi mejor obra hasta la fecha. Yo estoy de acuerdo con él y tengo
pensado hacerla en mármol para que, pase lo que pase, conserve siempre la imagen de mi angelito.
Mientras Amy hablaba, un lagrimón cayó sobre el cabello dorado de la
niña, que dormía en sus brazos, pues su amada hija era un ser frágil y el
miedo a perderla era la única sombra que enturbiaba la afortunada vida de
Amy. Aquella cruz había hecho mucho bien a los padres, porque la pareja
estaba más unida no solo por el amor, sino también por el dolor. Amy era
cada vez más dulce, profunda y tierna, y Laurie se había vuelto más serio,
fuerte y firme; ambos estaban aprendiendo que la belleza, la juventud, la
fortuna e incluso el amor no evitan que los más bendecidos conozcan la
preocupación y el pesar, la pérdida y la aflicción, porque:
En toda vida, hay días de lluvia,
días oscuros y días tristes y grises.
—Está mejorando, querida, estoy segura de ello. No pierdas la esperanza
ni la alegría —repuso la señora March cuando la amorosa Daisy se inclinó
desde su regazo para acercar su sonrosada mejilla a la de su pálida prima.
—No desfalleceré mientras te tenga a ti para animarme, mamá, y a Laurie
para llevar más de la mitad de la carga —afirmó Amy con cariño—. Ante mí,
nunca da muestras de preocupación, es atento y paciente conmigo, y
afectuoso con Beth. Es mi mayor apoyo y consuelo. ¡Le quiero mucho! Así
que, a pesar de mi cruz, puedo decir, al igual que Meg, que soy una mujer feliz.
—No es preciso que yo diga nada, porque salta a la vista que soy mucho
más feliz de lo que merezco —aseguró Jo, y miró a su bondadoso marido y a
sus mofletudos hijos, que daban volteretas por el césped, detrás de ella—.
Fritz está encaneciendo y engordando, y yo me estoy volviendo más delgada
que una sombra y tengo más de treinta años. No seremos ricos jamás y
Plumfield podría ser pasto de las llamas una noche de estas, porque el
incorregible Tommy Bangs sigue fumando cigarrillos en la cama, aunque se
ha quemado la ropa en tres ocasiones ya. Pero, a pesar de estos hechos tan
poco románticos, no me puedo quejar de nada y mi vida nunca había sido tan
pistonuda. Perdonad la expresión pero, como vivo rodeada de muchachos, no
puedo evitar utilizar alguna de sus palabras de vez en cuando.
—Sí, Jo, creo que tendrás una buena cosecha —dijo la señora March
espantando con la mano un gran grillo negro que miraba a Teddy desconcertado.
—Ni la mitad de buena que la tuya, mamá. Aquí está la prueba. Nunca te
agradeceremos lo bastante tu paciencia a la hora de sembrar y dejarnos
madurar —comentó Jo, con la amorosa impetuosidad que jamás lograría controlar.
—Espero que, cada año, haya más trigo y menos paja —murmuró Amy.
—Es un buen haz, querida Marmee, pero sé que en tu corazón tienes lugar
para todos —añadió Meg con ternura.
Emocionada, la señora March estiró los brazos como si quisiera acercar a
su pecho a sus hijas y a sus nietos, y dijo, con una expresión y una voz llenas
de amor, gratitud y humildad de madre:
—¡Oh, mis niñas, por mucho que viváis, nunca seréis más felices que hoy!

Scroll al inicio