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Capítulo 6

Mujercitas – Louisa May Alcott
BETH DESCUBRE EL PALACIO HERMOSO

La casa grande resultó ser un palacio hermoso, aunque pasó algún tiempo
antes de que todas entraran en él. Beth encontró muy difícil pasar junto a los
leones. El viejo señor Laurence fue el más grande de todos; pero después de
su visita, cuando dijo algo gracioso o amable a cada muchacha, y habló de
tiempos viejos con la señora March, nadie, con excepción de la tímida Beth le temía mucho.
El otro león era su pobreza y la riqueza de Laurie; porque no querían
aceptar atenciones a las cuales no podían corresponder. Pero después de
algún tiempo descubrieron que él era quien se consideraba favorecido; todo le
parecía poco para demostrar su gratitud a la bienvenida maternal de la señora
March, la compañía alegre de las chicas y el consuelo que encontró en su
humilde casa; de modo que pronto olvidaron el orgullo y cambiaron
atenciones mutuas, sin detenerse a pensar cuál era mayor.
La nueva amistad crecía como hierba en primavera. A todas les gustaba
Laurie, y él, por su parte, dijo confidencialmente a su abuelo que las March
eran muchachas excelentes. Con el delicioso entusiasmo de la juventud,
acogieron al muchacho solitario de tal manera que pronto era como de la
casa, y halló encantador el compañerismo inocente de aquellas chicas
sencillas. No habiendo conocido jamás madre ni hermanas, experimentó
pronto su influencia; su dinamismo y laboriosidad lo avergonzó de la vida
indolente que llevaba. Estaba cansado de libros y ahora le interesaban tanto
las personas, que el señor Brooke, su profesor, tuvo que dar informes poco
satisfactorios de su trabajo; porque Laurie siempre «hacía rabonas» y se
escapaba a casa de la señora March.
— No haga caso; déjelo que se tome una vacación, y, después recuperará
el tiempo perdido —dijo el viejo señor—. La buena señora, nuestra vecina,
dice que él estudia demasiado y necesita compañía joven, diversión y
ejercicio. Sospecho que tiene razón, y que yo he estado cuidando al
muchacho como si fuese su abuela. Que haga lo que quiera, con tal que sea
feliz; no puede hacer muchas picardías en esa casa de monjitas, y la señora
March le ayuda más que nosotros.
¡Qué buenos ratos pasaban! ¡Qué representaciones y cuadros vivos! ¡Qué
carreras de trineos y juegos de patinar! ¡Qué veladas tan alegres en la vieja
sala, y de vez en cuando convites en la casa grande! Meg podía pasearse por
el invernadero cuando quería y disfrutar de las flores; Jo devoraba los libros y
hacía desternillar de risa al viejo caballero con sus críticas; Amy copiaba
cuadros y se complacía con la belleza de estatuas y estampas, y Laurie hacía
los honores de la casa de una manera encantadora.
Pero Beth, aunque muy atraída por el piano de cola, no tenía valor para ir
a la «mansión de la dicha», como la llamaba ella. Fue una vez con Jo, pero el
viejo señor, ignorante de su debilidad, la miró fijamente por debajo de sus
espesas cejas, lanzando un «¡ah!» tan fuerte que la dejó aterrada; se fue
corriendo y declaró que no volvería más ni aun por el piano querido. No hubo
razonamientos ni ruegos que pudieran vencer su miedo, hasta que, al llegar el
hecho a oídos del señor Laurence de modo misterioso, él se encargó de
buscar una solución. Durante una de sus breves visitas, dirigió hábilmente la
conversación hacia la música; habló de los famosos cantantes que había visto,
de los bellos órganos que había oído, y contó anécdotas tan interesantes, que
Beth, dejando su rincón lejano, fue acercándose poco a poco, como fascinada.
Se puso detrás de la silla del viejo y escuchaba con los bellos ojos bien
abiertos y las mejillas coloreadas por la emoción. Sin hacer más caso de ella
que si hubiese sido una mosca, el señor Laurence continuó hablando de las
lecciones y maestros de Laurie; y entonces, como si la idea se le acabara de
ocurrir, dijo a la señora March:
—El chico descuida ahora la música, me alegro, porque se estaba
aficionando demasiado. Pero el piano sufre por la falta de uso; ¿no le gustaría
a alguna de sus hijas venir a practicar de vez en cuando para que no se desafine?
Beth avanzó un poquito, apretándose las manos para no dar palmadas,
porque la tentación era fuerte, y el pensamiento de practicar en aquel
magnífico instrumento casi le quitó el aliento. Antes de que pudiese
responder la señora March, el señor Laurence continuó diciendo con un
curioso movimiento de cabeza:
—No necesitan ver o hablar a nadie, sino entrar a cualquier hora; yo estoy
encerrado en mi estudio, al otro extremo de la casa; Laurie está mucho fuera,
y pasadas las nueve las criadas no se acercan al salón. Al decir esto, se
levantó como para irse y añadió—: Hágame el favor de repetir lo que he
dicho a las niñas, pero si no desean venir no importa.
En esto una mano pequeña se deslizó en la suya, y Beth levantó a él los
ojos, con la cara llena de gratitud, diciendo con sinceridad, aunque tímida:
—Sí, señor; ¡lo desean mucho, muchísimo!
—¿Eres tú la aficionada a la música? —preguntó él sin brusquedad, mirándola cariñosamente.
—Soy Beth; me gusta muchísimo la música e iré, si está usted seguro de
que nadie me oirá y que no molestaré —añadió, temiendo ser descortés y
temblando de su propia audacia a medida que hablaba.
— Ni un alma, querida mía; la casa está vacía la mitad del día; ven y haz
todo el ruido que quieras; te lo agradeceré.
—¡Qué amable es usted, señor!
Beth se ruborizó bajo su mirada amistosa, y ya sin miedo, le estrechó la
mano, porque le faltaban palabras para darle las gracias por el regalo precioso
que le había hecho. El viejo caballero le acarició suavemente la cabeza, e
inclinándose la besó, diciendo en tono raro en él:
—Yo tenía una niña con los ojos como los tuyos, Dios te bendiga, querida
mía. ¡Buenos días, señora! —y se fue precipitadamente.
¡Cómo cantaba Beth aquella tarde, y cuánto se rieron de ella porque
durante la noche despertó a Amy tocando el piano sobre su cara, en sueños!
Al día siguiente, habiendo visto salir al abuelo y a su nieto, Beth, después de
retroceder dos o tres veces, entró por la puerta lateral y se encaminó
silenciosa como un ratoncillo, al salón donde estaba su ídolo. Por casualidad,
había algunas piezas fáciles de música sobre el piano; con manos temblorosas
y haciendo pausas frecuentes para escuchar y mirar alrededor, Beth tocó al
fin el magnífico instrumento; inmediatamente olvidó su miedo, se olvidó de
sí misma y lo olvidó todo por el encanto indecible que le daba la música,
porque era como la voz de un amigo querido.
Se quedó allí hasta que Hanna vino a buscarla para la comida; pero no
tenía apetito, y no hacía más que sonreír a todas en estado de perfecta beatitud.
Desde entonces, casi todos los días, la capuchita bruna atravesó el seto, y
un espíritu melodioso, que parecía entrar y salir sin ser visto, visitaba el salón
grande. Jamás supo que muchas veces el viejo señor abría la puerta de su
estudio para escuchar los aires antiguos, que le gustaban; jamás vio a Laurie
hacer guardia en el vestíbulo para que no se acercasen las criadas; jamás
sospechó que los libros de ejercicios musicales y las canciones nuevas,
colocadas en el musiquero, habían sido puestos allí para ella; y cuando en su
casa el muchacho hablaba de música con ella, sólo pensó en su amabilidad al
decirle cosas que la ayudaban tanto. De manera que disfrutó mucho y halló
que la realidad era tan buena como su deseo la había imaginado, cosa que no
se ve siempre en la vida. Quizá por estar tan agradecida a esta bendición
recibió otra; de todas maneras, merecía las dos.
—Mamá, he pensado bordar un par de zapatillas para el señor Laurence.
Es tan amable conmigo, que debo agradecerle, y no sé otro modo de hacerlo.
¿Puedo bordarlas? —preguntó Beth, unas semanas después de su visita.
—Sí, querida mía; le agradará mucho, y será un buen modo de darle las
gracias. Las muchachas te ayudarán con ellas, y yo pagaré el gasto de poner
las suelas cuando estén listas.
Después de largas discusiones con Meg y Jo, se escogió el dibujo, se
compraron los materiales y se comenzaron las zapatillas. Encontraron
apropiado un pequeño ramillete de pensamientos, serios sin dejar de ser
alegres, sobre un fondo de púrpura más oscuro, que Beth bordó, ayudándola
sus hermanas, de vez en cuando, en las partes más difíciles. Como era muy
hábil para las labores de aguja, las zapatillas se terminaron antes de que
llegaran a aburrir a ninguna de ellas. Entonces escribió una cartita sencilla, y
con la ayuda de Laurie logró ponerlas furtivamente encima de la mesa del
estudio, una mañana, antes de que se levantase el viejo caballero.
Pasada la emoción del momento, Beth esperó para ver qué sucedería. Pasé
todo el día y parte del siguiente sin que llegase una respuesta, y comenzaba a
temer que había ofendido a su enigmático amigo. La tarde del segundo día
salió para hacer un recado. Al volver vio desde la calle a tres, mejor dicho,
cuatro cabezas que aparecían y desaparecían en la ventana de la sala, y luego
oyó varias voces alegres que le gritaban:
—¡Carta del viejo señor para ti! ¡Ven corriendo!
—¡Beth! ¡Te ha enviado…! — comenzó a decir Amy, gesticulando con
desusada energía; pero no pudo decir más porque las otras cerraron la ventana.
Beth, sorprendida, apuró el paso; a la entrada la agarraron sus hermanas, y
en procesión triunfal la llevaron a la sala, diciendo a la vez:
—¡Mira! ¡Mira!
Beth miró, efectivamente, y palideció de alegría y sorpresa al contemplar
un pequeño piano vertical, sobre cuya tapa brillante había una carta dirigida a la «señorita Elizabeth».
—¿Para mí? —preguntó Beth, agarrándose a Jo para no caer al suelo, de emoción.
—¡Claro que es para ti, querida mía! ¡Qué generoso ha sido! ¿No te
parece que es el anciano más bueno del mundo? Aquí está la llave, dentro de
la carta, no la hemos abierto, aunque estábamos deshechas por saber lo que
dice —gritó Jo, abrazándose a su hermana y dándole la cartita.
—¡Léela tú; yo no puedo; me siento tan extraña! ¡Qué hermoso es! —y
Beth escondió la cara en el delantal de Jo, completamente dominada por su emoción.
Jo abrió el sobre y se echó a reír, porque las primeras palabras que vio eran:
Señorita March. Muy señorita mía:
—¡Qué bien suena! Quisiera que alguien me escribiese así —dijo Amy,
pensando que tal encabezamiento era muy elegante.
He tenido muchos pares de zapatillas en mi vida, pero ningunas que me
hayan quedado tan bien como las suyas —continuó Jo—. El pensamiento es
mi flor preferida, y éstos me recordarán siempre a la amable donante. Me
gusta pagar mis obligaciones, por lo cual creo que usted permitirá al
«caballero anciano» enviarle algo que perteneció en otro tiempo a la pequeña
nieta que perdió. Expresando a usted mis cordiales gracias y buenos deseos, quedo
Su amigo agradecido y atento servidor, James Laurence.
—Vaya, Beth, éste es un honor del cual puedes estar orgullosa. Laurie me
dijo cuánto quería el señor Laurence a la niña que murió y con cuánto
cuidado guardaba todas sus cosas. Piénsalo bien, te ha dado su mismo piano.
Mira lo que resulta de tener ojos grandes y azules y ser aficionada a la música
—dijo Jo, tratando de calmar a Beth, que temblaba tan excitada como jamás estuviera en su vida.
—Mira los encantadores candeleros y la seda verde, que parece tan bonita
con la rosa de oro en el centro, y el taburete, todo completo —replicó Meg,
abriendo el instrumento para mostrar sus bellezas.
—»Su atento servidor, James Laurence», y te lo ha escrito a ti. ¡Figúrate!
Tengo que decírselo a las chicas; les parecerá estupendo —agregó Amy, muy impresionada.
— ¡Tócalo, hija de mi alma!, que oigamos el sonido del pianillo —dijo
Hanna, que siempre participaba de las alegrías y tristezas de la familia.
Beth tocó, y todas declararon que era el piano más extraordinario que habían oído.
Evidentemente acababa de ser afinado y arreglado, pero, a pesar de su
perfección, creo que el verdadero encanto para ellas consistía en la cara
radiante de felicidad con que Beth tocaba cariñosamente las hermosas teclas,
blancas y negras, y apretaba los brillantes pedales.
— Tendrás que ir a darle las gracias —dijo Jo, por pura broma, porque no
tenía la menor idea de que la niña fuera de veras.
—Sí, pienso hacerlo; y mejor será hacerlo ahora mismo, antes de que me
entre miedo pensándolo mucho — y con indecible asombro de toda la
familia, Beth salió al jardín, atravesó el seto y entró en casa de los Laurence.
—¡Válgame Dios! ¡Esto sí que es la cosa más extraña que he visto en mi
vida! Tiene la cabeza trastornada por el piano.
—Si no hubiera perdido el juicio, no hubiera ido —exclamó Hanna,
viéndola marchar. El milagro dejó mudas a las muchachas.
Se hubieran sorprendido aún más de haber visto lo que hizo Beth después.
Fue y llamó a la puerta del estudio sin darse tiempo para pensar; y cuando
una voz ronca gritó «adelante», entró y se acercó al señor Laurence, que
parecía completamente sorprendido; ella extendió la mano y dijo con voz temblorosa:
—He venido para darle las gracias, señor, por… —pero no concluyó
porque él parecía tan amable, que se olvidó por completo de su discurso, y
acordándose sólo de que había perdido su niña querida, le echó los brazos al
cuello y le dio un beso.
Si el techo de la casa se le hubiera caído, no se hubiera sorprendido más el
anciano caballero; pero le gustó, sin duda, le gustó extraordinariamente, y
tanto lo conmovió y agradó aquel beso, lleno de confianza, que toda su
aspereza desapareció; sentó a la niña en sus rodillas y puso su mejilla
arrugada sobre la rosada mejilla de su amiguita, imaginándose que tenía a su
propia nieta otra vez. Beth perdió su miedo desde aquel momento, y sentada
allí charló con su viejo amigo tan tranquila como si lo hubiese conocido toda
su vida; el amor desecha el temor, y la gratitud vence el orgullo. Cuando
volvió a su casa, él la acompañó hasta su propia puerta, le estrechó la mano
cordialmente y se quitó el sombrero al retirarse, muy arrogante y erguido,
como marcial caballero que era.
Cuando las muchachas vieron semejante despedida, Jo se puso a danzar,
Amy casi se cayó de la ventana y Meg exclamó, elevando las manos:
—¿No se hunden las esferas?

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